DICASTERIUM PRO DOCTRINA FIDEI
UNA CARO
Elogio de la monogamia
Nota doctrinal sobre el valor del matrimonio
como unión exclusiva y pertenencia recíproca
Este es un texto para la Iglesia universal, que sin embargo puede tenerse debidamente en cuenta en cualquier lugar ante los retos culturales locales. De hecho, el documento se toma en serio el contexto global actual de desarrollo del poder tecnológico, en el que el ser humano se ve tentado a pensar en sí mismo como una criatura sin límites, capaz de obtener todo lo que imagina. De este modo, se oscurece fácilmente el valor de un amor exclusivo, reservado a una sola persona, lo que en sí mismo implica la renuncia libre a muchas otras posibilidades.
En realidad, la intención de esta Nota es fundamentalmente propositiva: extraer de las Sagradas Escrituras, de la historia del pensamiento cristiano, de la filosofía e incluso de la poesía, razones y motivaciones que impulsen a elegir una unión de amor única y exclusiva, una pertenencia recíproca rica y totalizante.
Se trata de un esfuerzo que permitirá enriquecer la reflexión y la enseñanza sobre el matrimonio con un aspecto hasta ahora poco desarrollado. Al mismo tiempo, podrá constituir para los movimientos y grupos matrimoniales un material variado y útil para el estudio y el diálogo. Esto justifica la extensión de la Nota y el número de autores y textos que se han citado: a algunos, esta elección les puede parecer una información excesiva, pero creemos que de cada uno de los autores y textos citados se puede extraer algún matiz o algún acento diferente que estimule una reflexión serena y una profundización prolongada.
Tomaremos en consideración las intervenciones más importantes del Magisterio y una serie de autores desde la antigüedad hasta tiempos recientes: teólogos, filósofos, poetas. Hemos encontrado una gran riqueza de reflexiones que valorizan la unión de los cónyuges, la reciprocidad, el significado totalizador de la relación matrimonial. De este modo, los diferentes textos compondrán un hermoso mosaico que sin duda enriquecerá nuestra comprensión de la monogamia.
Si, por el contrario, se desea obtener solo una breve síntesis reflexiva para motivar la elección de una unión exclusiva entre una sola mujer y un solo hombre, bastará con leer el último capítulo y la conclusión de la presente Nota, centrados en la pertenencia recíproca de los cónyuges y en la caridad conyugal. En cualquier caso, nos permitimos sugerir la lectura paciente de la Nota en su totalidad para poder comprender plenamente toda la amplitud de los aspectos que entran en juego en esta rica materia.
Víctor Manuel Card. Fernández
Prefecto
I. Introducción
1. [Una caro] “Una sola carne” es la forma en que la Biblia expresa la unidad matrimonial. En el lenguaje común, en cambio, “nosotros dos” es una expresión que aparece cuando en un matrimonio hay un fuerte sentimiento de reciprocidad, es decir, la percepción de la belleza de un amor exclusivo, de una alianza entre dos personas que comparten la vida en su totalidad, con todas sus luchas y esperanzas. “Nosotros dos” es lo que dice una persona cuando se refiere a los deseos, los sufrimientos, las ideas y los sueños compartidos: en una palabra, cuando se refiere a las historias que solo los cónyuges han vivido. Esta es una manifestación verbal de algo más profundo: una convicción y una decisión de pertenecerse mutuamente, de ser “una sola carne”, de recorrer juntos el camino de la vida. Como dijo el papa Francisco: “Los esposos también deben formar una primera persona plural, un “nosotros”. Estar uno frente al otro como un “yo” y un “tú”, y estar frente al resto del mundo, incluidos los hijos, como un “nosotros” [1]. Esto ocurre porque, aunque sean dos personas diferentes, dos individualidades que conservan cada una su propia identidad intransferible, han forjado con su libre consentimiento una unión que las sitúa juntas ante el mundo. Es una unión que se abre generosamente a los demás, pero siempre partiendo de esa realidad única y exclusiva del “nosotros” conyugal.
2. San Juan Pablo II, hablando de la monogamia, afirmó que “merece ser profundizada cada vez más” [2]. Esta indicación suya sobre la necesidad de un tratamiento más amplio de este tema es una de las motivaciones que han impulsado al Dicasterio para la Doctrina de la Fe a preparar la presente Nota doctrinal. Además, en el origen de este texto se encuentran, por un lado, los diversos diálogos con los obispos de África y de otros continentes sobre la cuestión de la poligamia, en el contexto de sus visitas ad limina [3], y, por otro, la constatación de que en Occidente están creciendo diversas formas públicas de unión no monógama —a veces llamadas “poliamor” — están creciendo en Occidente, además de las más reservadas o secretas que han sido comunes a lo largo de la historia.
3. Pero estas razones están subordinadas a la primera, porque, bien entendida, la monogamia no es simplemente lo contrario de la poligamia. Es mucho más, y su profundización permite concebir el matrimonio en toda su riqueza y fecundidad. La cuestión está íntimamente ligada al fin unitivo de la sexualidad, que no se reduce a garantizar la procreación, sino que contribuye al enriquecimiento y al fortalecimiento de la unión única y exclusiva y del sentimiento de pertenencia recíproca.
4. Como establece el propio Código de Derecho Canónico: “las propiedades esenciales del matrimonio son la unidad y la indisolubilidad” [4]. En otra parte, afirma que el matrimonio es “un vínculo por naturaleza perpetuo y exclusivo” [5]. Cabe destacar la existencia de una abundante bibliografía sobre la indisolubilidad de la unión conyugal en la literatura católica: este tema ha tenido mucho más espacio en el Magisterio, en particular en las recientes enseñanzas de muchos obispos ante la legalización del divorcio en varios países. Sobre la unidad del matrimonio —el matrimonio entendido, es decir, como unión única y exclusiva entre un solo hombre y una sola mujer— se encuentra, por el contrario, un desarrollo de la reflexión menos amplio que sobre el tema de la indisolubilidad, tanto en el Magisterio como en los manuales dedicados al tema.
5. Por esta razón, en el presente texto se ha optado por centrarse en la propiedad de la unidad y en su reflejo existencial: la comunión íntima y totalizadora entre los cónyuges. Para no esperar, por tanto, de esta Nota algo que no pretende desarrollar, es necesario insistir en que, en las páginas que siguen, no se tratará la indisolubilidad conyugal —una unión que dura en el tiempo hasta que la muerte separe a los cónyuges cristianos— ni el fin de la procreación: ambos temas están ampliamente tratados en la teología y en el Magisterio. La Nota se centrará únicamente en la primera propiedad esencial del matrimonio, la unidad, que puede definirse como la unión única y exclusiva entre una sola mujer y un solo hombre o, en otras palabras, como la pertenencia recíproca de los dos, que no puede compartirse con otros.
6. Esta propiedad es tan esencial y primaria que el matrimonio se define a menudo simplemente como “unión”. Así, la Summa Theologiae de Santo Tomás de Aquino afirma que “el matrimonio es la unión marital (coniunctio) del hombre con la mujer, contraída por personas legítimas, que implica una comunión inseparable de vida” [6], y que “es evidente que en el matrimonio existe una unión por la que uno se llama marido y la otra mujer; y esa unión es el matrimonio” [7]. Una definición similar ya se encontraba en Justiniano, que recopilaba opiniones preexistentes: “es la unión (coniunctio) del hombre y la mujer que contiene una comunión de vida indisoluble” [8]. Más cerca de nosotros, Dietrich von Hildebrand sostiene que el matrimonio “es la unión más profunda e íntima entre personas humanas” [9].
7. Ya en estas definiciones clásicas vemos que la unidad de los dos cónyuges, como dato objetivo fundacional y propiedad esencial de todo matrimonio, está llamada a una expresión y desarrollo constantes como “comunión de vida”, es decir, como amistad conyugal, ayuda recíproca, compartir total que, con la ayuda de la gracia, representa cada vez más otra unión que la trasciende y la engloba: la unión entre Cristo y su amada esposa, la Iglesia, el Pueblo de Dios por el que Él dio su sangre (cf. Ef 5, 25-32).
8. San Juan Pablo II vincula íntimamente estos dos aspectos. De hecho, si “en virtud del pacto de amor conyugal, el hombre y la mujer “ya no son dos, sino una sola carne” (Mt 19, 6; cf. Gn 2, 24)”, al mismo tiempo “están llamados a crecer continuamente en su comunión […] para que cada día progresen hacia una unión cada vez más rica entre ellos a todos los niveles” [10].
9. Por lo tanto, en esta Nota se profundizará tanto en la unidad como propiedad esencial, realidad objetiva y constitutiva del matrimonio, característica primera y fundacional de todas sus manifestaciones, como las diferentes expresiones de esa misma unidad que enriquecen y fortalecen la alianza conyugal, haciendo así posible al mismo tiempo la percepción de esta unidad no como un reflejo monolítico de la unidad divina, sino como expresión del único Dios que es comunión en las relaciones trinitarias.
10. Por último, esperamos que esta Nota sobre el valor de la monogamia, dirigida ante todo a los obispos, que se refiere a un tema tan importante y, al mismo tiempo, tan bello, pueda ser de ayuda a las parejas ya casadas, a los novios y a los jóvenes que piensan en una futura unión, con el fin de comprender aún mejor la riqueza de la propuesta cristiana sobre el matrimonio. Es cierto que, para muchos, este mensaje puede parecer extraño o contracorriente, pero podemos aplicar a él las siguientes palabras de San Agustín: “Dame un corazón que ame y comprenderá lo que digo” [11]. Por otra parte, una verdadera pasión por la belleza del amor conyugal ha encontrado expresión en la dedicación de muchos creyentes, hombres y mujeres, clérigos y laicos, individualmente o en agrupaciones eclesiales, que han acompañado a muchas parejas en su camino de vida y también han desarrollado una espiritualidad y una pastoral del matrimonio. Por todos estos ejemplos luminosos, no podemos sino expresar nuestro agradecimiento.
II. La monogamia en la Biblia
11. “Ya no son dos, sino una sola carne” (Mc 10,8). Esta declaración de Jesús sobre el matrimonio traduce la belleza del amor, un cemento que “da solidez a esta comunidad de vida y el impulso que la lleva hacia una plenitud cada vez más perfecta” [12]. Instituido “al principio”, ya en el momento de la Creación, el matrimonio aparece como un pacto conyugal querido por Dios, como “sacramento del Creador del universo, inscrito, por tanto, en el propio ser humano, que está orientado hacia este camino, en el que el hombre abandona a sus padres y se une a su mujer para formar una sola carne, para que los dos se conviertan en una sola existencia” [13]. Aunque “es sabido que la historia del Antiguo Testamento es escenario de la deserción sistemática de la monogamia” [14], como lo demuestran, por ejemplo, las vicisitudes de los patriarcas, donde se lee, según la costumbre de la época, de personajes con varias esposas (cf. 2 Sam 3,2-5; 11,2-27; 15,16; 1 Re 11,3), al mismo tiempo muchos pasajes del Antiguo Testamento celebran el amor monógamo y la unión exclusiva: “¡Que sean sesenta las esposas del rey, ochenta las concubinas, innumerables las doncellas! Pero única es mi paloma, mi todo” (Ct 6,8-9a). Esto también lo atestiguan los ejemplos de Isaac (cf. Gn 25,19-28), José (cf. Gn 41,50), Rut (cf. Rt 2-4), Ezequiel (cf. Ez 24,15-18) y Tobías (cf. Tb 8,5-8). Por otra parte, si bien desde el punto de vista fáctico y normativo la monogamia no tiene bases sólidas en el Antiguo Testamento, sus fundamentos teológicos se desarrollan en profundidad, y este es el camino fecundo que se recorrerá en las siguientes reflexiones[15].
La monogamia en el capítulo 2 del Génesis
12. En la raíz del modelo monógamo, el capítulo 2 del libro del Génesis se presenta como un auténtico manifiesto antropológico situado al principio de las Escrituras. Describe el proyecto que el Creador propone como ideal para la libertad del ser humano. La exclamación divina: “No es bueno que el hombre esté solo: quiero hacerle una ayuda (‘ēzer) que le corresponda” (Génesis 2,18), pone claramente de manifiesto la necesidad en la que se encuentra el hombre recién salido de las manos de Dios, es decir, un estado de soledad-aislamiento. A pesar de la presencia de otros seres vivos, el hombre quiere una ayuda que le corresponda (cf. Gn 2,20), un aliado vivo, único y personal, al que pueda mirar a los ojos, como sugiere la palabra keneḡdô, traducida habitualmente como “similar” o “correspondiente”, para poner de relieve la necesidad de un encuentro dialógico de miradas y rostros. De hecho, “la expresión original hebrea nos remite a una relación directa, casi “frontal” —ojos en los ojos— en un diálogo también tácito, porque en el amor los silencios son a menudo más elocuentes que las palabras. Es el encuentro con un rostro, un “tú” que refleja el amor divino y es “el primero de los bienes, una ayuda adecuada para él y un pilar de apoyo” (Sir 36,26), como dice un sabio bíblico” [16]. El hombre busca, pues, un rostro insustituible frente a él, un “tú” con el que entablar una verdadera relación de amor hecha de entrega y reciprocidad.
13. En su comentario a este pasaje del Génesis, Benedicto XVI afirma: “La primera novedad de la fe bíblica consiste […] en la imagen de Dios; la segunda, esencialmente relacionada con ella, la encontramos en la imagen del hombre. El relato bíblico de la Creación habla de la soledad del primer hombre, Adán, a quien Dios quiere dar una ayuda. Entre todas las criaturas, ninguna puede ser para el hombre la ayuda que necesita, aunque a todas las bestias salvajes y a todas las aves les haya dado un nombre, integrándolas así en el contexto de su vida. Entonces, de una costilla del hombre, Dios plasma a la mujer. Ahora Adán encuentra la ayuda que necesita: “Esta vez es carne de mi carne y hueso de mis huesos” (Génesis 2, 23). […] En el relato bíblico no se habla de castigo; sin embargo, está presente la idea de que el hombre es de alguna manera incompleto, constitucionalmente en camino para encontrar en el otro la parte integrante de su totalidad, es decir, la idea de que solo en comunión con el otro sexo puede llegar a ser “completo” [17].
14. La conclusión del relato bíblico: “El hombre dejará a su padre y a su madre y se unirá (dāḇaq) a su mujer, y los dos serán una sola carne” (Gn 2, 24), expresa bien esta necesidad de una unión íntima, un apego físico e interior tal, que el salmista lo adopta para describir la unión mística con Dios: “A ti se aferra (dāḇaq) mi alma” (Sal 63,8; cf. 1 Cor 6,16-17). Como afirma el papa Francisco, “el verbo “unirse” en el original hebreo indica una estrecha sintonía, una adhesión física e interior, hasta el punto de que se utiliza para describir la unión con Dios: “A ti se aferra mi alma” (Sal 63,8), canta el orante. Se evoca así la unión matrimonial no solo en su dimensión sexual y corporal, sino también en su entrega voluntaria de amor. El fruto de esta unión es “convertirse en una sola carne”, tanto en el abrazo físico como en la unión de los dos corazones y de la vida y, quizás, en el hijo que nacerá de los dos, que llevará en sí, uniéndolas tanto genética como espiritualmente, las dos “carnes” [18]. Con la fórmula “una caro”, la entrega recíproca y total de la pareja se convierte en una relación exclusiva e integral. Por lo tanto, con el sugerente término 'iššāh aplicado a la mujer (cf. Gn 2,23), el autor sagrado quiso recordar que estas dos personas constituyen una pareja, iguales en su dignidad radical, pero diferentes en su identidad individual. La plenitud de la unión entre los seres humanos está en esta igualdad hecha de reciprocidad necesaria, dialógica y complementaria. En definitiva, según el proyecto original del Creador, al que el mismo Jesús se refiere utilizando la expresión “en el principio” en el comentario sobre la indisolubilidad nupcial (cf. Mt 19,4), el hombre y la mujer están llamados en el matrimonio a una relación única, personal, plena y duradera, a una alianza exclusiva de vida y amor, prioritaria con respecto al mismo vínculo social de sangre (cf. Gn 2,24). En esta clave de lectura, la aplicación de la metáfora nupcial a la relación de Dios con Israel, que emerge con toda su fuerza en los textos proféticos, abre un horizonte aún más rico para la comprensión de la vida de los esposos en la línea de una pertenencia mutua.
El simbolismo nupcial profético
15. En los Profetas, las categorías del amor conyugal imprimen rasgos particulares a la comprensión de la alianza entre Dios y su pueblo, que ya no se modula según el canon de los pactos entre el rey y los príncipes vasallos.
16. Aquí emerge, de manera emblemática, la historia personal del profeta Oseas (siglo VIII a. C.), que se toma como paradigma teológico para releer la historia de amor entre el Señor e Israel (cf. Os 2,4-25). A pesar de la traición sufrida por parte de su esposa Gomer, él no consigue apagar su amor por ella y, más bien, alimenta la esperanza de que ella, abandonada y decepcionada por sus amantes, “regrese” a casa para recomponer plenamente la relación amorosa, ya que esa mujer es la única de su vida, perdonándole las traiciones (cf. Os 2,16-17).
17. Esta transposición nupcial simbólica de la fidelidad divina continuará en la tradición profética, con diferentes acentos: Ezequiel cuenta cómo Dios se preocupa por su pueblo, como un hombre que extiende su manto sobre una mujer (cf. Ez 16,8). Por un lado, este gesto indica el pacto conyugal en el que se ofrece protección a la esposa; por otro, tiene como objetivo proteger a la mujer de la mirada de los demás, evocando así la exclusividad del vínculo.
