19 de Noviembre: Santa Isabel, Hija del Rey de Hungría
(✟ 1231)
La caritativa madre de los pobres, Santa Isabel, fue hija de los reyes de Hungría Andrés II y Gertrudis.
Desde niña tuvo gran devoción por la Sacratísima Virgen y por San Juan Evangelista; y era muy enemiga de galas y de vestidos ricos y raros; y en sus palabras, muy compuesta.
A la edad de quince años la casaron con el Landgrave de Turingia, Luis IV, apellidado el Santos y en su nuevo estado se ocupaba de buena gana de todos los ejercicios de caridad, por viles y bajos que fuesen.
Recibía a los peregrinos, curaba a los enfermos, criaba a los niños huérfanos o de padres pobres, hilaba con sus doncellas para dar de su trabajo limosna a los necesitados, y en una cruel hambre que hubo, cada día daba de comer a novecientos pobres; y cuando le faltaba para dar, vendía sus propias joyas.
En las procesiones públicas, como letanías, etc., iba descalza y muy modesta.
En estas obras y en criar santamente a sus tres hijos se ocupaba cuando su marido, partiendo para la conquista de la Tierra Santa, con el emperador Federico, enfermó en Otranto, y pasó de esta vida.
Cuando lo supo Santa Isabel, aunque lo sintió, como era razonable, pero entendiendo que aquella había sido la voluntad del Señor, se volvió a él, y con lágrimas de corazón le dijo:
- Vos sabéis lo que yo amaba al duque, más también sabéis que yo, aunque pudiese, no le volvería a la vida mortal contra vuestra divina voluntad.
En aquel estado de viudez determinó abrazarse más estrechamente con Cristo, y comenzó a darse más a la oración, al ayuno y a la penitencia, y a dar a los pobres todo cuanto tenía.
Fue esto de manera que su cuñado le quitó la administración de la hacienda, y la echó de su casa, pasando ella tanta necesidad, que tuvo que acogerse a un establillo.
El rey, su padre, supo la miseria que padecía, y dio orden para que sus tres hijos se criasen honradamente en casas de parientes, y que a ella se le diese su dote, el cual lo gastó en socorrer a los pobres y enfermos; y para consagrarse a Dios más perfectamente, tomó el hábito de la Tercera Orden de San Francisco.
A la medida de su piedad, eran los regalos que recibía del Señor, apareciéndosele algunas veces, visitándola con los ángeles, teniéndola arrobada y transportada en la oración, y obrando por su intercesión muchos milagros.
Estando ya llena de merecimientos, se le apareció Cristo y le avisó sobre su cercana a muerte, de lo que ella se regocijó en extremo, y armándose con los Sacramentos de la Iglesia, dio su bendita alma al Señor a los veinticuatro años de edad.
Quedó su hermoso cuerpo blando y tratable, y despedía de sí un olor suavísimo, que recreaba a todos los presentes.
La tuvieron cuatro días sin enterrar por el gran número de gente que comenzó a verle y reverenciarle; y el Señor hizo por ella grandes prodigios entre los cuales hubo dieciséis muertos resucitados.
Reflexión:
Mucho se engañan los que piensan que las leyes de la verdadera nobleza son contrarias a las de Cristo: imaginando que la grandeza de los estados consiste en desechar todas las leyes de Dios y vivir a su apetito y libertad, como un caballo desbocado y sin freno. No pensaron así tantos señores, príncipes y Reyes, que, como Santa Isabel, no solo ajustaron sus vidas a la voluntad de nuestro Señor sino que vivieron raro ejemplo y menosprecio del mundo y fueron vivos retrato de toda perfección y virtud.
Oración:
Alumbra, oh Dios misericordioso, los corazones de tus fieles; y por las súplicas de la gloriosa y bienaventurada Isabel, haz que despreciemos las prosperidades del mundo y gocemos siempre de los consuelos celestiales. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
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