De hecho, está dirigido a Bergoglio y a su motu proprio “Ad theologiam promovendam” del 1 de noviembre de 2023, y debía abordarse en una segunda parte de esta obra, planificada e iniciada, pero nunca finalizada. Sin embargo, dado que Robert Prevost ha declarado repetidamente su compromiso de continuar con la “iglesia sinodal” en el “espíritu de Bergoglio”, y dado que el texto aborda muchas funciones fundamentales de la “iglesia conciliar” de la humanidad, conserva su validez y relevancia. Por lo tanto, nos complace poder publicarlo aquí póstumamente (publicación original en alemán aquí).
Ya no es posible ignorar que esta iglesia artificial está en caída libre. Si bien su doctrina se ha evaporado hace tiempo en el nirvana modernista, su moralidad finalmente sigue el mismo camino.
Por supuesto, este fenómeno debería ser evidente para un católico, pues corresponde a la naturaleza misma de la Iglesia Católica. Además, los últimos avances de Bergoglio lo han hecho inconfundible; tan inconfundible, de hecho, que incluso un ciego puede verlo, como dice el dicho.
La nueva “iglesia sinodal” de Bergoglio —aunque esta iglesia artificial siempre fue, por supuesto, “sinodal”, pero inicialmente cautelosa, expectante y con una “conciencia” que fue cambiando gradualmente— muestra el verdadero rostro de esta “iglesia” artificial a quien quiera verla.
I. Abriendo la trampilla
Ya no es posible ignorar que esta iglesia artificial está en caída libre. Si bien su doctrina se ha evaporado hace tiempo en el nirvana modernista, su moralidad finalmente sigue el mismo camino.
Por supuesto, este fenómeno debería ser evidente para un católico, pues corresponde a la naturaleza misma de la Iglesia Católica. Además, los últimos avances de Bergoglio lo han hecho inconfundible; tan inconfundible, de hecho, que incluso un ciego puede verlo, como dice el dicho.
La nueva “iglesia sinodal” de Bergoglio —aunque esta iglesia artificial siempre fue, por supuesto, “sinodal”, pero inicialmente cautelosa, expectante y con una “conciencia” que fue cambiando gradualmente— muestra el verdadero rostro de esta “iglesia” artificial a quien quiera verla.
Esta “iglesia” es un mero collage del llamado mundo moderno, intercalado con algunos fragmentos cristianos. No, ya no se encuentra nada divino en ella, sino solo fragmentos coloridos de actividad mundana neopagana, y eso es lo que llaman “teología moderna” o “iglesia sinodal”.
Aunque es de temer que la mayoría de los Tradis están tan cegados que ya ni siquiera son capaces de interpretar correctamente estos últimos avances de Roma, al menos algunos están despertando de su letargo de la Bella Durmiente y se dan cuenta de que su castillo no sobrevivió ileso, como en un cuento de hadas, porque la magia se esfuma con la decadencia, convirtiéndose en ruinas en el proceso. ¡Absolutamente todo lo que pudiera recordar remotamente la Fe Católica ha sido eliminado! Sin embargo, como todavía hay suficientes personas espiritualmente ciegas, debe repetirse constantemente: esta nueva “iglesia sinodal” ya no se define por Dios y la Revelación —en última instancia, los feligreses artificiales, que son todos modernistas o incluso posmodernistas, no creen en la Revelación divina—, sino en la humanidad. En consecuencia, esta “iglesia” no sirve a Dios, sino simplemente a la humanidad.
Su dogma fundamental es la adaptación constante al mundo moderno y a la ciencia moderna. Para ello, los modernistas emplearon inicialmente un truco fácil de descifrar: afirmaban que la fe y la ciencia tenían cada una sus propios “campos de conocimiento”, de modo que no podían interferir entre sí. La fe modernista es, después de todo, irracional; surge del sentimiento humano, que supuestamente sigue leyes completamente diferentes a las de la razón y, por ende, de la ciencia.