18. El profeta Malaquías condena la ruptura de los lazos matrimoniales entre los miembros de Israel y el nuevo matrimonio con mujeres paganas: “Porque yo detesto el repudio, dice el Señor, Dios de Israel, y quien cubre su vestido de iniquidad, dice el Señor de los ejércitos” (Mal 2,16). Este pasaje ha tenido también otra interpretación llamada “cultual” o “tipológica”, como si se refiriera a una única perversión (la idolatría), estableciendo un paralelismo implícito entre profanar la alianza con Dios y engañar al cónyuge (el adulterio).
19. En definitiva, el amor conyugal permite describir realmente una dialéctica de alianza entre Israel y el Señor, entre la humanidad y Dios. La idea de Dios como único esposo de Israel está también relacionada con la de Israel como única esposa. La singularidad del amado se refleja también en el tema de la elección que hace de Israel el único pueblo elegido (cf. Am 3,2). La alianza adquiere así una dimensión adicional, ya que designa el vínculo entre Dios y su pueblo, basado en un vínculo monógamo tan real que la adoración de otro dios constituye un adulterio.
20. San Juan Pablo II ofrece, a este respecto, una bella síntesis: “En muchos textos, la monogamia aparece como la única y justa analogía del monoteísmo entendido en las categorías de la Alianza, es decir, de la fidelidad y la confianza en el único y verdadero Dios-Yahvé: Esposo de Israel. El adulterio es la antítesis de esa relación esponsal, es la antinomia del matrimonio (también como institución), ya que el matrimonio monógamo realiza en sí mismo la alianza interpersonal entre el hombre y la mujer, realiza la alianza nacida del amor y acogida por las dos partes respectivas precisamente como matrimonio (y, como tal, reconocido por la sociedad). Este tipo de alianza entre dos personas constituye el fundamento de esa unión por la cual “el hombre... se unirá a su mujer y los dos serán una sola carne” (Gn 2,24)”[19].
La literatura sapiencial
21. En la misma línea se inscribe toda la literatura sapiencial que elogia la unión monógama como la verdadera expresión del amor entre un hombre y una mujer. El pasaje del Cantar de los Cantares: “Mi amado es mío y yo soy suya” (Ct 2,16), representa aquí un verdadero punto culminante. En esta joya poética, la mujer del Cantar expresa su amor utilizando el símbolo del sello que en el antiguo Oriente Próximo designaba a una persona, la identificaba y se llevaba en un brazalete o en una cadena sobre el pecho: “Pónme como sello sobre tu corazón y sobre tu brazo. Fuerte como la muerte es el amor” (8,6). La amada, por tanto, declara ser casi el “documento de identidad” de su hombre: uno no existe sin el otro y viceversa. La inteligencia, la voluntad, el afecto, la acción, toda la personalidad de uno se comunican al otro de manera recíproca y exclusiva, en plena simbiosis. Contra esta unidad vital se levanta en vano la muerte.
22. Además, la afirmación reiterada dos veces en el Cantar de los Cantares: “Mi amado es mío y yo soy suya [...]. Yo soy de mi amado y mi amado es mío” (Ct 2,16; 6,3), expresa esta unidad de entrega total, de reciprocidad y de pertenencia mutua, como una reedición de la declaración de amor dirigida por el hombre a su mujer en Gn 2,23: “hueso de mis huesos y carne de mi carne”.
23. La tradición judía y la cristiana (especialmente en la mística) han coincidido en interpretar el Cantar de los Cantares como una alegoría de la alianza entre Dios e Israel, de la relación entre Dios y el alma. En sentido simbólico, se puede afirmar que el libro del Cantar de los Cantares exalta el amor de un hombre y una mujer, poniendo el acento precisamente en la singularidad de una relación exclusiva. En la historia amorosa, los dos enamorados se buscan y se desean con una reciprocidad en la que no hay espacio para un tertium. Pues bien, este dato antropológico fundamental remite a la profesión de fe de Israel: “Escucha, Israel: el Señor es nuestro Dios, único es el Señor” (Dt 6,4). Se trata de una de las proclamaciones más solemnes del Antiguo Testamento sobre Dios y es una proclamación que utiliza el lenguaje de la unicidad al profesar la verdad de la fe. En otras palabras, el Cantar de los Cantares afirma que, en el corazón palpitante de una de las experiencias antropológicas más profundas, como es la relación amorosa, hay una unicidad análoga a la que la fe proclama con respecto a Dios. Por lo tanto, la monogamia está profundamente relacionada con la unicidad y la exclusividad del Dios de Israel y va de la mano con el monoteísmo.
24. A este respecto, Benedicto XVI afirma: “Dios se ha servido del amor para revelar el misterio íntimo de su vida trinitaria. Además, la estrecha relación que existe entre la imagen de Dios Amor y el amor humano nos permite comprender que “a la imagen del Dios monoteísta corresponde el matrimonio monógamo. El matrimonio basado en un amor exclusivo y definitivo se convierte en el icono de la relación de Dios con su pueblo y viceversa: la forma de amar de Dios se convierte en la medida del amor humano”. Esta indicación aún queda en gran parte por explorar” [20].
25. La doble fórmula: “Mi amado es mío y yo soy suya […] Yo soy de mi amado y mi amado es mío” (Ct 2,16; 6,3), recuerda, por tanto, la fórmula teológica de la alianza entre Dios y el Israel bíblico: “El Señor es tu Dios y tú eres su pueblo” (cf. Dt 7,6), y permite acceder a la categoría teológica de la alianza como compromiso recíproco de fidelidad. La categoría bíblica de la alianza permite, finalmente, delinear la santidad del matrimonio entre marido y mujer en su expresión de verdadera comunidad de vida y de amor a través de una entrega mutua y exclusiva. Todo esto se hará plenamente evidente en los textos del Nuevo Testamento [21].
La simbología nupcial del Nuevo Testamento
26. En el Evangelio, Jesús se remite explícitamente “al principio”, es decir, a los orígenes de la primera pareja humana (cf. Gn 1,27; 2,24), para reafirmar que el amor monógamo, fiel e indisoluble exalta la relación de pareja, concebida por el Creador en una dimensión de totalidad y exclusividad (cf. Mt 19,3-9).
27. En los relatos evangélicos de Marcos y Mateo, Jesús se expresó de manera inequívoca sobre la monogamia, refiriéndose a los orígenes, a la voluntad del Creador. El debate con los fariseos sobre la posibilidad del divorcio le ofrece la oportunidad de pronunciarse con autoridad. Reafirma el principio de la monogamia que está en el fundamento del proyecto de Dios sobre la familia: “Desde el principio de la creación, los hizo varón y mujer; por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne. Así que ya no son dos, sino una sola carne. Por tanto, lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre” (Mc 10, 6-9; cf. Mt 19, 4-6). Como base de su afirmación, Jesús une dos elementos exegéticos de peso: “hizo varón y hembra” (Gn 1,27) y “por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne” (Gn 2, 24). El primer hombre y la primera mujer están, pues, unidos por Dios mismo en pareja, en una sola carne. En otras palabras, Jesús devuelve validez al proyecto original de Dios, yendo más allá de la norma dada por Moisés y remitiéndose a una más antigua, subrayando al mismo tiempo una presencia divina en la raíz misma de esta relación: “Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre” (Mt 19,6).
28. Además, el Nuevo Testamento, siguiendo la estela de la teología profética, introduce en varias ocasiones la simbología nupcial en los temas cristológicos y eclesiológicos (cf. Ap 19,7-9): Cristo es llamado por el Bautista el “esposo” por excelencia (cf. Jn 3,29), mientras que la esposa del Cordero es la nueva Jerusalén (cf. Ap 21,1ss.), madre fecunda, salvada del ataque del dragón (cf. Ap 12,3-6).
29. San Pablo desarrolla de manera sistemática el tema del amor nupcial pleno y perfecto entre Cristo y la Iglesia en la Carta a los Efesios (cf. Ef 5,21-33), retomando, entre otras cosas, el pasaje del Génesis sobre el “ser una sola carne” de la pareja (cf. Gn 2,24). El amor monógamo e indisoluble entre los dos cónyuges —siempre en la línea del tema desarrollado por los profetas para definir la alianza entre el Señor e Israel— se revela como el símbolo para describir el vínculo entre Cristo y la Iglesia. El matrimonio cristiano, en su autenticidad y plenitud, es, por tanto, signo de la nueva alianza cristiana.
30. También merece atención la fórmula del “gran misterio”, traducción del griego original mysterion. San Jerónimo la tradujo en la Vulgata con el término sacramentum, lo que permitió a la tradición eclesial asumir la fórmula paulina como proclamación explícita de la sacramentalidad del matrimonio. El pasaje en su integridad exalta de manera intensa la función teológica que desempeña el amor nupcial exclusivo. Los dos cónyuges que se unen indisolublemente son un signo que remite al abrazo con el que Cristo abraza a la Iglesia. Los esposos cristianos, por tanto, dan testimonio en el mundo no solo de un vínculo humano, eros y ágape, sino que son también la “imagen” viva de un vínculo sagrado y trascendente, es decir, el que une a Cristo con la comunidad de los cristianos. Ya en el Génesis se definía como “imagen” del Dios creador a la pareja que ama y engendra: “Dios creó al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, varón y mujer los creó” (Gn 1,27).
31. El Apóstol, evocando sobre todo el pasaje del Génesis en el que los dos, el hombre y la mujer, forman una sola carne (cf. Gn 2,24), define la intimidad amorosa entre marido y mujer como un emblema luminoso de la comunión de vida y de caridad que existe entre Cristo y la Iglesia (cf. Ef 5,32). A través de esta página de la Carta a los Efesios, tan fragante en su humanidad pero también tan densa en su calidad teológica, Pablo no se limita a proponer un modelo de comportamiento matrimonial cristiano, sino que señala en la unión perfecta y única entre Cristo y la Iglesia la fuente original del matrimonio monógamo. Este no es solo una imagen de esa unión, sino que la reproduce y encarna a través del amor de los cónyuges. Es un signo eficaz y expresivo de la gracia y del amor que sustancia la unión entre Cristo y la Iglesia.
32. Por último, encontramos una hermosa exhortación en la Carta a los Hebreos. Tras la llamada a la caridad (cf. Hb 13,1-3), el autor trata brevemente el matrimonio, recomendando el aprecio por este vínculo y el respeto de la fidelidad conyugal: “Que todos honren el matrimonio y que el lecho matrimonial esté sin mancha” [22] (Hb 13,4). El autor exhorta a honrar la institución matrimonial, subrayando el valor de las relaciones conyugales fieles. Añade una solemne advertencia: Dios juzgará a los fornicarios y a los adúlteros, es decir, a aquellos que no respetan la santidad y la unicidad del matrimonio. La exhortación a estimar el matrimonio y el lecho conyugal estaba motivada históricamente por el hecho de que diversas tendencias ascéticas denigraban dicha institución y la consideraban un compromiso con lo material, retomando a su manera lo expresado en Col 2,20-23. La exhortación, en cambio, no está dirigida contra las relaciones sexuales, sino contra aquellos que negaban la fidelidad de los cónyuges y la unicidad del matrimonio.
III. Ecos de la Escritura en la historia
33. La Palabra revelada contenida en las Sagradas Escrituras ha producido, a lo largo de la larga historia de la Iglesia, diversos ecos que intentaremos recoger al menos en parte.
Algunas reflexiones de teólogos cristianos
34. Es útil acoger la riqueza del pensamiento cristiano a lo largo de los siglos, a partir de los Padres de la Iglesia, con su particular importancia, hasta los teólogos de diversas escuelas y orientaciones.
Primeros desarrollos sobre la unidad matrimonial y la comunión en los Padres de la Iglesia
35. San Juan Crisóstomo reconoce un valor particular en la unidad matrimonial. A diferencia de otros Padres, sostiene que “antes el matrimonio tenía dos motivos, ahora solo tiene uno”. Explica, de hecho, que San Pablo (cf. 1 Cor 7,2.5.9) “les manda unirse, no para ser padres de muchos hijos”, sino porque esto lleva a los esposos a “la abolición del libertinaje y del deseo desenfrenado” [23] . En definitiva, el santo Doctor considera que la unidad del matrimonio, con la elección de una sola persona a la que unirse, conduce a la liberación de las relaciones sexuales desenfrenadas, sin amor ni fidelidad, y orienta adecuadamente la sexualidad.
36. San Agustín, si bien enfatiza sobre todo la importancia de la procreación, destaca ante todo el bien de la unidad, que se expresa en la fidelidad: “La fidelidad exige no tener relaciones sexuales con otro hombre o mujer” [24]. Agustín también supo expresar la belleza de la unidad conyugal como un bien en sí mismo, descrito dinámicamente como caminar juntos, “lado a lado”: “El primer vínculo natural de la sociedad humana es el que une al hombre y a la mujer. Y Dios no los creó a cada uno por separado, uniéndolos como extraños, sino que los creó uno a partir del otro, y el costado del hombre, del cual fue tomada y formada la mujer, indica la fuerza de su unión. Porque juntos están unidos quienes caminan juntos y juntos miran hacia la misma meta” [25].
37. Incluso antes de Agustín, era bien conocida la alabanza de Tertuliano al matrimonio entendido como unidad en la carne y en el espíritu de dos que caminan "en una misma esperanza": “¿Cómo podré explicar la felicidad de ese matrimonio que la Iglesia une [...]? ¡Qué yugo el de dos creyentes unidos en una misma esperanza, en una misma observancia, en una misma servidumbre! Ambos son hermanos y ambos sirven juntos; no hay división en cuanto al espíritu ni en cuanto a la carne. De hecho, son verdaderamente dos en una sola carne, y donde la carne es una, hay un solo espíritu” [26].
38. Este hecho de ser "una sola carne" es interpretado por los Padres con un realismo intenso, hasta el punto de que, ante las contradicciones en la realidad de la unidad conyugal, no temen pronunciar afirmaciones como las siguientes: "Él divide su carne, divide su cuerpo" [27]; "como la maldad de cortar su carne" [28]; "Dios no quiso que el cuerpo se dividiera y se desuniera" [29].
39. En cualquier caso, cabe recordar que la Iglesia latina enfatiza especialmente los aspectos jurídicos del matrimonio, lo que ha llevado a la hermosa convicción de que los propios esposos son ministros del Sacramento [30]. Con su consentimiento, dan origen a la unión marital única y exclusiva, un hecho objetivo anterior a cualquier experiencia o sentimiento, incluso espiritual. Los Padres y las Iglesias orientales enfatizan más los aspectos teológicos, místicos y eclesiales de una unión que, gracias a la bendición de la Iglesia, se enriquece con el tiempo bajo el impulso de la gracia, mientras que la comunión entre los esposos se integra cada vez más en la comunión eclesial. Por ello, en Oriente se ha valorado más el rito del matrimonio, con todos sus signos, la oración y los gestos del sacerdote. Ya San Juan Crisóstomo habla de la coronación de los esposos (stephánōma) realizada por el sacerdote y explica su significado mistagógico: “Por eso se les colocan coronas en la cabeza, como símbolo de victoria, ya que, habiendo permanecido invictos, llegan al lecho nupcial” [31].
40. Al mismo tiempo, en Oriente prevalece una visión más positiva del aspecto relacional, que también se expresa en la unión sexual dentro del matrimonio, sin reducir su propósito únicamente a la procreación. Esto se demuestra, por ejemplo, cuando san Clemente de Alejandría se distancia firmemente de quienes consideran el matrimonio un pecado, incluso cuando lo toleran para asegurar la prolongación de la especie. En cambio, reitera: “Si el matrimonio según la Ley es pecado, ¡no sé cómo alguien puede decir que conoce a Dios cuando afirma que el mandamiento de Dios es pecado! No, si 'la Ley es santa', el matrimonio es santo” [32]. Además, para san Juan Crisóstomo, el matrimonio “no debe considerarse una compraventa, sino una comunión de vida” [33], y subraya que una continencia exagerada en el matrimonio podría poner en riesgo la unidad conyugal.
41. La unidad y la comunión conyugales como reflejo de la unión entre Cristo y la Iglesia (cf. Ef 5,28-30) es un tema especialmente desarrollado por los Padres Orientales, y San Gregorio Nacianceno extrae de él consecuencias espirituales concretas: “Es bueno que la esposa respete a Cristo por medio de su esposo, y es bueno que el esposo no desprecie a la Iglesia por medio de su esposa […]. Pero que el esposo también cuide de su esposa: y, de hecho, Cristo cuida de la Iglesia” [34].
Algunos autores medievales y modernos
42. En el pensamiento de san Buenaventura sobre el matrimonio, sustancialmente homogéneo con el de santo Tomás, que se analizará más adelante, podemos identificar una reflexión, en el marco de una visión teológica, que incluye la necesidad de la consumación para que el matrimonio pueda significar plenamente la unión entre nosotros y Cristo: “Dado que el consentimiento, como consentimiento sobre una acción futura, no es propiamente consentimiento, sino más bien promesa de él; y dado que el consentimiento, en verdad, antes de la unión carnal no produce una unión plena, dado que aún no son una sola carne, se sigue que mediante las palabras sobre el futuro se dice que el matrimonio ha comenzado, se ratifica con palabras que se refieren al presente, pero se consuma en la unión carnal, porque entonces son una sola carne y se convierten en un solo cuerpo; y con esto se significa plenamente la unión que existe entre nosotros y Cristo. Entonces, de hecho, el cuerpo de uno se entrega plenamente al cuerpo del otro” [35].
