Nota: En 1437, tras la muerte del Emperador Segismundo, el Papa Eugenio trasladó el Concilio a Ferrara, Italia, para poner en consideración una reunión con la Iglesia Ortodoxa. Muchos de los Obispos aceptaron el cambio de Sede, pero varios se mantuvieron en Basilea como un Concilio remanente. Cuando este Concilio remanente suspendió al Papa, Eugenio excomulgó a sus miembros. El Concilio, con apenas siete Obispos presentes, declaró depuesto a Eugenio y en 1439 eligieron como su sucesor (antipapa) a un laico, Amadeo VIII de Saboya, quien tomó el nombre de papa Félix V.
Nos, Nicolás, Legado de la Sede Apostólica, anunciamos que presidimos en nombre de nuestro Santísimo Señor el Papa Eugenio IV este Sagrado Sínodo que fue trasladado de Basilea a la ciudad de Ferrara y ya está legítimamente reunido, y que la continuación de este Sínodo trasladado se ha efectuado hoy, 8 de enero, y que el Sínodo es y debe continuarse a partir de hoy para todos los fines para los cuales fue convocado el Sínodo de Basilea, incluido el de ser el Concilio Ecuménico en el que se trate y se logre con la ayuda de Dios la unión de la Iglesia Occidental y la Oriental.
Para alabanza de Dios Todopoderoso, la exaltación de la Fe Católica y la paz, tranquilidad y unidad de todo el pueblo cristiano. Este Santo Sínodo Universal, por la gracia de Dios, autorizado por el Beato Papa Eugenio IV, legítimamente reunido en el Espíritu Santo en esta ciudad de Ferrara, representa a la Iglesia Universal. Su Presidente, en nombre y representación del Santísimo Eugenio, es el Reverendísimo Padre y Señor en Cristo, Nicolás, Cardenal Presbítero de la Santa Iglesia Romana de la Santa Cruz en Jerusalén, Legado de la Sede Apostólica. Se adhiere al firme fundamento de quien dijo al Príncipe de los Apóstoles: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”. Está deseoso de preservar la unidad del espíritu en el vínculo de la paz, para que seamos un solo cuerpo y un solo espíritu, tal como fuimos llamados en la única esperanza de nuestra vocación. Se registra que mucho se hizo en días pasados, tanto en el antiguo Concilio de Basilea como después de su traslado por algunos que permanecieron allí sin ninguna autoridad, y también por el mencionado y bendito Papa Eugenio, especialmente en lo que respecta al asunto de la santísima unión de la Iglesia Occidental y la Oriental, a saber, lo siguiente: el Decreto de la decimonovena sesión del antiguo Concilio de Basilea que comienza “Como madre diligente”, al que el Santísimo Señor Eugenio dio su consentimiento mediante su Carta; también una propuesta acordada sobre la elección del lugar al que debía trasladarse el Concilio de Basilea, que fue acordada y confirmada por todos los Padres en común y que dio lugar al Decreto de la vigésimo quinta sesión del antiguo Concilio, que comienza “Este Santo Sínodo desde sus inicios, etc.” y que el propio Papa, instado por los enviados de los Griegos, aceptó y confirmó mediante su Carta dada en un Consistorio General en Bolonia y publicada en presencia de dichos enviados, así como la Carta del mismo Santísimo Eugenio, fechada el 18 de septiembre pasado, emitida en un Consistorio General en Bolonia y leída solemnemente al comienzo de la continuación de este Sínodo, por la cual el Papa, con el consejo y consentimiento de los Reverendísimos Cardenales de la Santa Iglesia Romana y con la aprobación de los Prelados entonces en la Curia, trasladó el Concilio a esta ciudad de Ferrara; también la Carta de la Declaración del mismo, fechada el 30 de diciembre, inmediatamente después de dicho traslado; todo lo cual este Santo Sínodo ha ordenado que se registre textualmente en sus Actas como registro permanente, tal y como figura en estas mismas Actas.
Todos estos hechos y muchos más han sido debidamente meditados y debatidos con madurez en diversas reuniones. Este Santo Sínodo declara que el traslado y la declaración antes mencionadas fueron y son legítimas, justas y razonables, y se hicieron y se hacen por urgente necesidad para eliminar un obstáculo a la santísima unión de las Iglesias Occidental y Oriental, para prevenir un cisma que ya amenazaba en la Iglesia de Dios, y para el beneficio manifiesto de toda la Comunidad Cristiana. Por lo tanto, este Santo Sínodo se reunió y estableció legítimamente en el Espíritu Santo en esta ciudad de Ferrara para todos los fines para los cuales se instituyó el mencionado antiguo Concilio de Basilea en sus inicios, y especialmente para ser el futuro Concilio Ecuménico para la mencionada santísima unión; y que debe continuar y proceder en todos los asuntos mencionados. Por lo tanto, este Santo Sínodo alaba, acepta y aprueba el traslado y la consiguiente Declaración, como se mencionó anteriormente. Exhorta en el Señor y exige a todos los miembros presentes y futuros del Santo Sínodo que se dediquen a los asuntos mencionados con ferviente cuidado y estudio serio. Que por la generosidad de aquel que comenzó en nosotros una buena obra, todo sea dirigido y realizado para su gloria y la salvación de todo el pueblo cristiano.
Este Santo Concilio declara además que, puesto que la conocida necesidad de las razones antedichas exigió e impulsó al Santísimo Señor Eugenio a dicho traslado, el asunto de ninguna manera cae dentro de los Decretos de la octava, undécima o cualquier otra sesión del antiguo Concilio de Basilea.
Decreta que la Asamblea de Basilea y cualquier otra Asamblea que pueda reunirse allí o en otro lugar bajo el nombre de Concilio General, es y debe ser considerada más bien una reunión y un concilio espurio y de ningún modo puede existir con la autoridad de un Concilio General.
Anula, invalida, y declara nulas y sin efecto, todas y cada una de las cosas hechas en la ciudad de Basilea en nombre de un Concilio General después de dicho traslado, y todo lo que se intente allí o en otro lugar en el futuro en nombre de un Concilio General.
Pero si en el asunto de los Bohemios se ha logrado algo útil por el mencionado pueblo reunido en Basilea después del referido traslado, tiene la intención de aprobarlo y subsanar los defectos.
Este Santo Concilio también ordena y decreta que nadie, de cualquier rango o dignidad, por ninguna jurisdicción ordinaria o delegada por ninguna causa u ocasión, excepto por la jurisdicción de la Sede Apostólica, se atreva a perturbar, acosar o molestar, en sus dignidades, oficios, administraciones, privilegios, honores, beneficios y otros bienes, a todos y cada uno de aquellos, así seculares como Religiosos, incluso miembros de las Órdenes Mendicantes, que están o estarán en este presente Concilio, o que integran la Curia Romana y pronto estarán en este Concilio a causa del traslado del Santísimo Señor Eugenio con su Curia a esta ciudad, que ha sido anunciado con la publicación de avisos de acuerdo con la antigua costumbre de la Curia.
Pero si bajo cualquier pretexto, directa o indirectamente, alguno pretendiese molestar a alguna de dichas personas en sus dignidades, oficios, administraciones, honores, privilegios, beneficios u otros bienes, o impedirles gozar libremente de su jurisdicción, frutos y emolumentos como antes lo hacían, o conferir a otros sus dignidades, oficios, administraciones, honores y beneficios, so pretexto de alguna privación, este Santo Concilio quiere que todos y cada uno de ellos, aunque sean Cardenales, Patriarcas, Arzobispos, Obispos o personas con alguna otra dignidad, o Capítulos, Colegios, Conventos o Universidades, incurran automáticamente y sin necesidad de previa advertencia en las penas de excomunión, suspensión y entredicho, cuya absolución está reservada solo al Romano Pontífice, excepto en la hora de la muerte.
Además, el Sínodo decreta que aquellos que no se arrepientan en un plazo de tres días tras haber otorgado estos cargos u obstaculizado estos derechos, restituyendo plenamente a aquellos a quienes han conferido dignidades, cargos, administraciones, honores y beneficios, o a quienes han impedido de otras maneras, tal y como se ha indicado anteriormente, a todas sus iglesias y beneficios tal y como los ostentaban anteriormente, ya sea por título, en commendam o en administración; y también todos y cada uno de aquellos que se atrevan a aceptar la colación a las dignidades, oficios, administraciones, honores y beneficios antes mencionados, incluso si se hicieron motu proprio, o a tomar posesión de ellos en persona o a través de otros, o a considerar válida tal acción; todas estas personas quedan automáticamente privadas por ley, si anteriormente tenían algún derecho sobre ellos, de todos sus demás beneficios, ya los poseyeran por título, en commendam o en administración, y quedan perpetuamente inhabilitadas para ellos y para todos los demás beneficios, y solo pueden ser restituidas y habilitadas por el Pontífice Romano.
Este Santo Concilio, además, advierte y requiere a todos y cada uno de los que están obligados por ley o costumbre a participar en los Concilios Generales, que vengan lo antes posible al presente Concilio de Ferrara, que continuará, como se indicó anteriormente, para la pronta consecución de los fines mencionados.
Eugenio, Obispo, Siervo de los Siervos de Dios, para la eternidad. Los deberes del oficio pastoral que presidimos por divina misericordia, a pesar de nuestra falta de mérito, exigen que reprimamos con remedios oportunos los excesos nefastos de personas mal intencionadas, especialmente de aquellos que, sin impedimento, se esfuerzan por forzar la paz de la Iglesia hacia diversas tormentas y disturbios peligrosos, y que intentan volcar la barca de Pedro. Que les inflijamos la debida retribución por sus excesos, para que, alardeando de su malicia, no den ocasión a otros para cometer daños. Pues es un delito ser negligente en el castigo de los delitos que perjudican a muchas personas, como lo establecen las normas canónicas.
Así, el antiguo Concilio de Basilea debatió la elección de la Sede para el futuro Concilio Ecuménico. Quienes tenían la facultad de elegir la Sede aprobaron un Decreto que fue aceptado por los Embajadores de nuestro amadísimo hijo en Cristo Juan, Emperador de los Griegos, y de nuestro Venerable Hermano José, Patriarca de Constantinopla. Algunos eligieron Aviñón u otro lugar, pero dichos Embajadores protestaron que, con toda seguridad, no querían ir allí, declarando con certeza que el Emperador y el Patriarca no asistirían al Sagrado Concilio a menos que asistiéramos en persona. Quienes solicitaron Aviñón, temiendo que los Griegos no acudieran, se atrevieron a inventar un Decreto o panfleto notorio, al que llaman “amonestación”, contra nosotros, a pesar de que es nulo y, de hecho, conduce a un grave escándalo y a una división en la Iglesia, perturbando esta santa obra de unión con los Griegos.
Para preservar la unidad de la Iglesia y promover dicha unión con los Griegos, Nos, por razones justas, necesarias y apremiantes, con el consejo y asentimiento de nuestros Venerables Hermanos, los Cardenales de la Santa Iglesia Romana, y con el consejo y aprobación de muchísimos de nuestros Venerables Hermanos, los Arzobispos, Obispos, amados hijos escogidos y Abades que estaban presentes en la Sede Apostólica, trasladamos dicho Concilio de Basilea, por nuestra autoridad apostólica y en una manera y forma fijas, a la ciudad de Ferrara, que es conveniente para los Griegos y para Nos, para que los de Basilea pudieran retroceder debidamente de sus acciones escandalosas, como está contenido con mayor extensión en la Carta compuesta para la ocasión. Pero ellos, rechazando toda vía de paz, perseverando en su obstinado propósito, despreciando la letra de dicho traslado y todo lo que contenía, y acumulando mal sobre mal, no solo rechazaron nuestro razonable traslado, hecho por las justísimas y urgentes razones antes expuestas, sino que incluso se atrevieron, con renovada obstinación, a advertirnos que retiráramos dicho traslado dentro de un plazo determinado y bajo pena de suspensión. Sin embargo, esto no habría sido nada menos que obligarnos a abandonar la continuación de una obra tan santa, tan anhelada por todos los cristianos.
Cuando nos dimos cuenta de esto, con dolor de corazón, ya que veíamos que todo tendía a la destrucción de la santa tarea de la unión y a una división abierta en la Iglesia, como se dijo más arriba, declaramos que el traslado había sido hecho por nosotros por necesidad, que las condiciones a él atribuidas habían sido regularizadas y que el Concilio de Ferrara debía comenzar y legítimamente continuar, como se afirma más detalladamente en otra Carta nuestra.
Para abrir este Concilio en Ferrara enviamos a nuestro amado hijo Nicolás, Cardenal Presbítero de la Santa Iglesia Romana del título de Santa Cruz, Legado nuestro y de la Sede Apostólica.
Este Concilio de Ferrara, legítimamente reunido y con numerosos Prelados, declaró solemnemente en sesión pública que dicho traslado y Declaración eran y son legítimas, justas y razonables, y se hicieron por urgente necesidad para quitar un obstáculo a la santísima unión entre la Iglesia Occidental y la Oriental y evitar una inminente división en la Iglesia de Dios para evidente beneficio de toda la comunidad cristiana, como queda claro por el Decreto hecho al respecto.
Mientras tanto, informados de que el susodicho Emperador, Patriarca y Griegos se acercaban a las costas de Italia, bajo la guía de Dios llegamos a este Concilio de Ferrara con la firme intención y propósito de proseguir eficazmente, con la ayuda de Dios, no sólo la obra de la santa unión sino también los objetivos para los cuales se había reunido el Concilio de Basilea.
En vista de todo esto, nuestro amado hijo Julián, Cardenal Presbítero de Santa Sabina, Legado de la Sede Apostólica, instó encarecidamente a los susodichos en Basilea a que se apartaran de tan flagrantes escándalos. Pero debido a su obstinación, no tuvo éxito. Entonces, viéndolos dispuestos a precipitar escándalos aún peores en la Iglesia de Dios, se marchó para no parecer aprobar su impiedad. Ellos, por su parte, no le prestaron atención. Ignorantes de cómo encaminar sus pasos hacia la paz y la justicia, aunque ya sabían que los Griegos se resistían rotundamente a acercarse a ellos y se acercaban a las costas de Italia, perseveraron en su dureza de corazón. Como de ninguna otra manera podían impedir o perturbar la unión con los Griegos, por la cual debían trabajar con nosotros con todas sus fuerzas y mentes y ayudarnos, empeoraron cada cosa y llegaron a tal extremo de temeridad e insolencia que, aunque muchos de los enviados de Reyes y Príncipes que estaban en Basilea aborrecieron tan infame acto y protestaron contra él, ellos se atrevieron a declarar con arrogancia sacrílega que estábamos suspendidos de la administración del Papado y a proceder a varias otras cosas, aunque todo era nulo.
Así pues, Nos, conscientes de que sus excesos son tan notorios que no pueden ser ocultados por ningún subterfugio, y de que el error que no se resiste parece ser aprobado y abre de par en par a los delincuentes una puerta que ya no protege contra sus intrusiones, e incapaces, sin grave ofensa a nuestro Señor Jesucristo y a su Santa Iglesia, de tolerar tantos excesos graves que parecen especialmente impedir, perturbar y destruir por completo la santa y más deseada unión con los Griegos, decretamos contra el susodicho remanente en Basilea, en virtud del Altísimo y con la aprobación de este Santo Concilio, los pasos que se deben tomar con justicia.
Por lo tanto, decretamos y declaramos, después de madura deliberación con este Santo Sínodo y con su aprobación, que todos y cada uno de los reunidos en Basilea, a pesar del traslado y Declaración antedichas, bajo el pretendido nombre de un Concilio que más exactamente debería llamarse conventículo, y atreviéndose a perpetrar hechos tan escandalosos y nefastos, ya sean Cardenales, Patriarcas, Arzobispos, Obispos o Abades o de alguna otra dignidad eclesiástica o secular, ya han incurrido en las penas indicadas en nuestra dicha Carta de traslado, a saber, excomunión, privación de dignidades e inhabilitación para beneficios y oficios en el futuro.
También decretamos y declaramos nulo y sin valor y sin fuerza ni importancia todo lo que se ha intentado por ellos en nombre de un Concilio o de otra manera desde el día del traslado hecho por nosotros, o todo lo que se intente en el futuro, respecto de las materias mencionadas o contra los que siguen nuestra Curia o están en este Sagrado Concilio en Ferrara.
También ordenamos, con la aprobación de este Concilio, bajo las mismas penas y censuras, y en virtud del juramento que les vincula a la Santa Sede Apostólica, a todos los Cardenales, Patriarcas, Arzobispos, Obispos, personas electas, Abades y demás de cualquier condición, estatus o rango que se reúnan en la citada ciudad de Basilea con el pretexto de un Concilio, que abandonen efectivamente la citada ciudad dentro de los treinta días siguientes a la fecha de este Decreto. Asimismo, ordenamos al Alcalde de los ciudadanos, a los Concejales y Magistrados que gobiernan la ciudad de Basilea, y a los Gobernadores y demás funcionarios, cualquiera que sea su nombre, que expulsen a las personas antes mencionadas que no hayan abandonado la ciudad dentro de dichos treinta días, y que las expulsen efectivamente.
Si no lo hacen dentro de los treinta días mencionados, decretamos que todos los gobernantes y funcionarios mencionados incurren automáticamente en sentencia de excomunión, y el pueblo y la ciudad en sentencia de Interdicto Eclesiástico; nos reservamos especialmente la absolución de las sentencias de excomunión, excepto en la hora de la muerte y al levantarse el Interdicto. Ordenamos y decretamos, en virtud de santa obediencia y bajo pena de excomunión, a todos aquellos a quienes llegue este aviso que, si las personas antes mencionadas, reunidas en Basilea, y los ciudadanos se obstinan en desobedecernos, nadie se acerque a la ciudad de Basilea después de los treinta días mencionados y se les niegue todo comercio y todos los artículos necesarios para el uso humano.
Los comerciantes de todo tipo que hayan ido a Basilea a causa del Concilio anterior deberán partir bajo la misma pena de excomunión. Si algunos ignoran estas órdenes nuestras, atreviéndose quizás a transferir bienes después del plazo establecido a quienes en Basilea persisten en su contumacia, ya que está escrito que los justos despojaron a los impíos, dichas personas podrán ser despojadas sin pena por cualquiera de los fieles, y sus bienes serán cedidos a los primeros en tomarlos.
