sábado, 23 de agosto de 2025

ARRIANISMO Y PELAGIANISMO ANTIGUOS

Arrianismo y pelagianismo van juntos, aunque sean diferentes herejíasLos dos rebajan cualitativamente la condición sobre-natural del mundo católico de la gracia

Por el padre José María Iraburu


La Iglesia logró en el siglo IV la libertad civil. El emperador Galerio (311, edicto de Nicomedia) y los emperadores Constantino I y Licinio, en occidente y en oriente (313, edicto de Milán), no solamente pusieron fin a las persecuciones de la Iglesia, sino que fueron creando una situación en la que ser cristiano traía consigo una condición muy ventajosa para la vida social en el Imperio. Se bautizaron los emperadores –Constantino, antes de morir–, y con ellos todos los altos magistrados. Teodosio prohibió los cultos paganos supervivientes y estableció el cristianismo como religión oficial del Imperio (391). Se inició en ese siglo para la Iglesia un tiempo nuevo, en el que florecía la liturgia, la catequesis, la construcción de los templos y basílicas, la celebración de los primeros grandes Concilios ecuménicos, la institución del domingo, de la monogamia, una época en la que no pocas normas cristianas se hacían leyes civiles, al mismo tiempo que la Iglesia hacía suyas muchas instituciones y leyes romanas.

Pero fue a la vez un tiempo de grandes rebajas del cristianismo. La Iglesia, por decirlo así, se vio invadida por la conversión de innumerables paganos. Y sucedió lo previsible, aquello que testificó San Jerónimo (347-420): “después de convertidos los emperadores, la Iglesia ha crecido en poder y riquezas, pero ha disminuido en virtud” (Vita Malchi 1). Efectivamente, el heroísmo del pueblo cristiano, generalizado en los tres primeros siglos de persecuciones, fue dando paso con frecuencia a una mundanización creciente. La Providencia divina suscitó justamente en ese siglo IV el monacato, cuyo crecimiento fue sorprendentemente rápido. En la cristiandad de Egipto, por ejemplo, había unos cien mil monjes y unas doscientas mil monjas.

Precisamente entonces, cesadas las persecuciones, fue cuando una relativa mundanización de las comunidades cristianas ocasionó negativamente el movimiento positivo de una muchedumbre de fieles que, buscando vivir plenamente el Evangelio, salió del mundo secular y se fue a los desiertos. Esta opción tan radical tuvo no pocos impugnadores en un principio. Y San Juan Crisóstomo (349-407) la justificó y explicó en su obra Contra los impugnadores de la vida monástica. Sin embargo, los enormes conflictos internos de la Iglesia en ese tiempo, aún más que en el campo de la vida moral, se dieron en el campo doctrinal. Era un tiempo de grandes herejías. Y también de grandes Concilios, que iban definiendo la fe católica en Cristo, la Trinidad y la gracia.

Arrianismo y pelagianismo surgieron entonces como una versión naturalista del cristianismo. Muchos nuevos cristianos “necesitaban” un cristianismo no sobre-natural, el propio del arrianismo y del pelagianismo: un cristianismo mucho más conciliable con la mentalidad helénica-romana; una versión del Evangelio que no sobrevolase tanto por encima del nivel de la naturaleza. Tengamos en cuenta que gran parte del pueblo cristiano de la época seguía viviendo según “los pensamientos y los caminos” de los hombres, tan distantes todavía de los pensamientos y caminos divinos (Is 54,8-9).

El arrianismo

Arrio nació en Libia (246-336), y fue ordenado presbítero en Alejandría. En la cristología que él difundía el Logos no existe desde toda la eternidad, es una criatura sacada por el Padre de la nada. Por lo tanto, Cristo no es propiamente Dios, sino un hombre, una criatura. No explicaré aquí la doctrina del arrianismo, conceptualmente complicada, y ya anticipada de algún modo por el monarquismo adopcionista de Pablo de Samosata (+272), patriarca de Antioquía: en Dios hay solo una persona. Retengo simplemente lo que pasó a la historia como arrianismo, prescindiendo de las especulaciones conceptuales usadas por el presbítero libio-alejandrino Arrio. Simplemente, el arrianismo es una herejía cristológica, que presenta a Jesucristo como una criatura, como un hombre, aunque perfectamente unido a Dios, y que rebaja así infinitamente la fe católica en el Verbo encarnado, haciéndola, por decirlo así, más asequible al racionalismo natural mundano.

