ENCÍCLICA
OCTOBRI MENSE
DEL PAPA LEÓN XIII
SOBRE EL ROSARIO
A nuestros Venerables Hermanos los Patriarcas,
Primados, Arzobispos, Obispos y demás
Ordinarios que tienen gracia y
comunión con la Sede Apostólica.
Venerables Hermanos, Saludo y Bendición Apostólica.
Al llegar el mes de octubre, consagrado a la Santísima Virgen del Rosario, recordamos con satisfacción las exhortaciones que en años anteriores os dirigimos, Venerables Hermanos, deseando, como lo hicimos, que los fieles, impulsados por vuestra autoridad y celo, redoblaran su piedad hacia la augusta Madre de Dios, poderosa auxiliadora de los cristianos, y le rezaran durante todo el mes, invocándola mediante el santísimo rito del Rosario, que la Iglesia, especialmente en tiempos difíciles, ha utilizado siempre para el cumplimiento de todos sus deseos. Este año, una vez más, publicamos Nuestros deseos y os animamos con las mismas exhortaciones. Nos persuade a ello el amor a la Iglesia, cuyos sufrimientos, lejos de mitigarse, aumentan cada día en número y gravedad. Universales y bien conocidos son los males que deploramos: la guerra contra los dogmas sagrados que la Iglesia sostiene y transmite; el escarnio sobre la integridad de la moral cristiana que ella mantiene; enemistad declarada, con la impudencia de la audacia y con malicia criminal, contra el mismo Cristo, como si la obra divina de la Redención misma fuera a ser destruida desde su fundamento, esa obra que, en verdad, ningún poder adverso jamás abolirá o destruirá por completo.
2. Estos no son nuevos acontecimientos en la trayectoria de la Iglesia Militante. Jesús los predijo a sus discípulos. Para enseñar a los hombres la verdad y guiarlos a la salvación eterna, debe librar una guerra diaria; y a lo largo de los siglos ha luchado, hasta el martirio, regocijándose y glorificándose únicamente por la ocasión de firmar su causa con la sangre de su Fundador, prenda segura y certera de la victoria que promete. Sin embargo, no debemos ocultar la profunda tristeza que esta necesidad de guerra constante aflige a los justos. Es, en efecto, motivo de gran dolor que tantos sean disuadidos y extraviados por el error y la enemistad hacia Dios; que tantos sean indiferentes a todas las formas de religión y finalmente se alejen de la fe; que tantos católicos lo sean solo de nombre y no rindan honor ni culto a la religión. Y aún más triste y angustiada se vuelve el alma al pensar en la fecunda fuente de males tan diversos que existen en la organización de los Estados que no dan cabida a la Iglesia y que se oponen a su defensa de la santa virtud. Esta es, en verdad, una terrible manifestación de la justa venganza de Dios, quien permite que la ceguera del alma se extienda sobre las naciones que lo abandonan. Estos son males que claman a gritos, que claman por sí mismos con una voz cada vez más fuerte. Es absolutamente necesario que la voz católica también invoque a Dios con incansable insistencia, “sin cesar” (1); que los fieles oren no solo en sus hogares, sino en público, reunidos bajo el sagrado techo; que imploren con urgencia a Dios, omnisciente, que libere a la Iglesia de los hombres malvados (2) y que devuelva a las naciones atribuladas al buen juicio y la razón, por la luz y el amor de Cristo.
