lunes, 4 de agosto de 2025

LA CONJURACIÓN ANTICRISTIANA: EL RENACINIENTO, PUNTO DE INICIO DE LA CIVILIZACIÓN MODERNA

El Renacimiento engendró la Reforma y la Reforma engendró la Revolución, cuyo objetivo es aniquilar la civilización cristiana para substituirla por la llamada civilización moderna.


Continuamos con la publicación del tercer capítulo del libro publicado en 1910 de Monseñor Henri Delassus, quien nos advierte sobre el enemigo.

CAPITULO III

EL RENACINIENTO, PUNTO DE INICIO DE LA CIVILIZACIÓN MODERNA

En su admirable introducción a la “Vida de Santa Isabel”, M. de Montalembert dice del siglo XIII, que fue -al menos por lo que se refiere al pasado- el apogeo de la civilización cristiana: “Nunca quizás la Esposa de Cristo había reinado por un imperio tan absoluto sobre el pensamiento y sobre el corazón del pueblo… Entonces, más que en ningún otro momento de este rudo combate, el amor de sus hijos, su dedicación sin término, su número y valor cada día crecientes, y los santos que cada día veía nacer entre ellos, ofrecían a esta Madre inmortal, fuerzas y consolaciones, hasta el momento en que le fueron cruelmente arrebatadas. Gracias a Inocencio III, que continuó la obra de Gregorio VII, la cristiandad era una extensa unidad política, un reino sin fronteras, habitado por múltiples razas. Los señores y los reyes habían aceptado la supremacía pontifical. Fue necesario que viniera el protestantismo para destruir esta obra”.

Antes mismo del protestantismo, un primer y rudo golpe se dio a la sociedad cristiana de 1308. Lo que la sustentaba era, como dice M. de Montalembert, la autoridad reconocida y respetada del Soberano Pontífice, el jefe de la cristiandad, el árbitro de la civilización cristiana. Esta autoridad fue contradicha, insultada y golpeada por la violencia y por la astucia del rey Felipe IV, en la persecución que hizo sufrir al Papa Bonifacio VIII; esa misma autoridad fue también reducida, por la complacencia de Clemente V hacia este mismo rey, que llegó hasta trasladar temporalmente la sede del papado a Avignon en 1305. Urbano VI no debía volver a entrar a Roma hasta 1378. Durante este largo exilio, los Papas perdieron una buena parte de su independencia y su prestigio se vio singularmente debilitado. Cuando volvieron a entrar en Roma, después de setenta años de ausencia, todo estaba listo para el gran cisma de Occidente que iba a durar hasta 1416 y que descabezó por un tiempo al mundo cristiano.

De esta manera, el poder comenzó a prevalecer sobre el derecho, como era antes de Jesucristo. Se ve renacer el carácter pagano de conquista y perderse el carácter de liberación. La “hija primogénita” (1) que había herido a su Madre en Agnani, sufre la primera de las consecuencias de su infracción: la Guerra de Cien años, Crécy, Poitiers. Azincourt. En los días de hoy (2), para no decir nada de lo que la precedió, la ocupación de Roma, la expansión de Prusia a costa de sus vecinos, la impasibilidad de Europa ante la masacre de los cristianos por los turcos, y la inmolación de un pueblo por las codicias del imperio británico, todo eso es fruto del espíritu pagano.

Pastor comienza en estos términos su “Historia de los Papas de la Edad Media”:

“La época en que se realiza la transformación de la antigüedad pagana por el cristianismo, no es menos memorable quizá que el período de transición que conecta la Edad Media con los tiempos modernos. A esa época, se le dio el nombre de Renacimiento.

Bajo la influencia de una admiración excesiva, se podría decir enfermiza, por los encantos de los escritores clásicos, se enarbola abiertamente el estandarte del paganismo; los adherentes de esta reforma pretendían modelar exactamente todo bajo el prisma de la antigüedad, las costumbres y las ideas, restablecer la preponderancia del espíritu pagano y destruir radicalmente el estado de cosas existente, cuestionados por ellos como estando en decadencia.

La influencia desastrosa ejercida dentro de la moral por el humanismo se hizo sentir temprano y de una manera espantosa en el ámbito de la religión. Los adherentes del Renacimiento pagano consideraban la filosofía antigua y la fe de la Iglesia, como dos mundos enteramente distintos y sin ningún punto de contacto”.

