Por el padre José María Iraburu
El demonio vence al hombre cuando éste se fía de sus propias fuerzas, y a ellas se limita. Pensemos, por ejemplo, en un cristiano que deja la oración, la santa Misa, el Sacramento de la Penitencia.
Los medios ordinarios de lucha espiritual contra el demonio están enseñados ya por Dios en la Escritura, y han sido codificados por los maestros espirituales cristianos. Menciono brevemente los principales:
● La armadura de Dios que han de revestir los cristianos viene descrita por San Pablo: “confortaos en el Señor y en la fuerza de su poder; vestíos de toda la armadura de Dios, para que podáis resistir ante las asechanzas del diablo” (Ef 6,10-18). Esa armadura incluye en primer lugar la espada de la Palabra divina. También la oración: “orad para que no cedáis en la tentación” (Lc 22,40), pues cierta especie de demonios “no puede ser expulsada por ningún medio si no es por la oración” (Mc 9,29). Y especialmente la evitación del pecado: “no pequéis, no deis entrada al diablo” (Ef 4,26-27). “Someteos a Dios y resistid al diablo, y huirá de vosotros” (Sant 4,7).
● La verdad es el arma fundamental cristiana para vencer al demonio. Nada neutraliza y anula tanto el poder del diablo sobre el mundo como la afirmación bien clara de la verdad.
● La fidelidad a la doctrina y disciplina de la Iglesia, en este sentido, es necesaria para librarse del demonio. Decía Santa Teresa: “tengo por muy cierto que el demonio no engañará –no lo permitirá Dios– al alma que de ninguna cosa se fía de sí y está fortalecida en la fe”. A esta alma “como tiene ya hecho asiento fuerte en estas verdades, no la moverían cuantas revelaciones pueda imaginar –aunque viese abiertos los cielos– un punto de lo que tiene la Iglesia” (Vida 25,12). Por el contrario, aquel maestro y doctor “católico” que “enseña cosas diferentes y no se atiene a las palabras saludables, las de nuestro Señor Jesucristo y a la doctrina que es conforme a la piedad” (1Tim 6,3), ése le hace el juego al diablo, cae personalmente y hace caer a otros bajo su influjo. El máximo empeño del diablo es precisamente falsificar el cristianismo.
● Los Sacramentales de la Iglesia, el agua bendita, las oraciones de bendición, el signo de la cruz, los exorcismos, en los casos más graves, son ayudas preciosas. Como un niño que en el peligro corre a refugiarse en su madre, así el cristiano asediado por el diablo tiende, bajo la acción del Espíritu Santo, a buscar el auxilio de la Madre Iglesia. Y los Sacramentales son, precisamente, auxilios de carácter espiritual obtenidos por la intercesión de la Iglesia. Santa Teresa conoció bien la fuerza del agua bendita ante los demonios: “no hay cosa con que huyan más para no volver; de la cruz también huyen, mas vuelven. Debe ser grande la virtud del agua bendita; para mí es particular y muy conocida consolación que siente mi alma cuando la tomo”. Y añade algo muy propio de ella: “considero yo qué gran cosa es todo lo que está ordenado por la Iglesia” (Vida 31,4; cf. 31,1-11).
● No tener miedo al demonio, pues el Señor nos mandó: “no se turbe vuestro corazón, ni tengáis miedo” (Jn 14,27). Cristo venció al Demonio y lo sujetó. Ahora es como una fiera encadenada, que no puede dañar al cristiano si éste no se le acerca, poniéndose en ocasión próxima de pecado. El poder tentador de los demonios está completamente sujeto a la providencia del Señor, que lo emplea para nuestro bien como castigo medicinal (1Cor 5,5; 1Tim 1,20) y como prueba purificadora (2Cor 12,7-10).
● Los cristianos somos en Cristo reyes, y participamos del Señorío de Jesucristo sobre toda criatura, también sobre los demonios. En este sentido escribía Santa Teresa: “si este Señor es poderoso, como veo que lo es y sé que lo es y que son sus esclavos los demonios –y de esto no hay que dudar, pues es de fe–, siendo yo sierva de este Señor y Rey ¿qué mal me pueden ellos hacer a mí?, ¿por qué no he de tener yo fortaleza para combatir contra todo el infierno? Tomaba una cruz en la mano y parecía darme Dios ánimo, que yo me veía otra en un breve tiempo, que no temiera meterme con ellos a brazos, que me parecía que con aquella cruz fácilmente los venciera a todos. Y así dije: 'venid ahora todos, que siendo sierva del Señor quiero yo ver qué me podéis hacer'”. Y en esta actitud desafiante, concluye: “No hay duda de que me parecía que me tenían miedo, porque yo quedé sosegada y tan sin temor de todos ellos que se me quitaron todos los miedos que solía tener hasta hoy; porque, aunque algunas veces les veía, no les he tenido más casi miedo, antes me parecía que ellos me lo tenían a mí. Me quedó un señorío contra ellos, bien dado por el Señor de todos, que no se me da más de ellos que de moscas. Me parecen tan cobardes que, en viendo que los tienen en poco, no les queda fuerza” (Vida 25,20-21).
