lunes, 22 de septiembre de 2025

MONSEÑOR VIGANÒ: CUJUS ÆVUM, EJUST ET RELIGIO

“De hecho, los verdaderos amigos del pueblo no son los revolucionarios ni los innovadores, sino los tradicionalistas”.
San Pío X, Notre Charge Apostolique


Por Monseñor Carlo Maria Viganò


Algunas aclaraciones tras un artículo engañoso de Blase Cupich

Recuerdo bien cuando, en 2014, Bergoglio decidió nombrar a Blase Cupich arzobispo de Chicago: fue un nombramiento totalmente suyo en el que, como nuncio apostólico, no participé en absoluto. Cuando tomó posesión de la cátedra de Chicago, inauguró su ministerio con la arrogancia y la presunción que le caracterizan, diciendo a los fieles que no podían esperar de él que fuera capaz de caminar sobre las aguas. Su pertenencia a la mafia lavanda y al círculo del depredador en serie Theodore McCarrick (junto con Wuerl, Farrell, McElroy, Gregory y Tobin, por citar solo a ellos) lo convierten en uno de los peores exponentes de la Iglesia modernista estadounidense y en un orgulloso aliado de la izquierda globalista y lgbtq+. Su nivel de corrupción y su encubrimiento de los escándalos sexuales y financieros de sus compañeros —entre ellos su predecesor Joseph Bernardin— son bien conocidos tanto por los tribunales civiles estadounidenses como por la Curia Romana. Pero sabemos bien que en la iglesia conciliar y sinodal, cuanto más corrupto y chantajeable es un prelado, más posibilidades tiene de ascender a la cima de la jerarquía, donde puede causar el mayor daño. No es casualidad que Bergoglio lo nombrara cardenal en 2016. En febrero de 2019, con motivo de la Cumbre sobre la protección de menores, convocada por Bergoglio en el Vaticano pocos meses después de la publicación de mi impactante Testimonio, fue precisamente Cupich, en su calidad de presidente de la “Comisión para la Protección de Menores” de la Conferencia Episcopal de Estados Unidos, quien deploró los acontecimientos del caso McCarrick, como si fuera un completo desconocido y no le debiera “al tío Ted” [3].

Cupich y Bergoglio, aliados y cómplices

Teniendo en cuenta el encubrimiento de notitiæ criminis del que Cupich se hizo responsable en Chicago, escucharle afirmar que “la denuncia de un delito no debería verse obstaculizada por las 'normas de secreto o confidencialidad'” resulta surrealista [4].

El pasado 3 de septiembre, en el periódico de la Arquidiócesis de Chicago, Blase Cupich [2] logró acumular una serie de vergonzosas meteduras de pata, en su intento de acusar a la Iglesia Católica de haber adulterado la pureza original de la liturgia, que el Vaticano II le habría devuelto con la reforma litúrgica de Montini. Esta es, de hecho, la nueva tarea que le han encomendado sus amos, en continuidad con las anteriores. El paso de Bergoglio a Prevost —cuya aparición en la Logia Cupich disfrutaba con satisfacción— no supuso para él ningún cambio, y mucho menos una destitución.

Cupich escribe:

En muchos sentidos, la reforma fue una recuperación de las verdades de la fe, que con el tiempo se habían visto oscurecidas por una serie de adaptaciones e influencias que reflejaban la expansión de la relación de la Iglesia con el poder secular y la sociedad. En particular, durante el período carolingio (siglos VII-IX) y barroco (siglos XVII-XVIII), se introdujeron en la liturgia numerosas adaptaciones que incorporaban elementos de las cortes imperiales y reales, transformando la estética y el significado de la liturgia. La liturgia se convirtió así más en un espectáculo que en la participación activa de todos los bautizados en la acción salvífica de Cristo crucificado.

