lunes, 28 de julio de 2025

LA CONJURACIÓN ANTICRISTIANA: LAS DOS CONCEPCIONES DE LA VIDA

Continuamos con la publicación del segundo capítulo del libro publicado en 1910 de Monseñor Henri Delassus, quien nos advierte sobre el enemigo.


CAPITULO II

LAS DOS CONCEPCIONES DE LA VIDA

La civilización cristiana procede de una concepción de la vida completamente contraria a la que dio origen a la civilización pagana.

El paganismo, habiendo empujado al género humano por la pendiente que el pecado original lo había conducido, decía que el hombre está sobre la tierra para gozar de la vida y de los bienes que este mundo le ofrece. El pagano no ambicionaba, no buscaba nada más allá que el goce de la vida; y la sociedad pagana estaba organizada con el fin de procurarse estos bienes tan abundantes y esos placeres tan refinados o incluso hasta groseros a que pueden llegar, y solamente para aquellos que estaban en condiciones de obtenerlos. La civilización antigua se basaba en este principio, todas sus instituciones se sustentaban, sobre todo, en dos pilares, la esclavitud y la guerra. Y ya que la naturaleza no era lo bastante generosa, y sobre todo, porque en esa época, no se había cultivado desde mucho tiempo y lo suficientemente bien para obtener todos los disfrutes deseados, el pueblo fuerte sometía al pueblo débil, y los ciudadanos hacían esclavos a los extranjeros e incluso a sus hermanos para proveerse de las fuentes de riqueza e instrumentos de placer.

El cristianismo vino, en cambio, a decirle al hombre que debía buscar en otra dirección la felicidad cuya necesidad no cesa de atormentarlo. Invirtió el concepto que el pagano tenía sobre la vida. El divino Salvador nos enseña con su palabra y nos persuade con su muerte y su resurrección, de que la vida presente es una vía, y que ésta no es LA VIDA a la cual su Padre nos ha destinado.

La vida presente no es más que la preparación para la vida eterna. Aquella es el camino que conduce a ésta. Estamos en vía, nos decían los escolásticos, caminando ad terminum, en marcha para el cielo. Los científicos de hoy expresarían la misma idea diciendo que la tierra es el laboratorio donde se forman las almas, donde se reciben y se desarrollan las facultades sobrenaturales de las que el cristiano, después de haber terminado su paso en esta vida, gozará en la celestial morada. Así como la vida embrionaria es en el seno materno, ya que también es una vida, pero una vida en formación, y en donde se elaboran los sentidos que tendrán que funcionar en la estancia terrestre: los ojos con los cuales contemplará la naturaleza, el oído que recogerá sus armonías, la voz que allí pronunciará sus cantos, etc.

En el cielo podremos ver a Dios cara a cara (1), esta es la gran promesa que se nos hace. Toda la religión se basa en ella. Y sin embargo, ninguna naturaleza creada es capaz de esta visión.

Todos los seres vivos tienen su manera de conocer, limitada por su naturaleza propia. La planta tiene un determinado conocimiento de los líquidos que necesita para su mantención, puesto que sus raíces se extienden hacia ellos, los buscan para introducirlos dentro de ella. Este conocimiento no es una visión. El animal ve, pero no tiene la inteligencia de las cosas que sus ojos abarcan. El hombre comprende estas cosas, su razón las penetra, abstrae las ideas que contienen y por ellas se eleva a la ciencia. Pero las substancias de las cosas le permanecen ocultas, porque el hombre no es más que un animal racional y no una inteligencia pura. Los mismos ángeles, que son intelectos puros, pueden contemplar directamente las substancias de su misma naturaleza y a fortiori las substancias inferiores. Pero tampoco pueden ver a Dios. Dios es una sustancia aparte, de un orden infinitamente superior. El mayor esfuerzo del espíritu humano ha llegado a calificar a Dios como siendo “Acto puro” y la revelación nos dice que es una Trinidad de personas en unidad de sustancia, la Segunda engendrada por la Primera, la Tercera procedente de las otras dos, todo dentro de una vida de inteligencia y de amor que no tiene ni comienzo ni fin. Ver a Dios como Él se ve, amarlo como Él se ama - ésta es la bienaventuranza prometida - está fuera del alcance de toda naturaleza creada e incluso posible. Para comprenderlo se debería ser nada menos que igual a Dios.