43. También es útil recordar el pensamiento teológico-pastoral de San Alfonso María de Ligorio, quien presenta la unión y la donación mutua de los esposos de manera integral (incluidas las relaciones sexuales), presentándolas como fines intrínsecos esenciales, mientras que considera la procreación como un fin intrínseco pero accidental. Por lo tanto, sostiene que “se pueden considerar tres fines en el matrimonio: fines intrínsecos esenciales, fines intrínsecos accidentales y fines accidentales extrínsecos. Los fines intrínsecos esenciales son dos: la donación mutua con la obligación de satisfacer la deuda [es decir, las relaciones sexuales] y el vínculo indisoluble. Los fines intrínsecos accidentales son igualmente dos: la generación de la descendencia y el remedio de la concupiscencia” [36].
44. San Alfonso también se refiere a fines extrínsecos, como el placer, la belleza y muchos otros, que son lícitos [37]. De esta manera, el santo Doctor de la Iglesia intenta enriquecer la visión del matrimonio para desarrollar un enfoque pastoral que ayude a los cónyuges a vivir su unión de forma más plena y estimulante. Es lícito desear el matrimonio también por una atracción particular hacia uno de estos fines extrínsecos, pues, mientras no se excluyan los fines principales, esto “no constituye un trastorno” [38].
45. Más cercano a nuestros tiempos, el teólogo y filósofo personalista Dietrich von Hildebrand retoma el énfasis en la centralidad del amor en el matrimonio dado por la enseñanza del Papa Pío XI , para profundizar en la comprensión de las propiedades y significados del matrimonio mismo [39]. Con respecto al tema en cuestión, distingue dos formas de unión que se complementan y enriquecen el enfoque inicial de este documento: la primera forma de unión se expresa con el pronombre “nosotros”, la segunda con el par “yo-tú”. En el “yo-tú” los dos se encuentran cara a cara, se entregan el uno al otro, de tal manera que “la otra persona actúa completamente como sujeto, nunca como mero objeto” [40]. Esto también implica el paso de considerar al otro como un “él” a uno que llega a reconocerlo como un “tú”. En cambio, cuando la unión se considera como un “nosotros”, el otro está conmigo, está a mi lado, caminando juntos motivados por las cosas comunes que nos unen [41]. La unión matrimonial vive de ambas experiencias.
46. En la unión conyugal, von Hildebrand destaca dos actitudes esenciales. La primera es la “discretio”, es decir, un espacio de intimidad personal que preserva la identidad y la libertad de cada uno, pero que puede compartirse mediante una decisión completamente libre, lo que en este caso conduce a una profundización del vínculo. La segunda actitud es la “reverencia” hacia el otro, que manifiesta, particularmente en la unión sexual, el hecho de amar a una persona sagrada e inviolable, no a cualquier objeto. El dinamismo interno del vínculo conyugal —el “nosotros”, según las categorías de von Hildebrand— impulsa a los cónyuges a manifestar cada vez más su íntima comunión personal.
47. Esta visión también la comparte Alice von Hildebrand, de soltera Jourdain, esposa de Dietrich. En particular, sostiene que la plena realización de la humanidad solo puede lograrse en la unión entre el hombre y la mujer, la “invención divina”: “No solo creó al hombre compuesto de alma y cuerpo —una realidad espiritual y material—, sino que, además, para coronar esta complejidad, los creó “varón y mujer”. Claramente, la plenitud de la naturaleza humana se encuentra en la unión perfecta entre el hombre y la mujer” [42]. Por lo tanto, el amor esponsal entre un hombre y una mujer es considerado por el filósofo y teólogo belga como la cumbre de la vocación humana, la expresión suprema de la imagen divina como llamada a la entrega de sí en el amor, donde la ternura del afecto entre ambos desempeña un papel fundamental, deseado por el mismo Creador: “El corazón es el centro de la persona” [43], advierte von Hildebrand, ante ciertas tentaciones de anteponer el activismo a la receptividad del amor, entendido precisamente en un sentido afectivo. Añade luego que “donde reina la ternura, la concupiscencia se aleja” [44].
48. El carácter de entrega total del amor conyugal también se aprecia en lo que ella caracteriza como una verdadera dimensión "sacrificial" del amor —con una evidente referencia al amor de Cristo "hasta el extremo"—, que consiste en anteponer el bien del otro al propio, en lo que podría llamarse una "muerte" a uno mismo, que en algunas ocasiones puede incluso llevar a renunciar a las alegrías de la vida familiar en aras de un bien mayor: “Lo que muchos "amantes" olvidan, ya se trate de amigos o de esposos, es que el sacrificio es la savia de los grandes amores. Que el sacrificio es la santa vitamina del amor también se aplica al matrimonio, que ofrece a los esposos innumerables ocasiones para morir a sí mismos” [45]. En otras palabras, esto significa que el amor conyugal muestra su fecundidad, tanto humana como espiritual, cuando permanece abierto a las más altas exigencias de la caridad [46].
El desarrollo de la visión teológica en los últimos tiempos
49. Hans Urs von Balthasar concede particular importancia al consentimiento marital que crea esa nueva unidad que trasciende a los dos individuos: “La unión de las dos personas así desposeídas de sí mismas solo es posible en un tercer elemento, que […] es ese factor objetivo compuesto por sus dos libertades: su voto, su promesa solemne, en la que cada uno da su asentimiento definitivo a la libertad del otro y a su misterio, y se entrega a este misterio. Es una realidad que debe llamarse objetiva solo porque es más que la yuxtaposición de sus dos subjetividades […] su voluntad unificada (para pertenecer el uno al otro), que se sitúa por encima de ellos y entre ellos, porque ninguno de los dos puede reivindicar para sí la unidad que ha surgido” [47].
50. Este pacto, donde cada uno se trasciende y se entrega a la nueva realidad que se crea, no es en absoluto una negación de sí mismos como individuos libres: es, más bien, una plenitud de libertad que se alcanza al entregarse totalmente a otra persona: “El acto de entregarse en posesión mutua, que solo se realiza bajo la bóveda que les extiende el Espíritu de amor que los guía e inspira, es cualquier cosa menos una alienación de sí mismo por parte del individuo. Este no se atrae a sí mismo excepto en virtud de la llamada de la otra libertad, que le da la capacidad de resolver, de decidir por sí mismo, y esta resolución se vuelve madura, 'de edad', precisamente cuando no continúa recuperándose con vacilación, sino que se concentra, se recoge, para entregarse de una vez por todas” [48].
51. Este Autor contempla de manera particular y teológicamente profunda cómo esta unidad matrimonial refleja la unión entre Cristo y su Iglesia: “La medida del amor matrimonial se convierte en el amor entre Cristo y su Iglesia [...]. La unidad original consiste en que la Iglesia nace de Cristo como Eva de Adán: brotó del costado traspasado del Señor, que dormía en la cruz a la sombra de la muerte y del infierno. Por eso es su cuerpo, como Eva fue carne de la carne de Adán. En este sueño mortal de la Pasión, “formó para sí la Iglesia, esposa admirable, sin arruga ni mancha” ( Ef 5, 24-27). Él mismo, como hombre, se deja caer en el sueño de la muerte para, como Dios, extraer misteriosamente de entre los muertos la fecundidad de la que creará a su esposa, la Iglesia. Así, ella es él mismo, y sin embargo, no es él mismo: es su cuerpo y su esposa. “Quien ama a su esposa se ama a sí mismo. Nadie odia jamás a su propia carne; Él la protege y la cuida. Así también Cristo hace con su Iglesia, porque somos miembros de su cuerpo” ( Ef 5,28-30)” [49].
52. Esta visión cristológica y pneumatológica tiene consecuencias concretas en la experiencia matrimonial: “Si volvemos a echar una mirada a la mutua dedicación de los esposos, se muestra claramente una vez más que la ley común de su amor (en sentido cristológico) brota tanto de su propia actitud de autoposesión voluntaria, y por lo tanto no es una ley impuesta desde fuera, como surge realmente, superando a ambos, como una tercera entidad fecunda, creativa (en sentido pneumatológico) y los inspira a los actos de su dedicación” [50].
53. Karl Rahner también considera la unidad matrimonial como expresión del amor entre Cristo y la Iglesia, pero no como si Cristo y la Iglesia fueran iguales, ya que el amor con el que Cristo ama a la Iglesia tiene su origen en la “misericordiosa voluntad de Dios de comunicarse” [51]. De esta voluntad, como causa, surge el primer efecto, que es la unidad de Cristo y la Iglesia. En última instancia, el amor, tal como se expresa en la vida de los esposos, tiene su origen en Dios mismo [52]. Conviene reflexionar sobre dos textos de Rahner suficientemente elocuentes. El primero: “En el amor verdaderamente personal, hay implícito algo incondicional que trasciende la causalidad del encuentro entre los amantes: cuando aman de verdad, se superan continuamente a sí mismos, alcanzan un flujo que ya no tiene su punto de llegada en lo finito y lo determinable. Lo que se encuentra en una distancia infinita, que se evoca silenciosamente en tal amor, en última instancia solo puede llamarse con un nombre: Dios” [53]. Y el segundo texto: “El matrimonio y el vínculo entre Dios y la humanidad en Cristo no solo pueden compararse entre sí por nosotros, sino que están objetivamente en una relación recíproca, de modo que el matrimonio representa objetivamente este amor que Dios tiene en Cristo por la Iglesia; la relación y el comportamiento de Cristo con la Iglesia prefiguran la relación y el comportamiento que existen en el matrimonio, y encuentran su plenitud en él, de modo que incluye el matrimonio en sí mismo como un momento de sí mismo” [54].
54. La perspectiva cristológico-trinitaria sobre la unidad matrimonial ha sido enfatizada con fuerza y fervor por varios autores ortodoxos contemporáneos. Damos tres ejemplos:
55. Partiendo de su propia visión mística, el teólogo ortodoxo Alexander Schmemann afirma: “En un matrimonio cristiano, de hecho, hay tres personas casadas; y la lealtad unida de ambos al tercero, que es Dios, los mantiene en una unidad activa entre sí y con Dios. Sin embargo, es precisamente la presencia de Dios la que marca el fin del matrimonio como algo puramente “natural”. Es la cruz de Cristo la que pone fin a la autosuficiencia de la naturaleza. Pero “con la cruz, la alegría ha entrado en todo el mundo”. Su presencia es, por tanto, la verdadera alegría del matrimonio” [55].
56. Otro hermoso testimonio se encuentra en las siguientes palabras del filósofo y teólogo ruso Pavel Evdokimov: “La unidad consustancial del matrimonio constituye la unidad de dos personas que están colocadas en Dios […]. Por lo tanto, la estructura trinitaria inicial es: hombre-mujer en el Espíritu Santo. La realización efectiva de su unidad en el matrimonio (donde el esposo, según Pablo, es la imagen de Cristo y la esposa es la imagen de la Iglesia) se convierte en el equivalente conyugal de la unidad Cristo-Espíritu” [56].
57. Finalmente, vale la pena citar un pasaje ilustrativo del teólogo John Meyendorff: “El cristiano está llamado, ya en este mundo, a experimentar una nueva vida, a convertirse en ciudadano del Reino, y puede hacerlo en el matrimonio […]. Es una unión singular de dos seres enamorados, dos seres que pueden trascender su propia humanidad y así estar unidos no solo “entre sí”, sino también “en Cristo” [57].
58. Los autores orientales de nuestro tiempo también insisten en el aspecto relacional a la luz de la Trinidad. El teólogo griego Ioannis Zizioulas afirma que “la persona es alteridad en la comunión y comunión en la alteridad. La Persona es una identidad que emerge a través de la relación (schesis, en la terminología de los Padres griegos); es un “yo” que solo puede existir en la medida en que se relaciona con un “tú” que afirma su existencia y su alteridad. […] [El “yo”] no puede simplemente existir sin el otro. Esto es lo que distingue a la persona del individuo” [58]. En el contexto de esta particular evaluación oriental de la relación, que en última instancia es un reflejo de la comunión trinitaria, otro teólogo y filósofo griego, Christos Yannaras, muestra cómo la vida matrimonial debe entenderse en el marco más amplio de las relaciones en la comunidad eclesial, lo que nos permite entender la sexualidad como una relación personal transfigurada por la gracia trinitaria: “La relación y el conocimiento entre los esposos se convierten en eventos eclesiales, se producen no solo a través de la naturaleza sino también a través de la Iglesia […] en el contexto de las relaciones que mantienen unida a la Iglesia como imagen del modelo trinitario” [59]. E inmediatamente explica que “esto no significa 'espiritualización' del matrimonio y devaluación de la relación natural, sino transformación dinámica del impulso natural en un evento de comunión personal, según la forma en que la Iglesia realiza la comunión, es decir, como un don gratuito de alteridad y libertad personal” [60].
Intervenciones magistrales
Primeras intervenciones
59. Hasta León XIII , las intervenciones referentes a la monogamia eran escasas y esenciales. Cabe mencionar una breve pero importante intervención de Inocencio III en el año 1201, en la que se refiere a los paganos que “comparten el afecto conyugal con varias mujeres al mismo tiempo”, y, con referencia al Génesis, afirma que es contrario a la fe cristiana, “ya que desde el principio una sola costilla se transformó en una sola mujer” [61]. A continuación, se remite a la Escritura (cf. Ef 5,31; Gn 2,24; Mt 19,5) para subrayar que dice que “serán dos en una sola carne” (duo in carne una) y que el hombre se unirá “a su mujer”, no “a sus esposas”. Finalmente, interpreta la prohibición del adulterio (cf. Mt 19,9; Mc 10,11) como una referencia al matrimonio monógamo [62].
60. El Segundo Concilio de Lyon reitera que “se mantiene firme que no se permite a un hombre tener más de una esposa al mismo tiempo, ni a una mujer tener más de un hijo” [63]. El Concilio de Trento deriva el significado de la monogamia del hecho de que Cristo el Señor enseñó más abiertamente que con este vínculo solo dos personas están estrechamente unidas, cuando dijo: “Por lo tanto, ya no son dos, sino una sola carne” [64]. En el siglo XVIII, Benedicto XIV, considerando la situación de los matrimonios clandestinos, reitera que “ninguno de los dos puede, mientras el otro viva, contraer otro matrimonio” [65].
León XIII
61. En cuanto a la monogamia, el argumento central de que los esposos constituyen “una sola carne” retorna a la enseñanza de León XIII: “Vemos esto declarado y solemnemente ratificado por el Evangelio con la divina autoridad de Jesucristo, quien proclamó a los judíos y a los apóstoles que el matrimonio, por su propia institución, debe ser solo entre dos, es decir, entre un hombre y una mujer; que los dos se constituyen como una sola carne” [66].
62. En su reflexión, la defensa de la monogamia es también una defensa de la dignidad de la mujer, que no puede ser negada ni deshonrada ni siquiera por el deseo de procreación. La unidad del matrimonio implica, por lo tanto, una libre elección por parte de la mujer, quien tiene derecho a exigir reciprocidad exclusiva: “Nada era más miserable que la esposa, rebajada a tal vileza que era considerada casi solo como un instrumento destinado a satisfacer la lujuria o a procrear hijos. No le avergonzaba que quienes iban a ser esposas fueran compradas y vendidas como cosas corporales, habiéndose dado a veces al padre o al marido el poder de condenar a la esposa a la tortura extrema” [67].
63. El matrimonio monógamo es la expresión de una búsqueda mutua y exclusiva del bien del otro: “Es necesario que siempre tengan la mente dispuesta a comprender que uno se debe al otro un gran amor, una fe constante, una ayuda solícita y continua” [68]. Esta realidad de ser “una sola carne” adquiere con Cristo una nueva y preciosa motivación y alcanza su plenitud en el sacramento del matrimonio: “Cabe añadir que el matrimonio es sacramento precisamente por esto: por ser un signo sagrado, que produce gracia y representa la boda mística de Cristo con la Iglesia. La forma y la configuración de estas se expresan entonces mediante ese mismo vínculo de unión perfecta por el que el hombre y la mujer se unen, y que no es otra cosa que el matrimonio mismo” [69].
Pío XI
64. El Papa Pío XI ofrece un desarrollo más profundo de la doctrina sobre la unidad matrimonial en la Encíclica Casti connubii. Destaca el valor de la “mutua fidelidad de los esposos en el cumplimiento del contrato matrimonial; de modo que lo que este contrato, sancionado por la ley divina, corresponde únicamente al cónyuge, no le sea negado ni permitido a un tercero”. Y concluye: “Esta fe exige, por tanto, en primer lugar la unidad absoluta del matrimonio, que el Creador mismo prefiguró en el matrimonio de los primeros padres, queriendo que fuera solo entre un hombre y una mujer” [70].
