domingo, 10 de agosto de 2025

SE ME HACE MUY DURO CONFESARME, ME FALTA VALOR

Tienes tiempo todavía; sé discreto y aléjate del espantoso abismo que quizás se abrirá pronto para tragarte para siempre.

Por Monseñor de Segur (1868)


17. SE ME HACE MUY DURO, ME FALTA VALOR

El general B., mariscal de campo retirado, miembro honorario de la sociedad de obreros de san Francisco Javier, en la parroquia de san Sulpicio en París, murió en 1845 con todos los sentimientos de una edificante piedad. Dos años antes, en una de las sesiones solemnes de la sociedad, había tomado asiento al lado del buen hermano Juan el Limosnero, director de la obra. Antes de abrirse la sesión le dijo golpeándole amistosamente en la espalda: 

- ¡Aquí donde me veis soy un viejo ruin, un nada!

Vamos mi general -respondió el hermano sonriendo- no lo creo. Vos, ¡un valiente cuya sangre ha corrido en los campos de batalla! A lo más podríais acusaros de haberos quedado un poco rezagado respecto del gran general que está allí arriba. Pero un día u otro iréis a él.

- ¡Veis! lo que aquí oigo y veo hace algún tiempo me llega al alma. Pero... es que... es que... hay de por medio la Confesión, y como dicen en el regimiento, aquí está el quid. Menos miedo me daría tener que asaltar una batería.

- ¡Bah! mi general, ¿vos hablar de miedo? ¡Miedo pueril! Esto no impone tanto de cerca como de lejos; es una medicina amarga que cuesta de tragar, pero dulce en el fondo y que de cierto cura.

- ¡Hum! la medicina amarga es siempre repugnante... y es preciso tener una gran resolución para....

En esto empezó la sesión y quedó la conversación interrumpida. Tres semanas después el buen general se presentó radiante de alegría al convento:

- Albricias, querido hermano -dijo al buen religioso en cuanto lo vio- Albricias, ¡todo se ha acabado! ¿Sabéis lo que quiero decir?

- Lo adivino -dijo sonriéndose el buen hermano.

- Se ha acabado; he tragado la medicina; ¡vedme curado! curado y muy contento! Teníais razón, solo impone de lejos y a los cobardes. A medida que iba hablando sentía como que me quitasen un peso de encima. Me he rejuvenecido de treinta años; y por nada me pondría a saltar.

Y diciendo esto le estrechaba la mano con una fuerza tal que le lastimaba los dedos.

¡Qué necios son y desgraciados los que viven encenegados en el pecado! -decía otro de esos viejos convertidos que durante más de diez años no se había atrevido a confesar sus faltas. 

Acababa de recibir la absolución y fuera de sí, con el rostro anegado en lágrimas, decía al sacerdote: “¡Puedo asegurar que he vivido como en un infierno, y que en el momento que me habéis absuelto he experimentado un consuelo tan grande que no creo poderlo experimentar mayor en el paraíso!”.

Pruébalo, y de fijo no volverás nunca más a decir: “Se me hace cuesta arriba”; sino que dirás por el contrario: “¡Cuán bueno es Dios que se contenta de una tan escasa satisfacción y nos salva a tan poca costa!”

Medítalo bien; de un lado tienes con tu pecado el fuego eterno del infierno; del otro una confesión, que repugna sin duda al amor propio, pero dulce al corazón; una simple Confesión que no dura más que diez minutos o un cuarto de hora hecha a un amigo, a un padre indulgente, que tiene la misión de perdonar, consolar y amar. 

Francamente no sé dónde está tu talento si crees que esto es muy difícil. ¿Cuál no sería la alegría y la gratitud de un réprobo si pudiera volver a este mundo, y alcanzar su perdón mediante la Confesión detallada de los pecados que lo perdieron? Tienes tiempo todavía; sé discreto y aléjate del espantoso abismo que quizás se abrirá pronto para tragarte para siempre.

 


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