Pero lo que no le pertenece por naturaleza al hombre puede serle proporcionado por un don gratuito de Dios. Y así es: lo sabemos porque Dios nos ha revelado haberlo hecho de esta manera. Tanto para los ángeles como para nosotros. Los ángeles buenos ven a Dios cara a cara, y nosotros somos llamados a gozar de la misma felicidad.

Sólo podemos llegar hasta allá por algo de sobreañadido que nos eleve por sobre nuestra naturaleza, que nos haga capaces de esto, siendo radicalmente impotentes por nosotros mismos, como sería el don de la razón a un animal o el don de la vista a una planta. Este algo, se llama aquí, en esta vida, la gracia santificante. El apóstol San Pedro dice que es una participación de la naturaleza divina. Es necesario que sea así; acabamos de ver que, en ningún ser, la operación de determinado ser no sobrepasa y no puede sobrepasar la naturaleza de ese mismo ser. Y si un día seremos capaces de ver a Dios, es porque El habrá depositado algo de divino en nosotros, se habrá transformado en una parte de nuestro ser, y lo elevará hasta hacerlo semejante a Dios “Bienaventurados -dice al apóstol San Juan- somos ahora hijos de Dios, y lo que seremos un día no parece aún; seremos similares al Él, porque lo veremos tal como es” (I Juan, III-2).

Ese algo, lo recibimos aquí abajo a partir del santo Bautismo. El apóstol San Juan lo llama un germen (I Juan III-9), es decir, una vida en principio. Es lo que Nuestro Señor nos señaló, cuando hablaba a Nicodemo de la necesidad de un nuevo nacimiento, de una generación a una vida nueva: La vida que el Padre tiene en sí mismo, que Él da al Hijo y que el Hijo nos da y nos ejercita conjuntamente con Él por el santo Bautismo. Esta palabra que da una imagen tan viva de todo el misterio, San Pablo la había tomado de Nuestro Señor cuando decía a los apóstoles: “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos, como el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo si no está unido a la vid, así ustedes tampoco si no permanecen en mi”.

Estas altas ideas eran familiares para los primeros cristianos. Eso lo demuestra el hecho de que cuando los apóstoles hablan en el Epitres, lo hacen como siendo una cosa ya conocida. Y de hecho, era así porque a ellos se les presentaban en largas catequesis los ritos del Bautismo. Luego, las ropas blancas de los neófitos simbolizaban que ellos comenzaban una vida nueva, que ellos eran por esta vía vueltos a la inocencia: Hijos espirituales, se les decía, como niños recién nacidos, desean ardientemente la leche que debe alimentar su vida sobrenatural; la leche de la fe sin alteración, sine dolo lac concupiscite, y la leche de la caridad divina. Cuando este germen que recibieron haya llegado a su término, esta fe se transformará en clara visión, y la caridad en beatitud del amor divino.

Toda la vida presente debe tender a este desarrollo, a la transformación del viejo hombre, del hombre de la pura naturaleza e incluso de la naturaleza caída, en el hombre deificado. He aquí lo que se realiza en este mundo en el cristiano fiel. Las virtudes sobrenaturales, infundidas en nuestra alma en el Bautismo, se desarrollan día a día por el ejercicio que hacemos de ellas con la ayuda de la gracia y la volvemos así capaz de actividades sobrenaturales que se van a completar en el cielo. La entrada en el cielo será como un nacimiento, que con el Bautismo fue engendrado.