65. El Pontífice enriquece la enseñanza sobre la unidad del matrimonio proponiendo una nueva reflexión sobre el amor conyugal, “que impregna todos los deberes de la vida conyugal y que en el matrimonio cristiano ostenta la primacía de la nobleza” [71]. Y lo más noble que puede encontrarse en un matrimonio es el amor conyugal, especialmente cuando alcanza el nivel sobrenatural de la caridad mediante la gracia. En consecuencia, la unión matrimonial se convierte en un camino de crecimiento espiritual: “No solo incluye la ayuda mutua, sino que debe extenderse y, de hecho, aspirar sobre todo a esto: que los esposos se ayuden mutuamente para una formación y perfección interior cada vez mejores, de modo que en su mutua unión de vida crezcan cada vez más en las virtudes, especialmente en la sincera caridad hacia Dios y hacia el prójimo [...]. Esta formación interior mutua de los esposos, con el esfuerzo asiduo por perfeccionarse mutuamente, en cierto sentido muy verdadero [...] puede también considerarse la causa y el motivo primarios del matrimonio” [72]. Esta “ampliación” del significado del matrimonio, que va más allá del sentido estricto, predominante hasta entonces, de institución ordenada a la procreación y a la adecuada educación de la prole, ha abierto el camino a una comprensión más profunda del significado unitivo del matrimonio y de la sexualidad.
66. Cabe recordar también cómo, en su época, el Papa Pío XI se sintió obligado a destacar aquellas tendencias contrarias a la monogamia que se han vuelto mucho más comunes hoy en día: “Quienes piensan que debemos ser indulgentes con las ideas y costumbres de nuestro tiempo respecto a las amistades falsas y dañinas con terceros, y sostienen que en estas relaciones externas se debería permitir a los cónyuges mayor libertad para pensar y actuar, están corrompiendo la fidelidad ante todo, y esto es tanto más cierto cuanto (como dicen) no pocos tienen una constitución sexual innata que no pueden satisfacer dentro de los estrechos límites del matrimonio monógamo. Por lo tanto, esa disposición mental por la que los cónyuges honestos condenan y rechazan todo afecto y acto libidinoso con un tercero, la consideran una debilidad anticuada de mente y corazón o unos celos abyectos y viles; por lo tanto, declaran nulas las leyes penales del Estado relativas a la obligación de la fe conyugal” [73].
Los tiempos del Concilio Vaticano II
67. Siguiendo el camino abierto por Casti connubii, el Concilio Vaticano II presenta el matrimonio, ante todo, como una obra de Dios que consiste en una comunión de amor y vida que comparten los dos cónyuges, una comunión orientada no solo a la procreación, sino también al bien integral de ambos. El matrimonio se define como una “íntima comunión de vida y amor conyugal” [74]. En el matrimonio, el hombre y la mujer, quienes mediante la alianza conyugal “'ya no son dos, sino una sola carne' (Mt 19,6), prestándose ayuda y servicio mutuos mediante la íntima unión de sus personas y actividades, experimentan el sentido de su propia unidad y la realizan cada vez más plenamente. Esta íntima unión, como don mutuo de dos personas, así como el bien de los hijos, exigen la plena fidelidad de los cónyuges y su unidad indisoluble” [75].
68. Cristo mismo “sale al encuentro de los esposos cristianos mediante el sacramento del matrimonio. Permanece también con ellos para que, así como amó a la Iglesia y se entregó por ella, también los esposos puedan amarse fielmente, para siempre, con mutua dedicación. El auténtico amor conyugal se eleva al amor divino y se sostiene y enriquece con el poder redentor de Cristo y la acción salvífica de la Iglesia” [76]. De esta manera, es posible vivir el amor conyugal: “Dirigido de persona a persona con un sentimiento que surge de la voluntad, ese amor abarca el bien de toda la persona; por lo tanto, tiene la posibilidad de enriquecer con una dignidad particular las expresiones del cuerpo y de la vida psíquica y ennoblecerlas como elementos y signos especiales de la amistad conyugal. El Señor se ha dignado sanar, perfeccionar y elevar este amor con un don especial de gracia y caridad. Este amor, que une valores humanos y divinos, conduce a los esposos a una entrega libre y mutua, que se expresa a través de sentimientos y gestos tiernos e impregna toda la vida de los cónyuges” [77]. Los actos sexuales en el matrimonio, “realizados de manera verdaderamente humana, fomentan la entrega mutua que significan y enriquecen mutuamente a los esposos con alegría y gratitud” [78].
69. El Concilio se refiere explícitamente a la unidad matrimonial para expresar que esta, “confirmada por el Señor, se evidencia también claramente en la igual dignidad personal que debe reconocerse tanto en el hombre como en la mujer en su mutuo y completo amor” [79]. La defensa de la unidad matrimonial en el Concilio se basa, pues, en dos puntos firmes: por un lado, el Concilio reitera que la unión matrimonial lo abarca todo, “impregna toda la vida de los esposos” [80] y, en consecuencia, solo es posible entre dos personas; por otro, subraya que dicho amor corresponde a la igual dignidad de cada uno de los cónyuges, quienes, en el caso de una unión “plural”, se encontrarían en la situación de tener que compartir con otros lo que debería ser íntimo y exclusivo, convirtiéndose así en objetos, en una relación que degrada su propia dignidad personal [81] .
70. San Pablo VI, tras concluir el Concilio y retomar sus reflexiones sobre el matrimonio, expresa una profunda preocupación por los temas del matrimonio y la familia. Si bien en la Humanae Vitae desea subrayar el significado procreativo del matrimonio y de los actos sexuales, al mismo tiempo desea mostrar que este significado es inseparable del otro: el unitivo. De hecho, afirma que “por su íntima estructura, el acto conyugal, al unir profundamente a los esposos, los hace capaces de generar nuevas vidas” [82]. En este contexto, reafirma el valor de la reciprocidad y la exclusividad que evoca la comunión de amor y la mutua perfección [83]. Existe una “conexión inseparable” entre los dos significados de los actos sexuales: “Al salvaguardar ambos aspectos esenciales, el unitivo y el procreativo, el acto conyugal preserva plenamente el sentido del amor mutuo y verdadero y la ordenación a la más alta vocación del hombre en la paternidad” [84]. Por lo tanto, si decimos que el sentido unitivo es inseparable de la procreación, debemos decir al mismo tiempo que la búsqueda de la procreación es inseparable del sentido unitivo, como aclaró después San Juan Pablo II: “la donación física total sería una mentira, si no fuera signo y fruto de la donación personal total” [85].
San Juan Pablo II
71. San Juan Pablo II utiliza la referencia de Cristo "en el principio" para introducir, en la reflexión sobre la relación esponsal, la hermenéutica del don [86]. En la Creación, se revela la donación de Dios, y la Creación misma constituye el don fundamental y original. El ser humano es la única criatura que puede recibir el mundo creado como don y que, al mismo tiempo, como imagen de Dios, puede hacer de su propia vida un don. Es en esta lógica que el significado esponsal del cuerpo humano, en su masculinidad y feminidad, revela que el ser humano fue creado para entregarse al otro y que solo en esta donación de sí mismo completa el verdadero sentido de su ser y su existencia [87].
72. En este contexto, en su exposición del concepto cristiano de monogamia, san Juan Pablo II defiende el origen semítico y no occidental de sus fundamentos más profundos, afirmando que “se presenta como la expresión de la relación interpersonal, en la que cada uno de los dos miembros de la pareja es reconocido por el otro como de igual valor y en la totalidad de su persona. Este concepto monógamo y personalista de la pareja humana es una revelación absolutamente original, que lleva la marca de Dios, y que merece ser explorada cada vez con mayor profundidad” [88].
73. El Santo Pontífice debe, sin embargo, reconocer que “toda la tradición de la Antigua Alianza indica que la necesidad efectiva de la monogamia nunca llegó a la conciencia de las sucesivas generaciones del pueblo elegido, su ethos […] el adulterio no se entiende como aparece desde el punto de vista de la monogamia establecida por el Creador” [89]. Por esta razón, se esfuerza por leer el Antiguo Testamento no desde un punto de vista normativo, sino teológico, y lo hace partiendo de dos pilares. El primero es la voluntad de Cristo de volver al principio [90], al origen de la Creación, cuando la pareja original era monógama, en el sentido de “dos en una sola carne”: “Dios hizo al hombre a su semejanza, creándolo varón y mujer. Esto es lo que sorprende desde el principio. La humanidad, para asemejarse a Dios, debe ser una pareja de dos personas que se acercan” [91]. El otro punto de referencia es la reflexión de los profetas sobre el amor exclusivo entre Dios y su pueblo, por lo que “con frecuencia denuncian el abandono del verdadero Dios Yahvé por parte del pueblo, comparándolo con el adulterio […]. El adulterio es un pecado porque constituye la ruptura de la alianza personal entre el hombre y la mujer […]. En muchos textos, la monogamia parece ser la única y correcta analogía del monoteísmo entendido en las categorías de la Alianza, es decir, de la fidelidad y la confianza en el único y verdadero Dios-Yahvé: Esposo de Israel. El adulterio es la antítesis de esa relación conyugal, es la antinomia del matrimonio” [92].
74. Siguiendo esta línea de pensamiento, san Juan Pablo II sostiene que esta unión no expresa la voluntad original de Dios para la monogamia si la otra persona, incluso si la unión es exclusiva, se convierte simplemente en un objeto utilizado para satisfacer los propios deseos: “La unión personal o 'comunión' a la que el hombre y la mujer son mutuamente llamados 'desde el principio' no se corresponde, sino que entra en conflicto con ella, si una de las dos personas existe solo como sujeto para la satisfacción de la necesidad sexual, y la otra se convierte exclusivamente en el objeto de dicha satisfacción. Además, el caso en que ambos, hombre y mujer, existan recíprocamente como objeto para la satisfacción de la necesidad sexual, y cada uno por su parte sea simplemente el sujeto de dicha satisfacción, no se corresponde con esta unidad de 'comunión'; de hecho, entra en conflicto con ella. Tal 'reducción' de un contenido tan rico de la atracción mutua y perenne de las personas humanas [...] extingue el significado personal y el significado de 'comunión' propio del hombre y la mujer” [93].
75. El don del “Espíritu Santo, derramado en la celebración sacramental, ofrece a los esposos cristianos el don de una nueva comunión de amor, imagen viva y real de aquella singularísima unidad que hace de la Iglesia el Cuerpo Místico indivisible del Señor Jesús […] un impulso estimulante para que progresen cada día hacia una unión cada vez más rica entre ellos a todos los niveles: de cuerpos, caracteres, corazones, mentes, voluntades y almas” [94].
Benedicto XVI
76. Benedicto XVI retoma esta enseñanza al recordar, recordando también la historia de la Creación, que “el eros está arraigado en la naturaleza misma del hombre; Adán busca y abandona a su padre y a su madre para encontrar a la mujer; solo juntos representan la totalidad de la humanidad, se convierten en una sola carne”. El segundo aspecto no es menos importante: en una orientación fundada en la creación, el eros remite al hombre al matrimonio, a un vínculo caracterizado por su singularidad y carácter definitivo; así, y solo así, se realiza su destino íntimo” [95].
77. Benedicto XVI enseñó también que el matrimonio no hace otra cosa que recoger y llevar a cumplimiento esa fuerza disruptiva que es el amor, que, en su dinámica de exclusividad y definitividad, no quiere mortificar la libertad humana, sino que, por el contrario, abre la vida nada menos que a un horizonte de eternidad: “Es parte del desarrollo del amor hacia niveles superiores, hacia sus purificaciones íntimas, que ahora busque la definitividad, y esto en un doble sentido: en el sentido de exclusividad –“sólo esta persona”– y en el sentido de “para siempre” [96].
Francisco
78. El Papa Francisco nos ha regalado una reflexión original, basada en la experiencia concreta, sobre diversos aspectos de la unión exclusiva de los cónyuges en el cuarto capítulo de la Exhortación Apostólica Amoris laetitia, donde se encuentra una descripción detallada del amor conyugal en sus diversas manifestaciones, tomando como punto de partida 1 Cor 13,4-7. En primer lugar, la paciencia, sin la cual “siempre tendremos excusas para responder con ira, y al final nos convertiremos en personas que no saben convivir, antisociales, incapaces de controlar sus impulsos” [97]; luego, la benevolencia, “hacer el bien” como “reacción dinámica y creativa hacia los demás” [98]; luego, la bondad, porque quienes han aprendido a amar “odian hacer sufrir a los demás” [99] y “son capaces de pronunciar palabras de aliento, que confortan, que dan fuerza, que consuelan, que estimulan” [100]. El amor también implica un cierto “desprendimiento de uno mismo”, entregarse libremente hasta el punto de dar la propia vida [101]. En consecuencia, el amor es capaz de superar la violencia interior hacia los defectos de los demás, que “nos pone a la defensiva ante los demás” y “termina aislándonos” [102]. A todo esto se añade el perdón, que “presupone la experiencia de ser perdonado por Dios” [103], la capacidad de alegrarse con los demás, de modo que “quien hace algo bueno en la vida sabe que lo celebrará con él” [104]; y la confianza, porque el amor “deja la libertad, renuncia al intento de controlarlo todo, de poseer, de dominar” [105]. Finalmente, el amor espera en el otro, “siempre espera que sea posible una maduración, un sorprendente florecimiento de la belleza, que las potencialidades de su ser broten un día” [106].
79. El Papa Francisco nos ayuda así a encarnar la caridad conyugal. Al mismo tiempo, con sano realismo, advierte del peligro de idealizar la unión matrimonial con deducciones inadecuadas, como si los misterios teológicos debieran encontrar una correspondencia perfecta en la vida de la pareja, y esta debiera ser perfecta en toda circunstancia. En realidad, esto crearía un constante sentimiento de culpa en los cónyuges más frágiles, que luchan y se esfuerzan al máximo por mantener su unión: “No es bueno confundir diferentes niveles: no se debe imponer a dos personas limitadas la enorme carga de tener que reproducir a la perfección la unión que existe entre Cristo y su Iglesia, porque el matrimonio como signo implica un proceso dinámico, que avanza gradualmente con la integración progresiva de los dones de Dios” [107]. En cambio, debemos evaluar positivamente todos los esfuerzos, los momentos dolorosos, los desafíos que han sorprendido y desestabilizado a los cónyuges, los cambios en la persona amada e incluso las derrotas superadas posteriormente, como parte de un camino donde el Espíritu Santo obra según su voluntad, porque así, “después de haber sufrido y luchado juntos, los cónyuges pueden experimentar que valió la pena, porque han logrado algo bueno, han aprendido algo juntos o porque pueden apreciar más lo que tienen. Pocas alegrías humanas son tan profundas y gozosas como cuando dos personas que se aman han logrado algo juntos que les ha costado un gran esfuerzo compartido” [108].
León XIV
80. Entre las primeras intervenciones del Papa León XIV, en referencia al tema de esta Nota, cabe mencionar lo expresado en el mensaje para la conmemoración del décimo aniversario de la canonización del matrimonio Luis y Celia Martín, padres de Santa Teresita del Niño Jesús. En esa ocasión, el Santo Padre se refiere al “modelo de pareja que la Santa Iglesia presenta a los jóvenes” como “una hermosa aventura: un modelo de fidelidad y atención al prójimo, un modelo de fervor y perseverancia en la fe, de educación cristiana de los hijos, de generosidad en el ejercicio de la caridad y la justicia social; un modelo también de confianza en tiempos de prueba” [109].
81. En verdad, el lema del Papa León XIV, “In illo uno, unum” (“en Aquel que es Uno, somos uno”), tomado de un pasaje de San Agustín [110], podría aplicarse a la vida de pareja, sugiriendo que “ser uno” es posible y plenamente realizable en Dios. En este sentido, la unidad matrimonial encuentra su fundamento y su plenitud en la relación con Dios. Con ocasión del Jubileo de las familias, los abuelos y los ancianos, el Papa León XIV, dirigiéndose directamente a los esposos, reiteró que “el matrimonio no es un ideal, sino el canon del verdadero amor entre el hombre y la mujer: un amor total, fiel y fecundo […]. Al transformaros en una sola carne, este mismo amor os hace capaces, a imagen de Dios, de dar la vida” [111].
82. El Código de Derecho Canónico se refiere a la “alianza matrimonial por la que el hombre y la mujer constituyen entre sí un consorcio de toda la vida , ordenado por su naturaleza al bien de los cónyuges y a la procreación y educación de la prole”, y recuerda que “entre los bautizados ha sido elevado por Cristo Señor a la dignidad de sacramento” [112].
83. Finalmente, en su visión sintética, el Catecismo de la Iglesia Católica afirma que: “La poligamia es contraria a esta igual dignidad y al amor conyugal, que es único y exclusivo” [113]. Además, “el amor conyugal exige de los esposos, por su propia naturaleza, una fidelidad inviolable. Esta es la consecuencia de la entrega que los esposos se hacen mutuamente” [114]. Por esta razón, “el adulterio es una injusticia. Quien lo comete incumple los compromisos adquiridos. Hiere ese signo de la Alianza que es el vínculo matrimonial, lesiona los derechos del otro cónyuge y ataca la institución del matrimonio, violando el contrato en el que se funda. Compromete el bien de la generación humana y de los hijos, que necesitan la unión estable de sus padres” [115]. Esto no excluye la posibilidad de comprender “el drama de quienes, queriendo convertirse al Evangelio, se ven obligados a repudiar a una o más mujeres con las que han compartido años de vida matrimonial. Sin embargo, la poligamia está en contraste con la ley moral. Contradice radicalmente la comunión conyugal” [116].
IV. Algunas perspectivas desde la filosofía y las culturas
En el pensamiento cristiano clásico
84. En Santo Tomás de Aquino encontramos un pensamiento filosófico cristiano, que se ha convertido en clásico, basado en la monogamia. En el tercer libro de la Summa contra Gentiles, su concepción aparece sobre todo bajo un perfil filosófico, con razonamientos extraídos de la teología natural y de su conocimiento de la biología de la época. La relación conyugal se presenta así como un vínculo de orden natural, una “sociedad de hombre y mujer” [117] o una forma de “vínculo social (socialis coniunctio)” [118], inherente a la naturaleza humana, que une al hombre y a la mujer.
