Por Regis Martin
Desde hace tiempo es un lugar común entre los comentaristas de las Confesiones que los primeros nueve libros tratan de la ferviente búsqueda de la verdad por parte de Agustín, dejando reflexiones sobre su significado para los cuatro libros restantes. En otras palabras, cuando ya estaba decidido a unirse a Cristo, a comulgar con Él de la manera más íntima en la vida de la Iglesia, se desprendieron ciertas implicaciones que Agustín estaba deseoso de desarrollar a lo largo de los últimos libros.
Dicho de otro modo, se podría decir que mientras los primeros nueve libros narran la historia de su conversión, incluyendo los principales obstáculos del camino, los últimos cuatro se centran en diversas aplicaciones de esta. Por ejemplo, el uso de la memoria (Libro X); el problema del tiempo (Libro XI); el análisis del Génesis (Libro XII); y una exposición más detallada del Génesis (Libro XIII).
Mientras tanto, con el Libro IX, tenemos una descripción de todo lo que le ha sucedido a Agustín desde su conversión. Estos son los acontecimientos de verdadera y crucial importancia que ocurrieron en el período inmediatamente posterior a su dramático acercamiento a Dios, a Jesucristo y a la Iglesia que fundó, de los cuales hay varios que vale la pena analizar.
Dos de ellos, por cierto, ocurrieron casi a la vez: el primero con la renuncia de Agustín como profesor de Retórica, seguido de su retiro al campo para dedicarse a la oración y al estudio. Respecto al primero, su puesto como profesor, escribió a los milaneses “avisándoles que deben buscar otro proveedor de palabras para sus alumnos”. Y entonces, como siempre, reconoció ante Dios: “La obra estaba hecha, y rescataste mi lengua, como ya habías rescatado mi corazón”.
Al mismo tiempo, él y un puñado de personas más decidieron abandonar la vida pública por completo, recluyéndose fuera de Milán para dedicarse con mayor determinación a la vida contemplativa. “Una vez allí -le dijo a Dios- comencé por fin a servirte con mi pluma”. Y procedió a hacerlo, recurriendo a varios salmos en busca de alimento e inspiración. “¡Cómo clamé a ti, Dios mío, al leer los Salmos de David, esos himnos de fe, esos cantos de un corazón piadoso en los que el orgullo no tiene cabida!”.
“¡Cómo me incendiaron de amor por ti! -continuó, con la misma vena rapsódica- “ardía en deseos de repetirlos al mundo entero, si tan solo pudiera, para que pudieran vencer el orgullo humano”. Continuó leyendo, citando el Salmo 4: “Tiembla y no peques más”, lo cual, le dijo a Dios, lo conmovió profundamente, “porque ahora había aprendido a temblar por mi pasado, para que en el futuro no pecara más. Y era justo que temblara -añadió- recordando los años que pasé inoculado contra la verdad de Dios y su creación porque no fue otra naturaleza perteneciente a la tribu de las tinieblas la que pecó en mí, como pretenden los maniqueos. Ellos no tiemblan, sino que se reservan retribución para el día de la retribución, cuando Dios revele la justicia de sus juicios”.
Sí, el amor de Dios encendió un fuego inagotable en el corazón de Agustín. Y, sin embargo, al mismo tiempo, le dejaba pocas posibilidades de contagiar ese fuego a los demás. A todos esos “cadáveres” -como él los llamaba- de los cuales yo mismo fui uno. Porque había sido malvado como la peste. Como un perro callejero, había gruñido ciega y amargamente contra las Escrituras, dulces como la miel del cielo y radiantes con tu luz. Y ahora me afligía la rebelión de quienes las odian. (Citando el Salmo 138).
Pronto necesitaría la gracia del Bautismo para sanar su corazón, otro de esos acontecimientos trascendentales que siguen a su conversión. Y cuando por fin llegó, lo llenó de una certeza de alegría que nunca antes había sentido. “Toda la ansiedad del pasado se disipó -relató- pues estaba sumido en el asombro y la alegría, meditando en tu providencia trascendental para la salvación de la humanidad... La música resonó en mis oídos, la verdad se filtró en mi corazón y mis sentimientos de devoción se desbordaron, tanto que las lágrimas corrieron por mis mejillas. Pero eran lágrimas de alegría”.
