jueves, 21 de agosto de 2025

CICERÓN Y AGUSTÍN

¿Qué arma elegirá Dios, cuyo principal instrumento suele ser la ironía, para rescatar a Agustín del abismo? Un libro de Cicerón.

Por Regis Martin


A Cartago entonces vine
Ardiendo, ardiendo, ardiendo,
Oh Señor, Tú me arrancas,
Oh Señor, Tú me arrancas,
ardiendo…
(TS Eliot, “La tierra baldía”)

La alusión de Eliot, entre otras innumerables esparcidas por las páginas del poema más trascendental del siglo pasado —tantos “fragmentos”, los llamó, “apuntalados contra mis ruinas”— recuerda el famoso verso inicial del Libro III de las Confesiones, donde un joven Agustín, tras llegar por fin a Cartago, se encuentra “en medio de un caldero silbante de lujuria”. Aún no está enamorado, nos dice, pero sin embargo se encuentra “enamorado de la idea de estar enamorado”. Pero al no encontrar objeto con el que saciar tan imperiosa necesidad, se ve reducido a una especie de frustración aullante que no desaparece. Y a un autodesprecio que solo agudiza la tortura.

“Rascarse la llaga de la lujuria -así lo describirá- Aunque mi verdadera necesidad era de ti, Dios mío, que eres el alimento del alma, no era consciente de esta hambre”. Y así, se tambaleará ebrio en las sombras, dándose un festín de comida que se echa a perder rápidamente, mientras los deseos más profundos de su corazón no se satisfacen. “La única esperanza, o si no, la desesperación”, escribe Eliot en Cuatro Cuartetos.

Está en la elección de pira o pira:
ser redimido del fuego por fuego.

Parecería que Agustín, al menos por ahora, ha tomado su decisión. No el fuego del Espíritu Santo, sino un fuego muy diferente y mucho más mortal, uno que no se puede apagar fácilmente. Sin la gracia, y sin una naturaleza dispuesta a recibirla, no queda remedio en este mundo para tal aflicción. Sin embargo, Dios no ha terminado con Agustín, ni él permanecerá como un mero espectador que presencia pasivamente el tormento sexual que actualmente asalta a su criatura. “Muy por encima -señala Agustín en su angustia ante Dios- tu misericordia me rodeó fielmente”. Y aunque por un tiempo, como él mismo dice, “me haya agotado en la depravación, en la búsqueda de una curiosidad impía”, Dios no permitirá con gusto que un necio como él continúe con su locura indefinidamente.

En otras palabras, intervendrá, enseñándole con el tiempo el arte y la disciplina de la virtud. ¿Y qué arma elegirá Dios, cuyo principal instrumento suele ser la ironía, para rescatar a Agustín del abismo? Un libro. De filosofía, entre otras cosas, que Agustín había recibido en sus estudios.

“Mi ambición -nos dice- era ser un buen orador”. Y, con el fin de adquirir las habilidades necesarias para ejercer el arte de la elocuencia, lee un texto escrito por Cicerón, quien vivió cuatro siglos antes, llamado Hortensio, un pequeño tratado del que solo quedan unos pocos fragmentos, que cambiará su vida al instante. No como un hacha, parafraseando un verso de Kafka, para el mar helado que sentía en su interior, sino como un estímulo, una antorcha encendida, para iluminar la oscuridad que había sido su vida.

Agustín tenía solo diecinueve años cuando esto sucedió, cuando la búsqueda de la sabiduría incendió su mente y su corazón, inclinándolo hacia una vida dedicada a la filosofía. Siguiendo las exhortaciones de Cicerón de trascender las cosas del cuerpo en favor de la vida intelectual, Agustín decidió entregarse al amor puro de la sofía, cuyos atractivos no son de este mundo. Con toda su vida así trastocada, se volvió una vez más hacia Dios para anunciar cómo incluso un libro puede impulsar un cambio radical en la relación que más importa:

Cambió mis oraciones hacia ti, oh Señor, y me dio nuevas esperanzas y aspiraciones. Todos mis sueños vanos perdieron repentinamente su encanto y mi corazón comenzó a latir con una pasión desconcertante por la sabiduría de la verdad eterna. Empecé a salir de las profundidades en las que me había hundido para regresar a ti.