Ellos querían que el hombre hiciese su felicidad sobre la tierra, que todas sus fuerzas, todas sus actividades estuviesen empleadas en obtener la felicidad temporal; decían que el deber de la sociedad es organizarse de modo que permita a cada uno satisfacer todos sus deseos y todos sus sentidos.

Nada de más opuesto a la doctrina y a la moral cristiana.

“Los antiguos humanistas, ha dicho muy bien Jean Janssen (3), no tenían menos entusiasmo para la herencia grandiosa legada por los pueblos de la antigüedad que tuvieron más tarde sus sucesores. Antes de éstos, ellos habían visto en el estudio de la antigüedad, uno de los más potentes medios de cultivar con éxito la inteligencia humana. Pero dentro de su pensamiento, los clásicos griegos y latinos no debían estudiarse con el fin de alcanzar en ellos y por ellos el fin de toda educación. Se proponían ponerlos al servicio de los intereses cristianos; deseaban para el futuro, gracias a ellos, alcanzar una inteligencia más profunda del cristianismo y la perfección de la vida moral. Movidos por estos mismos motivos, los Padres de la Iglesia habían recomendado y fomentado el estudio de las lenguas antiguas. La lucha no comenzó y sólo se volvió necesaria hasta que los jóvenes humanistas rechazaron toda la antigua ciencia teológica y filosófica como bárbara, y afirmaron que todo concepto científico se encuentra únicamente contenido en las obras de los antiguos, entraron en lucha abierta con la Iglesia y el cristianismo, y muy a menudo lanzaron un desafío a la moral”.

La misma observación con respecto a los artistas. 

“La Iglesia, dice el mismo historiador, había puesto el arte al servicio de Dios, pidiendo a los artistas cooperar a la propagación del reino de Dios sobre la tierra e invitándolos a “anunciar el Evangelio a los pobres”. Los artistas respondiendo exactamente a este llamado, no elevaban la belleza sobre un altar para hacer un ídolo y adorarlo para sí mismos; ellos trabajaban “para la gloria de Dios”. Por sus obras maestras ellos deseaban despertar y aumentar en las almas el deseo y el amor de los bienes celestiales. Mientras el arte conservó los principios religiosos que le habían dado nacimiento, fue en constante progreso. Pero a medida que se desvanecía la fidelidad y la solidez de los sentimientos religiosos se vio esfumarse esa inspiración. Mientras más se admiró la divinidad extranjera, más la quiso resucitar y dar una vida artificial al paganismo, vino entonces a desaparecer su fuerza creativa, su originalidad; y, al final, cayó en una sequía y aridez completa (4)”.

Bajo la influencia de estos intelectuales, la vida moderna tomó una dirección completamente nueva, opuesta a la verdadera civilización. Ya que, como muy bien dijo Lamartine:
Toda civilización que no viene de la idea de Dios es falsa.

Toda civilización que no alcanza la idea de Dios no permanece.

Toda civilización que no se penetra de la idea de Dios es fría y vacía.

La última expresión de una civilización perfecta es la de Dios mejor visto, mejor adorado y mejor servida por los hombres (5)”
El cambio se operó en primer lugar en las almas. Muchos olvidaron la concepción según la cual el fin de todo está en Dios para adoptar aquella que quiere que todo esté centrado en el hombre. “Al concepto del hombre decaído y regenerado, dice muy bien Beriot, el Renacimiento opone el concepto del hombre no caído ni regenerado, ascendiéndolo a una admirable altura por las únicas fuerzas de su razón y de su libre albedrío”. El corazón ya no está para amar a Dios, ni el espíritu para conocerlo, ni el cuerpo para servirlo, y así merecer la vida eterna. La noción superior que la Iglesia había puesto tanto cuidado en fundar, y para la cual había tardado tanto tiempo, se borró en éste, en aquél, y en las multitudes; como en tiempos del paganismo, hicieron del placer, del disfrute, el objeto de la vida; buscaron los medios en la riqueza, y para adquirirlos, no se tuvo en cuenta los derechos de los otros. Para los Estados, la civilización ya no tuvo más como fin la santidad de todos, y las instituciones sociales abandonaron los medios ordenados para preparar a las almas para el cielo. De nuevo volvieron a encerrar la función de la sociedad en el tiempo, sin respeto a las almas que están hechas para la eternidad. ¡Entonces, como hoy en día, llamaron a eso progreso. “Todo nos anuncia, decía con entusiasmo Campanello, la renovación del mundo. Nada detiene la libertad del hombre. ¿Cómo detener la marcha y el progreso del género humano?” Las nuevas invenciones, la imprenta, el telescopio, el descubrimiento del Nuevo Mundo, etc., sumándose al estudio de las obras de la antigüedad, causaron una embriaguez de orgullo que hizo decir: la razón humana se basta a sí misma para controlar sus asuntos en la vida social y política. No necesitamos una autoridad que apoye o rectifique la razón.