85. Santo Tomás sostiene que la monogamia deriva esencialmente del instinto natural, inscrita en la naturaleza de todo ser humano; por lo tanto, esta esfera prescinde de las exigencias de la fe . De hecho, “el hombre [...] desea naturalmente tener la certeza de su descendencia, certeza que desaparecería por completo si varios hombres tuvieran una sola mujer. Por lo tanto, del instinto natural se desprende que debe haber una sola mujer para cada hombre” [119]. Esta unión, que consolida el equilibrio mutuo entre el hombre y la mujer, se rige por una “equidad natural”. Por lo tanto, no hay cabida ni para alguna forma de poliandria, ni para la poligamia, que, entre otras cosas, Santo Tomás define como una forma de esclavitud: “Es también evidente que la disolución de la sociedad antes mencionada es incompatible con la equidad [...]. Si, por lo tanto, un hombre toma a una mujer en su juventud, cuando es hermosa y fértil, y la abandona más tarde, cuando es anciana, estaría cometiendo una injusticia contra la equidad natural [...]. Por otro lado, si un hombre pudiera abandonar a su esposa, no habría una sociedad de iguales entre el hombre y la mujer, sino esclavitud por parte de la mujer” [120].
86. Además, la equidad en el amor establece una igualdad sustancial entre los cónyuges, es decir, una igualdad fundamental entre el hombre y la mujer: “La amistad consiste en cierta igualdad. Por lo tanto, si a una mujer no se le permitiera tener más de un marido, para no comprometer la seguridad de su descendencia, mientras que al marido se le permitiera tener más de una esposa, la amistad entre el hombre y la mujer no sería liberal, sino casi servil. Y este argumento está probado por la experiencia: ya que entre los hombres que tienen más de una esposa, estas son tratadas casi como esclavas. “Una amistad intensa no es posible hacia muchas personas”, como explica el Filósofo (Ética, IV). Si, por lo tanto, la esposa tuviera un solo marido, pero el marido tuviera más de una esposa, la amistad no sería igualitaria entre ambas partes” [121].
87. La fidelidad conyugal, por lo tanto, se fundamenta en el máximo grado de amistad que se establece entre el hombre y la mujer. Esta amistad, en su grado máximo (maxima amicitia), como amor de benevolencia (amor benevolentiae), a diferencia del mero amor de concupiscencia (amor concupiscentiae), orientado más bien al propio beneficio, conduce a un intercambio íntimo y total entre iguales, en el que cada cónyuge se entrega sin reservas, buscando el bien del otro: “Cuanto mayor es la amistad, más firme y duradera es. Ahora bien, entre marido y mujer existe una gran amistad (maxima amicitia): ya que están unidos no solo por el acto carnal, que incluso entre animales establece una dulce sociedad, sino por la comunidad de toda la vida doméstica; de modo que, para expresarlo, el hombre “deja incluso a su padre y a su madre por su mujer”, como dice el Génesis (2,24)” [122].
Comunión de dos personas
88. En el siglo XX, algunos filósofos cristianos enfatizaron una visión del matrimonio como unión entre personas o comunión de vida. En el contexto del pensamiento tomista clásico, Antonin-Dalmace Sertillanges presenta el matrimonio como la unión de dos personas, que nunca puede entenderse como una especie de fusión o destrucción de sí mismas para constituir una unidad superior, ni siquiera como un mero medio de procreación para el bien de la especie: “El hombre, precisamente por ser persona, es decir, fin en sí mismo, hombre válido en sí mismo independientemente de la especie, buscará en su unión, junto con el bien de la especie, también su propio bien. Si, por lo tanto, el hombre y la mujer encontraron una vida cimentada en el amor, esta vida se desarrollará en dos centros como una elipse en dos focos […] sin que nadie sea sacrificado” [123].
89. En consonancia con este pensamiento, Sertillanges muestra que en el matrimonio, incluso la búsqueda del bien propio constituye una forma de tomar en serio a la otra persona, abriéndole la posibilidad de ser fructífera gracias a su cónyuge: “Ciertamente, es mejor dar que recibir, decíamos; pero recibir también es dar. Oh, corazón mío, recibe, para que tu amigo encuentre en ti el testimonio de lo que da. Sé feliz, para que tu amigo pueda decir: ¡Yo, pues, traigo la felicidad!” [124]. De este modo, “en la unión conyugal, las dos vidas se enriquecen tanto más cuanto más estrecha está destinada a ser su asociación y sus contribuciones mutuas están destinadas por naturaleza a complementarse” [125], porque “este amor que une a dos personas, lo que cada una de ellas, por sí sola, no podría ser, es el enriquecimiento natural más decisivo” [126]. De este modo, la comunión conyugal implica una “doble preferencia que se entrelaza formando el más fuerte de los nudos, y hace a cada uno de los dos simultáneamente el más amante y el más amado, y hace que cada uno obtenga lo que le corresponde así como lo procura al otro: la felicidad de ser uno en dos” [127].
Una persona referida enteramente a otra
90. En este punto, conviene conectar a tres autores que han explorado cada vez más una línea de pensamiento sobre la unidad conyugal. El primero es Søren Kierkegaard. Está convencido de que una persona se realiza a sí misma cuando es capaz de salir de sí misma, posibilitando así el amor y la unión: “El amor es abandono, pero el abandono solo es posible gracias a que salgo de mí mismo” [128], aceptando el riesgo y la imprevisibilidad. Solo así se hace posible la decisión de pertenecer plenamente a una sola persona, con todos los riesgos que esta decisión puede conllevar: “Se necesita un paso decisivo, y por lo tanto se necesita valentía para ello, y sin embargo, el amor conyugal se derrumba en la nada cuando esto no se da, porque solo gracias a esto se demuestra que no se ama a sí mismo, sino al otro. ¿Y cómo se podría demostrar si no es gracias a que uno es solo para el otro?” [129]. En consecuencia, sostiene el filósofo danés, “se dio cuenta de la afrenta, y por tanto de lo desafortunado que es querer amar con una parte del alma pero no con el todo, reducir el propio amor a un momento, y por tanto tomar todo el amor de otra persona” [130].
91. Así, encontramos el fundamento de la monogamia precisamente en la idea de persona, que nos permite comprender simultáneamente el sentido de nuestra propia existencia y amar la de nuestro cónyuge. La llamada interior a abandonarnos al otro se convierte así en el fundamento de “amar solo a uno” [131]. El propio Kierkegaard lo confirma al reconocer que, si existe un amor verdadero que nos impulsa a salir de nosotros mismos hacia el otro, “los amantes están íntimamente convencidos de que su relación es un todo perfecto en sí mismo” [132]. También reconoce que esta realidad significa para los cónyuges una llamada a “transformar el instante de goce en una pequeña eternidad” [133]. Esto implica, pues, la acción de la voluntad espiritual, pero sobre todo la referencia a Dios, sin separar el matrimonio —incluido su componente de goce y sexualidad— del amor a Dios: “los amantes remiten su amor a Dios”, quien, en efecto, “le dará una huella absoluta de eternidad” [134].
92. Estas fuentes también nutren el personalismo de Emmanuel Mounier, que parte del “valor absoluto de la persona humana” [135], cuya plena realización solo puede lograrse mediante la entrega, en un proceso que transfigura todas las tensiones de la personalidad [136]. Por el contrario, “constituida en una sociedad cerrada, la familia se construye a imagen del individuo que le propone el mundo burgués” [137], y de esta manera constituye solo la suma de dos particularismos, no una unión. Si se comprende su verdadera naturaleza, “los individuos deben sacrificar su particularismo a ella […]. Es una aventura que emprender, un compromiso que fructificar” [138]. Pero esto es a condición de que se esfuercen por lograrlo con todo su esfuerzo. Esta unión totalizadora es entre dos y no admite rivales.
93. Jean Lacroix, también partidario del personalismo, se inspira más directamente en Kierkegaard y expresa ideas similares bajo la figura del reconocimiento mutuo de dos personas (s'avouer l'un à l'autre), que las abre a la comunión con todos: “En el momento en que se reconocen, los esposos se reconocen simultáneamente ante una realidad superior que los trasciende […]. La familia, de hecho, puede ser sin duda el lugar, la fuente y el arquetipo de toda sociabilidad […]. Será, por lo tanto, el análisis del propio reconocimiento lo que nos permitirá discernir lo que es auténtico y lo que es ilusorio en la concepción de la familia entendida como célula primaria de la sociedad” [139]. El reconocimiento del otro es “el acto humano que asume plenamente el carácter de intimidad y el carácter de sociabilidad”, y de esta manera responde al deseo trascendental del amor en su sentido más rico [140]. Pero se trata de reconocer al otro “como otro” [141]. De esta manera, la tendencia a la lucha contra el otro se transforma en reconocimiento mutuo [142]. En este horizonte, comprendemos que el fundamento del matrimonio, que es esencialmente amor, no puede ser otra cosa que el reconocimiento integral: reconocimiento del cuerpo, reconocimiento del alma, reconocimiento total de este espíritu encarnado que es el hombre concreto [143]. Por lo tanto, la monogamia surge claramente de la afirmación de que el matrimonio entre un hombre y una mujer es una unidad superior a cualquier otra en esta tierra: “la familia es la mayor realización de la unidad humana” [144].
Cara a cara
94. El filósofo francés Emmanuel Lévinas, con su reflexión sobre el rostro del otro, propone descubrir siempre la relación personal como un "cara a cara". Gracias al rostro, que siempre impone su propio reconocimiento, la interioridad personal se vuelve comunicable y requiere el descubrimiento siempre renovado del otro [145]. El deseo sexual, cuando se mueve dentro de esta dinámica del rostro del otro, puede mantener adecuadamente unidas la sensibilidad y la trascendencia, la autoafirmación y el reconocimiento de la alteridad. En este cara a cara, la caricia actúa como una expresión de amor que busca la unión mediante la admiración, el respeto y la preservación de la alteridad: "no es una intención de desvelar, sino de investigación: un viaje hacia lo invisible" [146]. El pensamiento de Lévinas puede ser una vía fructífera para explorar el significado del matrimonio como una unión exclusiva: una relación cara a cara que solo es posible entre dos personas y que, al realizarse plenamente, reivindica una pertenencia exclusiva y mutua, incomunicable e intransferible más allá de ese "nosotros dos".
95. La poligamia, el adulterio o el poliamor se basan en la ilusión de que la intensidad de una relación reside en la sucesión de rostros. Como ilustra el mito de Don Juan, el número disuelve el nombre: dispersa la unidad del impulso amoroso. Si Lévinas demostró que el rostro del otro convoca una responsabilidad infinita, única e irreductible, multiplicar los rostros en una supuesta unión total significa fragmentar el significado del amor conyugal.
El pensamiento de Karol Wojtyła
96. Tras la conocida catequesis sobre el amor ofrecida por san Juan Pablo II como Pontífice, se encuentra la reflexión filosófica desarrollada por el joven obispo Karol Wojtyla. Esta reflexión nos ayuda a comprender en profundidad el significado de la unión única y exclusiva del matrimonio.
97. El joven pensador polaco se toma muy en serio el tema de esta Nota. Explica que el matrimonio tiene “una estructura interpersonal: es una unión y una comunidad de dos personas” [147]. Este es su carácter esencial, la razón de ser interior y esencial del matrimonio, que es “ante todo constituir una unión de dos personas”. Este es su “valor integral”, que subsiste incluso más allá de la procreación [148].
98. En la base de todo su pensamiento se encuentra lo que él mismo llama el “principio personalista”, que exige “tratar a la persona de una manera que corresponda a su ser” y no “como un objeto de goce, al servicio de otra persona” [149], como sucede en la poligamia. Ser persona implica necesariamente que “nunca puede ser objeto de goce utilitario para otro, sino solo un objeto (más exactamente, un cosujeto) de amor” [150], porque “no puede ser tratada como un objeto de uso, por lo tanto, como un medio” [151].
99. El pensamiento de Wojtyla nos permite comprender por qué solo la monogamia garantiza que la sexualidad se desarrolle en un marco de reconocimiento del otro como sujeto con quien se comparte la vida por completo, un sujeto que es un fin en sí mismo y nunca un medio para las propias necesidades. La unión sexual, que involucra a la persona en su totalidad, puede tratar al otro precisamente como persona, es decir, como cosujeto de amor y no como objeto de uso, solo si se desarrolla en el marco de una pertenencia única y exclusiva. En este caso, quienes se entregan plena y completamente al otro solo pueden ser dos. En cualquier otro caso, sería una donación parcial de sí mismo, porque tal don debe dejar espacio para los demás y, en consecuencia, todos serían tratados como medios y no como personas. Por estas razones, concluye que “la monogamia estricta es una manifestación del orden personalista” [152].
100. En la misma obra, Karol Wojtyła amplía su reflexión sobre la monogamia con un desarrollo original sobre el propósito unitivo de la sexualidad, que se convierte en una expresión y una maduración de ese hecho objetivo que es la unidad marital como propiedad esencial del matrimonio. Por esta razón, niega enérgicamente la tesis rigorista —que considera típica de las visiones “maniqueas” o “ultraespiritualistas”— según la cual “el Creador se sirve del hombre y de la mujer, así como de sus relaciones sexuales, para asegurar la existencia de la especie homo. Así, utiliza a las personas como medios” [153]. Solo en este contexto, para esa mentalidad, el placer sexual se volvería tolerable. Wojtyła, en cambio, sostiene que “no es en absoluto incompatible con la dignidad objetiva de las personas que su amor conyugal implique “goce” sexual […]. Existe un gozo que está en conformidad con la naturaleza de la tendencia sexual y, al mismo tiempo, con la dignidad de las personas; En el vasto campo del amor entre el hombre y la mujer, este surge de la acción común, de la comprensión mutua, del cumplimiento armonioso de los objetivos elegidos conjuntamente. Esta alegría, este goce, puede provenir tanto del placer multifacético creado por la diferencia de sexos como de la voluptuosidad sexual que ofrecen las relaciones conyugales […] siempre que su amor se desarrolle normalmente a partir del impulso sexual” [154].
101. En su esfuerzo por evitar el extremo rigorista, que en última instancia excluye la finalidad unitiva de la sexualidad en el matrimonio, Wojtyła explica que el otro puede ser verdaderamente amado como persona y, al mismo tiempo, ser plenamente deseado. Estas dos cosas “difieren entre sí, pero no hasta el punto de excluirse mutuamente” porque “una persona puede desear a otro como un bien para sí mismo, pero al mismo tiempo puede desear un bien para él, independientemente de que también sea un bien para sí mismo” [155]. Reconociendo la integridad de la persona y sus necesidades, también debe admitirse que el amor mutuo requiere muchas otras expresiones, no solo la sexualidad: si “lo que las dos personas aportan al amor es únicamente, o sobre todo, la concupiscencia en la búsqueda del goce y el placer, entonces la reciprocidad se verá privada de aquellas características” [156] que ofrecen estabilidad al matrimonio (el amor como virtud, la confianza, la entrega desinteresada, etc.).
Más adelante
102. El matrimonio de Jacques y Raïssa Maritain se presenta como un caso especial de comunión intelectual, cultural y espiritual, que no puede presentarse como el único modelo, ya que las formas de unión conyugal son ciertamente tan diversas como las personas mismas. Sin embargo, su caso particular tiene mucho que decir. Dada la maravillosa experiencia de compartir con Raïssa una búsqueda interior de la verdad y, sobre todo, de Dios, Jacques relativiza, sin excluirla, la importancia del deseo, la pasión y la sexualidad: “La verdad es esta, en mi opinión: en primer lugar, el amor como deseo o pasión, y el amor romántico —o al menos un elemento del mismo— deberían, en la medida de lo posible, estar presentes en el matrimonio como primer incentivo, como punto de partida […]. En segundo lugar, el matrimonio, lejos de tener como propósito principal llevar el amor romántico a su plenitud perfecta, debe realizar una obra muy diferente en los corazones humanos: una operación de alquimia infinitamente más profunda y misteriosa” [157]. Le fascina “un amor verdaderamente desinteresado, que no excluye el sexo, por supuesto, pero que se vuelve cada vez más independiente del sexo” [158]. No se refiere, en sentido gnóstico o jansenista, a un amor espiritual completamente desconectado de la corporeidad o las realidades terrenales, porque tal interpretación sería contraria a su pensamiento antropológico, sino precisamente al ideal de “una donación completa e irrevocable de uno al otro, por amor al otro. Así es como el matrimonio puede ser una auténtica comunidad de amor entre el hombre y la mujer: algo construido no sobre arena, sino sobre roca” [159]. Este ideal de la donación plena de uno mismo al cónyuge implica “la ardua disciplina del autosacrificio y a fuerza de renuncias y purificaciones [...]. Cada uno, en otras palabras, puede entonces dedicarse verdaderamente al bien y la salvación del otro” [160]. En este contexto, subraya la constante necesidad del perdón: “dispuestos y dispuestos, como debe estar un ángel custodio, a perdonar mucho a los demás: de hecho, la ley evangélica del perdón mutuo expresa bien, me parece, una necesidad fundamental” [161].