El diablo ataca al hombre en ciertos casos con una fuerza persistente muy especial. Ese ataque se da:
● En el asedio, también llamado obsesión, el demonio actúa sobre el hombre desde fuera. Se dice interno cuando afecta a las potencias espirituales, sobre todo a las inferiores: violentas inclinaciones malas, repugnancias insuperables, angustias, pulsiones suicidas, etc. Y externo cuando afecta a cualquiera de los sentidos externos, induciendo impresiones, a veces sumamente engañosas, en vista, oído, olfato, gusto, tacto.
● En la posesión el demonio entra en la víctima y la mueve despóticamente desde dentro. Pero adviértase que aunque el diablo haya invadido el cuerpo de un hombre, y obre en él como en propiedad suya, no puede influir en la persona como principio intrínseco de sus acciones y movimientos, sino por un dominio violento, que es ajeno a la sustancia del acto. La posesión diabólica afecta al cuerpo, pero el alma no es invadida, conserva la libertad y, si se mantiene unida a Dios, puede estar en gracia durante la misma posesión (cf. Juan Pablo II, 13-8-1986).
El medio apropiado de lucha espiritual contra el demonio, en estos casos extremos, son los exorcismos. Como ya vimos, fueron ejercitados con frecuencia por Cristo Salvador, y él envió a los Apóstoles como exorcistas, con especiales poderes espirituales para expulsar a los demonios. Los exorcismos deben, pues, ser aplicados a aquellos hombres que son especialmente atacados por el diablo. Así lo enseña el Catecismo de la Iglesia:
“Cuando la Iglesia pide públicamente y con autoridad, en nombre de Jesucristo, que una persona o un objeto sea protegido contra las asechanzas del Maligno y sustraído a su dominio, se habla de exorcismo. Jesús lo practicó, de Él tiene la Iglesia el poder y el oficio de exorcizar (cf. Mc 3,15; 6,7.13; 16,17). En forma simple, el exorcismo tiene lugar en la celebración del Bautismo. El exorcismo solemne llamado “el gran exorcismo” sólo puede ser practicado por un sacerdote y con el permiso del obispo. En estos casos es preciso proceder con prudencia, observando estrictamente las reglas establecidas por la Iglesia. El exorcismo intenta expulsar a los demonios o liberar del dominio demoníaco gracias a la autoridad espiritual que Jesús ha confiado a su Iglesia. Muy distinto es el caso de las enfermedades, sobre todo psíquicas, cuyo cuidado pertenece a la ciencia médica. Por lo tanto, es importante asegurarse, antes de celebrar el exorcismo, de que se trata de una presencia del Maligno y no de una enfermedad” (1673).
Aumentan hoy los asedios y posesiones del diablo ya que donde el cristianismo disminuye, crece el poder efectivo del diablo entre los hombres. Muchos de los pocos hombres de Iglesia que hoy se ocupan en esta gravísima cuestión afirman siempre que la acción diabólica está creciendo notablemente en los últimos decenios. Espiritismo, adivinación, esoterismo, tabla ouija, cultos satánicos, santería, macumba, ritos Nueva Era, espectáculos perversos, idolatría de las riquezas, promiscuidad sexual, drogas, son puertas abiertas para la entrada del diablo.
Describen y analizan el acrecentamiento del poder diabólico en el mundo actual, p. ej., el P. Gabriele Amorth, presidente de la Asociación Internacional de Exorcistas (30 Días, 2001, n.6), el P. René Laurentin, miembro de la Pontificia Academia Teológica de Roma (El demonio ¿símbolo o realidad? Bilbao, Desclée de Brouwer 1998, 149-201), el IV Congreso Nacional de Exorcistas celebrado en México (julio 2009).
Y al mismo tiempo disminuyen los exorcismos hasta casi desaparecer en no pocas Iglesias. En las mismas fuentes que acabo de citar puede verse documentado y analizado este hecho. La apostasía generalizada en ciertas Iglesias locales –pérdida de la fe en el demonio, absentismo masivo a la catequesis y a la Eucaristía dominical, dejación de la confirmación y de la penitencia sacramental, etc.–, lleva también al abandono despectivo de los sacramentales: el agua bendita, las bendiciones, los exorcismos.
Muchas diócesis, incluso naciones, no tienen ningún exorcista. Y no pocas Curias diocesanas, por acción o por omisión, eliminan prácticamente los exorcismos de la vida pastoral, pues les ponen tantas exigencias y dificultades, que prácticamente los impiden.
La desaparición de los exorcismos es hoy una pérdida de especial gravedad, porque se produce justamente cuando más se necesitan. El pueblo cristiano pide en el Padre nuestro diariamente “líbranos del Malo”, y ya sabemos que nuestro Señor Jesucristo, gran exorcista, dio poder a sus apóstoles para expulsar los demonios.
La desaparición de los exorcismos es hoy una pérdida de especial gravedad, porque se produce justamente cuando más se necesitan. El pueblo cristiano pide en el Padre nuestro diariamente “líbranos del Malo”, y ya sabemos que nuestro Señor Jesucristo, gran exorcista, dio poder a sus apóstoles para expulsar los demonios.
Por eso hoy es una gran vergüenza que los hombres asediados y poseídos por el diablo se vean en graves peligros espirituales y en terribles sufrimientos sin la ayuda de ciertas Iglesias locales, que se niegan a darles el auxilio poderoso de los exorcismos, resistiendo así la palabra de Cristo: “en mi nombre expulsarán los demonios” (Mc 16,17).

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