Así se invirtió el concepto sobre el cual la sociedad había vivido y por el cual ella había prosperado desde Nuestro Señor Jesucristo.

La civilización renovada de paganismo, actuó en primer lugar sobre las almas aisladamente, luego sobre la opinión pública, después sobre las costumbres y las instituciones. Sus estragos se manifestaron en primer lugar en el orden estético e intelectual; el arte, la literatura y la ciencia se retiraron poco a poco del servicio del alma para ponerse al servicio de la animalidad: lo que esta revolución trajo consigo en el orden moral y en el orden religioso fue la Reforma. Del orden religioso, el espíritu del Renacimiento alcanzó el orden político y social con la Revolución. Y ahí están, atacando el orden económico con el Socialismo. Y es allí donde la civilización pagana debía llegar, es allí que ella encontrará su fin, o nosotros, el nuestro; su fin, si el cristianismo retoma el dominio sobre los pueblos asustados o más bien, abrumados por los males que el socialismo hará pesar sobre ellos; el nuestro, si el socialismo consigue llevar hasta el final la experiencia del dogma del libre disfrute en este mundo y hacernos sufrir todas las consecuencias.

Esto sin embargo, no se realizó ni avanzó sin resistencia. Una multitud de almas permanecieron y permanecen siempre unidas al ideal cristiano, y la Iglesia está siempre presente allí, para mantenerlo y trabajar por su triunfo. De ahí el conflicto que, en el seno de la sociedad, dura más de cinco siglos y que hoy llegó a un estado crítico.

El Renacimiento es, pues, el punto de partida del estado actual de la sociedad. Todo esto que sufrimos proviene de allí. Si queremos conocer nuestro mal, y tomar de este conocimiento el remedio radical para la situación presente, es preciso remontarse al Renacimiento (6).

Y sin embargo, los Papas favorecieron lo que fue el inicio de la civilización moderna! Se impone una palabra de explicación a esto.

Los Padres de la Iglesia, recomendaron el estudio de las literaturas antiguas y esto por dos razones: ellos encontraron en ellas un excelente instrumento de cultura intelectual, y sirvieron como un pedestal para la Revelación; y así es como debe ser: la razón es el apoyo de la fe.

Fiel a esa dirección, la Iglesia y en particular los monjes, pusieron todos sus cuidados en salvar del naufragio de la barbarie a los autores antiguos, en copiarlos, en estudiarlos, y en servirse de ellos para la demostración de la fe.

Era por lo tanto, enteramente natural, que cuando comenzó en Italia el renacimiento literario y artístico, los Papas y ella se mostrasen favorables.

A las ventajas arriba señaladas, se añadieron otras, de un carácter más inmediato y útil para esa época. A partir de la mitad del siglo XIII, se habían iniciado una serie de tratativas entre el papado y el mundo griego para obtener el retorno de las Iglesias de Oriente a la Iglesia Romana. Por una parte y por otra parte se enviaban embajadas. El conocimiento del griego era necesario para argumentar contra los cismáticos y ofrecerles lucha en su propio terreno.

La caída del imperio bizantino dio ocasión a esta clase de estudios un nuevo y decisivo impulso. Los sabios griegos, trayendo para Occidente los tesoros literarios de la antigüedad, excitaron un verdadero entusiasmo por las letras paganas, y este entusiasmo no se manifestó en ningún otro lugar tanto como entre las personas de la Iglesia. La imprenta sirvió para multiplicarlos y para adquirirlos a un costo muchísimo menor.