3. Maravilloso e inimaginable es esto. El mundo prosigue su laborioso camino, orgulloso de sus riquezas, de su poder, de sus armas, de su genio; la Iglesia avanza a través de los siglos con paso firme, confiando solo en Dios, a quien, día y noche, eleva sus ojos y sus manos suplicantes. Aunque en su prudencia no descuida la ayuda humana que la Providencia y los tiempos le brindan, no deposita en ellos su confianza, que descansa en la oración, en la súplica, en la invocación de Dios. Así es como renueva su aliento vital; la diligencia de su oración la ha llevado, en su desapego de las cosas mundanas y en su continua unión con la voluntad divina, a vivir la vida tranquila y pacífica de Nuestro Señor Jesucristo; siendo ella misma la imagen de Cristo, cuyo gozo feliz y perpetuo apenas se vio empañada por el horror de los tormentos que soportó por nosotros. Esta importante doctrina de la sabiduría cristiana ha sido siempre creída y practicada por cristianos dignos de tal nombre. Sus oraciones se elevan a Dios con fervor y mayor frecuencia cuando la astucia y la violencia de los perversos afligen a la Iglesia y a su supremo Pastor. De esto, los fieles de la Iglesia en Oriente dieron un ejemplo que debería ofrecerse a la posteridad. Pedro, Vicario de Jesucristo y primer Pontífice de la Iglesia, había sido encarcelado, cargado de cadenas por el culpable Herodes, y abandonado a una muerte segura. Nadie pudo socorrerlo ni librarlo del peligro. Pero existía la ayuda segura que la oración ferviente obtiene de Dios. La Iglesia, como nos cuenta la historia sagrada, oraba sin cesar a Dios por él (3); y cuanto mayor era el temor a una desgracia, mayor era el fervor de todos los que oraban a Dios. Tras la concesión de sus deseos, el milagro se reveló; y los cristianos aún celebran con gozosa gratitud la maravilla de la liberación de Pedro. Cristo nos ha dado un ejemplo aún más memorable, un ejemplo divino, para que la Iglesia se formara no solo sobre sus preceptos, sino también sobre su ejemplo. Durante toda su vida se entregó a la oración frecuente y ferviente, y en las horas supremas en el Huerto de Getsemaní, cuando su alma se llenó de amargura y dolor hasta la muerte, oró a su Padre y oró repetidamente (4). No fue por sí mismo que oró así, pues nada temía ni necesitaba, siendo Dios; oró por nosotros, por su Iglesia, cuyas oraciones y futuras lágrimas ya entonces aceptó con alegría, para devolverlas en misericordia.
4. Pero dado que la salvación de nuestra raza se realizó por el misterio de la Cruz, y dado que la Iglesia, dispensadora de esa salvación tras el triunfo de Cristo, fue fundada e instituida en la tierra, la Providencia estableció un nuevo orden para un nuevo pueblo. La consideración de los designios divinos está unida al gran sentimiento de la Religión. El Hijo Eterno de Dios, a punto de asumir nuestra naturaleza para la salvación y ennoblecimiento del hombre, y a punto de consumar así una unión mística entre Él y toda la humanidad, no cumplió su designio sin añadir el libre consentimiento de la Madre elegida, quien, en cierto modo, representaba a toda la humanidad, según la ilustre y justa opinión de Santo Tomás, quien afirma que la Anunciación se efectuó con el consentimiento de la Virgen, que ocupaba el lugar de la humanidad (5). Con igual verdad puede afirmarse también que, por voluntad de Dios, María es la intermediaria por quien se nos distribuye este inmenso tesoro de misericordias acumulado por Dios, pues la misericordia y la verdad fueron creadas por Jesucristo (6). Así, como nadie va al Padre sino por el Hijo, nadie va a Cristo sino por su Madre. ¡Cuán grande es la bondad y la misericordia reveladas en este designio de Dios! ¡Qué correspondencia con la fragilidad del hombre! Creemos en la infinita bondad del Altísimo y nos regocijamos en ella; creemos también en su justicia y la tememos. Adoramos al amado Salvador, generoso en su sangre y vida; tememos al Juez inexorable. Así, quienes por sus acciones han perturbado sus conciencias necesitan un intercesor poderoso ante Dios, lo suficientemente misericordioso como para no rechazar la causa de los desesperados, lo suficientemente misericordioso como para elevar de nuevo a la esperanza en la divina misericordia a los afligidos y abatidos. María es esta gloriosa intermediaria; es la poderosa Madre del Todopoderoso; pero —lo que es aún más dulce— es gentil, de extrema ternura, de una bondad infinita. Como tal, Dios nos la dio. Habiéndola elegido como Madre de su Hijo Unigénito, le enseñó a todos los sentimientos de una madre que solo respira perdón y amor. Así quiso Cristo que fuera, pues consintió en someterse a María y obedecerla como un hijo a una madre. Así la proclamó desde la cruz cuando confió a su cuidado y amor a toda la humanidad en la persona de su discípulo Juan. Así lo demuestra, finalmente, su valentía al recoger la herencia de los enormes padecimientos de su Hijo y al aceptar la carga de sus deberes maternales hacia todos nosotros.