Tal separación, sin embargo, es simplemente un engaño primitivo para todos esos guías ciegos de ciegos, y es obviamente insostenible en la práctica. Después de todo, existen muchos ámbitos en los que ambas partes —la fe y la ciencia— no solo se interrelacionan, sino que también se permean mutuamente. Pero si ese es el caso, ¿quién tiene la última palabra? ¿Quién decide en última instancia qué es verdad y qué no en estos ámbitos, que pueden ampliarse a voluntad?
San Pío X ya señala en su encíclica “Pascendi” contra el modernismo:
Aunque es de temer que la mayoría de los Tradis están tan cegados que ya ni siquiera son capaces de interpretar correctamente estos últimos avances de Roma, al menos algunos están despertando de su letargo de la Bella Durmiente y se dan cuenta de que su castillo no sobrevivió ileso, como en un cuento de hadas, porque la magia se esfuma con la decadencia, convirtiéndose en ruinas en el proceso. ¡Absolutamente todo lo que pudiera recordar remotamente la Fe Católica ha sido eliminado! Sin embargo, como todavía hay suficientes personas espiritualmente ciegas, debe repetirse constantemente: esta nueva “iglesia sinodal” ya no se define por Dios y la Revelación —en última instancia, los feligreses artificiales, que son todos modernistas o incluso posmodernistas, no creen en la Revelación divina—, sino en la humanidad. En consecuencia, esta “iglesia” no sirve a Dios, sino simplemente a la humanidad.
Fe y ciencia
Su dogma fundamental es la adaptación constante al mundo moderno y a la ciencia moderna. Para ello, los modernistas emplearon inicialmente un truco fácil de descifrar: afirmaban que la fe y la ciencia tenían cada una sus propios “campos de conocimiento”, de modo que no podían interferir entre sí. La fe modernista es, después de todo, irracional; surge del sentimiento humano, que supuestamente sigue leyes completamente diferentes a las de la razón y, por ende, de la ciencia.
San Pío X ya señala en su encíclica “Pascendi” contra el modernismo:
“Se engañaría muy mucho el que creyese que podía opinar que la fe y la ciencia por ninguna razón se subordinan la una a la otra; de la ciencia sí se podría juzgar de ese modo recta y verdaderamente; mas no de la fe, que, no sólo por una, sino por tres razones está sometida a la ciencia. Pues, en primer lugar, conviene notar que todo cuanto incluye cualquier hecho religioso, quitada su realidad divina y la experiencia que de ella tiene el creyente, todo lo demás, y principalmente las fórmulas religiosas, no sale de la esfera de los fenómenos, (* = lo perceptible por los sentidos) y por eso cae bajo el dominio de la ciencia. Séale lícito al creyente, si le agrada, salir del mundo; pero, no obstante, mientras en él viva, jamás escapará, quiéralo o no, de las leyes, observación y fallos de la ciencia y de la historia. Además, aunque se ha dicho que Dios es objeto de sola la fe, esto se entiende tratándose de la realidad divina y no de la idea de Dios. Esta se halla sujeta a la ciencia, la cual, filosofando en el orden que se dice lógico, se eleva también a todo lo que es absoluto e ideal (* = el ámbito de las ideas y los conceptos). Por lo tanto, la filosofía o la ciencia tienen el derecho de investigar sobre la idea de Dios, de dirigirla en su desenvolvimiento y librarla de todo lo extraño que pueda mezclarse... (Papa Pío X, Pascendi Dominici gregis, n.16, 18 de noviembre de 1907)
El rechazo de la obediencia a la Fe
Así que, en definitiva, es la “ciencia” la que decide, porque según los modernistas, el concepto de Dios está sujeto a esta “ciencia”. Esto es, por supuesto, una construcción de pensamiento extremadamente extraña, que se opone directamente al origen divino de la Fe, de modo que cualquier persona con un nivel de razonamiento, incluso mediocre, puede reconocer de inmediato lo que queda de la “fe divina”: ¡nada! Como afirma San Pío X:
“Por lo tanto, la filosofía o la ciencia tienen el derecho de investigar sobre la idea de Dios, de dirigirla en su desenvolvimiento y librarla de todo lo extraño [= divino] que pueda mezclarse”.