Sin embargo, dado que la Iglesia nunca cierra su seno a los hijos que regresan, si el pueblo reunido en Basilea, o algunos de ellos, se arrepiente y abandona la ciudad dentro del plazo de treinta días a partir de la fecha del presente Decreto, entonces, con la aprobación de este Sagrado Concilio, remitimos y cancelamos por completo las penas mencionadas para los hijos obedientes, y deseamos decretar y ordenar que estas y sus consecuencias se consideren sin efecto desde la fecha de su imposición, y suplimos con la aprobación del Concilio todos los defectos, si los hubiere, relacionados con la solemnidad de la ley o con alguna omisión. Que nadie, por lo tanto... Si alguien...
Eugenio, Obispo, Siervo de los Siervos de Dios, para registro eterno. Nos corresponde dar gracias a Dios Todopoderoso que, recordando sus misericordias pasadas, siempre concede a su Iglesia un crecimiento aún mayor y, aunque a veces permite que sea sacudida por las olas de las pruebas y tribulaciones, nunca permite que se sumerja, sino que la mantiene a salvo en medio de las aguas montañosas, para que por su misericordia emerja de las diversas vicisitudes aún más fortalecida que antes. Pues he aquí, los pueblos occidentales y orientales, que han estado separados por tanto tiempo, se apresuran a concertar un pacto de armonía y unidad; y aquellos que con razón se angustiaron por la larga disensión que los mantuvo separados, por fin, después de muchos siglos, bajo el impulso de aquel de quien proviene todo bien, se reúnen en persona en este lugar por el deseo de una santa unión.
Somos conscientes de que es nuestro deber y el deber de toda la Iglesia esforzarnos al máximo para que estas felices iniciativas avancen y den fruto mediante nuestro cuidado común, para que merezcamos ser y ser llamados cooperadores de Dios.
Finalmente, nuestro muy querido hijo Juan Paleólogo, Emperador de los Romanos, junto con nuestro Venerable Hermano José, Patriarca de Constantinopla, los Apocrisiarios de las demás Sedes Patriarcales y una gran multitud de Arzobispos, Eclesiásticos y nobles llegaron a su último puerto, Venecia, el pasado 8 de febrero. Allí, el citado Emperador declaró expresamente, como ya lo había hecho con frecuencia, que por buenas razones no podía ir a Basilea para celebrar el Concilio Ecuménico o Universal, y lo comunicó mediante una Carta a los allí reunidos. Los exhortó y les exigió a todos que fueran a Ferrara, ciudad elegida para el Concilio, para llevar a cabo la piadosa obra de esta santa unión.
Siempre hemos tenido esta santa unión muy presente en nuestro corazón y hemos procurado con todas nuestras fuerzas llevarla a cabo. Por lo tanto, nos proponemos cumplir con esmero, como es nuestro deber, el Decreto del Concilio de Basilea, al que accedieron los Griegos, así como la elección de la Sede del Concilio Ecuménico, tomada en el Concilio de Basilea y confirmada posteriormente por nosotros en Bolonia a instancias de los enviados del mencionado Emperador y Patriarca, y cualquier otro asunto relacionado con esta obra de santa unión.
Por lo tanto, decretamos y declaramos, en todas las formas y maneras posibles, con el asentimiento del dicho Emperador y Patriarca y de todos los presentes en el Sínodo, que existe un Santo Sínodo Universal o Ecuménico en esta ciudad de Ferrara, que es libre y seguro para todos; y por lo tanto, debe ser considerado y llamado tal Sínodo por todos, en el que este santo negocio de unión se llevará a cabo sin ninguna contienda pendenciera, sino con toda caridad y, como esperamos, será llevado por el favor divino a una feliz conclusión junto con las otras santas tareas para las que se sabe que el Sínodo fue instituido.
Eugenio, Obispo, Siervo de los Siervos de Dios, para la eternidad. Es conveniente que la Sede de un Concilio Ecuménico, en el que se reúnen hombres escogidos de todo el mundo cristiano, sea tal que, entre otras necesidades humanas, se encuentre la más importante: un aire limpio. De lo contrario, debido al contagioso aire contaminado, que todos temen y huyen naturalmente, los presentes en el Concilio podrían verse obligados a retirarse sin haber logrado nada, y los ausentes se negarán a asistir. Sin duda, es justo que quienes se reúnen en los Sínodos para tratar cuestiones difíciles estén libres de toda ansiedad y temor, para que puedan, con mayor paz y libertad, dedicar su atención a los asuntos de interés público.
De hecho, hubiéramos preferido que el Concilio Universal que iniciamos en esta ciudad continuara aquí, y que la unión de las Iglesias Orientales y Occidentales llegara a su feliz y deseada conclusión en esta ciudad, donde la iniciamos. Cuando la peste azotó esta ciudad el otoño pasado, algunos presionaron para que el Sínodo se trasladara a una localidad no infectada. Sin embargo, no se hizo nada, pues se esperaba que la peste cesara con la llegada del invierno, como suele ocurrir.
Dado que, de hecho, la peste persiste día tras día y se teme que cobre fuerza con la llegada de la primavera y el verano, todos opinan y aconsejan que debe trasladarse sin demora a un lugar no infectado. Por esta y otras buenas razones, con el acuerdo de nuestro querido hijo Juan Paleólogo, Emperador de los Romanos, y de nuestro Venerable Hermano José, Patriarca de Constantinopla, y con la aprobación del concilio:
En nombre de la Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, con las plenas garantías y salvoconductos que dimos a todos al comienzo del Sagrado Concilio, trasladamos y declaramos trasladado desde ahora este Sínodo ecuménico o Universal de esta ciudad de Ferrara a la ciudad de Florencia, que es manifiestamente libre para todos, segura, pacífica y tranquila, y goza de aire puro, y que, situada como está entre los mares Tirreno y Adriático, goza de una ubicación excelente para facilitar el acceso tanto a Orientales como a Occidentales. Que nadie, por lo tanto... Si alguien, sin embargo...
Eugenio, Obispo, Siervo de los Siervos de Dios, para memoria eterna. Con el consentimiento de nuestro amadísimo hijo Juan Paleólogo, ilustre Emperador de los Romanos, de los Diputados de nuestros Venerables Hermanos los Patriarcas y de otros representantes de la Iglesia Oriental, a lo siguiente.
Que los cielos se alegren y la tierra se regocije. Porque el muro que dividía la Iglesia Occidental de la Oriental ha sido derribado, la paz y la armonía han regresado, pues la piedra angular, Cristo, quien hizo de ambos uno, ha unido a ambos con un fuerte vínculo de amor y paz, uniéndolos y manteniéndolos unidos en un pacto de unidad eterna. Tras una larga neblina de dolor y una oscura y desagradable penumbra de prolongada lucha, el resplandor de la anhelada unión lo ha iluminado todo.
Que la madre Iglesia también se regocije. Pues ahora ve a sus hijos, hasta entonces en desacuerdo, retornar a la unidad y la paz, y ella, que hasta entonces lloraba por su separación, ahora da gracias a Dios con alegría inefable por su armonía verdaderamente maravillosa. Que todos los fieles del mundo, y quienes se llaman cristianos, se alegren con la madre Iglesia Católica. Pues he aquí, los Padres Occidentales y Orientales, tras un larguísimo período de desacuerdo y discordia, sometiéndose a los peligros del mar y de la tierra y habiendo soportado trabajos de todo tipo, se reunieron en este Santo Concilio Ecuménico, gozosos y deseosos de esta santísima unión y de restaurar intacto el antiguo amor. De ninguna manera han sido frustrados en su propósito. Tras una larga y ardua investigación, finalmente, por la clemencia del Espíritu Santo, han logrado esta tan deseada y santísima unión. ¿Quién, entonces, puede agradecer adecuadamente a Dios por sus generosos dones? ¿Quién no se asombraría ante la riqueza de tan grande misericordia divina? ¿Acaso no se ablandaría incluso un pecho de hierro ante esta inmensidad de condescendencia celestial?
Estas son verdaderamente obras de Dios, no artificios de la fragilidad humana. Por lo tanto, deben ser aceptadas con extraordinaria veneración y fomentadas con alabanzas a Dios. A ti te damos la alabanza, a ti la gloria, a ti las gracias, oh Cristo, fuente de misericordias, que has colmado de tanto bien a tu Esposa, la Iglesia Católica, y has manifestado tus milagros de misericordia en nuestra generación, para que todos proclamen tus maravillas. Grande y divino es, en verdad, el don que Dios nos ha concedido. Hemos visto con nuestros propios ojos lo que muchos antes anhelaban, pero no podían contemplar.
Pues cuando Latinos y Griegos se reunieron en este Santo Sínodo, todos se esforzaron por que, entre otras cosas, el Artículo sobre la procesión del Espíritu Santo se discutiera con el máximo cuidado e investigación asidua. Se produjeron textos de las Escrituras Divinas y de muchas autoridades de los Santos Doctores Orientales y Occidentales, algunos diciendo que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo, otros diciendo que la procesión es del Padre a través del Hijo. Todos apuntaban al mismo significado con diferentes palabras. Los Griegos afirmaron que cuando afirman que el Espíritu Santo procede del Padre, no pretenden excluir al Hijo; pero como les parecía que los Latinos afirman que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo como de dos principios y dos espiraciones, se abstuvieron de decir que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo. Los Latinos afirmaron que dicen que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo, no con la intención de excluir al Padre de ser la fuente y principio de toda deidad, es decir, del Hijo y del Espíritu Santo, ni de implicar que el Hijo no recibe del Padre, porque el Espíritu Santo procede del Hijo, ni de postular dos principios o dos espiraciones; sino que afirman que existe un solo principio y una sola espiración del Espíritu Santo, como lo han afirmado hasta ahora. Dado que, entonces, de todo esto resultaba un mismo significado, acordaron y consintieron unánimemente en la siguiente unión santa y agradable a Dios, en el mismo sentido y con una sola mente.
En nombre de la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, definimos, con la aprobación de este Santo Concilio Universal de Florencia, que la siguiente verdad de fe será creída y aceptada por todos los cristianos, y por lo tanto, todos la profesarán: que el Espíritu Santo proviene eternamente del Padre y del Hijo, y tiene su esencia y su ser subsistente del Padre junto con el Hijo, y procede de ambos eternamente como de un solo principio y una sola espiración. Declaramos que cuando los Santos Doctores y Padres afirman que el Espíritu Santo procede del Padre por medio del Hijo, esto implica que, por lo tanto, también el Hijo debe ser significado, según los Griegos, como causa, y según los Latinos, como principio de la subsistencia del Espíritu Santo, al igual que el Padre.
Y como el Padre dio a su Hijo Unigénito, al engendrarlo, todo lo que el Padre tiene, excepto ser Padre, así también el Hijo tiene eternamente del Padre, por quien fue engendrado eternamente, esto también, a saber, que el Espíritu Santo procede del Hijo.
Definimos también que la explicación de aquellas palabras “y del Hijo” fue lícita y razonablemente añadida al Credo con el fin de declarar la verdad y por necesidad inminente.
Además, el Cuerpo de Cristo se elabora verdaderamente tanto en pan de trigo con levadura como sin levadura, y los Sacerdotes deben elaborar el Cuerpo de Cristo en cualquiera de los dos, es decir, cada sacerdote según la costumbre de su Iglesia Occidental u Oriental. Asimismo, si las personas verdaderamente arrepentidas mueren en el amor de Dios antes de haber satisfecho sus actos y omisiones con frutos dignos de arrepentimiento, sus almas son purificadas después de la muerte mediante las penas purificadoras; y los sufragios de los fieles vivos les sirven para aliviar dichas penas, es decir, los sacrificios de Misas, las oraciones, las limosnas y otros actos de devoción que algunos fieles han realizado habitualmente por otros fieles, de acuerdo con las ordenanzas de la Iglesia.
Asimismo, las almas de quienes no han incurrido en mancha alguna de pecado después del Bautismo, así como las almas que, tras incurrir en él, han sido purificadas, ya sea corporalmente o extracorpóreamente, como se indicó anteriormente, son recibidas inmediatamente en el Cielo y contemplan claramente al Dios trino tal como es, aunque una persona sea más perfecta que otra según la diferencia de sus méritos. Pero las almas de quienes parten de esta vida en pecado mortal actual, o solo en pecado original, descienden directamente al infierno para ser castigadas, pero con penas desiguales. Definimos también que la Santa Sede Apostólica y el Romano Pontífice ostentan la Primacía sobre todo el mundo, y que el Romano Pontífice es el Sucesor del Bienaventurado Pedro, Príncipe de los Apóstoles, y que es el verdadero Vicario de Cristo, Cabeza de toda la Iglesia, Padre y Maestro de todos los cristianos, y a él le fue confiado, en el Bienaventurado Pedro, el pleno poder de cuidar, regir y gobernar toda la Iglesia, como se contiene también en las Actas de los Concilios Ecuménicos y en los Sagrados Cánones.
Además, renovando el orden de los demás Patriarcas que ha sido transmitido en los Cánones, el Patriarca de Constantinopla debe ser segundo después del Santísimo Romano Pontífice, tercero debe ser el Patriarca de Alejandría, cuarto el Patriarca de Antioquía y quinto el Patriarca de Jerusalén, sin perjuicio de todos sus privilegios y derechos.
Eugenio, Obispo, Siervo de los Siervos de Dios, para un registro eterno. Moisés, el hombre de Dios, era celoso del bienestar del pueblo que le había sido confiado. Temía que la ira de Dios se desatara contra ellos si seguían a Coré, Datán y Abiram en su cisma sedicioso. Por lo tanto, dijo a todo el pueblo, siguiendo el mandato del Señor: “Apártense de las tiendas de estos hombres malvados y no toquen nada suyo, para que no se vean involucrados en sus pecados”. Pues había percibido, bajo la inspiración del Señor, que esos hombres sediciosos y cismáticos incurrirían en una severa retribución, como se demostró después cuando ni siquiera la tierra pudo soportarlos, sino que, por el justo juicio de Dios, los absorbió, de modo que cayeron vivos al infierno.
De la misma manera también Nos, a quienes, aunque indignos, el Señor Jesucristo se ha dignado confiar su pueblo, como oímos del abominable crimen que ciertos hombres malvados que viven en Basilea han tramado en estos días para romper la unidad de la Santa Iglesia, y como tememos que puedan seducir a algunos incautos con sus engaños e inyectarlos con sus venenos, nos vemos obligados a proclamar con palabras similares al pueblo de nuestro Señor Jesucristo a Nos confiado, apártate de las tiendas de estos hombres malvados, particularmente porque el pueblo cristiano es mucho más numeroso que el pueblo judío de aquellos días, la Iglesia es más Santa que la sinagoga, y el Vicario de Cristo es superior en autoridad y estatus incluso a Moisés.
Esta impiedad de los de Basilea ya la habíamos vislumbrado hace mucho tiempo, cuando observábamos que el Concilio de Basilea caía ya en la tiranía, cuando muchos, incluso los de condición inferior, se veían obligados a acudir a él y a permanecer a su antojo por aquella facción de agitadores, cuando a algunos de ellos se les extorsionaban los votos y las decisiones con diversos trucos, y a otros se les sobornaba con mentiras y engaños, mientras abandonaban casi todo a conspiraciones, camarillas, monopolios e intrigas, y por una antigua rivalidad con el Papado trataban de prolongar la duración del Concilio; cuando, finalmente, se perpetraron innumerables novedades, irregularidades, deformidades y males, a lo cual concurrieron incluso los Clérigos de las Órdenes Inferiores, los ignorantes e inexpertos, los vagabundos, los pendencieros, los fugitivos, los apóstatas, los criminales condenados, los fugitivos de la cárcel, los rebeldes contra Nos y sus propios Superiores, y otros monstruos humanos similares, que trajeron consigo toda mancha de corrupción de aquellos maestros de malas acciones.
Dirigimos también nuestra atención a esa santísima obra de unión con la Iglesia Oriental, que nos parecía gravemente amenazada por el engaño de ciertas personas facciosas, y deseamos prever lo mejor posible tantos males. Por estas y otras justas y necesarias razones que se exponen en detalle en el Decreto de traslado, con el consejo de nuestros Venerables Hermanos los Cardenales de la Santa Iglesia Romana, y con la aprobación de muchísimos Venerables Hermanos e hijos, Arzobispos, Obispos, personas elegidas, Abades y otros Prelados de Iglesias, Maestros y Doctores, trasladamos el mencionado Concilio de Basilea a esta ciudad de Ferrara, donde establecimos con la ayuda del Señor un Concilio Ecuménico de la Iglesia Occidental y Oriental.
Posteriormente, cuando la peste llegó y continuó sin cesar, bajo la inspiración de la gracia y con la aprobación del mismo Santo Concilio, trasladamos el Concilio a esta ciudad de Florencia. Aquí el Dios misericordioso y clemente mostró sus maravillas. Pues el desastroso cisma, que había perdurado la Iglesia de Dios durante casi quinientos años, con inmenso daño a toda la cristiandad, y por cuya eliminación se habían esforzado muchísimos de nuestros predecesores, como Pontífices Romanos, Reyes, Príncipes y otros cristianos en tiempos pasados, finalmente, tras debates públicos y privados en ambos lugares y muchos otros esfuerzos, fue eliminado y se logró felizmente la santísima unión de Griegos y Latinos, como se describe con más detalle en el Decreto al respecto, redactado y promulgado solemnemente.
Dando ferviente agradecimiento por esto al Dios eterno y compartiendo nuestra alegría con todos los fieles, ofrecimos a Dios un sacrificio de júbilo y alabanza. Porque vimos que no solo una nación, como el pueblo hebreo, estaba siendo convocada a la tierra prometida, sino pueblos de muchas razas, naciones y lenguas se apresuraban hacia la única expresión y mérito de la verdad divina. Por esto, nace la gran esperanza de que el sol de justicia, que sale por el este, extienda los rayos de su luz para penetrar la oscuridad de muchas otras razas, incluso de los infieles, y la salvación del Señor llegue hasta los confines de la tierra.
De hecho, por la providencia de Dios, ya tenemos excelentes garantías de ello. Pues Dios todopoderoso ha concedido que, por nuestra intermedio, representantes de los Armenios con plenos poderes hayan venido recientemente desde las regiones más septentrionales a nosotros, a la Sede Apostólica y a este Santo Concilio. Nos consideran y veneran como nada menos que al Bienaventurado Pedro, Príncipe de los Apóstoles; reconocen a la Santa Sede como Madre y Señora de todos los fieles, y confiesan haber acudido a la Santa Sede y al mencionado Concilio en busca de alimento espiritual y de la verdad de la sana doctrina. Por esto también hemos dado muchas gracias a nuestro Dios.