Qué reconfortante es recordar que incluso los autores paganos pueden tener su utilidad. Al parecer, el arsenal de Dios incluye todo tipo de armas, incluso las empleadas por los no creyentes. Cicerón ha demostrado ser un catalizador muy útil en la historia de la conversión de Agustín.

Entonces, ¿qué logró exactamente 
Agustín al leer a Cicerón? No es que el joven careciera de estilo ni de refinamiento, y por ello se sintió atraído por lo que Christopher Dawson, en un ensayo sobre “San Agustín y su época”, denominó “el clasicismo límpido de Cicerón”. Porque nunca se trató de aprender alguna técnica retórica. La propia aclaración de Agustín al respecto es bastante clara: “No usé el libro como piedra de afilar para afilar mi lengua. No fue el estilo, sino el contenido, lo que me conquistó…”

Entonces, ¿cuáles fueron los contenidos del Hortensius que resultaron tan efectivos y estimulantes para reorientar la vida de Agustín? La respuesta es nada menos que un completo despertar intelectual, uno en el que le esperaba una vida completamente nueva. Ya no se entregó al anhelo sensual entre los orines de la carne, “contaminando -como dice un traductor- la fuente de la amistad con la inmundicia de la concupiscencia, oscureciendo su brillo con el fuego de la lujuria”—, sino más bien a la búsqueda más seria e intensa de la sabiduría, de la unión en el amor por todo lo que la sabiduría ofrece.

En su discurso a Dios, quien durante tanto tiempo ha sido el objeto secreto de tan ardiente búsqueda, Agustín exclamará: 

“Dios mío, ¡cuánto ansiaba tener alas que me llevaran de regreso a ti, lejos de todo lo terrenal, aunque no tenía ni idea de lo que harías conmigo! 'Porque tuya es la sabiduría'”, concluye, citando el Libro de Job (12:13).

Es quizás el pasaje más revelador de todos, pues apunta al blanco al que ahora apuntarán todas sus flechas. Porque la sabiduría no es solo una palabra; ni es una idea o construcción mental que los verdaderamente sabios deben buscar fuera y más allá de los muros de este mundo. Sí, es cierto que el mundo y su andamiaje dependen de la sabiduría; para que nada se derrumbe, la coherencia del mundo requiere que la sabiduría lo mantenga todo unido.

Pero la sabiduría de la que hablaba Cicerón, que exhorta a sus lectores a abrazar por sí misma “que me conmovió y me encendió” -dice Agustín- no era algo que Cicerón, ni ningún otro autor pagano, pudiera finalmente conocer. ¿Cómo podrían, habiendo vivido antes de la venida de Cristo, el mismísimo Logos de Dios, quien vino entre nosotros para revelar -¡y encarnar nada menos!- la verdad plena de Dios?

Ardiendo de entusiasmo por la chispa que encendió el encuentro de Agustín con Cicerón

“Jamás podría satisfacerme a menos que Cristo sostuviera la cerilla. En lo profundo de mi corazón, su nombre permaneció, y nada podría cautivarme por completo, por erudito, por bien expresado, por cierto que fuera, a menos que su nombre estuviera en ello”.

Entonces se dedicó a leer las Escrituras, ansioso por descubrir, por aferrarse a una realidad “más allá del entendimiento de los orgullosos y oculta a los ojos de los niños. Su paso era humilde, pero las alturas que alcanzaba eran sublimes”.

Una empresa que valía la pena, sin duda, pero habría trampas en el camino que le impedirían encontrar el camino. Varias de ellas las analizaremos en la próxima entrega…


Continúa...


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