jueves, 31 de julio de 2025

SAN AGUSTÍN, ARRAIGADO EN CRISTO

San Agustín quiso sobre todo permanecer fiel a la gracia de un encuentro que había trastocado su vida.

Por Regis Martin


Desde el primer momento de su conversión, narrado con gran convicción en las páginas de sus Confesiones, Agustín se arraigó en Cristo, decidido a aferrarse a su persona y a la redención obrada con el sacrificio de su vida. No como una mera idea, distante y remota, hacia la que de vez en cuando dirigía su atención.

Tales reinos enrarecidos, tan preciados por hombres con mentes como Plotino, quienes jamás soñarían con hablar con Dios, no eran para él. “Los conceptos crean ídolos -para citar a Gregorio de Nisa, su homólogo de Oriente- solo el asombro lo comprende todo”. Y así, dejando atrás el mundo de la especulación con sus formulaciones insustanciales, buscó un nuevo centro, alguien en quien anclarlo todo.

Sobre todo, Agustín deseaba permanecer fiel a la gracia de un encuentro que había transformado su vida. Un encuentro no con una idea, sino con una persona: el ser humano Jesús, en quien se revela todo el significado de la personalidad. “Estás en mí más profundamente que yo mismo”, admitió con asombro. ¡Y aquí está Dios pronunciando su nombre! “Oí tu voz que me llamaba desde lo alto”, exclamó Agustín, quien a continuación le dijo:

Soy el alimento de los hombres maduros. Crece y te alimentarás de mí. Pero no me convertirás en tu propia sustancia, como haces con el alimento de tu cuerpo. En cambio, te transformarás en mí.

¡Porque yo soy el Dios que es!

Es con este Dios con quien Agustín desea ahora caminar, alimentarse de él en la Eucaristía (de la cual no puede haber mayor escándalo de particularidad), para templarse en la esperanza de la vida eterna. En cuanto a la verdad de esta afirmación trascendental, Agustín nunca vacilará. Al menos en su mente, no cabe duda de que ante el Verbo Encarnado se ha revelado todo el sentido del ser. No puede haber otro mediador, otro camino que el Camino del Verbo.

Simplemente no es posible acercarse a Dios, llegar ante el Padre, sin pasar primero por el Hijo. Lo cual tampoco es un rodeo, sino el camino más rápido y directo posible. “Dios-Cristo es la patria adonde vamos” -dice Agustín a los habitantes de Hipona- El hombre-Cristo es el camino por el que vamos. Vamos a él, vamos por él; ¿por qué, entonces, tememos extraviarnos?”.

Y, sin embargo, Agustín temía precisamente eso. Tanto por él mismo como, sin duda, por todos aquellos a quienes se esperaba que les brindara provisión espiritual. No solo por caridad tenían derecho a reclamarle a Agustín, sino que, como obispo y pastor, podían hacerlo con absoluta justicia. Por lo tanto, velar por ellos era lo único correcto y apropiado. Especialmente después de la caída de Roma, cuya noticia golpeó el norte de África con la fuerza de un tren de carga (sin importar que aún no se hubieran inventado).

La cuestión es que la magnitud sin precedentes del colapso tomó a todos por sorpresa. Pero sobre las almas que le fueron confiadas, Agustín no se hacía ilusiones. Escribió con su habitual realismo:

“La congregación de Hipona, a quien el Señor me ha ordenado servir, es una gran cantidad, y casi en su totalidad es de una constitución tan débil, que la presión de incluso una aflicción comparativamente leve podría poner en grave peligro su bienestar; en la actualidad, sin embargo, está golpeada por una tribulación tan abrumadora, que incluso si fuera fuerte, difícilmente podría sobrevivir a la imposición de esta carga”.

Aquí está la fuente del modelo agustiniano de la Iglesia, que es el de una gran red arrojada al mar, con el objetivo de capturar la mayor cantidad de peces posible. No nos corresponde juzgar la calidad de la pesca. Dejemos eso en manos de los ángeles, quienes, al otro lado de la muerte, los clasificarán según sus méritos ante Dios. 
Agustín, citando el Salmo 195, declara:

“Porque con justicia juzgará al mundo, no solo una parte, pues no fue solo una parte la que redimió; el mundo entero es suyo para juzgar, ya que por todo pagó el precio”

Y dado que Adán es el hombre representativo, esparcido en su pecado por todo el mundo, dice Agustín:

La Divina Misericordia debía reunir todos los fragmentos de todos los lado, forjándolos en el fuego del amor y soldándolos así en uno solo lo que había sido roto. … El que rehízo fue el mismo Creador; el que reformó fue el mismo el Formador. “Él juzgará al mundo con justicia y a las naciones con su verdad”.

Así, Agustín, en el ejercicio de su ministerio, el oficio de pastor principal en Hipona, recordó a su rebaño, una y otra vez, como lo dice tan expresivamente Peter Brown:

Incluso el cristiano bautizado debe seguir siendo un inválido: como el hombre herido, encontrado cerca de la muerte al borde del camino en la parábola del Buen Samaritano, su vida había sido salvada por el rito del bautismo; pero debe contentarse con soportar, por el resto de su vida, una convalecencia prolongada y precaria en la Posada de la Iglesia.

Es una imagen maravillosa, por cierto, tan hermosa como luminosa. Y tan completamente opuesta al reduccionismo irreal de Pelagio, para quien la vida moral no es más que tomar la decisión correcta. Hacer el bien se convierte en el resultado de conocer el bien. Hemos retrocedido al platonismo. ¿Así que quieres revertir el motor del vicio que ha estado impulsando tu vida? Entonces, simplemente pulsa el interruptor de la virtud. Es como si alcanzar la máxima felicidad fuera tan fácil como seguir una receta.

Por desgracia, las cosas son mucho más complicadas, incluso irresolubles. La bienaventuranza no se parece en nada a hornear un pastel, sobre todo cuando gran parte de la cocción depende de Dios. Y, además, excluye por completo la gracia. “¿Para qué, si no -pregunta Agustín- se da la Ley sino para buscar la gracia? ¿Y por qué se da la gracia sino para que la Ley se cumpla?”. La necesidad de gracia es quizás el mayor anhelo que tenemos, sin la cual somos menos que cero; de hecho, rozamos una nada que es absolutamente demoníaca.

“Para Agustín -escribe Brown, acercándose a la distinción precisa que necesitamos para apreciar a dónde nos lleva- la naturaleza de la imperfección del hombre se percibía como una dislocación profunda y permanente: como una discordia , una 'tensión' que se esforzaba, aunque perversamente, por buscar resolución en algún todo equilibrado, en alguna concordia”. En otras palabras, el remedio para el pecado, la superación de esos hábitos adquiridos al cometerlo —en resumen, la conquista requerida del yo— debe llegar muy profundo, penetrando mucho más allá de la superficie para ver al menos un destello del feliz resultado que puede traer el don gratuito de la gracia de Dios.

Lo que Agustín imagina aquí es nada menos que una obra de cirugía transmutativa total. Y el hecho de que la mente sepa todo esto, que pueda ver claramente lo que hay que hacer, no significa nada si no hay una voluntad decidida a poner en práctica todo lo que sabe. Algo externo debe impulsar la voluntad, algo tan maravilloso y fortalecedor como la gracia de Dios, cuyos misterios no podemos sondear ni predecir.

El mero autodominio tal vez nunca sea suficiente, no en un mundo caído, un mundo fracturado por el pecado, un tema al que necesitaremos volver rápidamente…


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