Pero la mente se resiste a registrar los problemas, ataques y persecuciones que hemos sufrido en el curso de esta divina obra hasta ahora, no precisamente de Turcos o Sarracenos, sino de quienes se llaman “cristianos”. El Beato Jerónimo informa que desde la época de Adriano hasta el reinado de Constantino, los paganos erigieron y veneraron en el lugar de la resurrección del Señor una imagen de Júpiter y en la roca de la crucifixión una estatua de mármol de Venus, pues los autores de la persecución creían que podrían arrebatarnos nuestra Fe en la Resurrección y la Cruz si contaminaban los lugares santos con sus ídolos.
Mucho de lo mismo ha sucedido en estos días contra Nos y la Iglesia de Dios, a manos de aquellos hombres desesperados en Basilea, excepto que lo que entonces hicieron paganos ignorantes del Dios verdadero es ahora obra de hombres que lo han conocido y lo han odiado. Su orgullo, entonces, según el Profeta, está siempre en aumento, tanto más peligrosamente cuanto que es bajo el manto de la reforma, que en verdad siempre han aborrecido, que difunden sus venenos.
En primer lugar, quienes fueron los autores de todos los escándalos en Basilea incumplieron sus promesas a los Griegos. Pues sabían por los enviados de los Griegos y de la Iglesia Oriental que nuestro amadísimo hijo en Cristo, Juan Paleólogo, ilustre Emperador de los Romanos, y José, Patriarca de Constantinopla, de feliz memoria, y los demás Prelados y personalidades de la Iglesia Oriental deseaban dirigirse al lugar legalmente elegido para el Concilio Ecuménico por nuestros Legados, Presidentes y otras personalidades allí presentes, quienes tenían el derecho de elegir el sitio de acuerdo con el acuerdo aprobado por consenso del Concilio tras serios desacuerdos entre sus miembros. Por nuestra parte, confirmamos la elección del lugar en un Consistorio General en Bolonia y enviamos a Constantinopla, con gran esfuerzo y gasto, las galeras y demás material necesario para esta santa obra de unión.
Al enterarse de esto, se atrevieron a decretar contra nosotros y los Cardenales antes mencionados una detestable amonestación o citación, para bloquear la santa obra [y enviarla al mencionado Emperador y Patriarca de Constantinopla, para que ellos y todos los demás] se vieran disuadidos de venir. Sin embargo, sabían perfectamente que no había ninguna posibilidad de que fueran a otro lugar que el elegido para la Sede, como se mencionó anteriormente.
Entonces, al percatarse de que el mencionado Emperador y Patriarca, junto con otros, ya se dirigían hacia nosotros para esta obra de santa unión, intentaron tender otra trampa perversa para frustrar este proyecto divino. Es decir, nos impusieron una sentencia sacrílega de suspensión de la administración del Papado. Finalmente, esos líderes del escándalo, muy pocos en número, la mayoría de ellos de la más baja jerarquía y reputación, en su intenso odio a la verdadera paz, amontonando iniquidad sobre iniquidad para no entrar en la justicia del Señor, al ver que la gracia del Espíritu Santo obraba en nosotros hacia la unión con los Griegos, desviándonos del camino recto hacia caminos de error, celebraron una supuesta sesión el 16 de mayo pasado, afirmando que obedecían ciertos Decretos, aunque estos fueron aprobados en Constanza por solo una de las tres obediencias tras la huida de Juan XXIII, como se le llamaba en esa obediencia, en tiempos de cisma.
Alegando obediencia a dichos Decretos, proclamaron tres Proposiciones que denominaron “verdades de la fe”, aparentemente para convertirnos en herejes a Nos y a todos los Príncipes, Prelados y demás fieles y devotos seguidores de la Sede Apostólica. Las proposiciones son las siguientes.
La verdad sobre la autoridad de un Concilio General, que representa a la Iglesia Universal, sobre un Papa y cualquier otra persona, declarada por los Concilios Generales de Constanza y este de Basilea, es una verdad de la fe católica. La verdad de que un Papa no puede, mediante ninguna autoridad y sin su consentimiento, disolver un Concilio General que representa a la Iglesia Universal, legítimamente reunido por las razones expuestas en la verdad antes mencionada o por cualquiera de ellas, ni prorrogarlo ni trasladarlo, es una verdad de la fe católica. Cualquiera que persista en oponerse a las verdades antes mencionadas será considerado hereje.
En esto, aquellos hombres completamente perniciosos, enmascarando su malicia con el color de una verdad de la fe, dieron al Concilio de Constanza un significado malo y dañino, completamente opuesto a su verdadera enseñanza, imitando en esto la enseñanza de otros cismáticos y herejes que siempre acumulan para su apoyo errores fabricados y dogmas impíos sacados de su interpretación perversa de las Escrituras Divinas y de los Santos Padres.
Finalmente, pervirtiendo completamente su mente y apartando la mirada del Cielo o del recuerdo de los justos juicios, a la manera de Dióscoro y el infame Sínodo de Éfeso, procedieron a una Sentencia Declaratoria de privación, según reclamaban, de la dignidad y el oficio del Supremo Apostolado, un pronunciamiento venenoso y abominable que implicaba un crimen imperdonable. Aquí tomaremos el tenor de esa sentencia, aborrecible para toda mente piadosa, como suficientemente expresado. No omitieron nada, en la medida de sus posibilidades, que pudiera destruir este bien incomparable de la unión.
¡Oh, hijos miserables y degenerados! ¡Oh, generación malvada y adúltera! ¿Qué podría ser más cruel que esta impiedad e iniquidad? ¿Puede imaginarse algo más detestable, más terrible y más demente? Anteriormente fueron quienes dijeron que nada mejor, nada más glorioso y fructífero se había visto ni oído en el pueblo cristiano, desde el mismo nacimiento de la Iglesia, que esta santísima unión, y que para promoverla no debía haber disputas por el lugar, sino que para lograrla debían arriesgarse las riquezas de este mundo, así como el cuerpo y el alma, proclamándolo en voz alta al mundo entero e instando al pueblo cristiano a ello, como lo declaran plenamente sus Decretos y Cartas. Pero ahora persiguen precisamente esto con tanta furia e impiedad como pueden, de modo que los demonios del mundo entero parecen haberse congregado en ese conciliábulo de bandidos de Basilea.
Hasta ahora, Dios Todopoderoso no ha permitido que su iniquidad y sus mentirosas inconsistencias prevalezcan. Pero viendo que se esfuerzan con todas sus fuerzas por lograrlo, incluso hasta el punto de instaurar la abominación desoladora en la Iglesia de Dios, de ninguna manera podemos pretender ignorar estas cosas sin ofender gravemente a Dios y correr peligro inminente de confusión y abominación en la Iglesia de Dios. En consonancia con nuestro oficio pastoral, a instancias de muchos que anhelan el celo por Dios, deseamos poner fin a tales males y, en la medida de lo posible, tomar las medidas apropiadas y saludables para eliminar de la Iglesia de Dios esta execrable impiedad y pestilencia destructiva.
Siguiendo los pasos de nuestros predecesores, quienes, como escribe el Papa Nicolás, de santa memoria, acostumbraban a anular los Concilios celebrados incorrectamente, incluso los de los Pontífices Universales, como ocurrió en el segundo Sínodo Universal de Éfeso, pues lo convocó el bienaventurado Papa León, pero instituyó después el Concilio de Calcedonia.
Renovamos por nuestra autoridad apostólica, con la aprobación de este Santo Concilio de Florencia, el Decreto solemne y saludable contra estos sacrílegos, emitido por Nos en el Sagrado Concilio General de Ferrara el 15 de febrero. Mediante dicho Decreto, declaramos, entre otras cosas, con la aprobación del mencionado Sagrado Concilio de Ferrara, que toda persona en Basilea que, en nombre de un supuesto concilio, al que llamamos con mayor precisión conventículo, se haya atrevido a perpetrar esos actos escandalosos y perversos en contravención de nuestro traslado y Declaración, ya sean Cardenales, Patriarcas, Arzobispos, Obispos, Abades o cualquier otra dignidad eclesiástica o secular, ha incurrido en las penas de excomunión, privación de dignidades, beneficios y oficios e inhabilitación para el futuro, que se indican en nuestra Carta de traslado.
Ahora decretamos y declaramos nuevamente que todas las cosas hechas o intentadas por esos hombres impíos actualmente en Basilea, que fueron mencionadas en nuestro dicho Decreto de Ferrara, y todas y cada una de las cosas hechas, realizadas o intentadas por los mismos hombres desde entonces, especialmente en las dos llamadas sesiones o más bien conspiraciones que se acaban de mencionar, y todo lo que pueda haber seguido de estas cosas o de cualquiera de ellas, o pueda seguir en el futuro, como proveniente de hombres impíos que no tienen autoridad y han sido rechazados y reprobados por Dios, fueron y son nulas, anuladas, inválidas, presuntuosas y sin efecto, fuerza o momento.
Con la aprobación del Sagrado Concilio, condenamos y rechazamos, y proclamamos como condenadas y rechazadas, aquellas proposiciones citadas arriba, entendidas en el sentido perverso de los hombres de Basilea, que demuestran con sus hechos, como contrarias al sano sentido de la Sagrada Escritura, de los Santos Padres y del mismo Concilio de Constanza; y asimismo la mencionada así llamada “sentencia de declaración” o “privación”, con todas sus consecuencias presentes y futuras, como impía y escandalosa y tendiente a abrir el cisma en la Iglesia de Dios y a la confusión de todo orden eclesiástico y gobierno cristiano. Además, decretamos y declaramos que todas las personas antes mencionadas han sido y son cismáticos y herejes, y que como tales seguramente serán castigados con penas adecuadas además de las penas impuestas en el mencionado Concilio de Ferrara, junto con todos sus partidarios e instigadores, de cualquier estatus, condición o rango eclesiástico o secular que puedan ser, incluso Cardenales, Patriarcas, Arzobispos, Obispos, Abades o aquellos de cualquier otra dignidad, para que puedan recibir sus merecimientos con los mencionados Coré, Datán y Abiram. Que nadie, por lo tanto... Si alguien, sin embargo...
Eugenio, Obispo, Siervo de los Siervos de Dios, para siempre. Todos los que se llaman cristianos, en todas partes: Exulten en Dios, nuestro ayudador, regocíjense en el Dios de Jacob. He aquí que el Señor, una vez más, consciente de su misericordia, se dignó eliminar de su Iglesia otro obstáculo que ha perdurado durante más de nueve siglos. Él, que hace paz en los Cielos y es paz en la tierra para las personas de buena voluntad, ha concedido en su inefable misericordia la anhelada unión con los Armenios. Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de misericordias y Dios de todo consuelo, que nos consuela en todas nuestras tribulaciones. Porque el Señor misericordioso, viendo a su Iglesia sacudida por fuertes torbellinos, a veces a manos de los de afuera, a veces a manos de los de adentro, se digna de muchas maneras cada día consolarla y fortalecerla para que pueda respirar libremente en medio de sus problemas y levantarse con más fuerza para resistir.
Hace tiempo, Dios estableció una gran unión con los Griegos, que abarcan muchas razas y lenguas extendidas por todas partes. Hoy, Dios ha confirmado, en el mismo vínculo de Fe y caridad con la Sede Apostólica, esta unión con los Armenios, un pueblo muy numeroso y extendido por el norte y el este. Estas son, en verdad, bendiciones tan grandes y maravillosas de la divina providencia que la mente humana no puede expresar una gratitud digna por ninguna de ellas, y mucho menos por ambas juntas. ¿Quién no se sentiría abrumado de admiración ante el logro, en tan poco tiempo, de dos hazañas tan brillantes, anheladas durante siglos, en este Concilio? En verdad, esto es obra del Señor y es maravilloso a nuestros ojos. Pues, ¿cómo habrían podido la prudencia o la diligencia humanas culminar hazañas tan grandes como estas, si el favor de Dios no les hubiera dado principio y fin? Bendigamos, pues, juntos y de todo corazón al Señor, único hacedor de grandes maravillas; cantemos con el espíritu, con la mente y la boca, y demos gracias con obras, hasta donde la debilidad humana lo permita, por tan grandes dones. Oremos y supliquemos que, así como los Griegos y los Armenios se han unido a la Iglesia Romana, así también lo sean otras naciones, especialmente aquellas selladas con el sello de Cristo, y que finalmente todo el pueblo cristiano, una vez extinguidos todos los odios y guerras, pueda descansar y regocijarse unido en paz mutua y amor fraternal. Con razón consideramos que los Armenios merecen gran alabanza. Tan pronto como fueron invitados por Nos a este Sínodo, en su afán por la unidad eclesiástica, a costa de muchos trabajos, fatigas y peligros en el mar, nos enviaron a Nos y a este Concilio, desde lugares muy distantes, a sus notables, dedicados y eruditos enviados, con la autoridad suficiente para aceptar, es decir, todo lo que el Espíritu Santo inspire a este Santo Sínodo a lograr.
Nos, por nuestra parte, con toda la atención que corresponde a nuestro oficio pastoral y deseosos de culminar con éxito esta santa obra, conversamos frecuentemente con sus enviados sobre esta santa unión. Para evitar la más mínima demora en este santo proyecto, nombramos, de entre todos los rangos de este Sagrado Concilio, expertos en derecho divino y humano para tratar el asunto con los enviados con sumo cuidado, estudio y diligencia, indagando con ellos cuidadosamente sobre su fe en cuanto a la unidad de la esencia divina y la Trinidad de las personas divinas, así como sobre la humanidad de nuestro Señor Jesucristo, los siete Sacramentos de la Iglesia y otros puntos relativos a la Fe ortodoxa y los Ritos de la Iglesia Universal.
Así pues, después de muchos debates, conferencias y disputas, después de un examen minucioso de las autoridades escritas que fueron producidas por los Padres y Doctores de la Iglesia, y después de una discusión de las cuestiones en disputa, en profundidad, para que en el futuro no pudiera haber ninguna duda sobre la verdad de la Fe de los Armenios y que ellos pensaran en todos los aspectos como la Sede Apostólica y que la unión fuera estable y duradera sin causa alguna de vacilación, juzgamos ventajoso, con la aprobación de este Sagrado Concilio de Florencia y el acuerdo de dichos enviados, dar en este Decreto un resumen de la verdad de la Fe Ortodoxa que la Iglesia Romana profesa sobre lo anterior.
En primer lugar, pues, les damos el Santo Credo emitido por los ciento cincuenta Obispos en el Concilio Ecuménico de Constantinopla, con la frase añadida “y el Hijo”, que por el bien de declarar la verdad y por urgente necesidad fue lícita y razonablemente añadida a ese Credo, que dice así: Creo... Decretamos que este Santo Credo debe ser cantado o leído dentro de la Misa al menos los domingos y fiestas mayores, como es la costumbre Latina, en todas las iglesias armenias.
En segundo lugar, les damos la definición del cuarto Concilio de Calcedonia sobre las dos naturalezas en la única Persona de Cristo, que posteriormente fue renovada en los Concilios Universales quinto y sexto. Dice así: Este credo sabio y salvador... En tercer lugar, la definición sobre las dos voluntades y los dos principios de acción de Cristo promulgada en el sexto Concilio antes mencionado, cuyo tenor es Este credo piadoso y ortodoxo, y el resto que sigue en la definición antes mencionada del Concilio de Calcedonia hasta el final, después de lo cual continúa así: Y proclamamos
En cuarto lugar, aparte de los tres Sínodos de Nicea, Constantinopla y el primero de Éfeso, los Armenios no han aceptado ningún otro Sínodo Universal posterior ni al Beato León, Obispo de esta Santa Sede, por cuya autoridad se reunió el Concilio de Calcedonia. Pues afirman que se les propuso que tanto el Sínodo de Calcedonia como el mencionado León habían hecho la definición de acuerdo con la herejía condenada de Nestorio. Así pues, les instruimos y declaramos que tal sugerencia era falsa y que el Sínodo de Calcedonia y el Beato León definieron santa y correctamente la verdad de las dos naturalezas en la única persona de Cristo, descrita anteriormente, en contra de los principios impíos de Nestorio y Eutiques. Ordenamos que, en el futuro, mantuvieran y veneraran al Beato León, quien fue un verdadero pilar de la Fe y repleto de toda santidad y doctrina, como un Santo merecidamente inscrito en el calendario de los Santos. y que reverenciasen y respetasen, como los demás fieles, no sólo los tres Sínodos arriba citados, sino también todos los demás Sínodos Universales legítimamente celebrados con la autoridad del Romano Pontífice.
En quinto lugar, para facilitar la instrucción de los Armenios de hoy y del futuro, resumimos la verdad sobre los Sacramentos de la Iglesia en el siguiente breve esquema. Hay siete Sacramentos de la nueva Ley: Bautismo, Confirmación, Eucaristía, Penitencia, Extremaunción, Orden y Matrimonio, que difieren considerablemente de los Sacramentos de la antigua Ley. Estos últimos no eran causa de gracia, sino que solo prefiguraban la gracia que se otorgaría mediante la pasión de Cristo; mientras que los primeros, los nuestros, contienen la gracia y la otorgan a quienes los reciben dignamente. Los primeros cinco están dirigidos a la perfección espiritual de cada persona en sí misma, los dos últimos a la regulación y el crecimiento de toda la Iglesia.
Porque por el Bautismo renacemos espiritualmente; por la Confirmación, crecemos en la gracia y nos fortalecemos en la Fe. Una vez renacidos y fortalecidos, nos nutre el alimento de la Divina Eucaristía. Pero si por el pecado contraemos una enfermedad del alma, nos curamos espiritualmente mediante la Penitencia. También espiritualmente, y corporalmente, según convenga al alma, mediante la Extremaunción. Por el Orden, la Iglesia se gobierna y se multiplica espiritualmente; por el Matrimonio, crece corporalmente.
Todos estos Sacramentos se componen de tres elementos: las cosas como materia, las palabras como forma y la persona del Ministro que confiere el Sacramento con la intención de hacer lo que hace la Iglesia. Si falta alguno de estos, el Sacramento no se efectúa.
Tres de los Sacramentos, a saber, el Bautismo, la Confirmación y el Orden, imprimen indeleblemente en el alma un carácter, una especie de sello que la distingue del resto. Por lo tanto, no se repiten en la misma persona. Los otros cuatro, en cambio, no imprimen carácter y pueden repetirse.