De hecho, solo unos vestigios de Tradición extremadamente lamentables han ocultado este hecho de forma bastante deficiente durante las últimas décadas. A pesar de los numerosos cambios, aún existían algunos tabúes que la gente creía debidos a la Fe “católica”, sin perder prestigio por completo. En el ámbito religioso, estos tabúes desaparecieron con bastante rapidez, dejando solo unos pocos en la práctica sacramental y la moral. Estas hojas de parra bastaron para que los conservadores siguieran imaginando que podían seguir actuando como Iglesia con total tranquilidad, porque Roma los respaldaba. Un engaño bastante primitivo, pero muy exitoso.
Los Papas Gregorio IX, Pío IX y Pío X sobre la Fe y la ciencia
Todo católico podría saber, más aún, debería saber, que esto solo significaba que todo estaba fundamentalmente perdido, porque San Pío X ya lo había señalado en su encíclica Pascendi Dominici gregis:
De aquí el axioma de los modernistas: “la evolución religiosa ha de ajustarse a la moral y a la intelectual”; esto es, como ha dicho uno de sus maestros, “ha de subordinarse a ellas”.
Añádase, en fin, que el hombre no sufre en sí la dualidad; por lo cual el creyente experimenta una interna necesidad que le obliga a armonizar la fe con la ciencia, de modo que no disienta de la idea general que la ciencia da de este mundo universo. De lo que se concluye que la ciencia es totalmente independiente de la fe; pero que ésta, por el contrario, aunque se pregone como extraña a la ciencia, debe sometérsele.
Todo lo cual, venerables hermanos, es enteramente contrario a lo que Pío IX, nuestro predecesor, enseñaba cuando dijo: “Es propio de la filosofía, en lo que atañe a la religión, no dominar, sino servir; no prescribir lo que se ha de creer, sino abrazarlo con racional homenaje; no escudriñar la profundidad de los misterios de Dios, sino reverenciarlos pía y humildemente”. Los modernistas invierten sencillamente los términos: a los cuales, por consiguiente, puede aplicarse lo que ya Gregorio IX, también predecesor nuestro, escribía de ciertos teólogos de su tiempo: “Algunos entre vosotros, hinchados como odres por el espíritu de la vanidad, se empeñan en traspasar con profanas novedades los términos que fijaron los Padres, inclinando la inteligencia de las páginas sagradas... a la doctrina de la filosofía racional, no fiara algún provecho de los oyentes, sino para ostentación de la ciencia... Estos mismos, seducidos por varias y extrañas doctrinas, hacen de la cabeza cola, y fuerzan a la reina a servir a la esclava”.
El dogma básico del modernismo
Esto último llega al meollo del asunto: los modernistas dan vuelta todo y obligan a la reina a servir a la esclava; es decir, colocan “las ciencias”, que siempre tratan del conocimiento humano, por encima de la teología, que se basa en la Revelación Divina y, por ende, en el Conocimiento Divino. Entonces, “las ciencias” pueden, y de hecho, deben eliminar y modificar todo lo ajeno a ellas, todo lo divino que pudiera haberse infiltrado a través de la Fe. Como ya se mencionó, este dogma fundamental del modernismo, que elimina todo lo divino, solo fue encubierto por restos de Tradición extremadamente lamentables. Y ese pequeño encubrimiento fue suficiente para engañar a las masas.
Resulta sumamente extraño que los llamados tradicionalistas, que han tomado como bandera la preservación de la Tradición Católica, se muestren en gran medida reacios a reconocer este hecho hasta el día de hoy, razón por la cual solo son capaces de realizar retoques en su lucha contra el modernismo. De alguna manera, sus vacilaciones teológicas serían divertidas si no fueran tan graves.
En cualquier caso, es un hecho inequívoco: esta “iglesia” no conoce dogmas garantizados por Dios; solo conoce las opiniones en constante cambio de sus “teólogos”, quienes, a su vez, deben buscar constantemente los últimos “hallazgos” de la “ciencia moderna”. Este, pues, es el fundamento teórico, doctrinal, o mejor dicho, herético, de esta iglesia artificial.
