martes, 2 de septiembre de 2025

SAN AGUSTÍN Y LAS LÁGRIMAS DE SANTA MÓNICA

El ejemplo de Santa Mónica no sólo ilustra el poder de la oración, sino que también alcanza el significado mismo de la maternidad.

Por Regis Martin


“No me elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros…” (Juan 15:16)

Apesar de todos los pasos que la gente insiste en dar para crear unión con Dios, limpiando montones de escombros espirituales en el camino, la intimidad con Dios nunca ha sido realmente nuestra. Tener una relación con Dios no es algo que hacemos, sino Alguien a quien recibimos. Y es Él quien toma la iniciativa. Incluso nuestras oraciones son motivadas por Otro. Es decir, cuando oramos. Con demasiada frecuencia, nuestra vida de oración se asemeja a esos "cigarrillos encantados" de los que habla Balzac; es decir, los libros que esperamos publicar algún día, pero que nunca llegamos a escribir.

En otras palabras, no es que nuestras oraciones fueran como los "gritos vanos al cielo" de Shakespeare, sinceros pero nunca respondidos; es que nuestros llantos nunca llegan a ser enviados. O que nuestro lamento, como escribe Hopkins, "son llantos incontables, llantos como cartas muertas enviadas / al amado que vive, ¡ay!, lejos". Es que no enviamos ninguna carta.

Pascal sin duda tenía razón cuando nos dijo que fue Dios mismo “quien instituyó la oración para conferir a sus criaturas la dignidad de convertirse en causa”; es decir, que con nuestras oraciones, literalmente hacemos que las cosas sucedan. Pero a menos que la gracia de Dios nos mueva a orar en primer lugar, no vamos a hacer que suceda nada, salvo quizá más pecados.

¿Y el punto de todo esto? Es decir, ¿qué tiene esto que ver con Agustín? Bueno, ¿dónde lo dejamos la última vez? Hundido en el mismo pozo maniqueo en el que él mismo se metió, ahí es donde. Nueve largos años, nos dice, “durante los cuales me revolqué en el fango y la oscuridad del engaño”. Una novena impía, se podría decir, de la que no parecía haber salida. Después de todo, ¿acaso un hombre atrapado en las garras del engaño sabrá siquiera cómo rezar, y mucho menos si lo necesita o no? La respuesta no la tiene Agustín, quien, a pesar de todas sus buenas intenciones, parece demasiado abatido para hacer algo, y mucho menos rezar a Dios para que lo libere. Pero sí la tiene su madre, que no ha dejado ni un solo minuto de rezar por su hijo descarriado.

De hecho, es a Mónica a quien encontramos en el corazón del Libro III. Y gracias a Dios que Agustín tiene el buen juicio de verlo así, como lo atestigua la siguiente frase al comienzo del capítulo 11: “Desde lo alto enviaste tu ayuda”, exclama, citando el Salmo 143,

y rescataste mi alma de lo profundo de estas tinieblas porque mi madre [énfasis añadido], tu fiel sierva, lloró por mí, derramando más lágrimas por mi muerte espiritual que las que otras madres derramaron por la muerte corporal de un hijo.

De hecho, tan abundantes eran sus lágrimas, añade Agustín, que al correr de su rostro “regaban la tierra donde ella inclinaba la cabeza en oración”. ¿De qué otra manera, pregunta, puede explicar el sueño que tuvo, “con el que tú (Dios) la consolaste, para que aceptara vivir conmigo y comer en la misma mesa en nuestra casa”, a pesar de haberse negado durante mucho tiempo “porque aborrecía y rehuía la blasfemia de mis falsas creencias”? ¿Y el sueño? Era, sencillamente, la visión de un joven sonriente que, al verla llorar por los pecados de su hijo, le dice “que se anime, porque si miraba con atención, vería que donde ella estaba, también estaba yo”.

Agustín se conmueve mucho al saber que “esta mujer casta, devota y prudente… nunca cesaba de orar a todas horas y de ofrecerte las lágrimas que derramaba por mí”. Pero aunque el sueño le había infundido una renovada esperanza por su hijo, “sus suspiros y sus lágrimas no cesaban. Sus oraciones llegaban a tu presencia”, añade, citando el Salmo 87, “y aun así me dejaste vagando en la oscuridad”.

Sin embargo, más ayuda está en camino, y llega en forma de un Obispo a quien Mónica había estado instando a sentarse con su hijo y simplemente refutar todos sus errores. Pero él le dice que Agustín aún no está lo suficientemente maduro para la instrucción. “'Déjalo en paz', dijo. 'Solo reza a Dios por él. Por sus propias lecturas descubrirá sus errores y la profundidad de sus blasfemias'”. Ella persistía, sin embargo, con aún más lágrimas y súplicas, hasta que el pobre hombre, finalmente exhausto por sus importunidades, estalla: “'Déjame y vete en paz. No puede ser que el hijo de estas lágrimas se pierda'”.

“En años posteriores
-escribe Agustín al final del Libro III- mientras caminábamos juntos, ella solía decir que aceptaba estas palabras como un mensaje del cielo”.

¡Qué lección de oración se nos da aquí! Revelando el gesto del mendigo, quien, como el padre Luigi Giussani nunca se cansó de repetirnos, se convierte en el protagonista principal, aunque oculto, de la historia. Porque sus brazos permanecen siempre extendidos, implorando a Dios por todo lo que no tiene. Encomendando su destino a Otro, sabiendo con fe que una súplica tan sincera no quedará sin respuesta. Pero especialmente cuando el grito de ayuda proviene de una madre destrozada y angustiada, que se sabe impotente por medios humanos para frenar las perversidades de su hijo descarriado.

El ejemplo de Mónica no solo ilustra el poder de la oración, sino que también penetra en el significado mismo de la maternidad. En un hermoso librito escrito por Gertrud von Le Fort, cuyo inspirador título es “La Mujer Eterna”, leemos esta frase que arroja la más brillante luz sobre este misterio, que comienza en el momento en que la madre da a luz a su hijo: “Así como en el momento del parto la madre entrega su vida sin reservas por el hijo, así también después del nacimiento su vida ya no le pertenece a ella misma, sino al hijo”.

Es un acto de entrega, de vaciamiento, insuperable por cualquier otro gesto humano. Y es más. Es nada menos que un acto de total abandono y confianza, que conlleva una viva y misteriosa sensación de expectativa, de confianza infantil en un Dios que no nos abandonará al final, dejándonos desamparados y solos. El buen Obispo acertó: “No puede ser que el hijo de estas lágrimas se pierda. Así como la mujer, al dar a luz, lleva la vida hacia la eternidad -escribe Le Fort- así también, en su capacidad de nutrir y proteger la vida, inyecta en el tiempo un elemento de eternidad”.

Uno se pregunta si las madres son conscientes de la majestuosidad y el misterio de su vocación, de las sublimes alturas a las que el amor humano y la gracia divina las han convocado. ¿Cuán consciente era Agustín, en aquel entonces, de la inagotable radicalidad del sacrificio que su madre había hecho por él, por la salvación por la que tantas lágrimas había derramado?

Quizás no todavía, pero la realización estaba en camino.

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