El Santo Bautismo ocupa el primer lugar entre todos los Sacramentos, pues es la puerta de la vida espiritual; por él nos convertimos en miembros de Cristo y del cuerpo de la Iglesia. Puesto que la muerte entró en el mundo por una sola persona, a menos que renazcamos del agua y del Espíritu, no podemos, como dice la Verdad, entrar en el reino de los Cielos. La materia de este Sacramento es agua verdadera y natural, ya sea caliente o fría. La fórmula es: Yo te bautizo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Pero no negamos que el verdadero Bautismo se confiera con las siguientes palabras: Que este siervo de Cristo sea bautizado en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; o, Esta persona es bautizada por mis manos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Dado que la Santísima Trinidad es la causa principal de la cual el Bautismo recibe su poder y el Ministro es la causa instrumental que otorga externamente el Sacramento, este se confiere si la acción es realizada por el Ministro con la invocación de la Santísima Trinidad. El Ministro de este Sacramento es un Sacerdote, quien está facultado para bautizar en virtud de su oficio. Pero en caso de necesidad, no solo un Sacerdote o un Diácono, sino incluso un laico, hombre o mujer, incluso un pagano o un hereje, puede bautizar, siempre que utilice la forma de la Iglesia y tenga la intención de hacer lo que esta hace. El efecto de este Sacramento es la remisión de toda culpa original y actual, así como de toda pena debida por dicha culpa. Por lo tanto, no se impondrá a los bautizados ninguna satisfacción por los pecados pasados, sino que quienes mueren antes de incurrir en culpa alguna van directamente al Reino de los Cielos y a la visión de Dios.
El segundo Sacramento es la Confirmación. Su materia es el crisma, hecho de aceite y bálsamo bendecido por un Obispo. El aceite simboliza la luminosidad de la conciencia y el bálsamo, el olor de una buena reputación. La fórmula es: Te señalo con la señal de la cruz y te confirmo con el crisma de la salvación en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. El Ministro ordinario es un Obispo. Mientras que un simple Sacerdote puede usar otras unciones, solo un Obispo debe conferir esta, pues solo se dice de los Apóstoles, cuyo lugar ocupan los Obispos, que dieron el Espíritu Santo por la imposición de manos, como muestra este texto de los Hechos de los Apóstoles: “Cuando los apóstoles de Jerusalén oyeron que Samaria había recibido la palabra de Dios, enviaron a Pedro y a Juan, quienes vinieron y oraron por ellos para que recibieran el Espíritu Santo; pues aún no había descendido sobre ninguno de ellos, sino que solo habían sido bautizados en el nombre del Señor Jesús”. Luego les impusieron las manos y recibieron el Espíritu Santo. En lugar de esta imposición de manos, la Confirmación se administra en la Iglesia. Leemos que, a veces, por una causa razonable y realmente urgente, por dispensa de la Sede Apostólica, un simple Sacerdote ha conferido este Sacramento de la Confirmación con el crisma preparado por un Obispo. El efecto de este Sacramento es que el cristiano confiese con valentía el nombre de Cristo, ya que el Espíritu Santo se da en este Sacramento para fortalecer, tal como se dio a los Apóstoles en el día de Pentecostés. Por lo tanto, se le ordena al candidato en la frente, que es el lugar de la vergüenza, que no rehúya confesar el nombre de Cristo y, especialmente, su Cruz, que es piedra de tropiezo para los judíos y una locura para los gentiles, según el Apóstol, y por esta razón se le señala con la señal de la Cruz.
El cuarto Sacramento es la Penitencia. Su materia son los actos del penitente, que son triples. El primero es la contrición de corazón, que incluye el dolor por el pecado cometido, con la resolución de no volver a pecar. El segundo es la Confesión oral, que implica la confesión íntegra al Sacerdote de todos los pecados recordados. El tercero es la satisfacción por los pecados, según el juicio del Sacerdote, que se realiza ordinariamente mediante la oración, el ayuno y la limosna. La forma de este Sacramento son las palabras de absolución que el Sacerdote pronuncia cuando dice: “Yo te absuelvo”. El Ministro de este Sacramento es un Sacerdote con autoridad para absolver, ya sea ordinaria o por comisión de un Superior.
El quinto Sacramento es la Extremaunción. Su materia es aceite de oliva bendecido por un Sacerdote. Este Sacramento no debe administrarse a los enfermos a menos que se prevea la muerte. La persona debe ser ungida en los siguientes lugares: en los ojos para la vista, en los oídos para la audición, en las fosas nasales para el olfato, en la boca para el gusto o el habla, en las manos para el tacto, en los pies para caminar, en los lomos para el placer que reside allí. La forma de este Sacramento es: Que por esta unción y su piadosísima Misericordia, el Señor te perdone todo lo que hayas hecho mal en la vista, y de igual manera a los demás miembros. El Ministro del Sacramento es un Sacerdote. Su efecto es curar la mente y, en la medida en que ayuda al alma, también el cuerpo. El Apóstol Santiago dijo de este Sacramento: Si alguno de vosotros está enfermo, llame a los ancianos de la Iglesia, para que oren por él y lo unjan con aceite en el nombre del Señor. La oración de fe salvará al enfermo y el Señor lo resucitará: y si ha cometido pecado, le será perdonado.
El sexto es el Sacramento del Orden. Su materia es el objeto por cuya entrega se confiere el Orden. Así, el Sacerdocio se confiere mediante la entrega de un cáliz con vino y una patena con pan; el Diaconado mediante la entrega del Libro de los Evangelios; el Subdiaconado mediante la entrega de un cáliz vacío con una patena vacía sobre él; y de manera similar para los demás Órdenes, asignando las cosas relacionadas con su Ministerio. La forma para un Sacerdote es: Recibe el poder de ofrecer sacrificios en la Iglesia por los vivos y los muertos, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Las formas para los demás Órdenes se encuentran íntegramente en el Pontifical Romano. El Ministro ordinario de este Sacramento es un Obispo. El efecto es un aumento de gracia para hacer de la persona un Ministro idóneo de Cristo.
El séptimo es el Sacramento del Matrimonio, signo de la unión de Cristo y la Iglesia, según las palabras del Apóstol: “Grande es este Sacramento, pero hablo en Cristo y en la Iglesia”. La causa eficiente del Matrimonio suele ser el consentimiento mutuo expresado con palabras por los presentes. Se atribuye al Matrimonio un triple bien. El primero es la procreación y la crianza de los hijos para el culto de Dios. El segundo es la fidelidad mutua de los esposos. El tercero es la indisolubilidad del Matrimonio, pues significa la unión indivisible de Cristo y la Iglesia. Aunque la separación del lecho es lícita a causa de la fornicación, no es lícito contraer otro Matrimonio, ya que el vínculo de un Matrimonio legítimamente contraído es perpetuo.
En sexto lugar, ofrecemos a los enviados aquella compendiosa Regla de la Fe compuesta por el muy Bienaventurado Atanasio, que dice como sigue:
Quien quiera salvarse, ante todo es necesario que mantenga la Fe Católica. A menos que una persona mantenga esta Fe íntegra e inmaculada, sin duda perecerá eternamente. La Fe Católica es esta: que adoramos a un solo Dios en la Trinidad, y a la Trinidad en unidad, sin confundir las Personas ni dividir la sustancia. Porque hay una Persona del Padre, otra del Hijo y otra del Espíritu Santo. Pero la divinidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo es una, la gloria igual y la majestad coeterna. Tal como es el Padre, tal es el Hijo y tal es el Espíritu Santo. El Padre increado, el Hijo increado y el Espíritu Santo increado. El Padre infinito, el Hijo infinito y el Espíritu Santo infinito. El Padre eterno, el Hijo eterno y el Espíritu Santo eterno. Sin embargo, no son tres eternos, sino un solo eterno. Como tampoco son tres increados ni tres infinitos, sino un solo increado y un solo infinito. Asimismo el Padre es todopoderoso, el Hijo es todopoderoso y el Espíritu Santo es todopoderoso. Sin embargo, no son tres todopoderosos, sino un solo todopoderoso. Asimismo el Padre es Dios, el Hijo es Dios y el Espíritu Santo es Dios. Sin embargo, no son tres dioses, sino un solo Dios. Asimismo el Padre es Señor, el Hijo es Señor y el Espíritu Santo es Señor. Sin embargo, no son tres señores, sino un solo Señor. Porque así como la verdad cristiana nos obliga a reconocer que cada persona por sí misma es Dios y Señor, la Religión Católica nos prohíbe decir que hay tres dioses o tres señores. El Padre no es hecho por nadie, ni creado ni engendrado. El Hijo proviene solo del Padre; no es hecho ni creado, sino engendrado. El Espíritu Santo proviene del Padre y del Hijo; no es hecho ni creado ni engendrado, sino que procede. Así que hay un solo Padre, no tres padres; un solo Hijo, no tres hijos; un solo Espíritu Santo, no tres espíritus santos. Y en esta Trinidad nada es anterior ni posterior, nada es mayor ni menor; sino que las tres personas son coeternas y coiguales. De modo que en todo, como se ha dicho antes, debe venerarse la unidad en la Trinidad y la Trinidad en la unidad. Quien, por lo tanto, desee salvarse, que piense así de la Trinidad.
También es necesario para la salvación creer fielmente en la encarnación de nuestro Señor Jesucristo. La Fe correcta, por lo tanto, consiste en creer y confesar que nuestro Señor Jesucristo, Hijo de Dios, es Dios y Hombre. Dios, de la sustancia del Padre, engendrado antes de los siglos; y Hombre, de la sustancia de su Madre, nacido en el mundo. Dios perfecto, Hombre perfecto, subsistiendo de alma racional y carne humana. Igual al Padre según su divinidad, inferior al Padre según su humanidad. Aunque es Dios y Hombre, no es dos, sino un solo Cristo. Uno, sin embargo, no por la conversión de la divinidad en carne, sino por la asunción de la humanidad en Dios. Uno completamente, no por confusión de sustancia, sino por unidad de persona. Porque así como alma racional y carne es un solo hombre, así Dios y hombre es un solo Cristo. Padeció por nuestra salvación y descendió a los infiernos. Al tercer día resucitó de entre los muertos. Ascendió al Cielo y está sentado a la diestra de Dios Padre todopoderoso. Allí vendrá a juzgar a vivos y muertos. A su venida, todos resucitarán con sus cuerpos y darán cuenta de sus actos. Quienes hayan obrado bien irán a la vida eterna, pero quienes hayan obrado mal irán al fuego eterno.
Esta es la Fe Católica. Si una persona no la cree con Fe y firmeza, no puede salvarse.
En séptimo lugar, el Decreto de unión concluido con los Griegos, que fue promulgado anteriormente en este Sagrado Concilio Ecuménico de Florencia y que dice así: 'Alégrense los cielos...'
En octavo lugar, se discutió con los Armenios sobre, entre otras cosas, los días en que debían celebrarse las siguientes festividades: la Anunciación de la Santísima Virgen María, el nacimiento del Beato Juan Bautista y, en consecuencia, el nacimiento y la circuncisión de nuestro Señor Jesucristo y su presentación en el templo (o la purificación de la Santísima Virgen María). La verdad quedó bien clara gracias a los testimonios de los Padres y a la costumbre de la Iglesia Romana y de todas las demás Iglesias entre Latinos y Griegos. Por lo tanto, para que en tan grandes celebraciones no haya discordancia entre los Ritos Cristianos, de lo cual podría surgir una amenaza a la caridad, decretamos que, como algo conforme a la verdad y a la razón, también los Armenios celebren solemnemente, según la observancia del resto del mundo, las siguientes fiestas en los días siguientes: la anunciación de la Bienaventurada virgen María el 25 de marzo, el nacimiento del Bienaventurado Juan Bautista el 24 de junio, el nacimiento de Nuestro Salvador el 25 de diciembre, su Circuncisión el 1 de enero, la Epifanía el 6 de enero y la Presentación de Nuestro Señor en el templo (o la Purificación de la Madre de Dios) el 2 de febrero.
Tras la explicación de todos estos asuntos, los Armenios antedichos, en su propio nombre y en el de su Patriarca y de todos los Armenios, con toda devoción y obediencia, aceptan, admiten y abrazan este saludable Decreto Sinodal con todos sus Capítulos, Declaraciones, Definiciones, Tradiciones, Preceptos y Estatutos, y toda la Doctrina que contiene, así como todo lo que la Santa Sede Apostólica y la Iglesia Romana sostienen y enseñan. Asimismo, aceptan con reverencia a todos los Doctores y Santos Padres aprobados por la Iglesia Romana. De hecho, consideran reprobados y condenados a todas las personas y cosas que la Iglesia Romana reprueba y condena. Prometen que, como verdaderos hijos de la obediencia, en el nombre antes mencionado, obedecerán fielmente las ordenanzas y mandatos de la Sede Apostólica.
Cuando el Decreto antes mencionado fue leído solemnemente en presencia nuestra y del Santo Sínodo, inmediatamente nuestro amado hijo Narsés, Armenio, en nombre de dichos enviados, recitó públicamente lo siguiente en Armenio y luego nuestro amado hijo Basilio, de la Orden de los Frailes Menores, intérprete entre nosotros y los Armenios, lo leyó públicamente en Latín de la siguiente manera.
Santísimo Padre y Santísimo Sínodo. Recientemente, este Santo Decreto, que ahora se lee en Latín en su presencia, nos fue claramente explicado e interpretado palabra por palabra en nuestro idioma. Fue y es plenamente aceptable para nosotros. Sin embargo, para mayor claridad, repetimos su contenido en resumen.
En él se incluye lo siguiente:
En cuarto lugar, declaras que el Sínodo de Calcedonia y el Santísimo Papa León definieron correctamente la verdad sobre las dos naturalezas en la única Persona de Cristo, contra las doctrinas impías de Nestorio y Eutiques. Ordenas que veneremos al Beato León como Santo y pilar de la Fe, y que aceptemos con reverencia no solo los Sínodos de Nicea, Constantinopla y el primero de Éfeso, sino también todos los demás Sínodos legítimamente celebrados... autoridad del Romano Pontífice.
En quinto lugar, un breve esquema de los siete Sacramentos de la Iglesia, a saber: Bautismo, Confirmación, Eucaristía, Penitencia, Extremaunción, Orden y Matrimonio, indicando la Materia, la Forma y el Ministro de cada uno; y que mientras se ofrece el cáliz en el Sacrificio del altar se debe mezclar un poco de agua con el vino.
En sexto lugar, una Regla compendiosa de la Fe del muy Bienaventurado Atanasio, que comienza: El que quiera salvarse, etc.
En séptimo lugar, el Decreto de unión concluido con los Griegos, promulgado previamente en este Sagrado Concilio, registra cómo el Espíritu Santo procede eternamente del Padre y del Hijo, y que la frase “y el Hijo” se añadió lícita y razonablemente al Credo de Constantinopla. También, que el Cuerpo del Señor se realiza en pan de trigo, con o sin levadura; y qué debe creerse sobre las penas del Purgatorio y el Infierno, sobre la vida de los Bienaventurados y sobre los sufragios ofrecidos por los Difuntos. Además, sobre la plenitud del poder de la Sede Apostólica otorgada por Cristo al Bienaventurado Pedro y a sus sucesores, ... sobre el Orden de las Sedes Patriarcales.
En octavo lugar, decretas que se celebren en los días siguientes, según la costumbre de la Iglesia Universal, las siguientes fiestas: la Anunciación de la Bienaventurada Virgen María el 25 de marzo, el nacimiento del Bienaventurado Juan Bautista el 24 de junio, el nacimiento de Nuestro Salvador el 25 de diciembre, su Circuncisión el 1 de enero, la Epifanía el 6 de enero y la Presentación del Señor en el templo (o la Purificación de la bienaventurada María) el 2 de febrero.
Por lo tanto, nosotros, enviados, en nuestro propio nombre y en el de nuestro Reverendo Patriarca y de todos los Armenios, con toda devoción y obediencia aceptamos, admitimos y abrazamos, tal como Su Santidad afirma en el Decreto, este salutífero Decreto Sinodal con todos sus Capítulos, Declaraciones, Definiciones, Tradiciones, Preceptos y Estatutos, y toda la Doctrina que contiene, así como todo lo que la Santa Sede Apostólica y la Iglesia Romana sostienen y enseñan. Aceptamos con reverencia a todos los Doctores y Santos Padres aprobados por la Iglesia Romana. De hecho, consideramos reprobados y condenados a todas las personas y cosas que la Iglesia Romana reprueba y condena. Prometemos que, como verdaderos hijos de la obediencia, en nombre de lo anterior, obedeceremos fielmente las Ordenanzas y Mandatos de esta Sede Apostólica.
Eugenio, Obispo, Siervo de los Siervos de Dios, para la eternidad. Numerosos ejemplos de Santos Padres del Antiguo y del Nuevo Testamento nos advierten que no debemos pasar por alto ni dejar completamente impunes los crímenes especialmente graves que provocan el escándalo y la división pública del pueblo que nos ha sido confiado. Pues si nos demoramos en perseguir y vengar lo que ofende gravemente a Dios, provocamos con ello la ira de la paciencia divina. Pues hay pecados por los cuales es pecado descuidar su retribución. Es ciertamente justo y eminentemente razonable, en opinión de los Santos Padres, que quienes desprecian los mandatos divinos y desobedecen las disposiciones paternas sean corregidos con penas realmente severas, para que otros teman cometer las mismas faltas y para que todos se regocijen en la armonía fraterna y tomen nota del ejemplo de severidad y probidad. Porque si —aunque nunca lo sea— somos negligentes con la vigilancia y la actividad eclesiásticas, la ociosidad arruina la disciplina y las almas de los fieles sufrirán un gran daño. Por lo tanto, la carne podrida debe ser extirpada y las ovejas sarnosas expulsadas.
Él no puede tener a Dios como su Padre si no sostiene la unidad de la Iglesia, quien no está de acuerdo con el cuerpo de la Iglesia y toda la hermandad, no puede estar de acuerdo con nadie. Puesto que Cristo sufrió por la Iglesia y puesto que la Iglesia es el cuerpo de Cristo, sin duda la persona que divide a la Iglesia es culpable de lacerar el Cuerpo de Cristo. Por lo tanto, la voluntad vengadora del Señor salió contra cismáticos como Coré, Datán y Abiram, quienes fueron tragados juntos por una abertura en la tierra por instigar el cisma contra Moisés, el hombre de Dios, y otros fueron consumidos por fuego del Cielo; la idolatría de hecho fue castigada con la espada; y la quema del libro fue pagada con la matanza de la guerra y la prisión en el exilio.