Del dogma a la formación de opinión
Este cambio radical de paradigma del dogma católico a la formación de opiniones teológicas tuvo lugar durante el llamado concilio Vaticano II.
Alexander Brüggemann reflexionó recientemente sobre esto, aunque él mismo no se dio cuenta. En su artículo “El Santo Oficio ha causado graves daños a la Iglesia – Hace 60 años: El cardenal Frings ataca airadamente a la Curia Romana” (Das Heilige Offizium habe der Kirche schweren Schaden zugefügt – Vor 60 Jahren: Kardinal Frings greift wütend die römische Kurie an), afirma:
El 8 de noviembre de 1963, hace 60 años, Frings lanzó un ataque frontal contra el Santo Oficio, precursor de la autoridad vaticana sobre la fe, en un furioso discurso en latín. Su líder, Alfredo Ottaviani (1890-1979), estaba prácticamente furioso: 'Altissime', es decir, con la voz más alta, debía protestar contra los insultos dirigidos a su cargo.
La “hora cumbre del concilio”
Esta intervención de Frings, que sin duda estaba planeada, es considerada por los modernistas como el momento más brillante del Concilio, por así decirlo, porque significó que todos los planes preparatorios elaborados con tanto esmero por el Santo Oficio fueron arrojados sumariamente a la papelera, y los modernistas pudieron sacar a la luz sus nuevos planes con su sombrero mágico.
Joseph Frings
Fue quizás el momento decisivo del Concilio: el arzobispo de Colonia, de 76 años y casi ciego, subió al atril, solo para violar masivamente una ley no escrita de siglos de antigüedad en medio de la Basílica de San Pedro: ¡El Santo Oficio no debe ser criticado!
Lo que Frings hizo entonces fue, en última instancia, monstruoso, de hecho imposible para un católico, incluso si lo que Brüggemann afirma aquí es, por supuesto, falso con respecto al concilio. Los textos preparatorios del Santo Oficio fueron, después de todo, simplemente la base de trabajo para el concilio y no documentos doctrinales acabados. Pero si la base de trabajo se formuló desde la fe católica, eso es algo completamente diferente a si está plagada de herejías modernistas. De hecho, más aún, si uno abandona el lenguaje escolástico de los teólogos, que se ha formado a lo largo de siglos, y presenta creaciones lingüísticas completamente nuevas a un público asombrado, entonces, sin duda, ya se está en una pendiente muy resbaladiza y al borde de la caída libre. Porque, con la mejor voluntad del mundo, los padres conciliares ya no podrían hacer católicos tales textos, contaminados por el modernismo. Tales textos solo podían ser arrojados a la basura y quemados.
El consejo editorial de los antiguos esquemas
Lo que realmente fue arrojado a la papelera y quemado en el Olimpo modernista es descrito brevemente por Roberto de Mattei en su extenso tratado “El Concilio Vaticano II”:
La estrategia de De Gasperi, quien había iniciado el giro político hacia la izquierda en Italia, se topó con una férrea resistencia por parte del “partido romano”, término empleado por Andrea Riccardi para describir la corriente eclesiástica cuyo representante más activo en la década de 1950 fue monseñor Roberto Ronca. La carrera eclesiástica de monseñor Ronca fue paralela a la de monseñor Giovanni Battista Montini, a quien había sucedido como asistente de la FUCI (Federazione Universitaria Cattolica Italiana); y, como en el caso de Siri, su visión de la Iglesia y la sociedad era antitética a la de Montini, a quien acusaba de tener una “sensibilidad modernista”. Con tan solo 32 años, Ronca fue nombrado rector del Pontificio Seminario Mayor de Roma y, durante su rectorado (1933-1948), formó a cientos de estudiantes para el sacerdocio. Durante una década (1946-1955), promovió y dirigió la “Unione Nazionale Civiltà Italica”, un movimiento católico, cívico-político y anticomunista que se distinguió por sus contribuciones educativas y propagandísticas antes, durante y después de la campaña electoral del 18 de abril de 1948. Tras la victoria del 18 de abril, Ronca fue elevado a la dignidad episcopal con el título de arzobispo de Lepanto el 21 de junio de 1948. En la década de 1950, el “Partido Romano” de Ronca fue la expresión organizada de la Curia, o al menos de aquella parte de ella que se mantuvo supremamente fiel a las directrices de Pío XII.
