Preámbulo necesario: una palabra nacida del dolor
Las palabras que siguen no son un ejercicio de crítica fría ni distante. La realidad es que nacen del dolor y la tristeza de ver cómo una obra que fue fecunda para la diócesis y para tantas vocaciones ha sido desfigurada y prácticamente destruida. No se trata tampoco de rencor, sino de responsabilidad: lo que ocurre con nuestro seminario debe ser conocido, el mal parece haberse hecho con premeditación.
Al inicio de su gobierno, el obispo de San Luis, Mons. Gabriel B. Barba, se presentó como un “padre” dispuesto a escuchar, acompañar y cuidar el corazón de la diócesis: su seminario. Con el paso del tiempo, sin embargo, los hechos mostraron lo contrario. Quien se había proclamado “pastor” se reveló como un lobo que dispersa el rebaño, minando la confianza, rompiendo la comunidad y dejando heridas profundas en quienes habían entregado su vida al llamado de Dios.
Repito, dar testimonio de esto es doloroso, pero necesario. Sólo sacando a la luz el camino de decadencia y manipulación podrá algún día recuperarse la verdad de lo que fue un semillero de santidad y fecundidad para toda la Iglesia.
El origen de una obra fecunda
La diócesis de San Luis no contaba con seminario propio hasta la llegada de Mons. Juan Rodolfo Laise (1971). Bajo su impulso se fundó el Seminario San Miguel Arcángel, inicialmente en sede transitoria y trasladado luego a El Volcán en 1982. Con este gesto, Laise no sólo dotó a la joven diócesis de una casa de formación propia, sino que sembró las bases de un verdadero renacimiento vocacional: muchos jóvenes de la provincia y, en su mayoría, de provincias vecinas podían formarse bajo la impronta espiritual y pastoral del obispo y sus colaboradores.
Gracias a esta decisión estratégica, San Luis pasó a ser una de las diócesis con mayor proporción de sacerdotes respecto de su población, fenómeno que suscitó interés incluso fuera de Argentina. El seminario, con su régimen de vida estable, su disciplina clara y la selección cuidadosa de formadores, se convirtió en un referente de fecundidad vocacional en el país, uno de los pocos seminarios sólidos de la Argentina.
Un giro en el rumbo
El panorama cambió con la asunción de Mons. Gabriel Barba. Bajo su gobierno, el seminario comenzó un proceso de dilución progresiva. Los indicios de esta transformación, o mejor, deformación, se pueden enumerar, aunque no de manera exhaustiva, de la siguiente manera:
● La remoción de buenos formadores —sacerdotes, laicos y religiosas— sustituidos por “formadores” externos, cercanos a la línea progresista del obispo;
● el nombramiento de un rector carente de la formación suficiente, pero maleable a lineamientos ideológicos;
● la injerencia indebida sobre la conciencia de los seminaristas;
● la sugerencia de evitar contactos con grupos o movimientos eclesiales de perfil católico (porque el progresismo no es católico, es una herejía);
● el desplazamiento de la formación intelectual y espiritual a favor de apostolados desordenados (en las redes sociales, por ejemplo), que impedían la estabilidad necesaria para madurar la vocación.
Este conjunto de medidas derivó en un clima de desorientación y desgaste vocacional. Lo que antes era un semillero pasó a ser un terreno de dispersión. El resultado es evidente: el seminario, que durante décadas tuvo decenas de seminaristas, hoy cuenta apenas con tres, (todos ingresados antes del gobierno actual) y que están en “teología”. En pocos años habrá sólo tres ordenaciones —si es que las hay— y luego, al menos durante una década, no habrá ninguna. Algo se hizo mal.
Sigamos adelante. Con la llegada de la nueva etapa episcopal, el seminario inició un giro que fue minando sus raíces. Desde el comienzo se percibió destrato e indiferencia hacia quienes habían sostenido la obra: pasó un largo tiempo hasta que el nuevo obispo se reuniera con los formadores, y cuando lo hizo, no les dio la palabra ni los consultó sobre el seminario y su futuro, sino que se limitó a decir que era “hermoso tener un seminario” y que no pensaba introducir cambios. Sin embargo, lo que ocurrió a posteriori fue exactamente lo contrario: por mandato del obispo, el nuevo rector comunicó a todos los formadores que quedaban desligados de la tarea y el plan de formación fue reestructurado.