Finalmente, ¡cuán indivisible es el Sacramento de la unidad! ¡Cuán desprovistos de esperanza y cuán castigados por la indignación de Dios con la más terrible pérdida están quienes provocan cisma y abandonan la verdadera Esposa, la Iglesia, instaurando un pseudoobispo! La Sagrada Escritura lo declara en el libro de los Reyes, donde dice que cuando diez tribus se separaron de la tribu de Judá y Benjamín y abandonaron a su rey, erigiéndose otro, el Señor se indignó con todos los descendientes de Israel y los entregó a la destrucción hasta expulsarlos de su presencia. Dice que el Señor se indignó y entregó a la destrucción a quienes se separaron de la unidad y se erigieron otro rey. De hecho, tan grande fue la ira de Dios contra quienes habían provocado el cisma que, incluso cuando el hombre de Dios fue enviado a Jeroboam para reprender sus pecados y predecir una venganza futura, se le prohibió comer pan con ellos o beber agua, y cuando no obedeció esta orden del Señor y cenó, inmediatamente la retribución divina lo golpeó y fue asesinado por un león en su viaje de regreso. Por lo tanto, como declara el Bienaventurado Jerónimo, nadie debe dudar de que el crimen del cisma es muy perverso, ya que se venga con tanta severidad.
En tiempos pasados, en el Santo Concilio General de Constanza, aquel cisma crónico y desastroso, que había afligido cruel y diariamente a la Iglesia de Dios y a la Religión Cristiana con gran pérdida de almas, no solo de personas individuales, sino también de ciudades y provincias enteras, fue finalmente resuelto por la inefable misericordia de Dios y los inmensos esfuerzos y penurias de muchos Reyes y Príncipes, tanto eclesiásticos como seculares, de muchas Universidades y otros fieles de Cristo, y con un gran gasto. Con la elección del Señor Martin, de feliz memoria, y, tras su muerte, la indiscutible, genuina, unánime y canónica elevación de su santidad a la cima del apostolado, la Iglesia Universal parecía disfrutar de una paz muy deseada. ¡Pero he aquí! De nuevo nos vemos obligados, con abundantes lágrimas, a decir con el Profeta Jeremías: esperábamos paz, pero he aquí perturbación. Y de nuevo con Isaías: esperábamos luz, pero he aquí tinieblas. Algunos hijos de perdición y discípulos de la iniquidad, pocos en número y de poca autoridad, intentaron en Basilea con todas sus fuerzas, astucia y artimañas, incluso después del traslado del anterior Concilio que había sido hecho canónica y legítimamente por Vuestra Santidad por razones justas, evidentes, urgentes y necesarias, impedir la santísima unión con los Griegos y con toda la Iglesia Oriental, ardientemente deseada por todo el pueblo cristiano.
Pues después de que los dichos autores de los escándalos que quedaron en Basilea no hubieron cumplido su promesa a los Griegos, cuando supieron de los enviados de los Griegos y de la Iglesia Oriental que el muy serenísimo Príncipe Señor Juan Paleólogo, Emperador de los Romanos, y José, Patriarca de Constantinopla, de feliz memoria, con muchos otros Prelados y hombres de la Iglesia Oriental estaban a punto de llegar al lugar elegido para el Concilio Ecuménico, y que Su Santidad había enviado a muchos Prelados y enviados con galeras con gran gasto y desembolso, se atrevieron a decretar, con vistas a impedir la llegada de dicho Emperador y los Griegos, una detestable amonestación contra Su Santidad y mis muy Reverendos Señores, los Señores Cardenales de la Santa Iglesia Romana.
Después, cuando supieron que dicho Emperador y Patriarca y otros Orientales venían, emitieron contra Vuestra Santidad una especie de Decreto sacrílego de suspensión de la administración del Papado.
A pesar de estos y otros intentos perversos y actos sacrílegos, gracias a la constante solicitud mostrada por Vos y este Sagrado Concilio, y tras grandes esfuerzos y muchas disputas, finalmente la divina misericordia concedió que el cisma antes mencionado entre las Iglesias Griega y Oriental, que había durado casi quinientos años para gran perjuicio de todo el pueblo cristiano, fuera eliminado del seno de la Iglesia, y que la tan anhelada unión entre las Iglesias Occidental y Oriental, que apenas se creía posible, se produjera con la mayor armonía gracias a la santa obra vuestra y de este Sagrado Concilio. Esto debe ser admirado y venerado con la mayor alabanza y el gozo de la exultación, como lo hizo toda la Religión Cristiana, y debe agradecerse al Altísimo tan admirable don. Pero se endurecieron y obstinaron aún más, prefiriendo, incluso a costa de la ruina de todo el mundo cristiano, avivar la conflagración, que ya habían comenzado, de su ya mencionado monstruo más perverso. Adoptaron una actitud de oposición y, pródigos de su buen nombre y enemigos de su propio honor, se esforzaron al máximo, con audacia pestilente, por rasgar la unidad de la Santa Iglesia Romana y Universal y el manto sin costuras de Cristo, y con mordiscos de serpiente por lacerar el vientre de la misma piadosa y santa Madre.
El líder y príncipe de estos hombres, y el artífice de toda la nefasta acción, fue el primogénito de Satanás, el desdichado Amadeo, antiguo Duque y Príncipe de Saboya. Meditó sobre este plan durante mucho tiempo. Hace varios años, como se dice, fue seducido por las artimañas, los adivinos y los fantasmas de ciertos hombres y mujeres desafortunados de baja reputación (comúnmente llamados magos, brujas o valdenses, y que se decía eran muy numerosos en su país), quienes habían abandonado a su Salvador para volverse hacia Satanás y dejarse engañar por ilusiones demoníacas, para convertirse en una cabeza monstruosa en la Iglesia de Dios. Adoptó el manto de un ermitaño, o mejor dicho, el de un hipócrita de lo más falso, para que, con piel de oveja, como un cordero, pudiera asumir la ferocidad de un lobo. Finalmente, se unió al pueblo de Basilea. Por la fuerza, el fraude, el soborno, las promesas y las amenazas, convenció a la mayoría de los habitantes de Basilea, sometidos a su poder y a su tiranía, para que lo proclamaran ídolo y Belcebú, príncipe de estos nuevos demonios, en oposición a Vuestra Santidad, verdadero Vicario de Cristo y sucesor indudable de Pedro en la Iglesia de Dios.
Así, aquel nefasto Amadeo, hombre de una codicia insaciable e inaudita, a quien la avaricia (que, según el Apóstol, es el culto a los ídolos) siempre ha cegado, fue erigido como un ídolo y como una estatua de Nabucodonosor en la Iglesia de Dios por aquella sinagoga perversa, aquella escoria de hombres abandonados, aquella vergonzosa cloaca de toda la cristiandad, de entre la cual ciertos hombres atroces, o mejor dicho, demonios ocultos bajo la apariencia humana, habían sido designados como electores o, mejor dicho, como profanadores. Él mismo, agitado por la furia de sus propios crímenes y hundido en la profundidad de todos los males, dijo a la manera de Lucifer: “Fijaré mi trono en el norte y seré como el Altísimo”. Se aferró con ávida y detestable codicia a la mencionada elección, o mejor dicho, profanación, que había buscado antes con intensa fiebre mental y angustia de corazón. No dudó en adoptar y vestir las vestiduras, ornamentos e insignias papales, en comportarse, considerarse y actuar como Romano y Sumo Pontífice, y en hacerse venerar como tal por el pueblo. Además, no temió escribir y enviar a muchas partes del mundo cartas selladas con sello de plomo, al estilo de los Pontífices Romanos. Mediante estas Cartas, en las que se autodenomina “Félix”, a pesar de ser el más desdichado de los mortales, intenta difundir los venenos de su facción entre el pueblo de Cristo.
¿Qué queja o acusación debo presentar primero, Bendito Padre y Santísimo Sínodo? ¿Con qué fuerza de palabra, con qué pesar y con qué efusión de palabras debo deplorar tan grave crimen? ¿Qué discurso elocuente podría lamentar o expresar adecuadamente este acto tan atroz? Ciertamente, ningún relato puede igualar la crudeza del acto, pues la magnitud de un crimen tan atroz trasciende la capacidad de la palabra.
Pero, a mi parecer, oh Bendito Padre y Reverendísimos Padres, ahora no es hora de lamentarse, sino de remediar.
Pues he aquí, la Santa Madre Iglesia se regocijaba en verdadera unidad y paz, en la persona de vuestra santidad, su indudable esposo, cuando se abrió la fuente de las lágrimas. A Vos, vuestro esposo, y a vosotros, Reverendísimos Padres, que compartís su solicitud y habéis sido convocados a este Sagrado y Ecuménico Concilio, se ve obligada a llorar y gritar con muchos suspiros y sollozos: “Tened piedad de mí, tened piedad de mí, al menos vosotros, mis enemigos”. Porque mis entrañas están llenas de amargura. Pues las zorras destruyen la viña del Dios de los ejércitos, y los impíos rasgan la túnica sin costuras de Cristo. Que Dios, pues, se levante, que todos sus enemigos sean dispersados. Y Vos, Bendito Padre, ya que todas estas cosas son tan manifiestas, públicas y notorias que no pueden ocultarse con ninguna evasión ni defenderse con excusas, levántate en el poder del Altísimo, junto con este Sagrado Concilio, y juzgad la causa de vuestra Esposa y tened presente a vuestros hijos. Ceñid vuestra espada sobre vuestro muslo, oh valiente. Participad, prosperad y reinad, y decid con el salmista: “Perseguiré a mis enemigos y los aplastaré, y no volveré hasta consumirlos. Los consumiré y aplastaré, y no se levantarán; caerán a mis pies. Porque es un error que una acción tan perversa y un precedente tan detestable pasen desapercibidos, no sea que la osadía y la malicia impunes encuentren un imitador, sino que el ejemplo de las transgresiones castigadas disuada a otros de ofender”.
Por lo tanto, Su Santidad y este Sagrado Sínodo, siguiendo el ejemplo de Moisés, hombre de Dios, deben decir a todo el pueblo cristiano: “Apartaos de las tiendas de estos impíos”. Seguid también el ejemplo del Bendito Papa León, su predecesor, quien trasladó el segundo Concilio de Éfeso y Dióscoro con sus partidarios a Calcedonia, donde instituyó un Sínodo que los condenó, y de sus otros predecesores como Sumo Pontífice, quienes, alzándose continuamente en la Iglesia de Dios, han eliminado herejías y cismas, con sus instigadores, seguidores y partidarios, de la Iglesia de Dios y de la Comunión de los fieles, que es el Cuerpo Santísimo de Cristo, y los han afligido con muchas otras penas dignas a instancias de la justicia.
Con la aprobación y la ayuda de este Sagrado Concilio Ecuménico, venga con penas dignas este nuevo frenesí que se ha inflamado para perjuicio vuestro y de la Santa Iglesia Romana, vuestra Esposa, y para notorio escándalo de todo el pueblo cristiano. Por la autoridad de Dios Todopoderoso y de los Bienaventurados Apóstoles Pedro y Pablo, y por vuestra propia autoridad, apartad y separad de la Santa Iglesia de Dios, mediante un anatema perpetuo, a los antedichos malvados perpetradores de este prodigioso crimen y a su desafortunado heresiarca y verdadero anticristo en la Iglesia de Dios, junto con todos sus partidarios, adherentes y seguidores, y especialmente a sus execrables electores o, mejor dicho, profanadores.
Que él y todos los antedichos sean expulsados como un anticristo, un invasor y un destructor de toda la cristiandad. Que no se les permita jamás ninguna apelación en este asunto. Que ellos, su posteridad y sus sucesores sean privados sin apelación de todo rango y dignidad eclesiástica o secular. Que todos sean condenados a anatema perpetuo y excomunión, y que sean contados entre los malvados que no se levantarán en el juicio. Que sientan la ira de Dios contra ellos. Que sientan la furia de los Santos Pedro y Pablo, en cuya Iglesia se atreven a sembrar la confusión, tanto en esta vida como en la venidera. Que su morada sea una desolación, que nadie habite en sus tiendas. Que sus hijos sean huérfanos y sus esposas, viudas. Que el mundo luche contra ellos y todos los elementos se les opongan, para que sean expulsados, destruidos y eliminados por todos, y para que, mientras se arrastran en la penuria permanente, la muerte sea merecidamente su refugio y la vida su castigo. Que los méritos de todos los Santos los confundan y se venguen abiertamente de ellos durante su vida. Que reciban un merecido destino junto con Coré, Datán y Abiram. Finalmente, a menos que se arrepientan de corazón, realicen obras dignas de arrepentimiento y satisfagan dignamente a vuestra santidad y a la Iglesia Universal por la enormidad de sus pecados, que sean arrojados con los malvados a la oscuridad eterna, condenados por el justo juicio de Dios a tormentos eternos.
Que la gracia de Dios todopoderoso nos proteja a todos nosotros y a todos los fieles de Cristo que execran con merecidas blasfemias a los susodichos heresiarcas y a su abominable ídolo y anticristo, quienes os reconocen como Vicario de Cristo y Esposo de su Dignísima Iglesia, y os veneran con devota reverencia y constante fe y obediencia. Por la autoridad de los Bienaventurados Pedro y Pablo y la vuestra, que tanto ellos como nosotros seamos absueltos de toda atadura de pecado, colmados de todas las bendiciones en nuestra peregrinación y finalmente guiados por su inefable misericordia a las alegrías eternas. Amén.
Por nuestra parte, tan pronto como supimos, por informes de personas fidedignas, de que se había cometido tan gran impiedad, nos afligió la pena y la tristeza, como era de esperar, tanto por el gran escándalo para la Iglesia como por la ruina de las almas de sus perpetradores, especialmente de Amadeo, el anticristo a quien solíamos abrazar con profunda caridad y cuyas oraciones y deseos siempre nos esforzamos por satisfacer en la medida de lo posible en Dios. Desde hacía tiempo, teníamos en mente proporcionar remedios saludables, de acuerdo con nuestro oficio pastoral, contra una abominación de esta clase. Ahora, sin embargo, retados públicamente ante la Iglesia a confrontar estos males, nos proponemos salir en defensa de la Iglesia y abordar este gran crimen con mayor rapidez y urgencia. Por lo tanto, para que un hecho tan enorme y abominable, con la ayuda de Dios cuya causa está en juego, sea destruido desde su raíz, estamos aplicando, junto con este Santo Concilio y a la mayor brevedad posible, un remedio conforme a los Santos Cánones.
Somos conscientes de que la petición anterior del promotor y del procurador es justa y conforme tanto a la ley divina como a la ley humana, y aunque los crímenes y excesos mencionados son tan públicos y notorios que nada puede ocultarlos y no se requiere mayor información; sin embargo, para mayor precaución y ciertamente sobre lo anterior, comisionamos, con la aprobación de este Sagrado Concilio, a algunas personas notables de todos los rangos del Concilio para que investigaran sobre lo anterior y nos comunicaran sus hallazgos a Nos y al Sagrado Concilio. Los comisionados cumplieron su tarea de investigación con el cuidado que exigía una depravación cismática de esta clase e informaron fielmente a Nos y al Sagrado Concilio en una Congregación Sinodal lo que habían descubierto mediante el interrogatorio de personas confiables. En asuntos tan públicos, manifiestos y notorios, se podría haber tomado acción contra dichos hombres infames y escandalosos sin esperar más, mediante severas penas de acuerdo con las sanciones canónicas. Sin embargo, Nos y este Santo Concilio, imitando la misericordia de Dios, que no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva, hemos decidido mostrar toda la misericordia posible y obrar, en cuanto podamos, de tal manera que la propuesta dulzura los vuelva al corazón y los haga retroceder de los excesos arriba mencionados, y que cuando al fin regresen al seno de la Iglesia, como el hijo pródigo, los recibamos con bondad y los abracemos con amor paterno.
Por lo tanto, por la entrañable misericordia de nuestro Dios y por el derramamiento de la preciosa Sangre de nuestro Señor Jesucristo, en quien y por quien se efectuó la Redención del género humano y la fundación de la Santa Madre Iglesia, desde lo más profundo de nuestro corazón exhortamos, rogamos y suplicamos al anticristo Amadeo y a los electores, o mejor dicho, profanadores, y a cuantos en él crean, se adhieran, lo reciban o de cualquier manera lo apoyen, que dejen inmediatamente de violar la unidad de la Iglesia, por la que el Salvador oró tan fervientemente al Padre, y que cesen de desgarrar y lacerar la caridad fraternal y la paz que el mismo Redentor, al estar a punto de dejar este mundo, recomendó repetida e insistentemente a sus Discípulos y sin las cuales ni las oraciones, ni los ayunos, ni las limosnas son aceptables a Dios, y que desistan por completo lo más pronto posible de los excesos destructivos y escandalosos antedichos, y que así se encuentren con nosotros y con este Sagrado Concilio, si realmente obedecen como están obligados a hacerlo, el cariño de un padre respecto a todo.
Que dentro de los cincuenta días inmediatamente siguientes a la publicación de esta Carta, el anticristo Amadeo cese de actuar más y de designarse a sí mismo como el Romano Pontífice y no permita, en la medida de lo posible, que otros lo tengan y lo llamen como tal, y no se atreva en adelante a usar en modo alguno las insignias papales ni otras cosas que pertenezcan de algún modo al Romano Pontífice; y que los susodichos electores, o mejor dicho, profanadores, adherentes, receptores y apoyadores no dejen ya, ni en persona ni por medio de otros, directa o indirectamente, o bajo ningún pretexto, ayuden, crean en, se adhieran a o apoyen al susodicho Amadeo en este crimen de cisma.
Más bien, tanto el mismo Amadeo como los electores, creyentes, adherentes y partidarios antedichos deben tenernos, reconocernos y reverenciarnos como verdadero Pontífice Romano y Vicario de Cristo y legítimo sucesor de Pedro, y deben obedecernos y mantenernos reverentemente como Padre y Pastor de sus almas, y deben cuidar legítimamente de notificarnos a Nos y a este Sagrado Concilio sobre estos asuntos dentro del intervalo de tiempo señalado, de modo que no quede ningún escrúpulo de duda sobre su genuina obediencia.