5. El designio de esta queridísima misericordia, realizada por Dios en María y confirmada por el testamento de Cristo, fue comprendido desde el principio y aceptado con sumo gozo por los Santos Apóstoles y los primeros creyentes. Fue el consejo y la enseñanza de los Venerables Padres de la Iglesia. Todas las naciones de la era cristiana lo recibieron con un solo sentir; e incluso cuando la literatura y la tradición callan, hay una voz que brota de cada corazón cristiano y habla con toda elocuencia. No se necesita otra razón que la de una Fe Divina que, por un impulso poderoso y placentero, nos persuade hacia María. Nada es más natural, nada más deseable que buscar refugio en la protección y la lealtad de aquella a quien podemos confesar nuestros designios y acciones, nuestra inocencia y nuestro arrepentimiento, nuestros tormentos y nuestras alegrías, nuestras oraciones y nuestros deseos, todo lo que nos es justo. Además, todos los hombres albergan la esperanza y la confianza de que las peticiones que podrían recibirse con menos favor de labios de hombres indignos, Dios las aceptará cuando sean recomendadas por la Santísima Madre, y las concederá con todos los favores. La verdad y la dulzura de estos pensamientos brindan al alma un consuelo indescriptible; pero inspiran aún más compasión por quienes, careciendo de Fe Divina, no honran a María ni la tienen por Madre; también por quienes, manteniendo la Fe Cristiana, se atreven a acusar de “exceso” la devoción a María, hiriendo así gravemente la piedad filial.
6. Esta tormenta de males, en medio de la cual la Iglesia lucha tan arduamente, revela a todos sus piadosos hijos el santo deber de orar a Dios con ejemplo, y cómo pueden dar mayor poder a sus oraciones. Fieles al ejemplo religioso de nuestros padres, recurramos a María, nuestra Santa Soberana. Supliquémosle, implorémosle, con un solo corazón, a María, la Madre de Jesucristo, nuestra Madre. “Muéstrate como Madre; haz que nuestras oraciones sean aceptadas por Aquel que, nacido por nosotros, consintió en ser tu Hijo” (7).
7. Ahora bien, entre los diversos ritos y maneras de honrar a la Santísima María, algunos son preferibles, pues sabemos que son los más poderosos y agradables a nuestra Madre; y por esta razón mencionamos especialmente por su nombre y recomendamos el Rosario. El lenguaje común ha dado el nombre de corona a esta forma de oración, que nos recuerda los grandes misterios de Jesús y María unidos en alegrías, tristezas y triunfos. La contemplación de estos augustos misterios, contemplados en su orden, proporciona a las almas fieles una maravillosa confirmación de la fe, protección contra la enfermedad del error y aumento de la fortaleza del alma. El alma y la memoria de quien así ora, iluminadas por la Fe, son atraídas hacia estos misterios por la más dulce devoción, se absorben en ellos y se sorprenden ante la obra de la Redención de la humanidad, realizada a tal precio y por acontecimientos tan grandiosos. El alma se llena de gratitud y amor ante estas pruebas del amor divino; Su esperanza se ensancha y su deseo se acrecienta por lo que Cristo ha preparado para quienes se han unido a Él imitando su ejemplo y participando en sus sufrimientos. La oración se compone de palabras que provienen de Dios mismo, del Arcángel Gabriel y de la Iglesia; está llena de alabanza y de altos deseos; se renueva y continúa en un orden a la vez fijo y variado; sus frutos son siempre nuevos y dulces.
8. Además, podemos creer que la propia Reina del Cielo ha concedido una eficacia especial a esta forma de súplica, pues fue por su mandato y consejo que la devoción fue iniciada y difundida por el Santo Patriarca Domingo como arma potentísima contra los enemigos de la Fe en una época, no muy distinta, de la nuestra, de gran peligro para nuestra Santa Religión. La herejía de los albigenses, unas veces encubierta, otras abiertamente, invadió muchos países, y este vil vástago de los maniqueos, cuyos errores mortales reproducía, fue la causa de suscitar contra la Iglesia la más enconada animosidad y una virulenta persecución. Parecía no haber esperanza humana de oponerse a esta secta fanática y perniciosa cuando llegó el oportuno socorro de lo alto mediante el Rosario de María. Así, bajo el favor de la poderosa Virgen, gloriosa vencedora de todas las herejías, las fuerzas de los malvados fueron destruidas y dispersadas, y la Fe brotó ilesa y más brillante que antes. Se registran ampliamente casos similares, y tanto la historia antigua como la moderna ofrecen pruebas notables de naciones salvadas de peligros y beneficiadas por ellos. Existe otro argumento destacado a favor de esta devoción, pues desde el mismo momento de su institución fue inmediatamente fomentada y practicada con gran frecuencia por todas las clases sociales. En verdad, la piedad del pueblo cristiano honra, con muchos títulos y de múltiples maneras, a la Divina Madre, quien, la única más admirable entre todas las criaturas, resplandece con gloria inefable. Pero este título del Rosario, esta forma de oración que parece contener, por así decirlo, una última muestra de afecto y resumir en sí misma el honor debido a Nuestra Señora, siempre ha sido muy apreciado y ampliamente utilizado en privado y en público, en hogares y familias, en las reuniones de cofradías, en la dedicación de santuarios y en procesiones solemnes; pues no parecía haber mejor manera de celebrar solemnidades sagradas ni de obtener protección y favores.