Estos temas, propios de los ambientes protestantes, se basan notoriamente en una falsificación histórica. La idea de un crecimiento “tumoral” del ceremonial de la misa es falsa y desviada, además de temeraria y ofensiva para la Iglesia Católica Romana. También es falsa la afirmación de que el despojo de los ritos y ceremonias por parte de la llamada reforma conciliar consistió, en palabras de Cupich, en “una corrección de estas adaptaciones litúrgicas carolingias y barrocas mediante el restablecimiento del énfasis original de la liturgia en la participación activa de los laicos y en una noble sencillez. Estas reformas fueron una respuesta directa a los siglos de desarrollo que habían transformado erróneamente la misa de un evento comunitario en un espectáculo más clerical, complejo y dramático”.

Aún más falsa y temeraria es la idea de que la reforma conciliar haya permitido “recuperar las verdades de la fe”, que con el tiempo habían quedado oscurecidas, cuando es evidente que este oscurecimiento se ha logrado precisamente con el Novus Ordo, como lo demuestra incluso una comparación superficial de los dos ritos.

Las acusaciones de Cupich no hacen más que repetir lo que los herejes —especialmente los protestantes y los modernistas— ya habían sostenido, demostrando con ellos una continuidad ideológica que por sí sola basta para destruir toda credibilidad. Ya en 1794, solo cinco años después de la Revolución Francesa, el Concilio de Pistoia había echado mano del repertorio de los calvinistas, mereciendo la condena de Pío VI no solo por los errores doctrinales de ese sínodo ilegítimo, sino también por sus desviaciones en el ámbito litúrgico [5].

Según Cupich, el Vaticano II habría permitido “el restablecimiento del énfasis original de la liturgia en la participación activa de los laicos y en una noble simplicidad. Con esta afirmación, sin embargo, reivindica también el vuelco del enfoque teocéntrico (y, por tanto, cristocéntrico) de la liturgia apostólica, transformada por el concilio en expresión cultual de un auténtico cambio doctrinal en sentido antropocéntrico. La Iglesia monárquica fue sustituida por una iglesia colegiada (con Lumen Gentium) y sinodal, capaz de “reinterpretar el papado en clave ecuménica”. Nos encontramos ante la culminación del ataque de la Revolución contra el altar, tras haber llevado a cabo el ataque contra el trono: la abolición de las monarquías de derecho divino fue el preludio de la abolición de la monarquía divina de Nuestro Señor y de la sagrada monarquía del papado.

La visión antropológica del modernismo afirma que Dios es la proyección de una imagen creada por el hombre según sus necesidades contingentes. El modernismo no cree en una Revelación divina, sino en la proyección de una necesidad humana contingente y cambiante [6]. Volvamos a la vieja teoría de los llamados innovadores, según la cual “la pureza primitiva de la Iglesia” habría desaparecido precisamente cuando esta, sabiamente, explicitó en la acción sagrada aquellos aspectos de la doctrina que eran negados por las nuevas herejías. El retorno a la “Iglesia del primer milenio” que estos desean es claramente pretextual e instrumental. Querer devolver a la Iglesia —fuerte en el vigor del Cuerpo Místico tras siglos de herejías y cismas— a esa fantasmal noble simplicidad de cuando aún estaba en pañales significa, por lo tanto, exponerla conscientemente al contagio de los errores de los que luego se habría inmunizado y, al mismo tiempo, no encontrar en su Magisterio aquellas condenas de las herejías que se propagarían posteriormente. Significa, en esencia, desear el mal de la Iglesia, solo para no contradecir la propia visión delirante modernista y no hacer aún más evidente la propia mala fe.

Para sellar desde las primeras líneas de su intervención la futilidad de un tema ampliamente refutado desde que era prerrogativa de los calvinistas, Cupich recurre a una cita de The Vindication of Tradition (1984) de Jaroslav Pelikan, “teólogo” protestante estadounidense con el que Cupich comparte el énfasis en el ecumenismo, el desarrollo histórico de las doctrinas y la interpretación dinámica de la fe: un perfecto ejemplo de sinodalidad ecuménica o ecumenismo sinodal.