Se apartó así a sacerdotes, religiosos y laicos de larga trayectoria y se los reemplazó por otros perfiles más maleables, incluso con acompañamientos externos o virtuales, carentes de experiencia en la formación sacerdotal. Y cuando decimos “carentes de experiencia en formación” no se trata solo de falta de años en la tarea, en la práctica no formaban: sólo instruían en cuestiones útiles a una “pastoral de periferias”, sin verdadero cultivo de la inteligencia ni del espíritu. El seminario dejó así de ser una escuela integral de vida y doctrina, para convertirse en un espacio de adiestramiento funcional, incapaz de forjar la hondura interior que exige el sacerdocio.
Un ejemplo claro, que pinta de cuerpo entero esa falta de visión, es la eliminación de la Metafísica —piedra angular de la filosofía y de la teología— como materia en el plan de estudios; y en su lugar se incluyeron áreas de comunicación y pastoral. Con ello, se perdió el rigor intelectual que debía sostener toda la formación, sustituyéndolo por contenidos secundarios que distraen más que edifican. Los nuevos sacerdotes serán muy capaces de “comunicarse”, tal vez serán youtubers o instagramer, pero no sabrán pensar.
La disciplina —que es indispensable para formar la voluntad— fue otra de las cosas que se modificó y se relajó hasta casi desaparecer. En el primer año de gestión del nuevo rector, la disciplina prácticamente no existió: el ambiente fue un caos, un descontrol, al punto que luego tuvieron que dar un volantazo de emergencia para evitar un desmadre mayor. A esto se sumó el uso irrestricto de teléfonos celulares y la posibilidad de salir y entrar del seminario sin pedir autorización: casi un hotel; solo se les obligaba a asistir a clase. Hubo también por esa época un grupo de seminaristas, recién ingresados, que abrieron cuentas en redes sociales (Instagram) para promocionar la vida del seminario. Ese esfuerzo por mostrar una imagen pública, propia de una cultura superficial, ¿acaso no sustituyó en muchos momentos la tarea íntima y esencial de la formación? Esa cuenta dejó de funcionar… por falta de seminaristas que la administren.
Se cambió también el nombre histórico de la casa. Aunque el nuevo título honra a San José, reemplazar “San Miguel Arcángel” fue simbólico: cuando se quiere borrar una tradición, se comienza por el nombre. A esto se sumó el traslado de El Volcán al ex monasterio benedictino de El Suyuque, un gesto que, más allá de lo práctico, desligó al seminario de su memoria vocacional, tratando de “resetear” su identidad.
En conjunto, estas decisiones muestran no sólo una práctica de gobierno distinta, sino una voluntad de ruptura con la memoria formativa que había sostenido la diócesis.
El contraste con el Magisterio
La crisis del Seminario de San Luis no puede analizarse aisladamente: debe ponerse a la luz de lo que la Iglesia ha enseñado sobre la importancia de los seminarios. Aquí dejamos las ideas centrales de algunos documentos:
● Vaticano II, Optatam totius, recuerda que la renovación de la Iglesia depende en gran medida de la formación sacerdotal y exige formadores “de entre los mejores”, con doctrina sólida y virtud probada.
● San Juan Pablo II, Pastores dabo vobis, subraya que el seminario debe configurar al futuro sacerdote con Cristo, en un equilibrio de formación humana, espiritual, intelectual y pastoral.
● La Ratio Fundamentalis (2016), insiste en la necesidad de un itinerario integral, de comunidad real, de acompañamiento cercano y de respeto por la conciencia de los candidatos.
● Pío XI, Ad catholici sacerdotii (1935) advertía que la grandeza del sacerdocio exige la máxima seriedad en su preparación.
A la luz de estos documentos, lo ocurrido en San Luis muestra un camino inverso:
● se debilita el equipo formador, en lugar de fortalecerlo;
● se introduce un activismo pastoral desordenado que obstaculiza la formación integral;
● se afecta la unidad de vida del seminarista al someterlo a condicionamientos ideológicos o mediáticos;
● se rompe la continuidad histórica de un seminario fecundo, sustituyéndolo por un proyecto difuso y sin raíces.
Testimonios desde adentro
Diversas voces coinciden en señalar cómo el clima de control y manipulación afectó profundamente la vida diaria en el seminario. Los relatos destacan:
● Aislamiento forzado: se prohibía mantener contacto con seminaristas que habían sido expulsados o que se habían retirado, e incluso con sacerdotes del presbiterio local, bajo la idea de que “ninguno acompañaba al obispo”.
● Violación del foro interno: el rector expuso en público juicios escritos de antiguos formadores sobre seminaristas, forzando a revelar aspectos íntimos de la conciencia, en abierta contradicción con la confidencialidad debida.
● Sistemas de control: estructuras como la “tríada” y los “vedeles” mantenían vigilancia estricta sobre la vida cotidiana, generando un clima de desconfianza.