Poco después, Agustín, junto con Mónica, su madre, y varios otros, partieron de Milán para emprender el largo viaje de regreso a casa, con parada en Ostia, a orillas del Tíber. Allí moriría Mónica, un acontecimiento sobre el que Agustín se extendió durante el resto del Libro IX, sin omitir ni una sola palabra, dijo, “que mi mente pueda dar a luz sobre tu sierva, mi madre. En carne y hueso me dio a luz en este mundo; en su corazón me dio a luz en tu luz eterna”.
Claramente, después de Dios, es a Mónica, su madre, a quien Agustín le debía todo. Y colmó cada recuerdo que tenía de ella, de la gran bondad de su vida y ejemplo, con todos los elogios posibles. Incluyendo el hecho de que en los días previos a su muerte, tras ver por fin contestadas sus oraciones y, por lo tanto, sin nada más que hacer antes de partir de este mundo, ella le dijo que ya no deseaba que su cuerpo sea devuelto a África para ser enterrado en su tierra natal, a pesar de su anterior y reiterada ansiedad de yacer junto a su esposo en la tumba que ella misma había preparado.
Mónica le dijo a Agustín: No importa dónde entierres mi cuerpo. ¡No te preocupes! Solo te pido que, dondequiera que estés, me recuerdes en el altar del Señor”.
Más tarde, cuando otros le preguntaron si la perspectiva de dejar su cuerpo en una tierra distante, un lugar lejos del mundo en el que creció y amó, no podría resultar aterradora, ella respondió: “Nada está lejos de Dios, y no necesito temer que él no sepa dónde encontrarme cuando venga a resucitarme en el fin del mundo”.
“Y así -Agustín, su hijo, lo anotó debidamente- al noveno día de su enfermedad, cuando ella tenía cincuenta y seis años y yo treinta y tres, su alma piadosa y devota fue liberada del cuerpo, para emprender el viaje de regreso a casa, a Dios, entre las alegrías y los consuelos de la vida eterna”.
“Cerré sus ojos -escribió- y una gran oleada de tristeza me invadió el corazón”. Más tarde, esa noche, mientras Agustín yacía solo en la cama, sus pensamientos volvieron a su madre.
Pensé en su devoto amor por ti y en la ternura y paciencia que me había demostrado. De repente me sentí privado de todo esto, y fue un consuelo para mí llorar por ella y por mí mismo, y ofrecerte mis lágrimas por ella y por mí. Las lágrimas que había estado conteniendo fluyeron a raudales, y las dejé fluir con tanta libertad como pudieron, convirtiéndolas en una almohada para mi corazón. En ellas descansó, pues mi llanto resonó solo en tus oídos, no en los oídos de hombres que podrían haberlo malinterpretado y despreciado.
Seguramente no habrá muchos dispuestos a despreciar tales lágrimas. Pero si acaso hay alguno, que estas últimas frases sirvan para absolver a Agustín de la acusación:
Y ahora, oh Señor, te hago mi confesión en este libro. Que quien quiera leerlo lo entienda como quiera. Y si descubre que pequé llorando por mi madre, aunque solo sea por una fracción de hora, que no se burle de mí. Porque esta era la madre, ahora muerta y oculta por un tiempo a mi vista, quien lloró por mí durante muchos años para que yo pudiera vivir ante ti. Que no se burle de mí, sino que llore él mismo, si su caridad es grande. Que llore por mis pecados ante ti, Padre de los hermanos de tu Cristo.
Corría el año 387. Agustín, su hijo, vivió cuarenta y tres años más, durante los cuales se convirtió en Obispo de Hipona, Santo y Doctor de la Iglesia universal. Murió en el año 430, en una ciudad sitiada, dejando tras de sí un legado tan vasto que nadie puede dominarlo en su totalidad ni pagarle el tributo adecuado. Ciertamente, no en tan pocas páginas como estas…
San Agustín, ruega por nosotros. Y Santa Mónica, que nunca cesaste de orar por tu hijo, te ruego que hagas lo mismo por nosotros. Amén.
Dios te lo agradezca.
FIN DE LA SERIE SAN AGUSTÍN.
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