En torno a la Curia se formó un movimiento teológico de alto nivel, cuya voz más autorizada fue la revista Divinitas, editada por Monseñor Antonio Piolanti, Rector de la Universidad Lateranense. A pesar de su privilegiada relación con la Universidad Lateranense, Divinitas recogió las contribuciones de destacados teólogos romanos de diversas Órdenes Religiosas, colegios y universidades. Muchos de ellos estaban asociados a la Congregación del Santo Oficio y se convirtieron en miembros y consultores de la Comisión Teológica Preparatoria del Concilio. Su punto de referencia común fue la filosofía tomista, reiterada en la encíclica Aeterni Patris de León XIII e impartida en la Universidad Lateranense por conferenciantes de renombre internacional como el Padre Estigmatino Cornelio Fabro y el ya mencionado Antonio Piolanti, fundador de los congresos internacionales sobre Santo Tomás de Aquino.
El número de profesores lateranenses que participaron en los trabajos de la fase preconciliar fue considerable. Muchos profesores formaron parte de la Comisión Teológica Preparatoria y de otras comisiones, entre ellos, además del rector Piolanti y el padre Fabro, monseñor Ugo Lattanzi, los padres Umberto Betti y Agostino Trape del Instituto Patrístico Medieval, monseñor Salvatore Garofalo, don Roberto Masi, monseñor Francesco Spadafora, el padre Charles Boyer y otros.
Entre los colegios, universidades católicas y facultades eclesiásticas encuestadas en preparación para el concilio, el voto de la Universidad Lateranense destacó, no solo por su calidad, sino también por su extensión (273 páginas) y por el número de personas que contribuyeron a su redacción (27 profesores de las facultades de Teología, Derecho Canónico y Filosofía). La revista Divinitas, bajo la dirección de Piolanti, también publicó dos números especiales dedicados al próximo concilio. El primero, publicado en 1961 bajo el título de Magisterium et theologia, reafirmó el papel del Magisterio de la Iglesia; el segundo, titulado Symposium theologicum de Ecclesia Christi, se publicó en 1962 y tenía como objetivo “rechazar los errores que circulaban, incluso en el campo de la teología católica, e iluminar el camino hacia una solución justa” (Roberto de Mattei, El Concilio Vaticano II, p. 168 y sigs.)
Detrás de estos “viejos” planes del concilio se encontraba toda la élite de la “vieja” Iglesia, que estaba estrechamente vinculada al Santo Oficio, como debería ser evidente para un erudito católico.
Aplausos para los partidarios de los no católicos
La iniciativa de Frings, sin embargo, tuvo en última instancia una intención bastante pérfida: quería minimizar la influencia del Santo Oficio al máximo, al menos durante el concilio, si no eliminarlo por completo, lo que, por supuesto, habría sido la opción preferida de los modernistas. Brüggemann continúa, con total ingenuidad:
Y Frings se lanzó con todas sus fuerzas: la máxima autoridad del Vaticano, sucesora de la Inquisición medieval, había causado graves daños a la Iglesia y era una molestia para los no católicos. Se condenaba a los eruditos ortodoxos sin ser escuchados; se prohibían libros de teología sin justificación. Los aplausos estallaron en el Aula del Concilio, y el desairado jefe de la autoridad, Ottaviani, luchó visiblemente por mantener la compostura.
“La siniestra comedia de los tres mil hombres”…
Frings se entregó por completo, pues con esto formuló nada menos que la revolución modernista, y los aplausos en la sala conciliar demostraron que la gran mayoría de cardenales y obispos estaban preparados para ello. No solo habían abandonado la fe católica con el “concilio”, sino que entraron en esta asamblea de 2.500 obispos ya, al menos, afectados por el modernismo. Cuando Montini, el 13 de noviembre de 1964, hacia el final de la tercera sesión del “concilio”, se quitó la tiara y la colocó en el “altar conciliar” de una manera altamente simbólica y, además, honesta —ya no era el Papa de la Iglesia Católica, sino simplemente la cabeza de la nueva iglesia hecha por el hombre—.
