miércoles, 16 de julio de 2025

EL IMPACTO DE SAN AGUSTÍN

El impacto de San Agustín en la vida de la Iglesia, en el mundo medieval emergente en cuya formación participó, nunca ha sido igualado.

Por Regis Martin


Quizás lo primero y más obvio que se puede decir sobre San Agustín, cuya vida se extendió por casi ochenta años —del 354 al 430 d. C.—, es que fue una de las pocas figuras verdaderamente fundamentales del Occidente cristiano. No solo se sitúa a la altura de hombres como Benito, quien encendió un gran fuego monástico en Occidente, o Gregorio Magno, quien lo mantuvo ardiendo mientras atendía a las víctimas de la peste en una ciudad invadida por tribus bárbaras, sino que, gracias a sus propios logros, demasiado numerosos para citarlos ahora, supera con creces incluso a estos gigantes. El impacto de Agustín en la vida de la Iglesia, en el emergente mundo medieval que él contribuyó a moldear, nunca ha sido igualado.

Gran parte de su pensamiento, como el de San Pablo o San Juan, ha calado tan hondo en la conciencia del pensamiento y la sensibilidad cristianos, las percepciones de las que depende gran parte de nuestra comprensión de Dios y del mundo, que a veces sorprende descubrir que la fuente de toda esta riqueza desbordante proviene de él.

A partir de finales del siglo IV y principios del V, cuando vivió y se inició como obispo y teólogo, creando una obra que perdura hasta nuestros días, su presencia se sintió como un gran catalizador en África y Europa, elevando la vida de la humanidad en múltiples frentes. Frentes disputados, también, razón por la cual, en medio de las convulsiones del siglo XVI, cuando Europa se desgarraba por desacuerdos sobre la fe y las obras, tanto herejes como ortodoxos apelaron por igual a la autoridad de Agustín.

Y tan pronto como se resolvió esa controversia, al menos desde el lado católico, con los decretos emitidos en Trento, la Iglesia en Francia se vio asolada por el azote jansenista, cuyos seguidores también se aprovecharon de Agustín para justificar sus excesos. Por qué este hombre se encontraba en el centro de tantas tormentas, convirtiéndose en un pararrayos entre tantos cristianos controvertidos, es una pregunta fascinante. Sin duda, es una pregunta a la que tendremos que volver a su debido tiempo.

En cualquier caso, la simple enumeración de sus logros más destacados, intentando profundizar en algunas de las múltiples implicaciones de su pensamiento, deja a uno casi sin aliento. Empezando, por supuesto, con el merecido título honorífico de Doctor de la Gracia oficial de la Iglesia, un título que no puede ser superior al que se le puede conferir dada la centralidad de la gracia en la vida cristiana. A esto hay que sumarle el hecho de que se convirtiera en patrono y mentor de varias Ordenes Religiosas, entre las que destacan los Dominicos, cuyo carisma se inspiró en sus escritos y en el ejemplo de su vida.

Y no olvidemos la influencia de su filosofía, que ha dado origen a toda una escuela de especulación que lleva su nombre, a saber, el agustinismo. Su principal característica es que no permite que la razón monopolice la sabiduría, sino que la mente debe, como nos recuerda el padre Martin D'Arcy en un maravilloso ensayo sobre Agustín, “ser instigada, si no guiada, por el amor”. Es la principal fuerza gravitacional, como Agustín no se cansaría de repetirnos, cuyas atracciones acercan el alma cada vez más a Dios. Quien, anticipándose a nuestro ascenso, emprende el descenso más audaz en caso de la venida de Cristo entre nosotros.

Agustín, añade, “no admite la división del trabajo, la neutralidad forzada entre filosofía y fe, deseo y razón”. En otras palabras, no encierra su fe en un conjunto de paréntesis, una verdadera camisa de fuerza, al tomar las herramientas de la filosofía. “Su propia sabiduría -concluye el padre D'Arcy- para que valga algo, debe ser una chispa de la Sabiduría de Dios”.

Esto explica por qué comienza la filosofía con un postulado un tanto sorprendente. Siendo la verdad el objeto de la filosofía, los estudiantes suelen asumir que se debe comenzar con la razón, y razonar sin ayuda. No -dice San Agustín, echando un vistazo a su pasado- se debe comenzar con la fe. Si no puedes entender, cree para poder entender”.

En resumen, uno debe primero asentarse en la firmeza de la Palabra salvadora de Dios, revelada en la inconfundible carne de Jesucristo, antes de poder comprender. Y solo gracias a esa mirada a su pasado, a esa deliberada eliminación de recuerdos para narrar la historia de su vida, Agustín impulsa la necesidad de la fe, de Dios. El hallazgo de Dios no puede comenzar realmente hasta que se inicia la búsqueda interior, la exploración de su propio yo dividido. “Y siendo así amonestado -nos dice en las Confesiones - a volver a mí mismo, entré incluso en mi interior, siendo tú mi guía: Y pude, -continúa- porque te habías convertido en mi ayudador. Y entré y contemplé con el ojo de mi alma, tal como era, sobre el mismo ojo de mi alma, sobre mi mente, la Luz Inmutable”.

Es la única manera de leer a Agustín, de penetrar en la esencia de su vida. Una vez que el lector reconoce que tanto la filosofía como la vida son una sola pieza, que los detalles más íntimos de una, bajo el aspecto de la gracia, se integran fluidamente en la otra, el significado de todo se aclara. Es el punto final.

Y para Agustín, por supuesto, conocer la verdad de sí mismo, que fue creado para Dios y que sin él todo es nada, se convirtió en el motor de su vida. No solo conocer la verdad, fíjense, sino deleitarse en ella; solo eso traerá felicidad duradera al alma. "¿Crees que la sabiduría es otra cosa que la verdad, en la que se contempla y se posee el bien supremo?" -pregunta en su tratado "Sobre el libre albedrío"- Aquí está, pues, la verdad; abrázala si puedes, disfrútala y regocíjate en Dios, y él te concederá los deseos de tu corazón..."

¿De qué depende entonces la felicidad del hombre? Para Agustín, la respuesta es sencilla. La vida se vuelve feliz, se alcanza la plenitud, cuando “hay gozo en la verdad misma: porque este es un gozo en ti, que eres la verdad, oh Dios, salud de mi rostro, Dios mío”. En este lírico estallido de alabanza, vemos cómo la filosofía, la incansable búsqueda de la sabiduría por parte de Agustín, pasa casi imperceptiblemente a Dios, al Verbo que es Dios:

La verdad es inmortal; la verdad es inmutable; la verdad es aquella Palabra de quien se dice: “En el principio era el Verbo”. 
 

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