Si Amadeo y los dichos electores, creyentes, adherentes, receptores y partidarios actuaren de otra manera - aunque no sea así - y no cumplieren eficazmente todos y cada uno de los puntos antes mencionados dentro del tiempo señalado, deseamos y decretamos que desde entonces como desde ahora incurran automáticamente en las penalidades establecidas.
Además, el decimoquinto día después del intervalo de tiempo mencionado, si no es festivo, o en el siguiente día no festivo, los mencionados partidarios, todos juntos o individualmente, comparecerán en persona ante nosotros y el mencionado Concilio, donde nos encontraremos entonces, para ser vistos y escuchados individualmente e incluso por su nombre. Por lo tanto, ahora los citamos para ese día, para que sean declarados cismáticos, blasfemos y herejes, para ser castigados como traidores, y para que hayan incurrido en las censuras y penas mencionadas, y para que se les impongan otras, según parezca bien y la justicia lo convenza.
Notificando a las mismas personas y a cualquiera de ellas individualmente, vengan o no, que si no demuestran su obediencia, procederemos con justicia a declarar las penas antes mencionadas, independientemente de su contumacia o ausencia, con la intención de proceder a su agravación y reagravación, según lo exija el rigor de la justicia y sus méritos. Para que esta amonestación y citación nuestras sean puestas en conocimiento de los autores de la amonestación y citación y de otras personas interesadas, haremos que se fijen hojas de papel o membranas de pergamino que las contengan en las puertas o portones de la iglesia de Santa María Novella en Florencia, de nuestro palacio situado cerca de dicha iglesia y de la iglesia catedral de Florencia. Estos harán notoria esta advertencia como por un pregón sonoro y un aviso público, para que después de tal notificación estas personas no puedan fingir que no les llegó o que lo ignoraban, pues es improbable que lo que se hace saber tan obviamente a todos permanezca desconocido u oculto para ellos.
Deseamos y decretamos por nuestra autoridad apostólica que esta nuestra amonestación promulgada en dichas puertas y portones tenga tanto valor y sea tan inmutable y tan vinculante para dicho pueblo avisado, no obstante cualquier Constitución contraria, como si hubiera sido intimada y revelada a todos y cada uno de los avisados en persona y en su presencia.
Finalmente, para que las personas antedichas advertidas y citadas no aleguen como pretexto que el Concilio y la Curia Romana, patria común de todos, es un lugar inseguro para ellos y que, debido a las cosas antes mencionadas u otras enemistades u otras razones, el peligro los amenaza en su venida, estancia y regreso, les tranquilizamos por esta presente Carta y requerimos y exhortamos por la misma carta a todos los Patriarcas, Arzobispos, Obispos y otros Prelados de Iglesias y Monasterios, Clérigos y personas eclesiásticas, así como Duques, Marqueses, Príncipes, Gobernantes, Capitanes y cualesquiera otros funcionarios y sus lugartenientes, como también a las comunidades y corporaciones de ciudades, castillos, pueblos, aldeas y otros lugares, y ordenamos estrictamente a los Patriarcas, Arzobispos, Obispos y otros Prelados y a nuestros otros súbditos que no inflijan ningún daño o perjuicio a las personas antedichas advertidas y sus bienes y propiedades ni, en la medida de sus posibilidades, permitir que otros inflijan semejantes castigos. Que nadie, por lo tanto... Si alguien, sin embargo...
Eugenio, Obispo, Siervo de los Siervos de Dios, para la eternidad. En opinión de los Santos Padres, los pecadores públicos deben ser censurados públicamente para que otros teman. Por consiguiente, Nos y este Sagrado Concilio de Florencia censuramos y denunciamos recientemente en público ante la Iglesia, en forma sinodal, a los autores e instigadores del pestilente pecado de cisma contra la Santa Sede Apostólica y la Santa Iglesia Romana, Madre y Señora de todos los cristianos, perpetrado por Amadeo, antiguo Duque de Saboya, y sus cómplices. Habría sido conforme a los Sagrados Cánones dictar inmediatamente una sentencia con la debida severidad contra estas personas notoriamente sacrílegas. Sin embargo, deseando su conversión y salvación más que su castigo, les rogamos, advertimos y exigimos, con toda la caridad y dulzura posibles, que reflexionaran y se apartaran de tan gran iniquidad, prometiéndoles perdón, favor y afecto paternal. Pero si se negaban a atender a estas debidas amonestaciones, decretamos que se les castigara con penas proporcionales a tan gran ultraje, como está contenido en la amonestación promulgada contra ellos, que es la siguiente.
Eugenio, Obispo, Siervo de los Siervos de Dios, para memoria eterna. Cantad alabanzas al Señor, pues ha obrado gloriosamente; que esto sea conocido en toda la tierra. Gritad y cantad de alegría, oh morador de Sión, porque grande en medio de ti es el Santo de Israel. Cantar y exultar en el Señor es propio de la Iglesia de Dios por su gran magnificencia y la gloria de su nombre, que el Dios misericordioso se ha dignado realizar en este mismo día. Es justo, en efecto, alabar y bendecir con todo nuestro corazón a nuestro Salvador, quien diariamente edifica su Santa Iglesia con nuevas incorporaciones. Sus beneficios a su pueblo cristiano son siempre numerosos y grandes, y manifiestan con mayor claridad que la luz del día su inmenso amor por nosotros. Sin embargo, si miramos más de cerca los beneficios que la misericordia divina se ha dignado efectuar en los tiempos más recientes, seguramente podremos juzgar que en estos días nuestros los dones de su amor han sido más numerosos y mayores en especie que en muchas épocas pasadas.
Pues en menos de tres años, nuestro Señor Jesucristo, por su infatigable bondad, para alegría común y duradera de toda la cristiandad, ha realizado generosamente en este Santo Sínodo Ecuménico la unión más saludable de tres grandes naciones. De este modo, casi todo el Oriente que adora el glorioso nombre de Cristo y una parte considerable del Norte, tras una prolongada discordia con la Santa Iglesia Romana, se han unido en el mismo vínculo de fe y amor. Pues primero los Griegos y los sujetos a las cuatro Sedes Patriarcales, que abarcan muchas razas, naciones y lenguas; luego los Armenios, que son una raza de muchos pueblos; y hoy, de hecho, los Jacobitas, que son un gran pueblo en Egipto, se han unido a la Santa Sede Apostólica.
Nada agrada más a nuestro Salvador, el Señor Jesucristo, que el amor mutuo entre las personas, y nada puede dar mayor gloria a su nombre y provecho a la Iglesia que el hecho de que los cristianos, desterrada toda discordia entre ellos, se unan en la misma pureza de fe. Merecidamente, todos debemos cantar de alegría y exultar en el Señor; nosotros, a quienes la divina clemencia nos ha hecho dignos de ver en nuestros días tan gran esplendor de la fe cristiana. Con la mayor prontitud, por lo tanto, anunciamos estos maravillosos hechos a todo el mundo cristiano, para que, así como nos llenamos de gozo inefable por la gloria de Dios y la exaltación de la iglesia, hagamos que otros participen de esta gran felicidad. Así, todos, a una sola voz, engrandezcamos y glorifiquemos a Dios y demos gracias abundantes y diarias, como corresponde, a Su Majestad por tantos y tan grandes y maravillosos beneficios otorgados a su Santa iglesia en esta era. Quien realiza diligentemente la obra de Dios no solo espera méritos y recompensa en el Cielo, sino que también merece generosa gloria y alabanza entre la gente. Por lo tanto, consideramos que nuestro Venerable Hermano Juan, Patriarca de los Jacobitas, cuyo celo por esta santa unión es inmenso, merece ser ampliamente alabado y ensalzado por Nos y por toda la Iglesia, y merece, junto con toda su estirpe, la aprobación general de todos los cristianos. Movido por Nos, a través de nuestro enviado y nuestra Carta, a enviarnos una embajada a nosotros y a este Sagrado Sínodo, y a unirse a sí mismo y a su pueblo en la misma fe con la Iglesia Romana, nos envió a nosotros y a este Sínodo a su amado hijo Andrés, egipcio, dotado en grado considerable de fe y moral, y Abad del Monasterio de San Antonio en Egipto, donde se dice que el propio San Antonio vivió y murió. El Patriarca, encendido de gran celo, le ordenó y le encargó que aceptara reverentemente, en nombre del Patriarca y de sus Jacobitas, la Doctrina de la Fe que la Iglesia Romana sostiene y predica, y que después llevara esta Doctrina al Patriarca y a los Jacobitas para que la reconocieran y aprobaran formalmente y la predicaran en sus tierras.
Nos, por lo tanto, a quienes el Señor encomendó la tarea de apacentar las ovejas de Cristo, hicimos que el Abad Andrés fuera cuidadosamente interrogado por algunos hombres eminentes de este Sagrado Concilio sobre los Artículos de la Fe, los Sacramentos de la Iglesia y otros asuntos relativos a la salvación. Finalmente, tras una exposición de la Fe Católica al Abad, en la medida en que pareció necesario, y su humilde aceptación, hemos presentado en nombre del Señor en esta solemne sesión, con la aprobación de este Sagrado Concilio Ecuménico de Florencia, la siguiente Doctrina verdadera y necesaria.
En primer lugar, pues, la Santa Iglesia Romana, fundada en las palabras de nuestro Señor y Salvador, cree firmemente, profesa y predica a un solo Dios verdadero, todopoderoso, inmutable y eterno, Padre, Hijo y Espíritu Santo; uno en esencia, tres en personas; Padre ingénito, Hijo engendrado del Padre, Espíritu Santo procedente del Padre y del Hijo; el Padre no es el Hijo ni el Espíritu Santo, el Hijo no es el Padre ni el Espíritu Santo, el Espíritu Santo no es el Padre ni el Hijo; el Padre es solo el Padre, el Hijo es solo el Hijo, el Espíritu Santo es solo el Espíritu Santo. Solo el Padre, de su propia sustancia, engendró al Hijo; solo el Hijo es engendrado solo del Padre; solo el Espíritu Santo procede a la vez del Padre y del Hijo. Estas tres personas son un solo Dios, no tres dioses, porque hay una sola sustancia de los tres, una sola esencia, una sola naturaleza, una sola Deidad, una sola inmensidad, una sola eternidad, y todo es uno donde la diferencia de una relación no lo impide. Debido a esta unidad, el Padre es íntegro en el Hijo, íntegro en el Espíritu Santo; el Hijo es íntegro en el Padre, íntegro en el Espíritu Santo; el Espíritu Santo es íntegro en el Padre, íntegro en el Hijo. Ninguno de ellos precede a otro en la eternidad, ni sobresale en grandeza ni supera en poder. La existencia del Hijo desde el Padre es ciertamente eterna e inexistente, y la procesión del Espíritu Santo desde el Padre y el Hijo es eterna e inexistente. Todo lo que el Padre es o tiene, no lo recibe de otro, sino de sí mismo, y es principio sin principio. Todo lo que el Hijo es o tiene, lo recibe del Padre y es principio a principio. Todo lo que el Espíritu Santo es o tiene, lo recibe del Padre junto con el Hijo. Pero el Padre y el Hijo no son dos principios del Espíritu Santo, sino un solo principio, así como el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo no son tres principios de la Creación, sino un solo principio. Por lo tanto, condena, reprende, anatematiza y declara fuera del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, a todo aquel que mantenga opiniones opuestas o contrarias. Por lo tanto, condena a Sabelio, quien confundió las personas y eliminó por completo su verdadera distinción. Condena a los Arrianos, Eunomianos y Macedonios, quienes afirman que solo el Padre es verdadero Dios y colocan al Hijo y al Espíritu Santo en el orden de las criaturas. También condena a quienes establecen grados o desigualdades en la Trinidad.
Cree, profesa y predica firmemente que el único Dios verdadero, Padre, Hijo y Espíritu Santo, es el Creador de todo lo que existe, visible e invisible, quien, cuando así lo quiso, creó por su propia bondad todas las criaturas, tanto espirituales como corpóreas, buenas, en efecto, porque fueron creadas por el Bien Supremo, pero mutables porque fueron hechas de la nada; y afirma que no existe naturaleza del mal, porque toda naturaleza, en cuanto naturaleza, es buena. Profesa que un solo y mismo Dios es el autor del Antiguo y del Nuevo Testamento —es decir, la Ley, los Profetas y el Evangelio—, ya que los Santos de ambos testamentos hablaron bajo la inspiración del mismo Espíritu. Acepta y venera sus Libros, cuyos títulos son los siguientes.
Cinco Libros de Moisés, a saber, Génesis, Éxodo, Levítico, Números, Deuteronomio; Josué, Jueces, Rut, cuatro Libros de los Reyes, dos de los Paralipómenos, Esdras, Nehemías, Tobías, Judit, Ester, Job, Salmos de David, Proverbios, Eclesiastés, Cantar de los Cantares, Sabiduría, Eclesiástico, Isaías, Jeremías, Baruc, Ezequiel, Daniel; los doce Profetas Menores, a saber, Oseas, Joel, Amós, Abdías, Jonás, Miqueas, Nahúm, Habacuc, Sofonías, Ageo, Zacarías, Malaquías; dos Libros de los Macabeos; los cuatro Evangelios de Mateo, Marcos, Lucas y Juan; catorce Cartas de Pablo, a los Romanos, dos a los Corintios, a los Gálatas, a los Efesios, a los Filipenses, dos a los Tesalonicenses, a los Colosenses, dos a Timoteo, a Tito, a Filemón, a los Hebreos; dos cartas de Pedro, tres de Juan, una de Santiago, una de Judas; Hechos de los Apóstoles; Apocalipsis de Juan.
Por eso anatematiza la locura de los Maniqueos que postulaban dos primeros principios, uno de las cosas visibles, otro de las cosas invisibles, y decían que uno era el Dios del Nuevo Testamento, el otro del Antiguo Testamento. Cree firmemente, profesa y predica que una sola Persona de la Trinidad, verdadero Dios, Hijo de Dios engendrado por el Padre, consustancial y coeterno con el Padre, en la plenitud de los tiempos que la inescrutable profundidad del divino consejo determinó, para la salvación del género humano, tomó una naturaleza humana real y completa del seno inmaculado de la Virgen María, y la unió a sí en una unión personal de tan gran unidad, que todo lo que allí es de Dios, no está separado del hombre, y todo lo que es humano no está dividido de la Divinidad, y él es uno y el mismo indiviso, perdurando cada naturaleza en sus propiedades, Dios y hombre, Hijo de Dios e hijo del hombre, igual al Padre según su divinidad, menor que el Padre según su humanidad, inmortal y eterno por la naturaleza de la Divinidad, pasible y temporal por la condición de humanidad asumida. Cree, profesa y predica firmemente que el Hijo de Dios nació verdaderamente de la Virgen en su humanidad asumida, sufrió verdaderamente, murió verdaderamente y fue sepultado, resucitó verdaderamente de entre los muertos, ascendió al Cielo y está sentado a la diestra del Padre y vendrá al final de los tiempos para juzgar a los vivos y a los muertos. Anatematiza, execra y condena toda herejía que esté contaminada con lo contrario. Primero, condena a Ebión, Cerinto, Marción, Pablo de Samosata, Fotino y todos los blasfemos similares que, al no ver la unión personal de la humanidad con el Verbo, negaron que nuestro Señor Jesucristo fuera verdadero Dios y lo profesaron como simplemente un hombre que por una mayor participación en la gracia divina, que había recibido a través del mérito de su vida más santa, debería ser llamado un hombre divino.
Anatematiza también a Manes y a los suyos, quienes, imaginando que el Hijo de Dios tomó para sí no un cuerpo real sino uno fantasmal, rechazaron completamente la verdad de la humanidad en Cristo; a Valentín, quien declaró que el Hijo de Dios no tomó nada de su Madre Virgen sino que asumió un cuerpo celestial y pasó por el vientre de la Virgen como agua que fluye por un acueducto; a Arrio, quien con su afirmación de que el cuerpo tomado de la Virgen no tenía alma, quiso que la Deidad tomara el lugar del alma; y a Apolinario, quien, dándose cuenta de que si se negara el alma que informa al cuerpo no habría verdadera humanidad en Cristo, postuló sólo un alma sensitiva y sostuvo que la deidad del Verbo tomaba el lugar del alma racional. También anatematiza a Teodoro de Mopsuestia y a Nestorio, quienes afirmaron que la humanidad estaba unida al Hijo de Dios por la gracia, y que, por lo tanto, hay dos personas en Cristo, tal como profesan que hay dos naturalezas, ya que no podían comprender que la unión de la humanidad con el Verbo era hipostática y, por lo tanto, negaron que hubiera recibido la subsistencia del Verbo. Pues según esta blasfemia, el Verbo no se hizo carne, sino que habitó en la carne por la gracia; es decir, el Hijo de Dios no se hizo hombre, sino que habitó en un hombre. También anatematiza, execra y condena al archimandrita Eutiques, quien, al comprender que la blasfemia de Nestorio excluía la verdad de la encarnación y que, por lo tanto, era necesario que la humanidad estuviera tan unida al Verbo de Dios que existiera una sola y misma persona de la divinidad y la humanidad; Y también porque, dada la pluralidad de naturalezas, no pudo comprender la unidad de la persona, pues postuló una sola persona en Cristo, la de la divinidad y la de la humanidad; por lo tanto, afirmó que existía una sola naturaleza, sugiriendo que antes de la unión existía una dualidad de naturalezas que se transformó en una sola en el acto de la asunción, admitiendo así una gran blasfemia e impiedad al afirmar que la humanidad se convirtió en la divinidad o la divinidad en la humanidad. También anatematiza, execra y condena a Macario de Antioquía y a todos los demás con ideas similares que, si bien son ortodoxos en cuanto a la dualidad de naturalezas y la unidad de la persona, se han equivocado enormemente en cuanto a los principios de acción de Cristo al declarar que, de las dos naturalezas en Cristo, solo había un principio de acción y una voluntad. La Santa Iglesia Romana anatematiza a todos estos y sus herejías, y afirma que en Cristo hay dos voluntades y dos principios de acción.
Cree, profesa y predica firmemente que nadie, concebido por un hombre y una mujer, fue liberado del dominio del diablo excepto por la fe en nuestro Señor Jesucristo, el mediador entre Dios y la humanidad, quien fue concebido sin pecado, nació y murió. Solo Él, con su muerte, derrotó al enemigo de la raza humana, cancelando nuestros pecados y abriendo la puerta al Reino Celestial, que el primer hombre, por su pecado, había cerrado contra sí mismo y toda su posteridad. Todos los Santos Sacrificios, Sacramentos y Ceremonias del Antiguo Testamento habían prefigurado su venida en algún momento.