103. En este texto, la mirada filosófica de Maritain se revela completamente transfigurada por una visión sobrenatural, donde el poder del amor teologal impulsa a quien ama a ir más allá de sí mismo, en busca del bien del otro, hacia la plenitud de este bien del amado, que consiste en su salvación, es decir, en su unión total con Dios. Esta visión profundamente espiritual de Maritain parece excluir un tratamiento filosófico completo del amor conyugal que podemos encontrar en otros autores, pero tiene el gran mérito de guiar nuestra reflexión sobre el amor monógamo en una ascensión hacia los valores más elevados, donde dicho amor madura en un sentido de autosacrificio, que en el matrimonio toma la forma de una unión radical. Esta admirable unión se manifiesta en la preocupación sincera y constante por el bien del otro como un movimiento sobrenatural, y en la búsqueda tierna y generosa de la realización plena y total del amado en el amor salvador de Dios.
104. Sin embargo, en un texto posterior se percibe una mayor precisión filosófica. Se trata de las anotaciones que Maritain desarrolla a partir del diario de su esposa, publicado tras su muerte. Son anotaciones completadas por el propio Maritain y publicadas por separado [162] . Ya en las primeras páginas retorna el tema de ese amor tan especial que alcanza altísimos niveles de generosidad y desinterés. El filósofo francés lo llama “amor loco” [163], porque es un amor “considerado en su forma extrema y completamente absoluta” [164], caracterizado “por el poder que tiene de alienar el alma de sí misma” [165]. Pero la novedad es que, en este comentario sobre el diario de Raïssa , da un paso decisivo: integra positivamente la sexualidad incluso en el contexto de ese amor tan perfecto. Partiendo de la naturaleza humana, compuesta de espíritu y cuerpo, y de la característica integral del amor conyugal, llega a la afirmación: “Una persona humana puede entregarse a otra o arrebatarse a otra hasta el punto de convertirla en su Todo, solo si la otra da, o está dispuesta a dar, su cuerpo a la vez que da su alma” [166]. En este amor supremo entre dos seres humanos, la unidad conyugal encuentra su expresión terrena más preciada.
Otros puntos de vista
105. Aquí también conviene tener presente una mirada al Oriente no cristiano. Detengámonos, por ejemplo, en las tradiciones de la India. En esa región, si bien la monogamia ha sido generalmente la norma y se ha considerado un ideal en la vida matrimonial, la poligamia ha permanecido presente a lo largo de los siglos. En cualquier caso, uno de los textos más antiguos de las escrituras hindúes, el Manusmṛti, afirma lo siguiente: “Que la fidelidad mutua perdure hasta la muerte puede considerarse el resumen de la ley suprema para el esposo y la esposa. Que el hombre y la mujer, unidos en matrimonio, se esfuercen constantemente por no separarse y no violar su fidelidad mutua” [167]. Un texto importante que se cita a menudo para defender la monogamia es el Srimad Bhagavatam o Bhagavata Purana, que afirma: “El Señor Rāmachandra prometió aceptar solo una esposa y no tener vínculos con otras mujeres. Era un rey santo, y todo en su carácter era bueno, libre de cualidades como la ira” [168]. Cuando Ravana secuestra a su esposa Sita, el Señor Ramachandra, quien podría haber tomado a cualquier otra mujer como esposa, no toma a ninguna. Además, el énfasis puesto en la castidad de la esposa en el Thirukkural (una colección clásica de aforismos en tamil) indica la importancia de la fidelidad total: “Si la mujer pudiera preservar la castidad, ¿qué tesoro más preciado podría contener el mundo? […] A quien mantiene una vigilia incesante para protegerse, cuida de su esposo y el buen nombre de su familia, dale el nombre de una mujer” [169].
106. En relación con las reflexiones filosóficas y culturales desarrolladas hasta ahora, también conviene prestar atención al tema de la educación. Nuestra época, de hecho, experimenta diversas tendencias en relación con el amor: el aumento de las tasas de divorcio, la fragilidad de las uniones, la trivialización del adulterio y la promoción del poliamor. A la luz de todo esto, cabe reconocer que las grandes narrativas colectivas (novelas, películas, canciones) siguen exaltando el mito del "gran amor" único y exclusivo. La paradoja es evidente: las prácticas sociales socavan lo que la imaginación celebra. Esto revela que el deseo de amor monógamo permanece inscrito en lo más profundo del ser humano, incluso cuando los comportamientos parecen negarlo.
107. ¿Cómo, entonces, podemos preservar la posibilidad de un amor fiel y monógamo? La respuesta está en la educación. No basta con denunciar los fracasos; partiendo de los valores que aún se conservan en el imaginario popular, debemos preparar a las generaciones para abrazar la experiencia del amor como un misterio antropológico. El mundo de las redes sociales, donde el pudor se desvanece y prolifera la violencia simbólica y sexual, demuestra la urgente necesidad de una nueva pedagogía. El amor no puede reducirse a un impulso: siempre apela a la responsabilidad y la capacidad de esperanza de toda la persona. El compromiso, entendido en su sentido tradicional, encarna este tiempo de prueba y maduración, en el que el otro es acogido como promesa de infinito. Así, la educación en la monogamia no es una restricción moral, sino una iniciación en la grandeza de un amor que trasciende la inmediatez. Dirige la energía erótica hacia una sabiduría de perdurabilidad y una apertura a lo divino. La monogamia no es arcaísmo, sino profecía: revela que el amor humano, vivido en su plenitud, anticipa de alguna manera el misterio mismo de Dios.
V. La palabra poética
108. Hablando de palabras poéticas, el Papa Francisco afirma que “las palabras literarias son como una espina en el corazón que te mueve a la contemplación y te guía. La poesía es abierta, te lanza a otro lugar” [170]. Y añade: “El artista es el hombre que con sus ojos mira y al mismo tiempo sueña, ve con más profundidad, profetiza, anuncia una manera diferente de ver y comprender lo que tenemos ante nuestros ojos. De hecho, la poesía no habla de la realidad a partir de principios abstractos, sino escuchando la realidad misma” [171]. Dadas estas premisas, es imposible ignorar la palabra poética para comprender mejor ese misterio de amor entre dos personas que se unen y se pertenecen mutuamente.
109. Es útil observar cuántos poetas han buscado expresar la belleza de esta unión única y exclusiva. Reconocer ahora el poder de su poesía no implica que sus vidas fueran perfectas ni que siempre fueran fieles en el amor. En cualquier caso, es evidente que, cuando encontraron el amor y decidieron pertenecer exclusivamente a otra persona, o cuando percibieron el valor de una unión exclusiva, estos poetas necesitaron expresarlo a través de su arte, como para indicar que era algo más que la satisfacción sexual, la satisfacción de una necesidad personal o una aventura superficial. Algunos ejemplos incluyen:
Dimos vueltas y vueltas
hasta que llegamos a casa,
los dos [172].
Nadie más, mi amor, dormirá con mis sueños.
Irás, iremos juntos a través de las aguas del tiempo… [173].
110. En estos versos, percibimos que, en un camino de respeto y libertad, el tiempo consagra la elección mutua, fortalece el vínculo, profundiza la satisfacción de pertenecer el uno al otro, enriquece ese "nosotros" que llega a sentirse indestructible. En el contexto de esta unión, cada uno sabe que, así como ha dado algo de sí mismo al otro, también ha recibido mucho de su amado:
Bajé millones de escaleras dándote mi brazo,
no porque quizá se pueda ver más con cuatro ojos.
Las bajé contigo porque sabía que
entre nosotros
las únicas pupilas verdaderas, aunque tan nubladas,
eran las tuyas [174].
Te entrego a mí mismo,
mis noches de insomnio,
los largos sorbos
de cielo y estrellas —bebidos
en las montañas,
la brisa de los mares cruzados
hacia amaneceres remotos— . […]
Y acoges mi asombro
como criatura,
mi temblor como un
tallo vivo en el círculo
de horizontes,
inclinado hacia el
viento claro —de la belleza—:
y me dejas mirar estos ojos
que Dios te ha dado,
tan llenos de cielo —profundos
como siglos de luz
hundidos más allá
de las cimas— [175]
111. La relación se considera irremplazable, de modo que, cuando el poeta quiere redescubrir sus raíces, se concibe a sí mismo como referente a la otra persona, con una fuerza que trasciende el tiempo:
Cerraré los ojos
y solo quiero cinco cosas,
cinco raíces favoritas.
Una es el amor infinito…
La quinta cosa son tus ojos,
mi querida Matilda.
No quiero dormir sin tus ojos,
no quiero estar sin tu mirada [176].
112. En los grandes poetas no se suele encontrar un romanticismo ingenuo, sino un realismo que reconoce los riesgos de la habituación estática, acepta los desafíos que estimulan el crecimiento y, al mismo tiempo, no pierde de vista la necesidad de una apertura fuera del estrecho círculo de ambos:
Nosotros dos tomados de la mano
Nos creemos en casa en todas partes [...]
Junto a sabios y tontos
Entre niños y adultos [177].
113. Esto radica en que la autenticidad de esta unión excluye cualquier forma de fusión autocontenida. La pertenencia mutua no es solo fruto de una necesidad personal, sino de una decisión de pertenecer al otro que nos permite superar la soledad y el abandono: una decisión que está íntimamente marcada por un gran respeto por el otro y por su misterio personal. El amor, que ve en el otro un valor único, percibe a su manera que la persona humana es intransferible, que no puede ser su propiedad, y exige una actitud similar:
Tus ojos me interrogan con tristeza.
Quisieran sondear todos mis pensamientos
mientras la luna escudriña el mar [...]
Pero es mi corazón, mi amor.
Sus alegrías y sus angustias
son inmensas,
y sus deseos y sus riquezas, infinitos.
Este corazón está tan cerca de ti como tu propia vida,
pero no puedes conocerlo por completo [178].
114. En estos pocos ejemplos citados, se pone de manifiesto cómo la palabra poética se toma en serio el valor de la unión exclusiva de dos personas que han decidido libremente estar juntas y pertenecerse, de manera exclusiva, la una a la otra. Lo dicho sobre la naturaleza omnicomprensiva del amor puede resumirse con las palabras de otra gran poeta, Emily Dickinson: “Que el amor lo es todo / es todo lo que conocemos del amor” [179].
115. Gracias a los avances logrados hasta ahora, es posible reunir un conjunto sustancial de consideraciones que nos ayudan a percibir la unión matrimonial, única y exclusiva, de forma armoniosa y multifacética. Estas consideraciones son, en sí mismas, útiles para una comprensión válida del significado de la monogamia; sin embargo, parece oportuno, en esta parte final de la Nota, centrar la atención en algunos puntos específicos importantes sobre el tema en cuestión. Como hemos visto, la unidad-unión del matrimonio podría expresarse de diversas maneras filosóficas, teológicas o poéticas, pero entre las muchas posibles, dos parecen decisivas: la pertenencia mutua y la caridad conyugal. Ambas han surgido con frecuencia en diversos textos citados en esta Nota.
Pertenencia mutua
116. Una forma de expresar esta unión exclusiva entre dos personas se resume en la expresión “pertenencia mutua”. Ya en el siglo V, San León Magno se refirió a la pertenencia mutua de los cónyuges al hablar de la situación de los soldados que, dados por muertos, regresan de la guerra y descubren que han sido “reemplazados” por otros. El Papa ordena entonces que “cada uno reciba lo que le pertenece” [180]. Esta perspectiva nos lleva ahora a reflexionar sobre esta pertenencia mutua de una manera más rica y profunda.
117. Santo Tomás de Aquino afirma que, para establecer una amistad, “ni siquiera la benevolencia basta, sino que se requiere amor mutuo” [181]. La pertenencia mutua se basa en el libre consentimiento de ambos. De hecho, en el rito matrimonial latino, el consentimiento se expresa diciendo: “Te acepto como mi esposa”, “Te acepto como mi esposo” [182]. En este sentido, siguiendo los dictados del Concilio Vaticano II , cabe afirmar que el consentimiento es un “acto humano por el cual los esposos se dan y se reciben mutuamente” [183]. Este acto “que une a los esposos” [184] es un dar y recibirse mutuamente: es el dinamismo que da origen a la pertenencia mutua, llamada a profundizarse, a madurar, a consolidarse cada vez más. En términos técnicos, la donación mutua es la materia; la aceptación mutua es la forma.
118. No es casualidad que san Pablo VI vincule el “don personal mutuo” en el matrimonio con la unidad del vínculo, caracterizándolo como “propio y exclusivo” [185]. Y, siguiendo con el tema de la reciprocidad, Karol Wojtyła sostiene que esta “nos obliga a considerar el amor del hombre y la mujer no solo como el amor de uno por el otro, sino como algo que existe entre ellos [...]. El amor no está solo en la mujer ni solo en el hombre —porque entonces tendríamos finalmente dos amores—, sino que es único, es aquello que los une [...]. Su ser, en su plenitud, es interpersonal y no individual [...]. Es la reciprocidad la que, en el amor, decide el nacimiento de este “nosotros”. Demuestra que el amor ha madurado, se ha convertido en algo entre personas, ha creado una comunidad” [186]. Esta reciprocidad es un reflejo de la vida trinitaria: “dos personas a quienes un amor perfecto une en unidad. Este movimiento y este amor las asemejan a Dios, que es el mismo amor, la unidad absoluta de las tres Personas” [187]. La unidad de la relación entre los esposos está profundamente arraigada en la comunión trinitaria.
119. Al Papa Francisco le gustaba hablar del matrimonio en términos de pertenencia libremente elegida, porque “sin sentido de pertenencia, no se puede sostener la dedicación a los demás; cada uno termina buscando solo su propia conveniencia” [188]. En el matrimonio, cada uno “expresa la firme decisión de pertenecer el uno al otro. Casarse es una forma de expresar que uno ha dejado verdaderamente el nido materno para forjar otros vínculos fuertes y asumir una nueva responsabilidad hacia otra persona. Esto es mucho más importante que una mera asociación espontánea para la gratificación mutua” [189]. La pertenencia mutua y exclusiva se convierte en una fuerte motivación para la estabilidad de la unión: “En el matrimonio se experimenta también el sentido de pertenencia plena a una sola persona. Los esposos asumen el reto y el anhelo de envejecer y vivir juntos la vida, reflejando así la fidelidad de Dios [...]. Es una pertenencia del corazón, donde solo Dios ve (cf. Mt 5,28). Cada mañana, al levantarnos, renovamos esta decisión de fidelidad ante Dios, pase lo que pase durante el día. Y cada uno, al acostarse, espera levantarse para continuar esta aventura” [190].
No quiero dormir sin tus ojos,
no quiero estar sin tu mirada [176].
112. En los grandes poetas no se suele encontrar un romanticismo ingenuo, sino un realismo que reconoce los riesgos de la habituación estática, acepta los desafíos que estimulan el crecimiento y, al mismo tiempo, no pierde de vista la necesidad de una apertura fuera del estrecho círculo de ambos:
Nosotros dos tomados de la mano
Nos creemos en casa en todas partes [...]
Junto a sabios y tontos
Entre niños y adultos [177].
113. Esto radica en que la autenticidad de esta unión excluye cualquier forma de fusión autocontenida. La pertenencia mutua no es solo fruto de una necesidad personal, sino de una decisión de pertenecer al otro que nos permite superar la soledad y el abandono: una decisión que está íntimamente marcada por un gran respeto por el otro y por su misterio personal. El amor, que ve en el otro un valor único, percibe a su manera que la persona humana es intransferible, que no puede ser su propiedad, y exige una actitud similar:
Tus ojos me interrogan con tristeza.
Quisieran sondear todos mis pensamientos
mientras la luna escudriña el mar [...]
Pero es mi corazón, mi amor.
Sus alegrías y sus angustias
son inmensas,
y sus deseos y sus riquezas, infinitos.
Este corazón está tan cerca de ti como tu propia vida,
pero no puedes conocerlo por completo [178].
114. En estos pocos ejemplos citados, se pone de manifiesto cómo la palabra poética se toma en serio el valor de la unión exclusiva de dos personas que han decidido libremente estar juntas y pertenecerse, de manera exclusiva, la una a la otra. Lo dicho sobre la naturaleza omnicomprensiva del amor puede resumirse con las palabras de otra gran poeta, Emily Dickinson: “Que el amor lo es todo / es todo lo que conocemos del amor” [179].
VI. Algunas reflexiones para profundizar más
115. Gracias a los avances logrados hasta ahora, es posible reunir un conjunto sustancial de consideraciones que nos ayudan a percibir la unión matrimonial, única y exclusiva, de forma armoniosa y multifacética. Estas consideraciones son, en sí mismas, útiles para una comprensión válida del significado de la monogamia; sin embargo, parece oportuno, en esta parte final de la Nota, centrar la atención en algunos puntos específicos importantes sobre el tema en cuestión. Como hemos visto, la unidad-unión del matrimonio podría expresarse de diversas maneras filosóficas, teológicas o poéticas, pero entre las muchas posibles, dos parecen decisivas: la pertenencia mutua y la caridad conyugal. Ambas han surgido con frecuencia en diversos textos citados en esta Nota.
Pertenencia mutua
116. Una forma de expresar esta unión exclusiva entre dos personas se resume en la expresión “pertenencia mutua”. Ya en el siglo V, San León Magno se refirió a la pertenencia mutua de los cónyuges al hablar de la situación de los soldados que, dados por muertos, regresan de la guerra y descubren que han sido “reemplazados” por otros. El Papa ordena entonces que “cada uno reciba lo que le pertenece” [180]. Esta perspectiva nos lleva ahora a reflexionar sobre esta pertenencia mutua de una manera más rica y profunda.