9. No podemos pasar por alto la especial Providencia de Dios que se manifiesta en esta devoción; pues con el paso del tiempo, el fervor religioso ha parecido a veces disminuir en ciertas naciones, e incluso este piadoso método de oración ha caído en desuso; pero la piedad y la devoción han resurgido y cobrado vigor de una manera admirable cuando, ya sea por la grave situación de la comunidad o por alguna necesidad pública apremiante, se ha recurrido —más a este que a cualquier otro medio de ayuda— al Rosario, por el cual ha recuperado su lugar de honor en los altares. Pero no hay necesidad de buscar ejemplos de este poder en épocas pasadas, ya que en el presente tenemos un ejemplo notable. En estos tiempos —tan turbulentos (como ya hemos dicho) para la Iglesia y tan desgarradores para nosotros—, puestos como estamos al mando por la voluntad divina, aún nos es dado observar con admiración el gran celo y fervor con que se honra y reza el Rosario de María en todo lugar y nación del mundo católico. Y esta circunstancia, que sin duda debe atribuirse a la acción y dirección divina sobre los hombres, más que a la sabiduría y los esfuerzos individuales, fortalece y consuela nuestro corazón, llenándonos de gran esperanza en el triunfo final y glorioso de la Iglesia bajo los auspicios de María.
10. Pero hay quienes, aunque sinceramente concuerdan con lo que hemos dicho, debido a que sus esperanzas —especialmente en cuanto a la paz y la tranquilidad de la Iglesia— aún no se han cumplido, o más bien porque los problemas parecen aumentar, han dejado de orar con diligencia y fervor, en un ataque de desaliento. Que estos reflexionen sobre sí mismos y se esfuercen por que las oraciones que dirigen a Dios se hagan con el espíritu apropiado, según el precepto de nuestro Señor Jesucristo. Y si los hay, que reflexionen cuán indigno y erróneo es querer asignar a Dios Todopoderoso el tiempo y la manera de brindar su ayuda, ya que Él no nos debe nada, y cuando escucha nuestras súplicas y corona nuestros méritos, solo corona sus propios innumerables beneficios (8); y cuando menos cumple con nuestros deseos, es como un buen padre con sus hijos, compadeciéndose de su infantilismo y procurando su bienestar. Pero en cuanto a las oraciones que unimos a los sufragios de los ciudadanos celestiales y ofrecemos humildemente a Dios para obtener su misericordia para la Iglesia, siempre son recibidas y escuchadas favorablemente, y o bien obtienen para la Iglesia grandes e imperecederos beneficios, o bien su influencia se retiene temporalmente para un momento de mayor necesidad. En verdad, a estas súplicas se añade un inmenso peso y gracia: las oraciones y los méritos de Cristo Nuestro Señor, quien amó a la Iglesia y se entregó por ella para santificarla... para ser glorificado en ella (9). Él es su Cabeza Soberana, santo, inocente, siempre vivo para interceder por nosotros, en cuyas oraciones y súplicas siempre podemos confiar por la autoridad divina. En cuanto a la prosperidad exterior y temporal de la Iglesia, es evidente que tiene que enfrentarse a adversarios muy maliciosos y poderosos. Con demasiada frecuencia ha sufrido a manos de ellos la abolición de sus derechos, la disminución y opresión de sus libertades, desprecio y afrentas a su autoridad, y todo ultraje concebible. Y si en su maldad sus enemigos no han consumado todo el daño que se habían propuesto y se habían esforzado por hacer, sin embargo, parecen continuar sin control. Pero, a pesar de ellos, la Iglesia, en medio de todos estos conflictos, siempre se destacará y crecerá en grandeza y gloria. La razón humana no puede comprender correctamente por qué el mal, aparentemente tan dominante, debería ser tan limitado en cuanto a sus resultados; mientras que la Iglesia, en apuros, emerge gloriosa y triunfante. Y se mantiene cada vez más firme en la virtud porque atrae a los hombres a la adquisición del bien supremo. Y siendo esta su misión, sus oraciones deben tener mucho poder para lograr el fin y el propósito de los designios providenciales y misericordiosos de Dios hacia los hombres. Así, cuando los hombres oran con y a través de la Iglesia, finalmente obtienen lo que Dios Todopoderoso ha diseñado desde la eternidad para otorgar a la humanidad (10). La sutileza de la inteligencia humana no logra ahora captar los altos designios de la Providencia; pero llegará el momento en que, por la bondad de Dios, se aclararán las causas y los efectos, y se manifestará el maravilloso poder y la utilidad de la