Monseñor Antonio pintó la siguiente imagen realista del “concilio”: “Una comedia siniestra de tres mil hombres inútiles, que, con su cruz de oro en el pecho, no creen en la Trinidad ni en la Virgen María, al menos algunos de ellos”. En consonancia con esto, uno de los patriarcas orientales llamó a esta siniestra comedia de tres mil hombres “una reunión de solteros” .
¿Un ataque sin precedentes a las prácticas tradicionales?
Alexander Brüggemann está lejos de tales ideas; explica el propósito del discurso de Frings del siguiente modo:
El ataque tuvo dos vertientes: también, y sobre todo, se centró en la pretensión de Ottaviani de que su Comisión Teológica decidiera sobre la legalidad e ilegalidad de las decisiones del Concilio; en otras palabras, colocar a la Curia por encima de la autoridad del Concilio y de los obispos reunidos de la Iglesia universal. Fue esta inminente incapacitación de los padres conciliares lo que impulsó a Frings —uno de los doce presidentes de la asamblea— a lanzar su ataque sin precedentes contra las prácticas tradicionales de vigilancia del Vaticano.
Esto, por supuesto, es un completo disparate, pues malinterpreta por completo el trabajo propio de un concilio y lo caricaturiza desde una perspectiva modernista. Cualquiera con un conocimiento, incluso rudimentario, de la historia de la Iglesia sabe que el Santo Oficio en un concilio no decide sobre la legalidad o ilegalidad de las decisiones del mismo, sino que simplemente guía el proceso teológico hacia el descubrimiento de la verdad divina.
Lo necesario que es esto, especialmente en un concilio, lo sabe cualquier laico, incluso con una formación rudimentaria, que haya estudiado la historia de los concilios, y en especial la de este “concilio”. Pues los padres conciliares nunca estuvieron tan privados de derechos como en este concilio, pues la mafia modernista se había apoderado de todo, por así decirlo, de la noche a la mañana; y en este sentido, estaba claro desde el principio qué brebaje diabólico surgiría de este “concilio”. Naturalmente, teólogos modernistas como Hans Küng, Yves Congar, Joseph Ratzinger, Karl Rahner, etc., privaron por completo de sus derechos a los obispos, razón por la cual esta ilustre asamblea recibió el acertado nombre de “Concilio de Profesores”.
Sorpresivo golpe de Estado en el Vaticano
En su tratado sobre “El Concilio Vaticano II”, Roberto de Mattei también menciona este acontecimiento, aunque, a diferencia de Alexander Brüggemann, arroja luz sobre el trasfondo revolucionario:
Sin embargo, al inicio de la sesión, se produjo un golpe de efecto sorpresa: el cardenal Achille Lienart, obispo de Lille, uno de los nueve presidentes de la Asamblea, se dirigió al cardenal Tisserant, quien presidía la sesión, y le dirigió en voz baja las siguientes palabras: “Eminencia, es realmente imposible votar de esta manera sin saber si hay candidatos más cualificados. Si me permite, le pido la palabra”. “Eso es imposible -respondió Tisserant- El orden del día no prevé un debate. Simplemente nos hemos reunido para votar; no puedo darle la palabra”.
La respuesta del cardenal Tisserant se ajustó al reglamento, ya que la Congregación se había reunido para elegir, no para decidir si se celebrarían elecciones. Sin embargo, el arzobispo de Lille, insatisfecho con esto, tomó el micrófono y leyó un texto en el que afirmaba que los padres aún no conocían a todos los candidatos en cuestión y que era necesario consultar a las conferencias episcopales nacionales antes de poder elegir las comisiones. “Dado que actualmente existen 42 conferencias episcopales en el mundo, enumeradas en el Anuario Pontificio, solicitamos a los presidentes de estas conferencias que convoquen a sus miembros y les pidan los nombres de los colegas que recomiendan como idóneos para formar parte de las comisiones”.