117. Santo Tomás de Aquino afirma que, para establecer una amistad, “ni siquiera la benevolencia basta, sino que se requiere amor mutuo” [181]. La pertenencia mutua se basa en el libre consentimiento de ambos. De hecho, en el rito matrimonial latino, el consentimiento se expresa diciendo: “Te acepto como mi esposa”, “Te acepto como mi esposo” [182]. En este sentido, siguiendo los dictados del Concilio Vaticano II , cabe afirmar que el consentimiento es un “acto humano por el cual los esposos se dan y se reciben mutuamente” [183]. Este acto “que une a los esposos” [184] es un dar y recibirse mutuamente: es el dinamismo que da origen a la pertenencia mutua, llamada a profundizarse, a madurar, a consolidarse cada vez más. En términos técnicos, la donación mutua es la materia; la aceptación mutua es la forma.
118. No es casualidad que san Pablo VI vincule el “don personal mutuo” en el matrimonio con la unidad del vínculo, caracterizándolo como “propio y exclusivo” [185]. Y, siguiendo con el tema de la reciprocidad, Karol Wojtyła sostiene que esta “nos obliga a considerar el amor del hombre y la mujer no solo como el amor de uno por el otro, sino como algo que existe entre ellos [...]. El amor no está solo en la mujer ni solo en el hombre —porque entonces tendríamos finalmente dos amores—, sino que es único, es aquello que los une [...]. Su ser, en su plenitud, es interpersonal y no individual [...]. Es la reciprocidad la que, en el amor, decide el nacimiento de este “nosotros”. Demuestra que el amor ha madurado, se ha convertido en algo entre personas, ha creado una comunidad” [186]. Esta reciprocidad es un reflejo de la vida trinitaria: “dos personas a quienes un amor perfecto une en unidad. Este movimiento y este amor las asemejan a Dios, que es el mismo amor, la unidad absoluta de las tres Personas” [187]. La unidad de la relación entre los esposos está profundamente arraigada en la comunión trinitaria.
119. Al Papa Francisco le gustaba hablar del matrimonio en términos de pertenencia libremente elegida, porque “sin sentido de pertenencia, no se puede sostener la dedicación a los demás; cada uno termina buscando solo su propia conveniencia” [188]. En el matrimonio, cada uno “expresa la firme decisión de pertenecer el uno al otro. Casarse es una forma de expresar que uno ha dejado verdaderamente el nido materno para forjar otros vínculos fuertes y asumir una nueva responsabilidad hacia otra persona. Esto es mucho más importante que una mera asociación espontánea para la gratificación mutua” [189]. La pertenencia mutua y exclusiva se convierte en una fuerte motivación para la estabilidad de la unión: “En el matrimonio se experimenta también el sentido de pertenencia plena a una sola persona. Los esposos asumen el reto y el anhelo de envejecer y vivir juntos la vida, reflejando así la fidelidad de Dios [...]. Es una pertenencia del corazón, donde solo Dios ve (cf. Mt 5,28). Cada mañana, al levantarnos, renovamos esta decisión de fidelidad ante Dios, pase lo que pase durante el día. Y cada uno, al acostarse, espera levantarse para continuar esta aventura” [190].
La transformación
120. Con el paso del tiempo, incluso cuando la atracción física y la posibilidad de relaciones sexuales se debilitan, la pertenencia mutua no está destinada a disolverse. La opción por la unión de ambos cambia y se transforma. Naturalmente, no faltarán diversas expresiones íntimas de afecto, que, sin embargo, también se consideran exclusivas, como expresiones de la unión marital única, que no puede ofrecerse a otros sin experimentar inadecuación. Precisamente porque la experiencia de pertenencia mutua y exclusiva se ha profundizado y fortalecido con el tiempo, hay expresiones reservadas solo para la persona con quien se ha elegido compartir el corazón de una manera única.
121. Para el Papa Francisco , esta es precisamente una de las ventajas de entender la unión matrimonial como una pertenencia mutua: “La relación íntima y la pertenencia mutua deben mantenerse durante cuatro, cinco o seis décadas, y esto implica la necesidad de re-elegirnos repetidamente. Quizás el cónyuge ya no se siente atraído por un intenso deseo sexual que lo mueve hacia la otra persona, pero siente el placer de pertenecer a esa persona y que esa persona le pertenece, de saber que no está solo, de tener un 'cómplice' que lo sabe todo sobre su vida y que lo comparte todo. Este es el compañero en el camino de la vida” [191]. Así, “aunque muchos sentimientos confusos circulan en el corazón, la decisión de amar, de pertenecer el uno al otro, de compartir la vida entera y de seguir amándose y perdonándose permanece viva cada día […]. En el curso de este camino, el amor celebra cada paso y cada nueva etapa […]. El vínculo encuentra nuevas modalidades y exige la decisión de restablecerlo una y otra vez”. No sólo para conservarla, sino para hacerla crecer” [192]. En todo caso, hay que reconocer que la pertenencia mutua es una manera de entender la unión conyugal que tiene su gran riqueza y al mismo tiempo límites que es esencial clarificar.
No perteneciente
122. Una característica de la persona es que es un fin en sí misma. El ser humano “es la única criatura en la tierra que Dios ha querido por sí misma” [193]. Por lo tanto, puede decirse que el hombre es un fin en sí mismo y, por lo tanto, no puede reducirse a ser simplemente el fin de los demás. La persona no puede ser tratada de una manera que no corresponda a esta dignidad, que puede llamarse “infinita” [194], tanto por el amor ilimitado que Dios le tiene como por ser una dignidad absolutamente inalienable. Todo “individuo humano tiene la dignidad de persona; no es solo algo, sino alguien” [195]. En consecuencia, la persona “no puede ser tratada como un objeto de uso y, por lo tanto, como un medio” [196].
123. Cuando falta esta convicción, propia del amor verdadero que no alcanza la dimensión sagrada del otro, se desarrollan fácilmente las enfermedades de la posesión indebida del otro: manipulación, celos, acoso, infidelidad. Por otro lado, la pertenencia mutua propia del amor exclusivo mutuo implica un cuidado delicado, un temor santo a profanar la libertad del otro, que tiene la misma dignidad y, por lo tanto, los mismos derechos. Quien ama sabe que el otro no puede ser un medio para resolver su propia insatisfacción; sabe que su propio vacío debe llenarse de otras maneras, nunca mediante la dominación del otro. Esto es lo que no ocurre en muchas formas de deseo malsano, que resultan en diversas manifestaciones de violencia explícita o sutil, opresión, presión psicológica, control y, en última instancia, asfixia. Esta falta de respeto y reverencia por la dignidad del otro también se encuentra en esas pretensiones de complementariedad donde uno de los dos se ve obligado a desarrollar solo algunas de sus posibilidades, mientras que el otro encuentra amplio espacio para la expansión personal. Para evitar todo esto, es necesario reconocer que no existe un modelo único de reciprocidad matrimonial. En una relación sana y generosa, “existen roles y tareas flexibles, que se adaptan a las circunstancias concretas de cada familia” [197]. En consecuencia, “en el hogar, las decisiones no se toman unilateralmente, y ambos comparten la responsabilidad de la familia, pero cada hogar es único y cada síntesis matrimonial es diferente” [198].
124. Cuando, en lugar de una sana pertenencia mutua —aunque esto siempre requiere paciencia y generosidad—, aparecen signos de irritación e incluso cierta falta de respeto en el cónyuge, es necesario reaccionar a tiempo antes de que surjan formas de manipulación o violencia. En estos casos, la persona debe afirmar su dignidad, establecer los límites necesarios e iniciar un diálogo sincero, de tal manera que exprese un mensaje claro: “No me posees, no me dominas”. Y esto no solo para defenderse a sí mismo, sino también por la dignidad del otro, porque “en la lógica de la dominación, incluso quienes dominan terminan negando su propia dignidad” [199].
125. El sano y hermoso "nosotros dos" solo puede ser la reciprocidad de dos libertades que nunca se violan, sino que se eligen mutuamente, dejando siempre un límite seguro que no se puede sobrepasar, que no se puede cruzar con la excusa de alguna necesidad, ansiedad personal o estado psicológico. Como destaca el Papa Francisco , los cónyuges "están llamados a una unión cada vez más intensa, pero el riesgo reside en intentar borrar las diferencias y esa inevitable distancia que existe entre ambos. Porque cada uno posee una dignidad propia e irrepetible" [200]. Respetar plenamente este principio "requiere un despojamiento interior" [201].
126. Tomando en serio lo dicho hasta ahora, la palabra "pertenencia" solo puede aplicarse al matrimonio de manera similar. De hecho, cualquier forma de pertenencia que no sea la de un amor que experimenta al otro como sagrado en su libertad, intransferible a su esencia personal y autónomo, solo sería una forma egocéntrica de someter al cónyuge a sus propios fines o planes. La persona no se dispersa en la relación, no se fusiona con el ser amado, permaneciendo siempre como un núcleo intransferible. Esto no debe entenderse como una limitación o pobreza del amor mutuo; al contrario, permite preservar ese nivel de respeto y asombro que forma parte de todo amor sano, que nunca pretende absorber al otro.
127. Esto se confirma por el hecho de que existe una dimensión de la persona que, siendo la más profunda, trasciende todas las demás, incluso la corpórea, y en la que solo Dios puede penetrar sin violarla. Existe un núcleo del ser humano en el que solo puede reinar el amor infinito de Dios. Solo Él posee el amor omnipotente y creador que hace posible la existencia misma de la libertad. Por lo tanto, si lo toca, solo puede fortalecerlo, promoverlo, exaltarlo en su propia naturaleza, sin posibilidad alguna de mutilarlo, dominarlo, debilitarlo o imponerse sobre él. En efecto, “solo Dios penetra [illabitur] el alma” [202]: solo Dios puede penetrar en lo más profundo del corazón humano, pues solo él puede hacerlo sin perturbar la libertad y la identidad de la persona [203]. Dios, mediante la gracia, se acerca plenamente, identificándose con lo más profundo del ser humano, que solo él puede alcanzar [204]. Por tanto, “nadie puede pretender poseer la intimidad más personal y secreta de la persona amada” [205].
128. A medida que su amor madure, la pareja podrá comprender y aceptar pacíficamente que la valiosa pertenencia mutua que caracteriza al matrimonio no es una posesión, sino que abre muchas posibilidades. Por ejemplo, uno de los dos puede solicitar un momento de reflexión, un espacio habitual de soledad o autonomía, rechazar la intrusión del otro en algún aspecto de su intimidad, o guardar secretos personales bajo llave en el sanctasanctórum de su conciencia sin ser seguido ni observado.
129. Cuando el amor madura, ese "nosotros dos" posee toda la fuerza de una unión libremente elegida por ambos, toda la alegría de un recuerdo compartido, toda la satisfacción de un viaje y sueños compartidos, toda la seguridad que da saber que uno no está ni estará solo. Pero esa belleza se ve realzada por una magnífica libertad que ningún amor verdadero podría dañar.
130. El matrimonio, por lo tanto, también excluye cualquier control que pudiera brindar seguridad, certeza absoluta, ausencia de sorpresas. En un amor maduro, si el otro necesita tiempo para redescubrir el mundo, solo cabe la confianza, no la exigencia de tranquilidad absoluta, libre de temores ocultos, incapaz de afrontar nuevos desafíos. En este sentido, el matrimonio no nos libera completamente de la soledad, porque un cónyuge no puede alcanzar un espacio que solo puede ser de Dios, ni llenar un vacío personal que ningún ser humano es capaz de llenar. Que su afecto sea imperfecto no significa que sea falso, totalmente egoísta, inauténtico, sino simplemente que es terrenal, limitado, y no se puede esperar que satisfaga todas las necesidades.
Ayuda mutua
131. Ciertamente, esta capacidad de aceptar el riesgo de la libertad no significa que un cónyuge muy sensible a la defensa de su propio espacio de autonomía cultive una indiferencia ante los miedos del otro, una excesiva confianza en sí mismo, una exigencia de independencia total que el limitado corazón humano de su pareja, especialmente si la ama, no puede aceptar sin gran sufrimiento. No puede sentirse salvado por su propia autosuficiencia, porque una alianza amorosa también implica reconocer que la otra persona la necesita.
132. Además de salvaguardar una sana libertad, la palabra de Dios, si bien aprueba la solicitud de espacios de autonomía y soledad por un tiempo determinado, también exige: “No se rechacen el uno al otro” (1 Cor 7,5). Cuando la distancia se vuelve demasiado frecuente, el “nosotros” queda expuesto a su propio posible eclipse, al debilitamiento del deseo del otro. En cualquier caso, si la atracción mutua disminuye, siempre es posible encontrar un espacio para el diálogo sincero que sane la causa del distanciamiento mutuo. En última instancia, siempre es posible buscar caminos alternativos que consoliden y enriquezcan el “nosotros” de una manera nueva. Se trata de un equilibrio sano pero difícil, que cada pareja logra a su manera, mediante el diálogo sincero y la ofrenda mutua.
133. La pertenencia mutua se convierte en ayuda mutua, una ayuda que no solo busca la felicidad del cónyuge y el alivio de su sufrimiento, sino que también se ayuda mutuamente a madurar como personas, hasta alcanzar el fin último de la vida para ambos ante Dios, en el banquete celestial. San Pablo VI recuerda que “mediante la mutua donación personal, propia y exclusiva de ellos, los esposos tienden a la comunión de sus personas, por la cual se perfeccionan mutuamente” [206]. La oración en pareja es sin duda un medio precioso para crecer en el amor y santificarse mutuamente, una oración que “tiene como contenido original la propia vida familiar” [207]. En este camino de santificación, afirma Sertillanges, no debe excluirse la sexualidad, vivida como expresión santa de un don pleno de sí al otro, como Cristo y su Iglesia se dan el uno al otro: “El acto así realizado no es sólo lícito en cuanto efecto de una institución natural y legal; no sólo es virtuoso, en cuanto útil y ordenado a fines útiles; es santo con la santidad del sacramento del que es uso, con la santidad de la sagrada unión de toda la humanidad con su Redentor” [208].
134. Una discusión sobre la monogamia implica reconocer que la singularidad del cónyuge refleja, en el orden horizontal de las relaciones humanas, la singularidad de la relación de la persona humana con el Infinito divino. Pensar en la monogamia significa cuestionar la relación del amor humano con su plenitud última. Toda relación amorosa reclama silenciosamente la presencia de un Tercero infinito, que es Dios mismo [209]. Sin este Tercero, el amor se encierra fácilmente en sí mismo y se derrumba. La exclusividad conyugal aparece entonces no como una limitación, sino como la condición de posibilidad de un amor sobrenatural que, más allá de la carne, se abre a lo eterno. De hecho, Santo Tomás de Aquino enseña que el mismo “Espíritu Santo procede invisiblemente al alma a través del don del amor” [210]. En consecuencia, en la experiencia del amor auténtico nos conectamos con ese Amor infinito que es el Espíritu Santo. Precisamente la experiencia de un amor tan íntimo, como el del matrimonio, despierta con fuerza en el corazón humano el deseo de un amor no solo eterno, sino eterno. Así, el amor de los esposos se convierte en una epifanía del destino trascendente y eterno de la persona humana. Porque solo un amor capaz de trascender el amor humano, un Amor eterno e infinito, puede responder a ese deseo de amor "eterno" e "interminable" que inspira el amor conyugal. Y es por ello que la experiencia de esa particular y profunda cercanía, ofrecida por el vínculo conyugal, está destinada, en última instancia, a despertar en el corazón de cada hombre y de cada mujer el deseo de esa cercanía incomparable que solo Dios puede ofrecer plena y definitivamente. Y Dios mismo, al hacerse hombre, comienza a responder a este deseo, confiriendo también a la cercanía que nace del vínculo matrimonial el sello de la singularidad, que es precisamente el signo y la garantía de la comunión de Dios con cada uno de nosotros en una alianza de amor eterno. Por tanto, ¿cómo no pensar en el matrimonio como un camino de ayuda mutua para santificarnos juntos, para alcanzar las alturas de la unión con Dios?
135. La ayuda mutua para la santificación, en la que ambos se apoyan mutuamente “en gracia” [211], se logra sobre todo en el ejercicio de la caridad conyugal, porque solo la caridad ejercida concretamente hacia el otro nos permite crecer en la vida de la gracia, y sin caridad, cualquier esfuerzo de santificación “no me serviría de nada” (1 Cor 13,3). Por ello, las últimas páginas de este documento están dedicadas a ese poder unitivo que es la caridad conyugal.
Caridad conyugal
136. Ya hemos abordado la naturaleza recíproca de la unión conyugal, que puede considerarse una forma de amistad íntima y abarcadora. A este respecto, conviene recordar que el propio Santo Tomás especifica que la amistad se funda en algo común [212]. Más que algunas afinidades ideológicas o estéticas, que pueden ser muy importantes, se trata de la comunión que crea amor, que con su fuerza unitiva hace a los cónyuges similares, aumenta lo que comparten y crea un tesoro de vida entre ambos. Por lo tanto, ante todo, hay que decir que, para hablar de amistad, debe haber amor.
