viernes, 4 de julio de 2025

SAN AGUSTÍN: LA ELECCIÓN ENTRE EL AMOR A DIOS Y EL AMOR A UNO MISMO

Para San Agustín, sólo hay dos personajes que importan por encima de todo en la historia humana: Dios y el Yo.

Por Regis Martin


Hay dos fuerzas que operan en el mundo —la gravedad y la gracia— y cada uno de nosotros debe elegir seguir una u otra. No hay una tercera vía. ¿Debemos dejarnos llevar por la atracción descendente de una, que nos lleva a la disolución y la muerte? ¿O nos dejamos llevar por la otra, que nos lleva a la vida eterna y a las alegrías del Paraíso? El poeta George Herbert anunciaba:

“Antes una pobre criatura 
ahora una maravilla, 
una maravilla torturada en el espacio
entre este mundo y el de la gracia”.

Entonces, es obvio, ¿verdad? Sí, pero ¿qué pasa con quienes eligen no elegir, que se niegan a reconocer la más mínima tensión entre este mundo y el de la gracia, tras haber derrumbado todas las distinciones en el camino? ¿Qué será de ellos?

Dante los llama “los ignavos”, aquellos cuyo destino es llenar el Vestíbulo de la Eternidad porque, carentes del “bien del intelecto”, no anhelan las alegrías del Cielo, mientras que el Infierno no los desea realmente.

En resumen, es el dilema humano, del cual no hay escapatoria mientras permanezcamos en el cuerpo. Consiste en dos fuerzas opuestas que buscan capturar el corazón del hombre, destrozado desde que Adán y Eva perdieron su inocencia, dejando a nuestros primeros padres para enfrentar, en palabras del Paraíso Perdido de Milton, “un largo día de agonía, para aumentar nuestro dolor”. 

¿Y cuál es el propósito de todo esto en un ensayo sobre un santo que vivió a finales del siglo IV? ¿Dónde encaja exactamente Agustín? ¿Por qué es importante? Porque, en pocas palabras, en prácticamente cada página que Agustín escribió, y muy especialmente en las Confesiones, hay un testimonio abundante y elocuente de una u otra opción. Tras haber probado libremente una con gran y dolorosa extensión durante la primera mitad de su vida, solo para romper decisivamente con su falso glamour para entregarse a la otra en la segunda mitad, su testimonio ofrece un relato del drama humano tan conmovedor e instructivo como cualquier otro fuera de las Sagradas Escrituras.  

Expresándolo con precisión agustiniana, la elección entre el amor a Dios y el amor a uno mismo determinará el desenlace de la vida. Cada uno debe decidir si prioriza la cupiditas, que es la búsqueda del amor propio y los placeres que los hombres acumulan al servicio de ese yo, en todo lo que hace; o si aspira al amor puro de Dios y a los bienes que Él ha ordenado sabiamente para nuestra felicidad eterna, colocando así la caritas en el centro del yo. Y, una vez más, no hay vuelta atrás, no hay margen de maniobra entre ambos.

Así, Dios moldeó el mundo de los hombres, dotándolos de la capacidad de elevarse hacia Él en la práctica de la virtud (conversión a Dios), o de descender hacia el yo en la práctica del vicio (aversión a Dios). En otras palabras, ¿nos decidiremos a amar a Dios con tal ardor y convicción que, incluso a costa de nosotros mismos, no desistiremos, desdeñando las tentaciones del egocentrismo? O, por el contrario, ¿nos dejamos consumir tanto por el amor propio que estamos dispuestos a excluir a Dios de la ecuación en todo momento?  

En un fascinante pasaje de El Gran Divorcio, la recreación de C. S. Lewis del intercambio entre Dios y el Ser al otro lado de la muerte, solo se pronuncia una frase, y todo el destino de un hombre dependerá de quién la pronuncie. O bien el Ser le dirá a Dios: “Hágase tu voluntad”, conduciéndolo así al Paraíso; o bien Dios le dirá al Ser: “Hágase tu voluntad”, y el Ser descenderá a la oscuridad eterna, llevándose libre y eternamente al Infierno. 

Para Agustín, por lo tanto, solo hay dos personajes que importan por encima de todo en la historia humana: Dios y el Ser. Y al narrar la historia, ninguno de ellos se tratará como si fuera inseparable del otro. Es lo que hace que las Confesiones sean una lectura tan cautivadora, que a lo largo del relato logra mantenerse tan completa e íntimamente unido a cada uno.  

Por eso no limitamos a Agustín a los primeros cinco siglos de la vida de la Iglesia. No se le puede reducir a la época en que vivió. Además, nada hace más aburrido a un autor que cuando se enamora del espíritu de su época. Cuando un escritor se deja cautivar por las corrientes de su época, pronto será absorbido por las del período siguiente. Cásate con el espíritu de una época, como dicen, y enviuda en la siguiente. Fulton Sheen escribe en su Introducción a una edición muy anterior de las Confesiones (EB Pusey, 1838): “Solo aquellos que engrandecen su época revelando las pasiones y anhelos perdurables del alma humana disfrutan de la inmortalidad literaria”.

¿Y a qué apuntan finalmente tales “pasiones y anhelos” sino a los dos movimientos primordiales del corazón humano, cuyas atracciones opuestas perdurarán mientras los hombres vivan en esta tierra? Las dos fuerzas marcadamente opuestas de las que todo depende en la vida del hombre, a saber, Dios y el Ser. Con cuánta frecuencia se oye su eco recurrente, a lo largo de los siglos desde que Agustín sintió por primera vez la atracción gravitatoria de una, luego contrarrestada por la fuerza vertical de la otra. 

Me viene a la mente el ejemplo de San Juan Henry Newman, un alma extraordinaria cuyos primeros recuerdos están recogidos en su Apología. Reproduce de forma maravillosa el mismo drama que enfrentó Agustín. ¿Y por qué no? Eran almas gemelas, cada una ilustrando las luchas de la otra.

“Cuando tenía quince años -nos cuenta (sería en el otoño de 1816)- se produjo en mí un gran cambio de pensamiento”.  

“Caí bajo la influencia de un Credo definido, y recibí en mi intelecto impresiones de dogma, que, por la misericordia de Dios, nunca han sido borradas ni oscurecidas... haciéndome descansar en el pensamiento de dos y sólo dos seres absoluta y luminosamente evidentes por sí mismos, yo y mi Creador...”

Un blanco perfecto, diría yo.

Continúa...

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