Jaroslav Pelikan

El aforismo de Pelikan es el siguiente: “La tradición es la fe viva de los muertos; el tradicionalismo es la fe muerta de los vivos”. Tal y como está formulado, más allá del artificio retórico basado en un eslogan efectista, la tradición sería o bien la fe viva de los muertos o bien la fe muerta de los vivos. Para el católico, en cambio, la Tradición consiste precisamente en tradere, en recibir y entregar intacta la Verdad contenida en las Sagradas Escrituras o en las tradiciones no escritas, recogidas por los Apóstoles de la boca del mismo Cristo, o transmitidas de mano en mano por los propios Apóstoles bajo el dictado del Espíritu Santo [...] y conservadas en la Iglesia Católica con sucesión ininterrumpida [7].

En la simplificación deliberadamente omisiva de Cupich, el tradicionalismo es el culto a lo antiguo por parte de supervivientes nostálgicos; y la Tradición es la traición a lo antiguo mediante la evolución de los dogmas, en nombre del progreso. Para el católico, en cambio, el tradicionalismo es la expresión social natural —civil y religiosa— de la Tradición. Ser católico significa ser tradicionalista, como recordaba el Papa Pío X, y reconocer en la Tradición y en la Sagrada Escritura las dos fuentes de la Revelación divina —de las que la Santa Iglesia Católica Romana es la única depositaria y guardiana infalible— sin caer en la herejía luterana de la Sola Scriptura.

Es evidente que este artículo de Cupich constituye una declaración de guerra a la Tradición. Y sabemos bien cómo ciertas advertencias mafiosas encuentran fácilmente cortesanos celosos dispuestos a criminalizar y ostracizar a los no pagan el IVA [8], tratados por la jerarquía con la misma crueldad y cinismo con que los gobernantes civiles han perseguido a quienes se opusieron a la farsa psicopandémica o a quienes se oponen hoy al fraude climático.

Si Cupich ha considerado oportuno exponerse en la revista diocesana con una intervención tan embarazosa es porque ya no considera a los “tradicionalistas” con el desprecio que hasta hace poco los innovadores reservaban a una minoría insignificante y sin voz, sino con la preocupación de quien ve cada vez más amenazada su usurpación del poder en la Iglesia.

Queda una última pregunta: ¿quiénes son hoy los “tradicionalistas” en la Iglesia?

+ Carlo Maria Viganò, arzobispo
12 Septiembre MMXXV
S.cti Nominis Beatæ Mariæ Virginis

Notas:

1 – El adagio Cujus regio, ejus et religio, acuñado tras la Paz de Augsburgo de 1555 entre Carlos V y los príncipes alemanes, establecía que la religión de una nación debía ser la de su soberano. En la práctica, los súbditos debían seguir la confesión religiosa (catolicismo o luteranismo) de su príncipe o rey. Este principio otorgaba a los gobernantes el poder de determinar la religión oficial de su reino. En la adaptación Cujus ævum, ejus et religio, entiendo, en cambio, que la religión es la que exige el momento histórico, según los principios heréticos de la evolución de los dogmas.

2 – Card. Blase Cupich, Tradition vs. traditionalism, en Chicago Catholic, 3 de Septiembre de 2025 – Cfr. https://www.chicagocatholic.com/cardinal-blase-j.-cupich/-/article/2025/09/03/tradition-vs-traditionalism

3 – Recuerdo que McCarrick llamaba “sobrinos” a aquellos a quienes abusaba sexualmente.

4 – Cfr. https://retelabuso.org/2019/02/23/abusi-la-proposta-cupich-i-vescovi-rendano-conto-al-metropolita/

5 – Véase Pío IX, Bula Auctorem Fidei, 28 de agosto de 1794, en la que se condenan los errores del conciliábulo de Pistoia. En particular, la condena de las proposiciones I, XXXIII y LXVI.

6 – Señalo que esta visión inmanentista de lo divino no es, en última instancia, una herejía propiamente dicha, sino una forma encubierta de ateísmo, porque considera a Dios como una “criatura” del hombre, que responde a la mutabilidad de las circunstancias. En este sentido, la definición que San Pío X dio del modernismo como “cloaca de todas las herejías” resulta muy apropiada.

7 – Concilio de Trento, Sesión IV.

8 – Se me perdone este neologismo, con el que designo genéricamente a quienes denuncian el concilio Vaticano II.
 

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