domingo, 28 de septiembre de 2025

LA CAVERNA DIGITAL: PRISIONEROS DEL ALGORITMO

La desconexión no es un lujo ni un acto de nostalgia, sino una condición necesaria para la verdadera libertad humana.

Por José Gastón


Seguramente alguna vez han leído la célebre alegoría de la caverna de Platón. Recordemos brevemente la escena: los prisioneros encadenados, el muro detrás de ellos, las figuras que desfilan portando objetos sobre la cabeza, el fuego que los ilumina y las sombras que se proyectan en la pared, únicas imágenes de la realidad a las que los cautivos tienen acceso. Esta construcción plástica, que Platón despliega con los recursos imaginativos de su tiempo, busca expresar la condición universal del ser humano frente al conocimiento y la verdad. Pero surge la pregunta: ¿cómo describiría Platón esa caverna si viviera hoy, aquí, entre nosotros?

Imagina a un grupo de personas encerradas en una caverna digital. Desde su nacimiento están sentadas frente a pantallas luminosas: smartphones, televisores, tablets, computadoras. Sus cuerpos permanecen casi inmóviles; solo sus ojos y dedos se mueven al ritmo de las notificaciones o del “scroleo”. Nunca han visto el mundo exterior directamente: su única experiencia es lo que aparece en las pantallas.

Delante de ellas se proyecta un flujo interminable de imágenes: series, memes, influencers, videos, mensajes virales. Creen que eso es la realidad misma, pues nunca han tenido acceso a otra cosa. Lo que aparece en el “feed” es lo que define lo que existe.

Detrás de ellos, en lugar de un fuego, hay un algoritmo que selecciona y ordena lo que ven. Este algoritmo es invisible, pero determina qué sombras se proyectan en la caverna digital. Influencers, publicistas y grandes corporaciones hacen desfilar contenidos que se convierten en la única verdad para los cautivos.

Si uno de esos prisioneros lograra apartar la vista, apagar la pantalla y salir al exterior, al principio quedaría desconcertado: el silencio, la lentitud y el vacío del mundo real le resultarían insoportables tras tanta estimulación digital. Pero poco a poco descubriría que existe la naturaleza, las relaciones cara a cara, el tiempo sin conexión, el silencio como descanso, la lentitud como posibilidad de profundizar, la experiencia no mediada por filtros ni algoritmos.

Solo padecer y aceptar este dolor hará posible reeducar la percepción para recuperar la capacidad de contemplar.

En la sociedad actual, la omnipresencia de los dispositivos digitales y de las plataformas sociales configura una auténtica prisión invisible. Aunque se presentan como instrumentos de conectividad y libertad, en realidad nos sumergen en un universo de imágenes, notificaciones y estímulos incesantes que velan la realidad y restringen nuestra autonomía. Nadie puede negar los beneficios que aporta un uso adecuado de estas tecnologías; sin embargo, el ser humano, desordenado, aturdido y vulnerable a sus pasiones, fácilmente abusa de ellas, hasta quedar atrapado en un destino funesto: convertirse en prisionero de su propio artefacto.

Filósofos como Byung-Chul Han (2012) advierten que, al igual que los prisioneros de Platón, creemos ser libres mientras somos manipulados y convertidos en productos de un sistema que nos explota bajo la apariencia de lo “gratuito”. La aparente gratuidad de los servicios digitales es una ilusión: las plataformas recopilan nuestros datos, analizan comportamientos y ofrecen contenido personalizado para mantenernos enganchados, transformándonos en mercancías que generan valor para las empresas tecnológicas mientras creemos estar disfrutando de servicios sin costo (Han, 2012; 2015; Newport, 2019).

En “La sociedad del rendimiento”, Han describe cómo hemos transitado de una sociedad disciplinaria, donde el control era externo, a una sociedad del rendimiento, donde el control es interno. La constante necesidad de estar conectados, de responder rápidamente a mensajes y notificaciones, y de producir contenido para las redes sociales nos lleva a una autoexplotación constante, convirtiéndonos en “emprendedores de nosotros mismos” donde la productividad y la visibilidad se vuelven imperativos existenciales.

Como advierte Byung-Chul Han, vivimos en una “sociedad de la transparencia” que nos impulsa a exponerlo todo: la intimidad se convierte en mercancía, la privacidad en obstáculo. Debo venderme, debo aparecer en el algoritmo; me exhibo, luego existo. En “La expulsión de lo distinto”, Han analiza cómo las redes sociales transforman nuestras interacciones y advierte que, en lugar de ser espacios de encuentro y diálogo, se han convertido en plataformas donde la experiencia social se privatiza. Las relaciones se mediatizan y se convierten en mercancías, reemplazando la autenticidad por la apariencia y generando lo que él denomina una “sociedad del espectáculo”. En estas plataformas somos el producto.

En consonancia, Cal Newport advierte que la adicción a las redes sociales y el uso constante de smartphones fragmenta nuestra atención, erosiona nuestra capacidad de concentración profunda y reduce el tiempo disponible para actividades significativas fuera del mundo digital. Newport propone que la libertad digital requiere un uso intencional y consciente de la tecnología, subrayando que la gestión deliberada de nuestra atención es esencial para recuperar autonomía personal.

Los datos empíricos respaldan estas advertencias teóricas: en Argentina, los ciudadanos dedican un promedio de ¡¡¡9 horas y 39 minutos diarios!!! al uso del celular (un equivalente aproximado a 135 días al año), de las cuales aproximadamente 4 horas y 24 minutos se destinan a redes sociales (Elesquiu, 2024; UFasta, 2024). Este uso intensivo genera sobrecarga de información y disminuye la capacidad de concentración y reflexión profunda, tal como advierte Newport (2019).

La arquitectura de las aplicaciones y plataformas digitales está diseñada para maximizar el tiempo de uso mediante notificaciones, algoritmos de recomendación y ciclos de retroalimentación que refuerzan el comportamiento adictivo. Estudios muestran que los usuarios revisan sus teléfonos en promedio 205 veces al día (ITC, 2024), provocando ansiedad por la desconexión y dependencia emocional de la validación social en línea. Necesito publicar, necesito subir un estado, una historia, una imagen, y que se me valide con un “me gusta” o un “me encanta”; eso me hace sentir bien. Esto coincide con la crítica de Han sobre la autoexplotación y el control interno.

Así, la “prisión digital” actualiza la alegoría platónica: nos mantiene conectados a costa de nuestra libertad real, ofreciendo la ilusión de estar informados y conectados, pero alejándonos de la reflexión profunda, la autenticidad y el encuentro genuino con los demás. Como señala Han (2012), “la libertad se ha convertido en una carga, en una obligación de rendimiento que nos priva de nuestra capacidad de ser”, mientras que Newport (2019) enfatiza que solo mediante un uso consciente y selectivo de la tecnología se puede restaurar la autonomía personal.

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La caverna digital es hoy una realidad tan inquietante como la que Platón representó hace veinticuatro siglos. La diferencia es que, en lugar de cadenas materiales, nos atan cadenas invisibles: notificaciones, algoritmos y la necesidad de aprobación. Salir de la caverna exige aprender a desconectarnos, a reencontrarnos con el silencio, la contemplación y la lentitud. La desconexión no es un lujo ni un acto de nostalgia, sino una condición necesaria para la verdadera libertad humana. Solo quien se atreve a apagar las pantallas y enfrentar el vacío inicial del mundo real puede volver a mirar la realidad cara a cara, sin filtros ni mediaciones, y recuperar la dignidad de un ser humano capaz de habitar el tiempo y el espacio en plenitud.

¡DESCONECTATE!

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