Mientras algunos aplausos estallaban en la asamblea, el cardenal Frings se levantó del estrado presidencial. Declaró que también hablaba en nombre de los cardenales Döpfner y König y expresó firmemente su apoyo a la petición de su colega francés. Los aplausos se intensificaron, y el cardenal Tisserant sugirió clausurar la sesión e informar al Santo Padre del incidente. En sus memorias, el cardenal Suenens enfatizó la trascendencia revolucionaria de este incidente: “¡Fue un golpe afortunado y una audaz violación de las reglas! ... El destino del Concilio se decidió en gran medida en ese momento. Juan XXIII se sintió complacido por ello”.
La “guerra relámpago” había sido cuidadosamente coordinada. Durante la noche del 12 al 13 de octubre, Monseñor Garrone y Monseñor Ancel prepararon un texto en el Seminario Francés de Santa Clara, que luego fue entregado al Cardenal Joseph-Charles Lefebvre, Arzobispo de Bourges, para que este, a su vez, lo enviara al Cardenal Lienart, quien lo leería al comienzo de la Congregación General. El Cardenal Lefebvre se lo entregó a Lienart la mañana del 13, al entrar en la Basílica de San Pedro. (Ibid., pág. 230 y sig.)
¡Actualizar!
Así, el concilio estuvo en manos de los modernistas desde el principio, lo cual, a su vez, solo fue posible gracias a la colaboración de Roncalli, alias “Juan XXIII”. Desde el principio, dejó claro lo que esperaba de este concilio: el gran aggiornamento, la adaptación de la Iglesia al mundo. En su discurso inaugural, ya se opuso a los “profetas de la fatalidad” —¡refiriéndose a los católicos realistas de la salvación!— y se alineó explícitamente con los ilusionistas de la salvación modernistas, cuya teología se describe mejor en la canción de Carnaval: "Todos vamos al cielo".
¡Despejen el camino!
Al mismo tiempo, Roncalli había identificado la clave hermenéutica de este engaño primitivo: “Una cosa es el depositum fidei, o las verdades contenidas en la doctrina que debe venerarse, y otra, la manera en que se proclaman...”. En sí mismo, Roncalli estaba profiriendo una simple obviedad con la que todo pastor se ha enfrentado durante siglos, pero en el contexto de un “concilio”, se convirtió en un arma explosiva extremadamente eficaz para pulverizar o incluso atomizar la doctrina.
Pues un verdadero concilio de la Iglesia no es un sermón excesivamente largo, sino un órgano del magisterio infalible de la Iglesia. Como tal, existe para exponer y consolidar la doctrina católica, defenderla de las herejías actualmente rampantes y, más allá de eso, proteger la disciplina en peligro y salvaguardarla de la decadencia. En este sentido, habría habido mucho que hacer en el llamado concilio Vaticano II. ¡Pero eso era precisamente lo que Roncalli, o mejor dicho, sus partidarios, no querían! Más bien, querían abrir la trampilla ya desbloqueada y despejar el camino para la caída libre.
Sin duda, vale la pena mencionarlo: Los textos que finalmente produjo este concilio no son aptos para ser leídos desde el púlpito como un sermón. Con semejante parloteo enrevesado, ninguno de los oyentes entendería nada, sino que simplemente esperarían con aburrimiento hasta que el predicador finalmente dijera “Amén”. Esto resulta extraño, considerando la intención específica de formular la doctrina católica de una manera universalmente comprensible.
En un eufemismo que malinterpretaba por completo la gravedad apocalíptica de los tiempos, y que incluso podría calificarse de malicioso, Roncalli dijo en su discurso inaugural:
Sin duda, vale la pena mencionarlo: Los textos que finalmente produjo este concilio no son aptos para ser leídos desde el púlpito como un sermón. Con semejante parloteo enrevesado, ninguno de los oyentes entendería nada, sino que simplemente esperarían con aburrimiento hasta que el predicador finalmente dijera “Amén”. Esto resulta extraño, considerando la intención específica de formular la doctrina católica de una manera universalmente comprensible.