Finalmente la invención del telescopio y el descubrimiento del Nuevo Mundo abrían a los pensamientos los horizontes más amplios. Aquí vemos el celo de los Papas, en primer lugar, los de Avignon, de enviar misioneros a los países lejanos, y aportar un nuevo estímulo a la fermentación de los espíritus, bueno en un principio, más del cual abusó el orgullo humano, tal como vemos en nuestros días abusar de los progresos de las ciencias naturales.

Los Papas, pues, fueron llevados por toda clase de circunstancias providenciales, a llamar y a fijar cerca de ellos a los representantes renombrados del movimiento literario y artístico de que eran testigos. Lo tomaron como un deber y un honor. Prodigaron los pedidos, las pensiones, las dignidades a aquéllos cuyos talentos los elevaban encima de los otros. Desgraciadamente, con la mirada puesta en el objetivo que querían alcanzar, no pusieron suficiente cuidado en la calidad de las personas que así fomentaban.

Petrarca a quien se le conoce como “el primero de los humanistas”, encontró en la corte de Avignon la más alta protección y obtuvo el cargo de secretario apostólico. Desde entonces, se estableció en la corte pontificia, la tradición de reservar las altas funciones de secretarios apostólicos a los escritores más renombrados, de manera que ese colegio pronto se volvió uno de los focos más activos del Renacimiento. Aí se vieron santos religiosos como el camaldulence Ambrosio Traversari, pero desgraciadamente también los groseros epicúreos como Pogge, Filelfe, Arentino y muchos otros. A pesar de la piedad, y a pesar mismo de la austeridad personal con que los Papas de esa época edificaron la Iglesia (7), no supieron, en razón de la atmósfera que los envolvía, defenderse de una condescendencia demasiado grande para con los escritores, que, a pesar de estar a su servicio, pasaron a ser pronto, por la pendiente a la cual se abandonaron, los enemigos de la moral y de la Iglesia. Esta condescendencia se extendió a las propias obras de ellos, aunque, en conjunto, llegaron a ser la negación del cristianismo.

Todos los errores que después pervirtieron el mundo cristiano, todos los atentados perpetrados contra sus instituciones, tuvieron allí su fuente; se puede decir que todo esto a lo que asistimos fue preparado por los humanistas. Ellos son los iniciadores de la civilización moderna. Ya Petrarca había dibujado en el comercio de la antigüedad sentimientos e ideas que tenían afligida a la corte pontificia, si ésta hubiera medido las consecuencias. Él, es verdad, se inclinó siempre ante la Iglesia, de su jerarquía, de sus dogmas, de su moral; pero no fueron así los que lo sucedieron, y se puede decir que fue él quien los puso en el mal camino por donde entraron. Sus críticas contra el gobierno pontificio autorizaron a Valla a minar el poder temporal de los Papas, acusarlos de enemigos de Roma y de Italia, y presentarlos como enemigos de los pueblos. Llegó incluso hasta negar la autoridad espiritual de los Soberanos Pontífices en la Iglesia, negando a los papas el derecho de ser llamados “Vicarios de Pedro”. Otros recurrieron al pueblo o al emperador para restablecer, o bien la República romana, o la unidad italiana, o un imperio universal; todas las cosas que vemos en nuestros días, han sido, o intentadas (1848), o realizadas (1870), o presentadas como el objetivo de las aspiraciones de la francmasonería.

Alberti preparó otra clase de atentado, más característico de la civilización contemporánea. Jurista y literato, compuso un tratado de derecho. El proclama que “a Dios debe dejarse el cuidado de las cosas divinas, y que las cosas humanas son de la competencia del juez”. Era, como observa Guiraud, proclamar el divorcio entre la sociedad civil y la sociedad religiosa; era abrir los caminos a aquellos que quieren que los gobiernos sólo persigan fines temporales y permanezcan indiferentes a los espirituales, defienden los intereses materiales y dejan de lado las leyes sobrenaturales de la moral y de la religión; era afirmar que los poderes terrenales son incompetentes o deben ser indiferentes en materia religiosa, que no tienen que conocer a Dios, que no tienen que hacer cumplir Sus leyes. En una palabra, era la fórmula de la gran herejía del tiempo presente, y arruinar en su base, la civilización de los siglos cristianos. El principio declarado por este secretario apostólico contenía en germen todas las teorías que reclaman nuestros modernos “defensores de la sociedad laica”. Bastaba con dejar que ese principio se desarrollara para llegar a todo lo que 
hoy presenciamos con tristeza.