Cree, profesa y enseña firmemente que las prescripciones legales del Antiguo Testamento o la ley mosaica, que se dividen en Ceremonias, Santos Sacrificios y Sacramentos, por haber sido instituidas para significar algo en el futuro, si bien eran adecuadas para el culto divino de aquella época, una vez que vino nuestro Señor Jesucristo, significado por ellas, llegaron a su fin y los Sacramentos del Nuevo Testamento tuvieron su comienzo. Quien, después de la Pasión, deposita su esperanza en las prescripciones legales y se somete a ellas como necesarias para la salvación, como si la Fe en Cristo sin ellas no pudiera salvar, peca mortalmente. No niega que desde la Pasión de Cristo hasta la promulgación del Evangelio pudieran haberse conservado, siempre que no se consideraran necesarias para la salvación. Pero afirma que, después de la promulgación del Evangelio, no pueden observarse sin pérdida de la salvación eterna. Por lo tanto, denuncia a todos los que después de ese tiempo observan la circuncisión, el sabbat y otras prescripciones legales como ajenos a la Fe de Cristo e incapaces de participar de la salvación eterna, a menos que en algún momento se retracten de estos errores. Por lo tanto, ordena estrictamente a todos los que se glorían en el nombre de Cristianos que no practiquen la circuncisión ni antes ni después del Bautismo, ya que, pongan o no su esperanza en ella, no es posible observarla sin perder la salvación eterna.
Respecto a los niños, como el peligro de muerte está a menudo presente y el único remedio disponible para ellos es el Sacramento del Bautismo por el cual son arrebatados del dominio del diablo y adoptados como hijos de Dios, advierte que el Sagrado Bautismo no debe diferirse por cuarenta u ochenta días o cualquier otro período de tiempo de acuerdo con el uso de algunas personas, sino que debe conferirse tan pronto como sea conveniente; y si hay peligro inminente de muerte, el niño debe ser bautizado inmediatamente sin demora, incluso por un laico o una mujer en la forma de la Iglesia, si no hay Sacerdote, como se contiene más completamente en el Decreto sobre los Armenios.
Cree, profesa y enseña firmemente que toda criatura de Dios es buena y que nada debe rechazarse si se recibe con agradecimiento, porque, según la Palabra del Señor, nada contamina a la persona, y porque la diferencia en la Ley Mosaica entre alimentos limpios e impuros pertenece a prácticas ceremoniales, que han desaparecido y han perdido su eficacia con la llegada del Evangelio. También declara que la prohibición apostólica de abstenerse de lo sacrificado a los ídolos, de la sangre y de lo estrangulado, era apropiada para la época en que surgía una sola iglesia formada por judíos y gentiles, quienes previamente vivían con diferentes ceremonias y costumbres. Esto se hizo para que los gentiles tuvieran algunas observancias en común con los judíos, y se ofreciera la oportunidad de unirse en un solo culto y fe en Dios, eliminando así cualquier causa de disensión, ya que, según la antigua costumbre, la sangre y los alimentos estrangulados parecían abominables a los judíos, y se podía pensar que los gentiles volvían a la idolatría si comían alimentos sacrificados. Sin embargo, en lugares donde la Religión Cristiana se ha promulgado hasta tal punto que no se encuentra ningún judío y todos se han unido a la Iglesia, practicando uniformemente los mismos Ritos y Ceremonias del Evangelio y creyendo que para los puros todo es puro, al cesar la causa de esa prohibición apostólica, también ha cesado su efecto. Se condena, pues, cualquier alimento que la sociedad humana acepte, y nadie, ni hombre ni mujer, debe hacer distinción entre animales, independientemente de su forma de muerte; aunque por la salud del cuerpo, la práctica de la virtud o la disciplina regular y eclesiástica, muchas cosas que no están proscritas pueden y deben omitirse, como dice el Apóstol: todo es lícito, pero no todo es útil.
Cree firmemente, profesa y predica que todos los que están fuera de la Iglesia Católica, no sólo los paganos, sino también los judíos o herejes y cismáticos, no pueden participar de la vida eterna e irán al fuego eterno que fue preparado para el diablo y sus ángeles, a menos que se unan a la Iglesia Católica antes del fin de sus vidas; que la unidad del cuerpo eclesiástico es de tal importancia que sólo para los que permanecen en él los Sacramentos de la Iglesia contribuyen a la salvación y los ayunos, las limosnas y otras obras de piedad y prácticas de la milicia cristiana producen recompensas eternas; y que nadie puede salvarse, por mucho que haya dado en limosnas y aunque haya derramado su sangre en nombre de Cristo, a menos que haya perseverado en el seno y la unidad de la Iglesia Católica.
Abraza, aprueba y acepta el Santo Sínodo de 318 padres en Nicea, convocado en tiempos de nuestro predecesor, el muy bendito Silvestre, y del gran y piadosísimo Emperador Constantino. En él se condenó la impía herejía arriana y a su autor, y se definió que el Hijo de Dios es consustancial y coeterno con el Padre. También abraza, aprueba y acepta el Santo Sínodo de 150 padres en Constantinopla, convocado en tiempos de nuestro predecesor, el muy bendito Dámaso, y del anciano Teodosio, que anatematizó el impío error de Macedonio, quien afirmó que el Espíritu Santo no es Dios, sino una criatura. A quienes condenan, condena; lo que aprueban, aprueba; y en todos los aspectos quiere que lo allí definido permanezca inalterado e inviolable.
También abraza, aprueba y acepta el primer Santo Sínodo de los doscientos Padres en Éfeso, tercero en el orden de los Sínodos Universales, convocado bajo nuestro predecesor, el Bienaventurado Celestino, y el joven Teodosio. En él se condenó la blasfemia del impío Nestorio y se definió que la persona de nuestro Señor Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, es una sola, y que la Bienaventurada siempre Virgen María debe ser predicada por toda la Iglesia no solo como portadora de Cristo, sino también como portadora de Dios, es decir, como Madre de Dios y Madre del Hombre.
Pero condena, anatematiza y rechaza el impío segundo Sínodo de Éfeso, convocado bajo nuestro predecesor, el Beato León, y el Emperador antes mencionado. En él, Dióscoro, Obispo de Alejandría, defensor del heresiarca Eutiques e impío perseguidor de san Flaviano, Obispo de Constantinopla, con astucia y amenazas, indujo al execrable Sínodo a aprobar la impiedad eutiquiana.
También abraza, aprueba y acepta el Santo Sínodo de 630 Padres en Calcedonia, cuarto en el orden de los Sínodos Universales, celebrado en tiempos de nuestro predecesor, el Beato León, y del emperador Marciano. En él se condenó la herejía eutiquiana, a su autor Eutiques y a su defensor Dióscoro, y se definió que nuestro Señor Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre, y que en una misma persona las naturalezas divina y humana permanecen íntegras, invioladas, incorruptas, inconfundibles y distintas, haciendo la humanidad lo que corresponde al hombre, y la divinidad lo que corresponde a Dios. A quienes condenan, condena; a quienes aprueban, aprueba.
También acoge, aprueba y acepta el quinto Santo Sínodo, el segundo de Constantinopla, celebrado en tiempos de nuestro predecesor, el Beato Vigilio, y del Emperador Justiniano. En él se renovó la definición del Sagrado Concilio de Calcedonia sobre las dos naturalezas y la única persona de Cristo, y se refutaron y condenaron muchos errores de Orígenes y sus seguidores, especialmente sobre la Penitencia y la liberación de los demonios y otros seres condenados.
También abarca, aprueba y acepta el tercer Santo Sínodo de 150 padres en Constantinopla, sexto en el orden de los Sínodos Universales, convocado en tiempos de nuestro predecesor, el Beato Agatón, y del Emperador Constantino IV. En él se condenó la herejía de Macario de Antioquía y sus seguidores, y se definió que en nuestro Señor Jesucristo hay dos naturalezas perfectas y completas, dos principios de acción y dos voluntades, si bien existe una misma Persona a quien pertenecen las acciones de cada una de las dos naturalezas: la divinidad, haciendo lo que es de Dios, y la humanidad, haciendo lo que es humano.
También abraza, aprueba y acepta todos los demás Sínodos Universales que fueron legítimamente convocados, celebrados y confirmados por la autoridad de un Romano Pontífice, y especialmente este Santo Sínodo de Florencia, en el que, entre otras cosas, se han logrado santísimas uniones con los Griegos y los Armenios y se han emitido muchas y salutíferas definiciones respecto de cada una de estas uniones, como se contiene íntegramente en los Decretos promulgados anteriormente, que son los siguientes: Alégrense los cielos... ; Exulten en Dios...
Sin embargo, dado que en el mencionado Decreto de los Armenios no se dio ninguna explicación respecto a la forma que la Santa Iglesia Romana, basándose en la enseñanza y autoridad de los Apóstoles Pedro y Pablo, siempre ha usado en la Consagración del Cuerpo y la Sangre del Señor, concluimos que debía insertarse en el presente texto. Utiliza esta forma en la Consagración del Cuerpo del Señor: “Porque este es mi Cuerpo”. Y de su Sangre: “Porque este es el cáliz de mi Sangre, del nuevo y eterno pacto, que será derramada por vosotros y por muchos para remisión de los pecados”.
No importa si el pan de trigo, en el que se elabora el Sacramento, se horneó el mismo día o antes. Pues, siempre que se conserve la sustancia del pan, no cabe duda alguna de que, tras las palabras de Consagración del Cuerpo pronunciadas por un Sacerdote con la intención de consagrarlo, inmediatamente se transforma en sustancia en el verdadero Cuerpo de Cristo.
Se afirma que algunas personas rechazan los cuartos Matrimonios por considerarlos condenados. Para que no se atribuya pecado donde no existe, ya que el Apóstol dice que la esposa, al fallecer su esposo, queda libre de su ley y libre en el Señor para casarse con quien desee, y puesto que no se distingue entre la muerte del primero, segundo y tercer esposo, declaramos que no solo los segundos y terceros matrimonios, sino también los cuartos y posteriores, pueden contraerse lícitamente, siempre que no exista impedimento canónico. Decimos, sin embargo, que serían más loables si posteriormente se abstuvieran del Matrimonio y perseveraran en la castidad, porque consideramos que, así como la virginidad es preferible en alabanza y mérito a la viudez, así también la viudez casta es preferible al Matrimonio.
Tras todas estas explicaciones, el susodicho Abad Andrés, en nombre del susodicho Patriarca, en el suyo propio y en el de todos los Jacobitas, recibe y acepta con toda devoción y reverencia este salutífero Decreto Sinodal con todos sus Capítulos, Declaraciones, Definiciones, Tradiciones, Preceptos y Estatutos, y toda la Doctrina que contiene, así como todo lo que la Santa Sede Apostólica y la Iglesia Romana sostienen y enseñan. Asimismo, acepta con reverencia a los Doctores y Santos Padres que la Iglesia Romana aprueba, y considera rechazadas y condenadas todas las personas y cosas que la Iglesia Romana rechaza y condena, prometiendo, como hijo de verdadera obediencia, en nombre de las personas mencionadas, obedecer fiel y siempre las normas y mandatos de la mencionada Sede Apostólica.
Eugenio. Convocatoria del Concilio de Letrán. Para memoria eterna. Por la infinita clemencia y piedad del Redentor del género humano, nuestro Dios y Señor Jesucristo, por cuya inefable providencia todo el cuerpo de la Iglesia es santificado y regido, y por cuya ayuda —que sobrepasa nuestros méritos y excede lo que nos consideramos dignos de buscar o solicitar— nos llegan diariamente los dones y favores de su misericordia, hemos regresado a la generosa Roma, sede del Bienaventurado Pedro, al Santo de los Santos, el Letrán de los Patriarcas. Con gran confianza abrazamos y buscamos con ahínco las cosas que parecen ser promovidas y reveladas por la sabiduría divina, más que por la humana. De donde es que por varias causas justas, razonables y necesarias que entonces movieron nuestro ánimo, con la autoridad apostólica y la plenitud del poder y con la aprobación del Concilio, trasladamos el Santo Concilio Ecuménico de Florencia, que entonces presidíamos, a esta fértil ciudad de Roma y a la Basílica de Letrán, para ser restablecido y continuado el primer día después del decimoquinto de nuestra llegada, como se contiene con más detalle en la Carta compuesta para tal fin, cuyo texto palabra por palabra es como sigue:
Eugenio, Obispo, Siervo de los Siervos de Dios, para memoria eterna. El compasivo y misericordioso Señor ordenó que su Hijo unigénito asumiera una naturaleza humana y la uniera a sí en una sola Persona, de modo que no sólo la naturaleza caída fuera reparada en virtud de aquella unión inefable, sino también que por su abrazo de Esposo y por el beso de su boca naciera su Esposa, la Santa Iglesia, sus miembros se unieran entre sí con un sólido vínculo de amor, y el pueblo cristiano adquiriera la paz en la concordia, la salvación en la unidad de espíritu y la gloria en el vínculo de la caridad.
En la medida en que nos lo concede la misericordia de nuestro Señor y Salvador Jesucristo, cuyo lugar, aunque indignos, ocupamos en la tierra, nosotros, siguiendo sus huellas, deseamos ardientemente y buscamos intensamente la salvación, la unidad y la paz del pueblo cristiano. Por ello, nos esforzamos, con merecida vigilancia, por la conservación de este Santo Concilio Ecuménico. En él, por la admirable bondad y misericordia del mismo Salvador, se han realizado muchas obras dignas de admiración para su alabanza y gloria, el incremento de la Fe Católica, la unidad del pueblo cristiano y la exaltación de la Santa Sede Apostólica y de la Iglesia Romana. Porque en nuestros días hemos visto a Griegos, Armenios, Jacobitas y otros pueblos casi innumerables, algunos de los cuales han estado separados del Rito y de la santa enseñanza de la Iglesia Romana durante casi quinientos o incluso setecientos años, unirse a nosotros en este Sagrado Concilio, por la misericordia de Dios, bajo una ley divina de verdad y abrazándonos con la debida reverencia como el verdadero Vicario de Cristo, el Sucesor de Pedro y el Pastor de la Iglesia Universal.
No hay límites para la bondad de nuestro Salvador, quien trabaja por la unidad del pueblo cristiano y su cuerpo místico, por la cual oró: “Deseo, Padre, que sean uno como nosotros”. De hecho, estamos experimentando su bondad particularmente en estos tiempos. Pues su infinita misericordia nos ha concedido que ahora esperemos la llegada de enviados, provistos de plenos poderes para aceptar en este Santo Concilio la Doctrina de la Fe Ortodoxa, de la cual sus pueblos se han desviado en muchos puntos, de nuestro amadísimo hijo en Cristo Zara Yaqob, Rey de Etiopía, comúnmente llamado Preste Juan, a quien están sujetos muchísimos Reyes y casi innumerables pueblos, y que está impulsado, como confiamos, por inspiración divina. Para fomentar y apresurar tan santa y divina propuesta, tan necesaria para toda la cristiandad, hemos enviado a nuestros propios nuncios y enviados, quienes están llenos de celo por esta santa tarea y tienen considerable influencia sobre dicho poderoso Rey.
Se nos han propuesto muchas más obras para alabanza de Dios y el incremento de la Fe y del pueblo cristiano. Deseamos prestarles especial atención. Sin temor a los grandes gastos ni a las numerosas labores, confiamos en el poder de Aquel cuya inspiración nos motiva. Esperemos, además, que con el tiempo se acrecienten muchos otros frutos deseables y saludables para la Fe Católica y la Iglesia de Cristo, especialmente si este Santo Sínodo se celebra en un lugar de mayor importancia y en una ciudad real y sacerdotal. Hemos dirigido nuestra atención a la genial ciudad de Roma, que es particularmente nuestra ciudad y a la que, como es justo, queremos participar y ayudar en estas saludables y divinas tareas; ciudad que consideramos abundante en todos los bienes espirituales y temporales, y más santa y sobresaliente que todas las demás ciudades para llevar a cabo estas santas tareas y llevarlas a una conclusión religiosa y feliz. Porque en ella, nuestro Salvador, en su eterna providencia, estableció la Sede Apostólica en el Bienaventurado Pedro, Príncipe de todos los Apóstoles, y a su derecha, en comunión, la admirable previsión del mismo Salvador añadió al Bienaventurado Apóstol Pablo. Son dos baluartes de la Fe, por quienes el Evangelio brilló en Roma; son verdaderos Padres y verdaderos Pastores; son aquellos que sufrieron un mismo día por méritos, en un mismo lugar por gracia, bajo un mismo perseguidor por igual virtud, e hicieron de esta ciudad sacerdotal, real y capital del mundo, como Sede Sagrada de Pedro, y la consagraron a Cristo Señor con la gloriosa sangre del martirio. Pues la Iglesia Romana lo fundó todo, ya sea la eminencia de un Patriarca, las Sedes del Primado Metropolitano, los Obispados o las dignidades de iglesias de cualquier rango; solo él, quien confió al Bienaventurado Pedro, portador de la vida eterna, los derechos del Reino Celestial y del terrenal, fundó la Iglesia Romana y la asentó de inmediato sobre la roca de la fe naciente. Desde entonces, la ciudad de Roma se ha ennoblecido y distinguido con tantos y tan grandes dones divinos, resplandece con tanta autoridad y atrae a fieles de todas partes por las Reliquias y la Santidad de Apóstoles, Mártires y Confesores. Puesto que las naciones y pueblos cristianos, incluso en los lugares más remotos del mundo, acuden a dicha ciudad y se ve que desean vivamente que regresemos a nuestra Sede, que ha sido divinamente constituida para los Pontífices Romanos, a fin de que crezca en el pueblo cristiano una mayor veneración y devoción tanto hacia nosotros, por la autoridad de dicha Sede, como hacia dicha Sede, por nuestra presencia y autoridad, y puesto que se nos informa que, a causa de nuestra residencia en Roma, los súbditos y fieles nuestros y de la Iglesia Romana, cuya paz y tranquilidad estamos obligados a procurar y preservar con especial celo, gozarán de mucha mayor paz y unidad y que de esta manera, con la bendición de Dios, seremos más expeditos y eficaces en la prosecución de obras de paz y concordia y en organizar y confirmar, como ardientemente deseamos, la paz y la unidad entre otros Reyes, Príncipes y pueblos católicos. Por lo tanto, a Roma, que es un lugar adecuado y seguro que satisface todas las necesidades humanas en cuanto a fertilidad del suelo y transporte marítimo; bajo la influencia de las causas necesarias mencionadas y muchas otras justas y razonables que dirigen nuestra mente a la alabanza y gloria de Dios todopoderoso, la extirpación de las herejías y errores, la reforma de la moral, la paz, salvación y aumento del pueblo cristiano y la prosecución de otras obras santas, bajo la guía del Señor, para las cuales dicho Concilio fue convocado originalmente;
En nombre de la Santa e Indivisa Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, con la aprobación del mismo Concilio General dado el día 5 de enero pasado, en Congregación General bajo nuestra Presidencia, con Autoridad Apostólica y por la presente Carta, trasladamos desde ahora este Santo Concilio Ecuménico de Florencia, y con la misma Autoridad y la misma Carta hemos decretado y declarado que se traslade a la Basílica de Letrán, que es la primera y propia Sede del Sumo Pontífice y Vicario de Jesucristo, para reanudarse, continuarse y proseguirse el día siguiente al decimoquinto día de nuestra entrada en la generosa Roma. Además, por Constitución y Decreto inviolables, ordenamos que todas y cada una de las garantías y salvoconductos que otorgamos al comienzo de este Sagrado Concilio y que ampliamos y prolongamos de nuevo, se consideren incluidos en la presente Carta y tengan la misma fuerza y efecto que si se hubieran mencionado palabra por palabra en esta nuestra Constitución Sinodal y se hubieran insertado y denotado en ella. Que nadie, por lo tanto... Si alguien, sin embargo...