Esto es lo que Jesús hizo y lo que vino a enseñar al género humano. Por lo tanto, se cambió radicalmente la concepción de la vida presente. El hombre no está en la tierra para gozar y morir, sino para prepararse para la vida de lo alto. Y para merecerla.

GOZAR, MERECER, son los dos fines que caracterizan, que separan, que oponen a las dos civilizaciones.

No se puede dejar de decir que desde el momento en que el cristianismo comenzó a ser predicado, los hombres no pensaron ya en ninguna otra cosa que no fuese su propia santificación. Ellos continuaron siguiendo los fines secundarios de la vida presente, y ejerciendo, en la familia y en la sociedad, las funciones que piden y que imponen 
los deberes. Por otra parte, la santificación no se opera solamente por los ejercicios espirituales, sino por la realización de todo deber de estado, por todo acto hecho con pureza de intención. “Todo lo que hagan -dice el apóstol San Pablo- ya sea de palabras o en obras, hacerlas todas en nombre de Nuestro Señor Jesucristo… Trabajad en agradar a Dios en todas las cosas, y fructificaréis en toda buena obra” (Ad Colos., I-10 y III-17)

Además de eso, permanecen en la sociedad y en ella permanecerán hasta el fin de los tiempos, las dos categorías de hombres que la Sagrada Escritura señala: los buenos y los malos. Hay que observar, no obstante, que el número de malos disminuye y de los buenos se acrecienta a medida que la fe adquiere más influencia en la sociedad. Éstos, porque tienen fe en la vida eterna, aman a Dios, hacen el bien, observan la justicia, son los benefactores de sus hermanos, y por todo eso, hacen que reine en la sociedad la seguridad y la paz. Aquéllos, porque no tienen fe, porque sus miradas permanecen fijas en la tierra, son egoístas, sin amor, sin piedad para sus semejantes: enemigos de todo bien, ellos son en la sociedad causa de discordia y de impedimento para la civilización.

Mezclados los unos con los otros, los buenos y los malos, los creyentes y los incrédulos, forman las dos ciudades descritas por San Agustín: “El egoísmo llevado hasta el menosprecio de Dios constituye la sociedad comúnmente llamada “el mundo”, el amor a Dios llevado hasta el menosprecio de sí mismo produce la santidad y puebla la “ciudad celestial”.

A medida que la nueva concepción de la vida traída por Nuestro Señor Jesucristo a la tierra penetró en las inteligencias y en los corazones, la sociedad se modificó: el nuevo punto de vista cambió las costumbres y, bajo la presión de las ideas y las costumbres, las instituciones se transformaron. La esclavitud desapareció, y en vez de los poderosos someter a sus hermanos, se les ve santificarse hasta el heroísmo para procurarles el pan de la vida espiritual, para elevar a las almas y santificarlas. La guerra no fue más hecha para apoderarse de los territorios de los otros y tomar a los hombres y mujeres como esclavos, sino para romper los obstáculos que se oponían a la extensión del reino de Cristo y obtener para los esclavos del demonio la libertad de los hijos de Dios. Facilitar, favorecer la libertad de los hombres y pueblos en su progreso hacia el bien, se volvió el objetivo hacia el cual las instituciones sociales fueron llevadas, aunque no siempre como un fin expresamente determinado. Y las almas aspiraron al cielo y trabajaron para merecerlo. La búsqueda de los bienes temporales por el disfrute que se puede obtener de ellos ya no era el único ni siquiera el principal objetivo de la actividad de los cristianos, al menos de aquellos que estaban verdaderamente imbuidos del espíritu del cristianismo, sino la búsqueda de los bienes espirituales, la santificación del alma, el crecimiento de las virtudes, que son el adorno y las verdaderas delicias de la vida aquí abajo, y al mismo tiempo garantía de la bienaventuranza eterna.