En un eufemismo que malinterpretaba por completo la gravedad apocalíptica de los tiempos, y que incluso podría calificarse de malicioso, Roncalli dijo en su discurso inaugural:
En nuestro tiempo, sin embargo, la Esposa de Cristo prefiere usar la medicina de la misericordia más que la de la severidad. Ella quiere venir al encuentro de las necesidades actuales, mostrando la validez de su doctrina más bien que renovando condenas ... En tal estado de cosas, la Iglesia Católica, al elevar por medio de este Concilio Ecuménico la antorcha de la verdad religiosa, quiere mostrarse madre amable de todos, benigna, paciente, llena de misericordia y de bondad para con los hijos separados de ella.
El día del discurso inaugural de Roncalli, el cardenal Siri anotó en su diario: “Escuché poco del discurso del Papa: pero en lo poco que escuché, inesperadamente tuve la oportunidad de hacer un acto significativo de obediencia espiritual”.
Giuseppe Siri
¿Obediencia espiritual?
Así, Siri escribe en su diario que había realizado un acto significativo de “obediencia espiritual”.
“Obediencia espiritual” no es un término teológico, sino espiritual. Quizás el cardenal Siri intuyó entonces que el término “obediencia teológica” habría sido erróneo, que no habría descrito con veracidad ni precisión la obediencia que había mostrado a su “papa” tras este discurso. Pensó que se trataba de una “obediencia espiritual”, pero, en realidad, era una obediencia irracional y carismática.
Todos los conservadores y tradicionalistas siguen su ejemplo. Están completamente convencidos de que obedecen a su “papa”, pase lo que pase, con “obediencia espiritual”. Para los conservadores, esta “obediencia espiritual” es más carismática, mientras que para los lefebvrianos, es naturalista y minimalista. En otras palabras, transforman sistemáticamente el Magisterio infalible de la Iglesia en un oficio vacío, que deben supervisar, revisar y corregir constantemente según su Tradición.
Esta obediencia puede adquirir diversos matices, pero no puede llegar a ser teológica, es decir, sobrenatural. Para ello, es necesario creer en el Magisterio ordinario e infalible.
Roncalli ciertamente contaba con este significativo acto de “obediencia espiritual” de sus oyentes y de todos los católicos, pues solo así la revolución podría triunfar. Los conservadores y tradicionalistas debían mantenerse a raya; no podían bajo ninguna circunstancia desviarse del sistema. Y, de hecho, mientras los modernistas lo destruían todo sistemáticamente, los conservadores guardaron silencio obedientemente en un significativo acto de “obediencia espiritual” a su “papa”, ¡y lo hacen hasta el día de hoy, a pesar de Bergoglio!
Todos los conservadores y tradicionalistas siguen su ejemplo. Están completamente convencidos de que obedecen a su “papa”, pase lo que pase, con “obediencia espiritual”. Para los conservadores, esta “obediencia espiritual” es más carismática, mientras que para los lefebvrianos, es naturalista y minimalista. En otras palabras, transforman sistemáticamente el Magisterio infalible de la Iglesia en un oficio vacío, que deben supervisar, revisar y corregir constantemente según su Tradición.
Esta obediencia puede adquirir diversos matices, pero no puede llegar a ser teológica, es decir, sobrenatural. Para ello, es necesario creer en el Magisterio ordinario e infalible.
Roncalli ciertamente contaba con este significativo acto de “obediencia espiritual” de sus oyentes y de todos los católicos, pues solo así la revolución podría triunfar. Los conservadores y tradicionalistas debían mantenerse a raya; no podían bajo ninguna circunstancia desviarse del sistema. Y, de hecho, mientras los modernistas lo destruían todo sistemáticamente, los conservadores guardaron silencio obedientemente en un significativo acto de “obediencia espiritual” a su “papa”, ¡y lo hacen hasta el día de hoy, a pesar de Bergoglio!
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