Atacando así la base de la sociedad cristiana, los humanistas derribaban al mismo tiempo en el corazón del hombre la noción cristiana de su destino. “El cielo -escribía Collaccio Salutati, en su Travaux d'Hercule (Tratado de Hércules)- pertenece por derecho a los hombres enérgicos que emprendieron grandes luchas o realizaron grandes trabajos sobre la tierra”. De este principio se extrajeron las consecuencias derivadas. El ideal antiguo y naturalista, el ideal de Zenón, de Plutarco y de Epicuro, consistía en multiplicar hasta el infinito las energías de su ser, desarrollando armoniosamente las fuerzas del espíritu y las del cuerpo. Este pasó a ser el ideal que los fieles del Renacimiento adoptaron, en su conducta, así como en sus escritos, en substitución de las aspiraciones sobrenaturales del cristianismo. Es en nuestros días, el ideal que Frederic Nietzsche promovió al extremo, predicando la fuerza, la energía, el libre desarrollo de todas las pasiones que harán llegar al hombre a un estado superior al que se encuentra, para llegar a convertirse en el superhombre (8).

Para estos intelectuales, y para aquellos que los escucharon, y para aquellos que hasta nuestros días se consideran sus discípulos, el orden sobrenatural, queda completamente dejado de lado; la moral se convirtió en la búsqueda de satisfacer a todos los instintos; el goce, bajo todas sus formas, fue el objeto de sus pretensiones. La glorificación del placer era el tema preferido de las disertaciones de los humanistas. Laurent Valla afirmaba en su tratado De Voluptate que “el placer es el verdadero bien, y que no hay otros bienes fuera del placer”. Esa convicción lo llevó a él, y a muchos a otros, a poetizar los peores vicios. De esta manera eran prostituidos los talentos que tendrían que ser empleados para vivificar la literatura y el arte cristianos.

Desde todos los puntos de vista, se venía venir el divorcio entre las tendencias del Renacimiento y las tradiciones del cristianismo. Mientras que la Iglesia seguía predicando la caducidad del hombre, al afirmar su debilidad y la necesidad de una ayuda divina para el cumplimiento del deber, el humanismo tomaba la delantera en Jean Jacques Rousseau para proclamar la bondad de la naturaleza: él deificaba al hombre. Mientras que la Iglesia asignaba a la vida humana una razón y un objetivo sobrenaturales, colocando en Dios el término de nuestro destino, el humanismo, repaganizado, limitaba a este mundo y al hombre el ideal de la vida.

Desde Italia, el movimiento alcanzó otras partes de Europa.

En Alemania, el nombre de Reuchlin fue, sin que este sabio lo supiera, el grito de guerra de todos los que trabajaban para destruir las Ordenes Religiosas, la escolástica y, finalmente, la propia Iglesia. Sin el escándalo que se hizo en torno de él, Lutero y sus discípulos jamás hubieran osado soñar lo que hicieron.

En los Países Bajos, Erasmo preparó, también, los caminos de la Reforma con su “Elogio a la locura”. Lutero no hizo más que proclamarlo más alto y descaradamente ejecutar lo que Erasmo no cesaba de insinuar.

Francia también se había apresurado a acoger en su territorio las letras humanistas. No tuvieron allí, al menos en el orden de las ideas, efectos tan negativos. No ocurrió lo mismo con las costumbres. “Desde que las costumbres de los extranjeros comenzaron a gustarnos —dice el gran canciller de Vair, que fue testigo de lo que cuenta—, las nuestras se han pervertido y corrompido de tal manera que podemos decir: hace mucho tiempo que ya no somos franceses”.