Como escribió José Antonio Sayés, “el arrianismo es el fruto del racionalismo frente a la originalidad cristiana. No es el Verbo el que se hace hombre, sino el hombre el que, por gracia divina, queda divinizado” (Señor y Cristo. Curso de cristología, Palabra, Madrid 2005, 218-219). Por lo tanto, no hay encarnación del Hijo divino eterno; no es el Verbo encarnado quien muere en la cruz, en un sacrificio de expiación infinita. Cristo es sin duda para los hombres el ejemplo perfecto de unión con Dios, pero no es propiamente causa, “fuente de salvación eterna para cuantos creen en él” (pref. I común).

El arrianismo tuvo una difusión inmensa. Algunos emperadores lo favorecieron y combatieron a los Obispos defensores de la fe católica, como San Atanasio y San Hilario, que hubieron de sufrir exilios. Gran parte de los Obispos orientales lo admitieron activa o al menos pasivamente. De ahí el lamento de San Jerónimo: “ingemuit totus orbis et arianum se esse miratus est” (gimió el orbe entero, al comprobar con asombro que era arriano: Dial. adv. Lucif. 19). Si esta cristología herética hubiera prevalecido, la Iglesia Católica se habría reducido a una secta insignificante. Posteriormente se formularon también herejías que negaban la encarnación de un Hijo divino eterno, como el adopcionismo de Elipando de Toledo (+802).

La Iglesia, pronto y repetidamente, afirmó la fe católica en Cristo contra el arrianismo, aunque no sin grandes polémicas y prolongadas resistencias. El Concilio de Nicea (325); el Papa Liberio (352-366), a instancias de San Atanasio; el Concilio I de Constantinopla (381); el Sínodo de Roma (430); el Concilio de Éfeso (431), presidido por San Cirilo; San León Magno, en el formidable Tomus Leonis (449); el Concilio de Calcedonia (451); el II Concilio de Constantinopla (553), aseguraron en la Iglesia la verdad de Cristo, la fe católica que confesamos a lo largo de los siglos:

Creemos “en un solo Señor Jesucristo, el Hijo unigénito de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, consustancial con el Padre, por quien fueron hechas todas las cosas; que por nosotros los hombres y por nuestra salvación descendió de los cielos y se encarnó por obra del Espíritu Santo y de María Virgen, y se hizo hombre”… (Conc. I Constantinopla, Denzinger 150).

El arrianismo, sin embargo, a pesar de tan numerosas y solemnes definiciones de la Iglesia, pervivió largamente, sobre todo entre los godos y otros pueblos germánicos. En España, concretamente, perduró hasta el III Concilio de Toledo (587), cuando Recaredo I, rey de los visigodos, y su pueblo profesaron la fe católica. En todo caso, como lo comprobaremos, los esquemas arrianos en cristología tienen hoy amplia vigencia, también entre los católicos, aunque estén concebidos en claves mentales y verbales muy diversas.

Pero vayamos con la otra gran rebaja del cristianismo católico:

El pelagianismo

En el siglo IV, cuando la Iglesia se vio invadida por multitudes de neófitos, surgió en Roma un monje de origen británico, Pelagio (354-427), riguroso y ascético, que ante la mediocridad espiritual imperante, predicó un moralismo muy optimista sobre las posibilidades naturales éticas del hombre. Los planteamientos de Pelagio resultaron muy aceptables para el ingenuo optimismo greco-romano respecto a la naturaleza: “Cuando tengo que exhortar a la reforma de costumbres y a la santidad de vida, empiezo por demostrar la fuerza y el valor de la naturaleza humana, precisando la capacidad de la misma, para incitar así el ánimo del oyente a realizar toda clase de virtud. Pues no podemos iniciar el camino de la virtud si no tenemos la esperanza de poder practicarla” (Epist. I Pelagii ad Demetriadem 30,16). Somos libres, no necesitamos gracia.

San Agustín resume así la doctrina pelagiana: “Opinan que el hombre puede cumplir todos los mandamientos de Dios, sin su gracia. Dice [Pelagio] que a los hombres se les da la gracia para que con su libre albedrío puedan cumplir más fácilmente cuanto Dios les ha mandado. Y cuando dice “más fácilmente” quiere significar que los hombres, sin la gracia, pueden cumplir los mandamientos divinos, aunque les sea más difícil. La gracia de Dios, sin la que no podemos realizar ningún bien, es el libre albedrío que nuestra naturaleza recibió sin mérito alguno precedente. Dios, además, nos ayuda dándonos su ley y su enseñanza, para que sepamos qué debemos hacer y esperar. Pero no necesitamos el don de su Espíritu para realizar lo que sabemos que debemos hacer. Así mismo, los pelagianos desvirtúan las oraciones [de súplica] de la Iglesia [¿Para qué pedir a Dios lo que la voluntad del hombre puede conseguir por sí misma?]. Y pretenden que los niños nacen sin el vínculo del pecado original (De hæresibus, lib. I, 47-48. 42,47-48).