oración. Entonces se verá cuántos, en medio de una época corrupta, se han mantenido puros e inviolados de toda concupiscencia de la carne y del espíritu, trabajando su santificación en el temor de Dios (11); cómo otros, expuestos al peligro de la tentación, se han refrenado sin demora, renovando su virtud ante el peligro mismo; cómo otros, habiendo caído, se han sentido embargados por el ardiente deseo de ser restaurados a los abrazos de un Dios compasivo. Por lo tanto, con estas reflexiones ante sí, suplicamos a todos una y otra vez que no cedan a los engaños del viejo enemigo, ni que, por ningún motivo, cesen del deber de la oración. Que sus oraciones sean perseverantes, que oren sin interrupción; que su primera preocupación sea suplicar por el bien supremo: la salvación eterna del mundo entero y la seguridad de la Iglesia. Luego, pueden pedir a Dios otros beneficios para el provecho y la comodidad de la vida, dando siempre gracias, ya sea que sus deseos sean concedidos o rechazados, como a un padre indulgente. Finalmente, que conversen con Dios con la mayor piedad y devoción, según el ejemplo de los Santos y el de nuestro Santísimo Maestro y Redentor, con grandes clamores y lágrimas (12).
11. Nuestra paternal solicitud nos insta a implorar a Dios, Dador de todos los buenos dones, no solo el espíritu de oración, sino también el de santa penitencia para todos los hijos de la Iglesia. Y mientras hacemos esta ferviente súplica, exhortamos a todos y a cada uno a practicar con igual fervor estas dos virtudes combinadas. Así, la oración fortifica el alma, la fortalece para los nobles esfuerzos y la conduce hacia las cosas divinas: la penitencia nos permite vencernos a nosotros mismos, especialmente a nuestros cuerpos, enemigos inveterados de la razón y de la ley evangélica. Y es muy claro que estas virtudes se unen bien entre sí, se ayudan mutuamente y tienen el mismo objetivo: separar al hombre nacido para el Cielo de los objetos perecederos y elevarlo al trato celestial con Dios. Por otro lado, la mente excitada por las pasiones y debilitada por el placer es insensible a los deleites de las cosas celestiales, y hace que las oraciones frías y negligentes sean indignas de ser aceptadas por Dios. Tenemos ante nuestros ojos ejemplos de la penitencia de hombres santos cuyas oraciones y súplicas fueron, consecuentemente, sumamente agradables a Dios, e incluso obtuvieron milagros. Gobernaron y mantuvieron asiduamente en sujeción sus mentes, corazones y voluntades. Aceptaron con la mayor alegría y humildad las doctrinas de Cristo y las enseñanzas de su Iglesia. Su único deseo era avanzar en la ciencia de Dios; sus acciones no tenían otro objetivo que el aumento de su gloria. Reprimieron con la mayor severidad sus pasiones, trataron sus cuerpos con rudeza y dureza, absteniéndose incluso de los placeres permitidos por amor a la virtud. Y por lo tanto, con toda justicia pudieron haber dicho con el Apóstol Pablo: “Nuestra conversación está en el Cielo” (13); de ahí la potente eficacia de sus oraciones para apaciguar y suplicar a la Divina Majestad. Es claro que no todos están obligados o son capaces de alcanzar estas alturas; sin embargo, cada uno debe corregir su vida y moral a su medida, en satisfacción de la justicia divina: pues a quienes han soportado sufrimientos voluntarios en esta vida se les concede la recompensa de la virtud. Además, cuando en el cuerpo místico de Cristo, que es la Iglesia, todos los miembros están unidos y prosperan, resulta, según San Pablo, que el gozo o el dolor de un miembro es compartido por todos los demás, de modo que si uno de los hermanos en Cristo sufre en mente o cuerpo, los demás acuden en su ayuda y lo socorren en la medida de sus posibilidades. Los miembros se preocupan unos por otros, y si un miembro sufre, todos los miembros sufren en simpatía, y si un miembro se alegra, todos los demás también se alegran. Pero ustedes son el cuerpo de Cristo, miembros de un solo cuerpo (14). Pero en esta ilustración de la caridad, siguiendo el ejemplo de Cristo, quien en la inmensidad de su amor entregó su vida para redimirnos del pecado, pagando él mismo las penas incurridas por otros, reside el gran vínculo de perfección por el cual los fieles se unen estrechamente con los ciudadanos celestiales y con Dios. Sobre todo, los actos de santa penitencia son tan numerosos y variados, y abarcan un espectro tan amplio, que cada uno puede ejercerlos frecuentemente con una voluntad alegre y dispuesta, sin esfuerzo serio ni penoso.