En ninguna parte los líderes de la sociedad tuvieron la clarividencia suficiente para separar lo que era sano de lo que era infinitamente peligroso en el movimiento de ideas, sentimientos y aspiraciones que recibió el nombre de Renacimiento. De modo que, en todas partes, la admiración por la antigüedad pagana pasó de la forma al fondo, de las letras y las artes a la civilización. Y la civilización comenzó a transformarse para llegar a ser lo que es hoy, y lo que esperamos ver será mañana.

Dios sin embargo, no dejó a su Iglesia sin ayuda, esto se puede afirmar con toda seguridad. Muchos santos, entre ellos San Bernardino de Siena, no dejaron de advertir y mostrar el peligro. Sin embargo no se les escuchó. Y por eso el Renacimiento engendró la Reforma y la Reforma, la Revolución cuyo objetivo es aniquilar la civilización cristiana para substituirla en todo el universo por la llamada civilización moderna.

Continúa...

Capítulo 2: Las dos concepciones de la vida


Notas:

1) Nota nuestra: Francia era llamada la hija primogénita de la Iglesia, ya que esta fue la primera nación que se convirtió oficialmente al cristianismo bajo el reinado de Clovis, rey de los francos.

2) Nota nuestra: recordamos que esta obra fue escrita a comienzos del siglo XX.

3) L’ Allemagne à la fin du moyen âge.

4) M Emile Mâle que publicó los estudios tan sabios y tan interesantes sobre L’ ART RELIGIEUX AU XIII SIECLE y sobre L’ART RELIGEUX A LA FIN DU MOGEN AGE, termina la segunda de estas obras con estas palabras: Hay que reconocer que el principio del arte en la Edad Media estaba en completa oposición con el principio del arte del Renacimiento. La Edad Media que terminaba había dejado impresos todos los aspectos humildes del alma: sufrimiento, tristeza, resignación, aceptación de la voluntad divina. Los santos, la Virgen, el propio Cristo, a menudo mediocres, parecidos a la gente común del siglo XV, no poseen otro brillo que el que proviene del alma. Este arte es de una profunda humildad: el verdadero espíritu del cristianismo está en él. Muy diferente es el arte del Renacimiento: su principio oculto es el orgullo. A partir de entonces, el hombre se basta a sí mismo y aspira a ser un Dios. La máxima expresión del arte es el cuerpo humano desnudo: la idea de una caída, de una decadencia del ser humano, que cautivó durante tanto tiempo a los artistas del desnudo, ni siquiera se les pasó por la cabeza. Hacer del hombre un héroe resplandeciente de fuerza y belleza, que escapa a las fatalidades de la raza para elevarse hasta el arquetipo, ignorando el dolor, la compasión, la resignación, he ahí exactamente (con todo tipo de matices) el ideal de la Italia del siglo XVI.

5) Citado por Mons. Perraud, obispo de Autun, en la fiesta del centenario del poeta.

6) Jen Guiraud, profesor de la Facultad de letras de Besançon, que acaba de publicar un excelente libro bajo el título “La Iglesia y los orígenes del Renacimiento”, nos servirá de guía para recordar sumariamente lo que pasó en esa época. Este volumen hace parte de la “Biblioteca de la enseñanza de la Historia eclesiástica” publicada en Lecoffre.

7) Martín V tuvo un gusto constante por la justicia y la caridad. Su devoción era grande; dio pruebas brillantes en sucesivas ocasiones, sobre todo cuando trajo de Ostia las reliquias de Santa Mónica. Soportó con una resignación profundamente cristiana los lutos que vinieron a afectarlo golpe sobre golpe en sus más costosos afectos. En su juventud, había distribuido la mayor parte de sus bienes entre los pobres. Eugenio IV conservó en el trono pontificio sus prácticas austeras de religioso. Su simplicidad y su frugalidad le habían hecho llamar por su ambiente con el apodo de Abstenius. Es con razón que Vespasiano celebró la santidad de su vida y de sus costumbres. Nicolás V quiso tener en su intimidad el espectáculo continuo de las virtudes monásticas. Para ello, llamó ante él a Nicolás de Cortona y a Lorenzo de Mantua, dos camaldulences con los cuales gustaba hablar de las cosas del cielo en medio de las torturas de su última enfermedad.

8)  La glorificación de lo que los americanistas llaman, “las virtudes activas”, parecen venir de aquí, por medio del protestantismo.

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