Las virtudes adquiridas por el esfuerzo personal se transmitían de una generación a otra a través de la educación; y así se fue formando poco a poco la nueva jerarquía social, basada ya no en la fuerza y sus abusos, sino en el mérito: en la base, las familias que se detuvieron en la virtud del trabajo; en el medio, aquellas que, sabiendo combinar el trabajo con la moderación en el uso de los bienes que este les proporcionaba, fundaron la propiedad a través del ahorro; en la cima, aquellas que, despojándose del egoísmo, se elevaron a las sublimes virtudes de la dedicación al prójimo: el pueblo, la burguesía, la aristocracia. La sociedad se basó y las familias se escalonaron según el mérito ascendente de las virtudes, transmitidas de generación en generación.

Tal fue la obra de la Edad Media. Durante su transcurso, la Iglesia llevó a cabo una triple tarea. Luchó contra el mal que provenía de las diversas sectas del paganismo y lo destruyó; transformó los buenos elementos que se encontraban entre los antiguos romanos y las diversas especies de bárbaros; finalmente, hizo triunfar la idea que Nuestro Señor Jesucristo había dado de la verdadera civilización. Para llegar a ello, se había dedicado primero a reformar el corazón del hombre; de ahí vino la reforma de la familia, la familia reformó el Estado y la sociedad: el camino inverso al que se quiere seguir hoy.

Sin duda, creer que, en el orden que acabamos de explicar, no ha habido desorden, sería engañarse. El antiguo espíritu, el espíritu del mundo, que Nuestro Señor había anatematizado, nunca fue ni será completamente vencido y aniquilado. Siempre, incluso en las mejores épocas, incluso cuando la Iglesia obtuvo la mayor influencia en la sociedad, hubo hombres buenos y hombres malos; pero se veía a las familias ascender por sus virtudes o declinar por sus vicios; se veía a los pueblos distinguirse entre sí por sus civilizaciones, y el grado de civilización se vinculaba a las aspiraciones dominantes en cada nación: se elevaban cuando esas aspiraciones se purificaban y ascendían; retrocedían cuando sus aspiraciones los llevaban hacia el placer y el egoísmo. Sin embargo, aunque sucediera que las naciones, las familias y los individuos se abandonaran a los instintos de la naturaleza o se resistieran a ellos, el ideal cristiano permanecía siempre inflexiblemente mantenido ante los ojos de todos por la Santa Iglesia.

El impulso que el cristianismo imprimió a la sociedad comenzó a disminuir, como hemos dicho, en el siglo XIII; la liturgia lo percibe y los hechos lo demuestran. Inicialmente hubo un estancamiento, luego un retroceso. Este retroceso, o mejor dicho, esta nueva orientación, pronto se hizo tan evidente que recibió un nombre, el RENACIMIENTO, renacimiento desde el punto de vista pagano en la idea de civilización. Y con el retroceso vino la decadencia. “Teniendo en cuenta todas las crisis atravesadas, todos los abusos, todas las sombras en el panorama, es imposible negar que la historia de Francia —la misma observación vale para toda la república cristiana— es un ascenso, como historia de una nación, mientras domina la influencia moral de la Iglesia, y que se convierte en una caída, a pesar de todo lo brillante y épico que a veces tiene esa caída, desde que los escritores, los sabios, los artistas y los filósofos sustituyeron a la Iglesia y la despojaron de su dominio” (2).

Continúa...

Capítulo 1: Las dos Civilizaciones

Notas:

1) Vidimus nunc per speculum in aenigmate: tunc autem facie ad faciem. Nunc cognosco ex parte; tunc autem cognoscam sicut cognitus sum. (I Cor. XIII-12). Ahora vemos en un espejo y enigma: pero entonces veremos cara a cara. Ahora conozco imperfectamente: pero entonces conoceré como yo me conozco (por intuición). (Mat. XVIII-10, I Juan, III-2) El concilio de Florencia definió: Animae sanctorum… intuentur clare ipsum Deum trinum el unum siculi est. Las almas de los santos verán claramente a Dios como El es, en la Trinidad de personas y en la unidad de su naturaleza.

2) M. Maurice Talmeyr.
 

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