Ahora que ha llegado el día señalado y se reconocen como más que nunca necesarias todas las razones por las cuales entonces pareció necesario reanudar el Concilio, con las dichas razones necesarias y muchas otras justas y razonables que nos impulsan, para alabanza y gloria de Dios todopoderoso, la extirpación de las herejías y errores, la reforma de la moral, la paz, salvación y aumento del pueblo cristiano, y la terminación de otras obras santas, bajo la dirección del Señor, para las cuales el mencionado Concilio fue originalmente convocado;
En nombre de la Santa e Indivisa Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, por la misma Autoridad y Poder, con la misma aprobación y por la presente Carta, reanudamos, continuamos y llevamos adelante el mencionado Concilio Ecuménico de Florencia, trasladado como se indica arriba, y decretamos y declaramos por la presente Carta que esta continuación, reanudación y prosecución se lleva a cabo en esta Sala del Concilio del Sagrado Patriarcado de Letrán. Advertimos y exigimos a todos aquellos que están obligados por ley o costumbre a participar en Concilios Generales que acudan lo antes posible a este Santo Concilio Ecuménico de Letrán, como se indica arriba, que continúa para el logro de los fines antes mencionados. Además, ordenamos nuevamente por esta Constitución y Decreto que todas y cada una de las garantías y salvoconductos que otorgamos al comienzo del Sagrado Concilio Ecuménico de Ferrara y que estamos extendiendo y prolongando nuevamente, se consideren incluidos en esta presente Carta y tengan la misma fuerza y efecto que si hubieran sido mencionados palabra por palabra en esta nuestra Constitución Sinodal y hubieran sido insertados y denotados en... Así que nadie... si alguno, sin embargo...
Eugenio, Obispo, Siervo de los Siervos de Dios, para la eternidad. En estos días, la inefable clemencia de la divina misericordia concede a su Santa Iglesia muchos y maravillosos dones, mucho mayores de lo que pudiéramos haber pedido o imaginado. Así, vemos que la Fe Ortodoxa se expande, nuevos pueblos regresan cada día a la obediencia a la Sede Apostólica y los motivos de alegría y exaltación se multiplican a diario para nosotros y para todos los fieles de Cristo, de tal manera que con razón nos sentimos incitados una y otra vez a decir con júbilo, junto con el Profeta, a los pueblos fieles: Venid, exultemos en el Señor, aclamemos al Dios que nos salva, porque el Señor es grande y digno de alabanza en la ciudad de nuestro Dios, en su santo monte. Es cierto que en la Iglesia Católica, que es la ciudad de Dios en el Monte Santo y está fundada sobre la autoridad de la Sede Apostólica y de Pedro, Dios, cuya omnipotencia y sabiduría no conocen límites, siempre ha obrado grandes e inescrutables obras. Pero el don singular y especial que la inefable providencia de su Fundador le concedió es que la Fe Ortodoxa, la única que da vida y santifica a la raza humana, permanezca para siempre en ese Monte Santo en una Profesión de Fe única e inmutable, y que las disidencias que surgen contra la Iglesia por la diversidad de opiniones terrenales y separan a las personas de la firmeza de esa Roca, regresen a ese Monte y sean exterminadas y erradicadas. De ahí que los pueblos y naciones que acuden a su seno concuerden con ella en una sola Verdad de Fe. Ciertamente, no es por mérito nuestro que la inmensidad de la bondad divina nos haya concedido contemplar estos grandes, sublimes y maravillosos dones de Dios. Solo su benevolencia y condescendencia han permitido que, tras la unión de los Griegos en el Sagrado Concilio Ecuménico de Florencia, quienes diferían de la Iglesia Romana en algunos puntos, y tras el regreso de los Armenios y los Jacobitas, enredados en diversas opiniones, finalmente, tras abandonar toda disidencia, se unieran en el único camino recto de la verdad. He aquí que ahora, con la ayuda del Señor, se han reunido otras naciones de lejos: habitantes de Mesopotamia entre el Tigris y el Éufrates, cuyas ideas sobre la procesión del Espíritu Santo y otros puntos se habían extraviado.
Grande, pues, para nosotros y para todos los fieles de Cristo es el motivo de regocijo. Pues con la aprobación del Señor, la ilustre Profesión de la Iglesia Romana sobre la Verdad de la Fe, siempre pura de toda mancha de error, brilla con nuevos rayos también en Oriente, más allá de los límites del Éufrates, pues ha atraído a nuestro Venerable Hermano Abdala, Arzobispo de Edesa y legado de nuestro Venerable Hermano Ignacio, Patriarca de los Sirios, y de toda su nación, a nosotros, aquí en la generosa Roma, y a este Sagrado Concilio Ecuménico de Letrán, y le ha encomendado humilde y devotamente que nos pida que les concedamos la Regla de Fe que profesa la Santa Iglesia Romana. Entre todas las preocupaciones de la Santa Sede Apostólica, consideramos, como siempre, nuestra primera y principal preocupación la defensa de la Fe, la exterminación de las herejías y la propagación de la Fe Ortodoxa. Por eso elegimos a algunos de nuestros Venerables Hermanos, Cardenales de la Santa Iglesia Romana, quienes a su vez cooptaron de este Sagrado Concilio a algunos Maestros en la Sagrada Escritura, para conferenciar con el susodicho Arzobispo sobre las dificultades, dudas y errores de esa nación, para examinarlo en persona y abrirle la Regla de la Verdad Católica, y finalmente para instruirlo e informarlo plenamente sobre la integridad de la Fe de la Iglesia Romana.
Lo encontraron ortodoxo en todos los puntos de Fe y práctica, excepto en tres: la procesión del Espíritu Santo, las dos naturalezas en Jesucristo, nuestro Salvador, y las dos voluntades y principios de acción en él. Le expusieron la Verdad de la Fe Ortodoxa, explicaron el significado de las Sagradas Escrituras, presentaron los testimonios de los Santos Doctores y añadieron razones contundentes y pertinentes.
Cuando el Arzobispo comprendió la Doctrina sobre estos puntos, afirmó que todas sus dudas habían quedado completamente disipadas. Manifestó que creía comprender plenamente la Verdad de la Fe en cuanto a la procesión del Espíritu Santo y a las dos naturalezas, dos voluntades y dos principios de acción en nuestro Señor Jesucristo. Además, declaró que aceptaría, en nombre del mencionado Patriarca, de toda la nación y de sí mismo, toda la Fe y toda la Enseñanza que, con la aprobación de este Sagrado concilio, le propusiéramos.
Por esta razón nos llenamos de alegría en Cristo y derramamos inmensa gratitud hacia nuestro Dios, viendo cumplido nuestro deseo por la salvación de esa nación.
Después de una cuidadosa discusión con nuestros Hermanos y el Sagrado Concilio, decidimos, con la aprobación del mismo Concilio, proponer y asignar al dicho Arzobispo, quien lo aceptará en nombre de las personas arriba mencionadas, la Fe y Doctrina que sostiene la Santa Madre Iglesia Romana.
Esta es, pues, la Fe que la Santa Iglesia Romana Madre siempre ha mantenido, predicado y enseñado, y que ahora mantiene, predica, profesa y enseña. Esta es la Fe, en cuanto a esos tres Artículos, que decretamos que el Arzobispo Abdala, en nombre del Patriarca de los Sirios y de toda esa nación, y en el suyo propio, aceptará y guardará para siempre. Primero, que el Espíritu Santo proviene eternamente del Padre y del Hijo, y tiene su esencia y su ser subsistente del Padre junto con el Hijo, y procede de ambos eternamente como de un solo principio y una sola espiración.
También sostiene, profesa y enseña que uno y el mismo Hijo de Dios y del hombre, nuestro señor Jesucristo, es perfecto en divinidad y perfecto en humanidad; verdadero Dios y verdadero Hombre, de alma racional y cuerpo; consustancial con el Padre en cuanto a su divinidad, consustancial con nosotros en cuanto a su humanidad; semejante a nosotros en todo, excepto en el pecado; engendrado antes de los siglos por el Padre, y en los últimos días nacido según su humanidad por nosotros y nuestra salvación de María, la Virgen Madre de Dios; un mismo Cristo, verdadero Hijo único de Dios, reconocido en dos naturalezas que no sufren confusión, cambio, división ni separación; en ningún momento la unión eliminó la diferencia entre las naturalezas, sino que se conservan las propiedades de ambas naturalezas y se unen en una sola persona y un solo ser subsistente; no está dividido ni separado en dos personas, sino que es un solo y mismo Hijo de Dios y del hombre, nuestro Señor Jesucristo.
También cree, profesa y enseña en el único Señor Jesucristo dos principios naturales de acción que no sufren división, cambio, separación ni confusión, conforme a la enseñanza de los Santos Padres; y dos voluntades naturales, una divina y otra humana, no en oposición, sino sujetas a su voluntad divina y todopoderosa. Pues, así como su Santísima Carne animada fue divinizada, no destruida, sino que permaneció en su propio límite y categoría, así también su voluntad humana fue divinizada, no destruida, sino preservada y perfeccionada.
Decretamos que el Arzobispo Abdala, en nombre de las personas mencionadas, acepte esta Fe, la conserve en su corazón y la profese con sus labios. Además, ordenamos y decretamos que reciba y abrace, en nombre de las personas mencionadas, todo lo definido y establecido en diversas ocasiones por la Santa Iglesia Romana, especialmente los Decretos sobre los Griegos, los Armenios y los Jacobitas, emitidos en el Sagrado Concilio Ecuménico de Florencia, los cuales, dado que el Arzobispo Abdala los leyó cuidadosamente, los tradujo al árabe y los elogió, le hemos entregado, en nombre de las personas mencionadas, para una instrucción más amplia y completa sobre todo; que a todos los Doctores y Santos Padres que la Santa Iglesia Romana apruebe y acepte, él, en nombre de las personas mencionadas, los apruebe y acepte; y que a todas las personas y cosas que ella condene y rechace, él, en nombre de las personas mencionadas, las considere condenadas y rechazadas. Prometiendo bajo juramento, como verdadero hijo de la obediencia, en nombre de las personas arriba mencionadas, obedecer siempre con devoción y fidelidad las normas y órdenes de dicha Sede Apostólica. Si alguien, sin embargo... Que nadie, por tanto...
Eugenio, Obispo, Siervo de los Siervos de Dios, para siempre. Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de misericordias y Dios de todo consuelo, que diariamente promueve con muchos grandes favores y acompaña con felices resultados, mucho más allá de nuestros merecimientos, nuestros propósitos y piadosos deseos, por los cuales, en cumplimiento de nuestros deberes pastorales, anhelamos y fomentamos con muchas obras, en la medida en que esto nos lo permite desde lo alto, la salvación del pueblo cristiano.
En efecto, tras la unión de la Iglesia Oriental con la Occidental en el Concilio Ecuménico de Florencia, y tras el regreso de los Armenios, los Jacobitas y el pueblo de Mesopotamia, enviamos a nuestro Venerable Hermano Andrés, Arzobispo de Kalocsa, a tierras orientales y a la isla de Chipre. Debía confirmar en la Fe aceptada a los Griegos, Armenios y Jacobitas que vivían allí, mediante sus sermones y sus exposiciones y explicaciones de los Decretos emitidos para su unión y retorno. También debía intentar reconducir a la Verdad de la Fe, utilizando nuestras Advertencias y Exhortaciones, a quienes encontrara ajenos a la Verdad de la Fe en otras sectas, ya fueran seguidores de Nestorio o de Macario.
Prosiguió esta tarea con vigor, gracias a la sabiduría y otras virtudes con las que el Señor, dador de gracias, lo había enriquecido. Finalmente, tras muchas discusiones, eliminó de sus corazones la impureza de Nestorio, quien afirmaba que Cristo es solo un hombre y que la Santísima Virgen es la Madre de Cristo, pero no de Dios; luego, la del impío Macario de Antioquía, quien, aunque confesaba que Cristo es verdadero Dios y hombre, afirmaba que en él solo reside la voluntad divina y el principio de acción, disminuyendo así su humanidad.
Con la ayuda divina, convirtió a la Verdad de la Fe Ortodoxa a nuestros Venerables Hermanos Timoteo, Metropolitano de los Caldeos, quienes hasta ahora han sido llamados Nestorianos en Chipre por ser seguidores de Nestorio, y a Elías, Obispo de los Maronitas, quien, junto con su nación en el mismo reino, se contagió de las enseñanzas de Macario, junto con una multitud de pueblos y clérigos subordinados a él en la isla de Chipre. A estos Prelados y a todos sus súbditos allí, les transmitió la Fe y la Doctrina que la Santa Iglesia siempre ha apreciado y observado. Dichos Prelados, además, aceptaron esta Fe y Doctrina con gran veneración en una gran asamblea pública de diferentes pueblos que vivían en ese reino, celebrada en la iglesia Metropolitana de Santa Sofía.
Después de esto, los Caldeos nos enviaron al citado Metropolitano Timoteo, y el Obispo Elías de los Maronitas envió un enviado para hacernos una solemne Profesión de Fe de la Iglesia Romana, que por la providencia del Señor y la ayuda del Bienaventurado Pedro y el Apóstol ha permanecido siempre inmaculada. Timoteo, el Metropolitano, nos profesó con reverencia y devoción esta Fe y Doctrina, en esta Sagrada Congregación General del Concilio Ecuménico de Letrán, primero en su lengua caldea, que fue interpretada al griego y luego traducida del griego al latín, como sigue:
Además, en el futuro confesaré y aprobaré siempre los siete Sacramentos de la Iglesia Romana, tal como ella los sostiene, enseña y predica.
Además, en el futuro nunca añadiré aceite en la Sagrada Eucaristía.
Además, en el futuro siempre sostendré, confesaré, predicaré y enseñaré todo lo que la Santa Iglesia Romana sostenga, confiese, enseñe y predique y rechazaré, anatematizaré y condenaré todo lo que ella rechace, anatematice y condene; en el futuro siempre rechazaré, anatematizaré y condenaré especialmente las impiedades y blasfemias del muy perverso heresiarca Nestorio y toda otra herejía que levante su cabeza contra esta Santa Iglesia Católica y Apostólica.
Esta es la Fe, Santo Padre, que juro y prometo mantener y observar, y hacer que todos mis súbditos la mantengan y observen. Me comprometo y prometo solemnemente privar de todos sus bienes y beneficios, excomulgar y denunciar como hereje y condenado a quien la rechace y se rebele contra ella, y, si se obstina, degradarlo y entregarlo al brazo secular.
Entonces nuestro amado hijo en Cristo Isaac, enviado de nuestro Venerable Hermano Elías, Obispo de los Maronitas, en su nombre y representación, rechazando la herejía de Macario sobre una sola voluntad en Cristo, hizo con gran veneración una Profesión similar en todos los detalles.
Por la devoción de estas Profesiones y por la salvación de tantas almas, damos inmensas gracias a Dios y a nuestro Señor Jesucristo, quien en nuestros tiempos está engrandeciendo la Fe y otorgando beneficios a tantos pueblos cristianos. Recibimos y aprobamos estas Profesiones; recibimos en el seno de la Santa Madre Iglesia al Metropolitano y al Obispo de Chipre y a sus súbditos; y mientras permanezcan en la Fe, obediencia y devoción antes mencionadas, los honramos con los siguientes favores y privilegios.
En primer lugar, nadie se atreverá en el futuro a llamar herejes al Metropolitano de los Caldeos ni al Obispo de los Maronitas, ni a sus Clérigos y pueblos, ni a ningún individuo de entre ellos, ni a llamar Nestorianos a los Caldeos. Si alguien desacata esta ordenanza, ordenamos que sea excomulgado hasta que ofrezca una satisfacción digna o sea castigado, a juicio del ordinario, con alguna otra pena temporal.
Además, dicho Metropolitano y Obispo y sus sucesores deben ser desde ahora preferidos en todo y por todos los honores a los Obispos que están separados de la comunión de la Santa Iglesia Romana.
Además, en el futuro podrán censurar a sus súbditos, y aquellos a quienes excomulguen con razón en el futuro serán considerados por todos como excomulgados, y aquellos a quienes absuelvan serán considerados por todos como absueltos.
Asimismo, dichos Prelados y Sacerdotes y sus Clérigos pueden celebrar libremente los servicios divinos en las Iglesias de los Católicos, y los Católicos pueden celebrarlos libremente en sus Iglesias.
Asimismo, en el futuro, dichos Prelados y Clérigos, y sus laicos, hombres y mujeres, que hayan aceptado esta unión y Fe, podrán optar por ser enterrados en Iglesias Católicas, contraer Matrimonio con Católicos, pero según el Rito de los Católicos Latinos, y disfrutar y utilizar todos los beneficios, inmunidades y libertades que otros Católicos, tanto laicos como Clérigos, poseen y disfrutan en dicho reino. Que nadie, por tanto... Si alguien, sin embargo...
FIN.
Traducción tomada de Decrees of the Ecumenical Councils, ed. Norman P. Tanner
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