No hay, pues, un pecado original que deteriore profundamente la misma naturaleza del ser humano. La naturaleza del hombre está sana, y es capaz por sí misma de hacer el bien y de perseverar en él. Cristo, por lo tanto, ha de verse más en cuanto Maestro, como causa ejemplar, que en cuanto Salvador, como causa eficiente de salvación. La oración de súplica, la virtualidad santificante de los sacramentos, que confieren gracia sobre-natural, confortadora de la naturaleza humana… todo eso carece de necesidad y sentido.

La Iglesia afirmó la verdad católica de la gracia muy pronto. Aunque las doctrinas de Pelagio fueron en principio aprobadas por varios obispos y Sínodos, debido a informaciones insuficientes y malentendidas, pronto la Iglesia rechazó el pelagianismo con gran fuerza en cuanto sus doctrinas fueron mejor conocidas, sobre todo a través de las enseñanzas de los pelagianos Celestio y Julián de Eclana (Indiculus 431, Orange II 529, Trento 1547, Errores Pistoya 1794: Denz 238-249, 371, 1520ss, 2616). Gran fuerza tuvieron en la lucha contra el pelagianismo varios Santos Padres, como San Jerónimo, el presbítero hispano Orosio, San Próspero de Aquitania y sobre todo San Agustín de Hipona. Se atrevieron a combatir los errores de su propio tiempo.

La Iglesia sabía bien que “es Dios el que obra en vosotros el querer y el obrar según su beneplácito” (Flp 2,13). “Dios obra de tal modo sobre el libre albedrío en los corazones de los hombres que el santo pensamiento, el buen consejo y todo movimiento de buena voluntad procede de Dios, pues por Él podemos algún bien” y “sin Él no podemos nada” (Jn 15,5) (Indiculus cp. 6). Y por la gracia, “por este auxilio y don de Dios, no se quita el libre albedrío, sino que se libera” (ib. cp. 9). “Cuantas veces obramos bien, Dios, para que obremos, obra en nosotros y con nosotros” (Orange II, can. 9).

Lex orandi, lex credendi

Mucho hemos de agradecer a Dios que por su providencia los principales sacramentarios litúrgicos proceden precisamente de estos siglos. Las oraciones de la sagrada liturgia eran así y siguen siendo la principal expresión devota y lírica de la fe católica. Oraciones como la que sigue, y que hoy rezamos en Laudes de la I semana, muy difícilmente hubieran podido ser compuestas en nuestro tiempo, tan pelagiano:

“Señor, que tu gracia inspire, sostenga y acompañe [todas] nuestras obras, para que nuestro trabajo comience en ti como en su fuente, y tienda siempre a ti, como a su fin. Por nuestro Señor”. La mala traducción omite ese “todas”; ahí está el punto: “Actiones nostras, quæsumus, Domine, aspirando præveni et adiuvando prosequere, ut cuncta nostra [oratio et] operatio a te semper incipiat, et per te coepta finiatur. Per Dominum”.

Arrianismo y pelagianismo van juntos, aunque sean diferentes herejías. Los dos rebajan cualitativamente la condición sobre-natural del mundo católico de la gracia. Los dos son una versión del cristianismo mucho más “aceptable” para quienes mantienen una mentalidad mundana racionalista. Cristo es un hombre, no es Dios. Cristo es un modelo perfecto de humanidad, un Maestro excepcional; pero no es un Salvador único y universal, no causa nuestra salvación, nuestra filiación divina, introduciendo por su encarnación y su cruz en la raza humana unas fuerzas de gracia sobre-naturales, sobre-humanas, divinas, celestiales, absolutamente necesarias para la salvación temporal y eterna del hombre.

No tiene, pues, nada de extraño que, históricamente, cuando los pelagianos se veían perseguidos en una Iglesia local católica, buscaban refugio al amparo de Obispos arrianos. Dios los cría y ellos se juntan. Lo vemos hoy también, dentro de la Iglesia católica: aquellos que tienen de Cristo una visión arriana, son todos rematadamente pelagianos.

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