12. Y ahora, Venerables Hermanos, vuestra notable y excelsa piedad hacia la Santísima Madre de Dios, y vuestra caridad y solicitud por el rebaño cristiano, están llenas de abundantes promesas. Nuestro corazón anhela los maravillosos frutos que, en muchas ocasiones, ha producido la devoción del pueblo católico a María; ya los disfrutamos profunda y abundantemente con anticipación. Por lo tanto, a vuestra exhortación y bajo vuestra dirección, los fieles, especialmente durante este mes venidero, se reunirán en torno a los solemnes altares de esta augusta Reina y benignísima Madre, y tejerán y le ofrecerán, como hijos devotos, la mística guirnalda del Rosario, tan grata a ella. Todos los privilegios e indulgencias que hemos concedido aquí quedan confirmados y ratificados. (15)
13. ¡Qué grato y magnífico espectáculo ver en las ciudades, pueblos y aldeas, por tierra y mar, dondequiera que la Fe Católica haya penetrado, cientos de miles de piadosos uniendo sus alabanzas y oraciones con una sola voz y corazón a cada instante del día, saludando a María, invocándola, esperando todo por medio de María! Que por Ella todos los fieles se esfuercen por obtener de su Divino Hijo que las naciones sumidas en el error regresen a la enseñanza y los preceptos cristianos, en los cuales se funda la seguridad pública y la fuente de la paz y la verdadera felicidad. Que por Ella se esfuercen firmemente por la más deseable de todas las bendiciones: la restauración de la libertad de nuestra Madre, la Iglesia, y la tranquila posesión de sus derechos; derechos que no tienen otro objetivo que la cuidadosa dirección de los intereses más queridos de la humanidad, de cuyo ejercicio individuos y naciones nunca han sufrido daño, sino que han obtenido, en todos los tiempos, numerosos y preciados beneficios.
14. Y por vosotros, Venerables Hermanos, por intercesión de la Reina del Santísimo Rosario, rogamos a Dios Todopoderoso que os conceda dones celestiales, mayor y más abundante fuerza y ayuda para cumplir con vuestro oficio pastoral. Como prenda de lo cual os otorgamos con gran amor, a vosotros y al clero y al pueblo encomendados a vuestro cuidado, la Bendición Apostólica.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 22 de septiembre de 1891, año decimocuarto de nuestro pontificado.
León XIII
Notas:
1) Tes 5.17.
2) 2 Tes 3.2.
3) Hechos 12.5.
4) Lc 22,44.
5) III. q. xxx, a. 1.
6) Jn 1,17.
7) Ex sacr. liturgia.
8) S. Agosto. Epi CXCIV al 106 Sixtum, cv, n. 19.
9) Efesios 5.25-27.
10) S. Th. II-II, q LXXXIII, a. 2, ex SG reg. METRO.
11) 2 Cor 7.1.
12) Hebreos 5.7.
13) Filipenses 3.20.
14) 1 Cor 12. 25-27.
15) Cfr. Supremi Apostolatus officio (1 de septiembre de 1893); Superiore anno (30 de agosto de 1884).

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