● Lenguaje y trato indignos: el rector se dirigía a los seminaristas con expresiones vulgares y, a veces, con un estilo humillante, impropio de un proceso vocacional.
● Manipulación y descarte: seminaristas inicialmente favorecidos eran luego marginados o humillados, tratados como instrumentos y luego desechados.
● Accesos de ira: numerosos jóvenes reportaron explosiones de enojo del rector, con gritos y agresiones verbales que marcaron negativamente la convivencia.
La realidad, lejos de generar un ambiente sano, fue la instauración de un clima de manipulación y maltrato que terminó por sofocar la vida vocacional. No es casual que muchos coincidan en afirmar que, en cualquier otro lugar y lejos de la figura que ejerció –y ejerce actualmente- el rectorado, los seminaristas estarán mejor.
Otros testimonios señalan además que este año, en medio del hermetismo que rodea al seminario, llegó a ingresar un joven que, tras un breve paso por El Suyuque, fue rápidamente enviado a otra diócesis. Este hecho derivó, al parecer, con la decisión extraoficial de cerrar el seminario y dispersar a los tres seminaristas más el que ingresó. La continuidad y la comunidad que habían sostenido la formación vocacional durante décadas quedaron interrumpidas.
Se conoce también que los tres seminaristas en “teología” -que habían ingresado antes del cambio de rector- permanecen “de gira”, trasladados uno a una parroquia de la diócesis y los otros dos a Córdoba, sin que su situación actual sea clara. La percepción general es que esta dispersión, lejos de responder a necesidades pastorales o formativas, refleja un patrón de desarticulación del seminario, debilitando la vida comunitaria y afectando seriamente la estabilidad de quienes aspiraban a la vocación sacerdotal.
Conclusión: un seminario dejado morir
Nuestro seminario no ha muerto de golpe, sino por inanición: se le quitaron los mejores formadores, se lo privó de continuidad, se dispersó a los candidatos en tareas secundarias, se debilitó la disciplina, se perdió la memoria. Todo ello ha ocurrido en San Luis bajo la tutela de Mons. Barba.
Allí donde Mons. Laise supo erigir un bastión de vocaciones, hoy encontramos un seminario exangüe, reducido a un puñado de jóvenes que ingresaron en tiempos más estables. La consecuencia no es menor: una diócesis con menos vocaciones se vuelve dependiente, envejece y pierde capacidad evangelizadora. El contraste entre el legado de Laise y la gestión actual (y utilizamos “gestión” porque parece que es una empresa) debería servir de advertencia: cuando se abandona la fidelidad al Magisterio en la formación, las vocaciones mueren, y con ellas se empobrece toda la Iglesia local.
Los pontífices han repetido incansablemente que el seminario es el corazón de la diócesis y el obispo es el primer responsable de esta tarea, pues en el cuidado y fecundidad del seminario se mide la autenticidad de su pastoreo. Si ese corazón deja de latir con fuerza, toda la vida diocesana se resiente. Un seminario floreciente es signo de fe viva; allí se refleja, como en un espejo, la vitalidad espiritual y pastoral de toda la Iglesia local. Un seminario agonizante revela la sequía espiritual de la comunidad.
En San Luis, sin embargo, con la llegada de Mons. Barba este signo de vida se fue apagando: lo que había florecido con esfuerzo y sacrificio fue dejado morir por abandono y deformación. Así, lo que debía ser fuente de esperanza para toda la diócesis se convirtió en un desierto, revelando con crudeza la infidelidad de un pastor a la misión que le fue confiada. La acedia episcopal —esa tristeza por los bienes espirituales que ya no se desean alcanzar— se traduce en malicia y en destrucción de lo que otros construyeron con fidelidad. Se invoca la “misericordia” y la “apertura”, pero en la práctica se imponen regímenes tiránicos que sofocan las vocaciones y vacían de contenido la vida eclesial.
Sin embargo, no todo está perdido. La historia enseña que Dios sabe suscitar vida nueva incluso en los momentos más oscuros. Hoy es momento de rezar con más fuerza por las vocaciones, por nuestro seminario y por la conversión del corazón de nuestro pastor. Pidamos también por nosotros, para que tanto dolor y sufrimiento, tanto maltrato e indiferencia no nos endurezca el corazón.
Confiados en la intercesión de la Virgen y de San Miguel Arcángel, pedimos que vuelva a latir con fuerza el corazón de nuestra diócesis y que nunca falten pastores santos que guíen al Pueblo de Dios.
CRISTO VENCE!
QUIS UT DEUS?
Peregrino de lo Absoluto
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