Una forma particular de amistad
137. El matrimonio no puede entenderse adecuadamente sin hablar del amor, que para los cristianos siempre está llamado a alcanzar las alturas de la caridad, el amor sobrenatural que “todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta” ( 1 Co 13,7). En efecto, “la gracia propia del sacramento del Matrimonio tiene por objeto perfeccionar el amor de los esposos” [213]. Este amor sobrenatural es un don divino, que se pide en la oración y se nutre en la vida sacramental, e invita a los esposos a recordar que Dios es el autor principal de la unidad del matrimonio, y que sin su ayuda su unión nunca alcanzará su plenitud. Cuando el rito latino del matrimonio cita las palabras del Señor: “Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre” [214] (cf. Mt 19,6; Mc 10,9), observamos que la unidad conyugal no se constituye únicamente por el consentimiento humano, sino que es obra del Espíritu Santo. Lo mismo cabe decir del crecimiento de la comunión entre los esposos, animada por la gracia y la caridad. Esta comunión se desarrolla como respuesta a una “vocación de Dios y se realiza como respuesta filial a su llamada” [215]. Pero el crecimiento de la caridad no se produce sin la cooperación humana: en este caso, la colaboración de los esposos que buscan cada día una comunión cada vez más intensa, rica y generosa.
138. La caridad —incluida la conyugal— es una unión afectiva, entendiendo aquí por “afectiva” algo más que sentimientos y deseos: “implica un vínculo afectivo entre quien ama y lo amado: en la medida en que quien ama considera a la persona amada como una sola consigo misma” [216]. Se expresa en la acción de la voluntad [217] que desea, elige a alguien, decide entrar en comunión íntima con él, se une a esa persona libremente, con todos los efectos más o menos intensos que esto pueda implicar en la sensibilidad en forma de deseo, emociones, atracción sexual, sensualidad. Incluso cuando estos efectos en la sensibilidad o en el cuerpo se debilitan o se transforman en las diversas fases de la vida, la unión afectiva permanece, a veces con gran intensidad, en la voluntad. Es la voluntad la que quiere permanecer en unión con el otro ser humano, apreciándolo como de “gran valor” [218] y constituyendo con él “una sola cosa consigo misma” [219].
139. Solo así es posible mantener la fidelidad en tiempos de adversidad o tentación, porque la caridad nos mantiene apegados a un valor superior a la satisfacción de las necesidades personales. En este sentido, no podemos ignorar los numerosos testimonios de parejas en las que los cónyuges se han apoyado mutuamente en las diversas dificultades de la vida, a veces durante años de pruebas, lo que da testimonio de la importancia profética de la monogamia. Esto se expresa bien en la fórmula de consentimiento del rito matrimonial latino: “Prometo serte fiel siempre, en la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad, y amarte y honrarte todos los días de mi vida” [220]. La caridad conyugal, con su poder unitivo, hace posible que esta promesa se cumpla verdaderamente. Esta unión afectiva, fiel y total toma la forma de amistad en el matrimonio, porque, en definitiva, la caridad es una forma de amistad [221]. Y el Papa Francisco , citando a Santo Tomás de Aquino, sostiene por tanto que “después del amor que nos une a Dios, el amor conyugal es la “amistad más grande” [222].
140. En el Antiguo Testamento hay una afirmación perentoria que se refiere a la necesidad de amar: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Lv 19,18). Esta afirmación llega al final de un pasaje en el que se recuerdan continuamente las obligaciones del israelita piadoso hacia su “prójimo”. Se trata de una afirmación muy conocida, pues Jesús la retoma y la reitera (cf. Mt 22,39; Mc 12,31; Lc 10,29-37). Establece así un vínculo muy especial entre la realidad del amor, un fenómeno tan universal, y la categoría de “prójimo”. De este modo, el amor mismo, cuando es auténtico, no solo se dirige a quienes nos son cercanos, sino que también es capaz de generar una “cercanía”. De ello se deduce que el “prójimo” es alguien con quien se comparte la vida de forma particular. En este sentido, el amor conyugal mismo revela y encarna una cercanía especial, que hace que el contenido del mandamiento resuene con particular convicción. El amor esponsal, de hecho, crea y evoca una cercanía única y singular entre dos corazones que se aman, generando una afinidad especial alimentada por tal compartir de sí mismos, de los bienes y de la vida en su conjunto, que la profundidad del amor conyugal es capaz de realizar con una intensidad sin igual. A medida que el amor madura y crece, en el matrimonio el corazón del amado se da cuenta de que ningún otro corazón es capaz de hacerle sentir como en casa como el de la persona amada.
En cuerpo y alma
141. Esta amistad conyugal, plena de conocimiento mutuo, aprecio por el otro, complicidad, intimidad, comprensión y paciencia, búsqueda del bien del otro y gestos sensibles, en la medida en que trasciende la sexualidad, la abraza y le otorga su significado más bello, profundo, unitivo y fructífero. Al respecto, el Papa Francisco recuerda que “Dios mismo creó la sexualidad, que es un don maravilloso” [223]. Al mismo tiempo, “la unión sexual, vivida humanamente y santificada por el sacramento, es a su vez para los cónyuges un camino de crecimiento en la vida de la gracia” [224]. Por lo tanto, situar la sexualidad en el marco adecuado de un amor que une a los cónyuges en una sola amistad, que busca el bien del otro, no implica una devaluación del placer sexual. Al orientarlo hacia la entrega de sí mismo, no solo se enriquece, sino que también puede fortalecerse. Santo Tomás de Aquino explica muy bien todo esto al recordar que “la naturaleza ha vinculado el placer a las funciones necesarias para la vida del hombre” y que quien lo rechazara, “hasta el punto de descuidar lo necesario para la conservación de la naturaleza, cometería un pecado, violando así el orden natural. Y es precisamente esto lo que se enmarca en el vicio de la insensibilidad” [225]. Dentro de esta lógica, Santo Tomás argumenta que, antes del pecado original, el placer sensible era mayor, ya que la naturaleza era más pura, más íntegra y, en consecuencia, el cuerpo era más sensible. Esto es lo opuesto al libertinaje ansioso, que en última instancia perjudica el placer al privarlo de las posibilidades de una experiencia auténticamente humana [226]. Las capacidades específicamente humanas que permiten al espíritu humano penetrar los sentidos, dirigirlos y llevarlos a su plenitud, “no disminuyen el placer de los sentidos”, sino que lo hacen posible en toda su plenitud y riqueza, impidiendo que “la facultad concupiscible se adhiera sin restricciones al placer” [227]. Vivir la sexualidad como acción de todo el ser humano, en su corporeidad e interioridad, gracias también a la fuerza transfiguradora de la caridad, significa que no se vive pasivamente, como un simple dejarse llevar por los impulsos, sino como acción de la persona que elige unirse plenamente con el otro.
142. Vivida así, la sexualidad ya no es la salida a una necesidad inmediata, sino una elección personal que expresa la totalidad de la propia persona y acepta al otro como totalidad personal. Esta verdad, en lugar de comprometer la intensidad del placer, puede aumentarlo, haciéndolo más intenso, más rico y más pleno. El mero hecho de ser tratado como persona y de tratar al otro de la misma manera puede liberar el corazón de traumas, miedos, angustia, ansiedad, sentimientos de soledad, abandono y la incapacidad de amar, que ciertamente obstaculizan el placer. Al mismo tiempo, el desarrollo del amor como virtud humana y teologal ayuda a liberar lo mejor de cada persona en su identidad única, haciéndola así capaz de una alegría mayor y más humana, hasta el punto de dar gracias a Dios que creó todo “para nuestro disfrute” ( 1 Tim 6,17). Todo esto no priva a la unión sexual de esa “abundancia de placer que reside en el acto sexual ordenado según la razón” y que “no contradice los medios de la virtud” [228]. En cambio, si uno se encierra en sí mismo y en sus necesidades inmediatas, y utiliza al otro como único medio para su liberación, el placer lo deja más insatisfecho y el sentimiento de vacío y soledad se vuelve más amargo.
143. Hablando de caridad conyugal, Karol Wojtyła nos invita a superar toda dialéctica inútil, explicando que “el amor-virtud se refiere tanto al amor efectivo como al amor de concupiscencia” [229]. El papa Benedicto XVI, en Deus caritas est, reitera que el amor oblativo (amor benevolentiae) y el amor posesivo (amor concupiscentiae) son inseparables, porque “en última instancia, el 'amor' es una sola realidad, aunque con diferentes dimensiones; de vez en cuando, una u otra dimensión puede emerger más. Sin embargo, cuando ambas dimensiones se separan por completo, surge una caricatura o, en cualquier caso, una forma reductiva del amor” [230]. Cuando hablamos de concupiscencia, no solo nos referimos al deseo sexual, sino también a cualquier forma de buscar al otro como "un bien para mí", para superar la soledad, recibir ayuda en las dificultades, tener un espacio de confianza total, etc. Esta forma de amor, que no se excluye en el matrimonio, es una forma de expresar que no soy el salvador del otro, un dador omnipotente e inagotable de bien, sino que soy un ser necesitado, que también necesito del otro, que también soy incompleto y frágil, y que, por lo tanto, el otro es importante para mí y le doy la posibilidad de ser fecundo haciéndome el bien. Hacer lo contrario sería una especie de autosuficiencia que puede fácilmente transformarse en egocentrismo disfrazado, porque Satanás "se disfraza de ángel de luz" (2 Cor 11,14). Benedicto XVI explica así que “el hombre no puede ni siquiera vivir exclusivamente en el amor oblativo y descendente. No puede limitarse siempre a dar, sino que debe también recibir. Quien quiera dar amor debe recibirlo él mismo como don” [231].
144. En este sentido, no podemos ignorar que en las últimas décadas, en el contexto del individualismo consumista posmoderno, han surgido diversos problemas, originados por una búsqueda excesiva e incontrolada del sexo o por la simple negación del propósito procreativo de la sexualidad. Una característica de las últimas décadas es la negación explícita del propósito unitivo de la sexualidad y del matrimonio mismo. Esto se debe especialmente a la sensación de ansiedad, de estar constantemente ocupado, de querer más tiempo libre para uno mismo, de estar constantemente obsesionado con viajar y explorar otras realidades. En consecuencia, desaparece el deseo de intercambio emocional, de relaciones sexuales en sí mismas, pero también de diálogo y cooperación, todo lo cual se percibe como "estresante".
La fecundidad multifacética del amor
145. Una visión integral de la caridad conyugal no niega su fecundidad, la posibilidad de generar una nueva vida, porque “esta totalidad, exigida por el amor conyugal, corresponde también a las exigencias de una fecundidad responsable” [232]. La unión sexual, como forma de expresar la caridad conyugal, debe naturalmente permanecer abierta a la comunicación de la vida [233], aunque esto no signifique que deba ser un objetivo explícito de todo acto sexual. De hecho, pueden darse tres situaciones legítimas:
a) Que una pareja no puede tener hijos. Karol Wojtyła lo explica magníficamente al recordar que el matrimonio tiene “una estructura interpersonal, es una unión y una comunidad de dos personas […]. Por muchas razones, el matrimonio puede no convertirse en una familia, pero la falta de esta no le priva de su carácter esencial. De hecho, la razón interior y esencial de la existencia del matrimonio no es solo transformarse en una familia, sino sobre todo constituir una unión de dos personas, una unión duradera fundada en el amor […]. Un matrimonio en el que no hay hijos, sin culpa de los cónyuges, conserva el valor integral de la institución […] no pierde nada de su importancia” [234].
b) Que una pareja no busca conscientemente un determinado acto sexual como medio de procreación. Wojtyła también afirma esto, sosteniendo que un acto conyugal, que “siendo en sí mismo un acto de amor que une a dos personas, no necesariamente puede ser considerado por ellas como un medio consciente y deseado de procreación” [235].
c) Que la pareja respete los períodos naturales de infertilidad. Siguiendo esta línea de reflexión, como afirma San Pablo VI, “la Iglesia enseña que es lícito tener en cuenta los ritmos naturales inherentes a las funciones generativas para el uso del matrimonio solo en los períodos infértiles” [236]. Esto puede servir no solo para “regular la natalidad”, sino también para elegir los momentos más adecuados para dar la bienvenida a una nueva vida. Mientras tanto, la pareja puede aprovechar estos períodos “como manifestación de afecto y para salvaguardar la fidelidad mutua. De este modo, dan prueba de un amor verdadero y completamente honesto” [237].
146. Todo esto demuestra la importante innovación que ofrece el Papa Pío XI al afirmar que el amor conyugal “impregna todos los deberes de la vida conyugal y en el matrimonio cristiano tiene la primacía de la nobleza” [238]. De esta manera, ayuda a superar la discusión sobre la relación entre los fines o significados del matrimonio (procreativo y unitivo) y el orden que existe entre ellos, colocando la caridad conyugal por encima de esta dialéctica de fines y bienes como la cuestión central de la vida conyugal, lo que a su vez le confiere una fecundidad multifacética. Incluso en los momentos más difíciles, los cónyuges pueden decir: “Somos amigos, nos amamos, nos valoramos, hemos decidido compartir nuestras vidas enteras, nos pertenecemos el uno al otro y hemos elegido libremente esta unión que Dios mismo ha bendecido y fortalecido. Si en algún momento no hay hijos, permanecemos unidos y somos fructíferos en otros aspectos; si en algún momento no hay sexo, seguimos viviendo esta amistad única, exclusiva y abarcadora, que es también nuestro mejor camino hacia el crecimiento y la santificación”.
147. El propio San Agustín, quien tanto enfatiza el propósito de la procreación, enseña que el matrimonio en sí mismo es un bien incluso sin hijos, “porque establece una unión natural entre ambos sexos. De lo contrario, no seguiría llamándose matrimonio ni siquiera en personas mayores, especialmente cuando han perdido a sus hijos o no han tenido ninguno” [239]. Una postura similar, expresada en otras palabras, es apoyada por San Juan Crisóstomo: “¿Qué se puede decir entonces? Si no hay hijos, entonces [los esposos] ya no serán dos. Es evidente: su unión (míxis) de hecho produce precisamente esto: vierte y mezcla los cuerpos de ambos. Y como quien ha vertido perfume en aceite unifica todo, así también aquí” [240]. En esencia, esto lo afirma también el Concilio Vaticano II: “Aunque la prole, a menudo tan ardientemente deseada, no nazca, el matrimonio subsiste como costumbre y comunión de toda la vida y conserva su valor” [241].
148. Un autor ilustra bien que, más allá de los “objetivos” que los cónyuges puedan fijarse, que no constituyen la esencia del matrimonio, “la unión-unidad que el matrimonio conlleva se explica y justifica en sí misma, priorizando su tensión teleológica, porque es una unión-unidad que posee en sí misma su propia y completa razón de ser, de la que se derivan ciertas obras propias, sin duda, pero como consecuencias, nunca como causas” [242]. De esta unión-unidad, que pertenece a la esencia del matrimonio, la caridad conyugal es la principal y más perfecta expresión moral y espiritual que otorga al matrimonio diversas formas de fecundidad.
Una amistad abierta a todos
149. De lo dicho se sigue que una unión exclusiva generada y sostenida por el amor verdadero, aunque todavía inmadura y frágil, no puede cerrarse en sí misma; no es una extensión del individualismo en la vida de pareja, sino que está abierta a otras relaciones, está dispuesta a la donación de la pareja y a proyectos compartidos para hacer algo bello para la comunidad y para el mundo.
150. Si el matrimonio es en sí mismo un marco para una relación que madura a ambos cónyuges, esto es aún más cierto cuando se abre generosamente a los demás, superando así “la trágica cerrazón original del hombre en sí mismo” [243], lo que lleva a pensar que, al aislarse, la persona es más libre y feliz. Porque “la criatura humana, en cuanto espiritual por naturaleza, encuentra su plenitud en las relaciones interpersonales. Cuanto más auténticamente las vive, más madura también su propia identidad personal. No es aislándose como el hombre se realiza, sino poniéndose en relación con los demás y con Dios” [244].
151. Como enseña el Papa Francisco en su llamamiento a la fraternidad universal en su encíclica Fratelli tutti, la caridad está llamada a un crecimiento intenso pero también extensivo, que “tiende a abarcar a todos” [245]. La caridad, por tanto, nos impulsa a ampliar el “nosotros” conyugal: “No puedo reducir mi vida a las relaciones con un grupo pequeño, ni siquiera con mi familia, porque es imposible comprenderme a mí mismo sin un tejido más amplio de relaciones [...]. El vínculo de pareja y de amistad está diseñado para abrir nuestros corazones a los demás, para permitirnos ir más allá de nosotros mismos y acoger a todos. Los grupos cerrados y las parejas autorreferenciales, que se constituyen en un “nosotros” opuesto al mundo entero, suelen ser formas idealizadas de egoísmo y mera autoprotección” [246].
152. El riesgo de la endogamia, es decir, de un “nosotros” cerrado, contradice la naturaleza misma de la caridad y puede herirla mortalmente. Cuatro factores pueden prevenir esta endogamia, que distorsiona y empobrece el sentido de la unión conyugal:
a) Los espacios que cada cónyuge disfruta a través del trabajo, las actividades personales y las oportunidades de aprendizaje y desarrollo fuera del matrimonio. Si uno de los cónyuges está desempleado, es necesario crear estos espacios para el beneficio del matrimonio, enriqueciendo el diálogo y la relación en general.
b) El sentido procreativo del matrimonio, que manifiesta la fecundidad de un amor que no se cierra a la comunicación de la vida. Para quienes no pueden tener hijos, la adopción u otras formas de apoyo estable para los hijos de otras parejas pueden ser una forma de alcanzar esta fecundidad.
c) Tiempo compartido con otros amigos casados, durante el cual, aprendiendo de las experiencias de cada uno y recibiendo apoyo, hay una constante disposición a echarse una mano en los momentos difíciles, a la vez que se ayuda a la pareja a tomar conciencia de sí misma como unión a través de la amistad con otras parejas.
d) El sentido social de la pareja, que, fiel a la dimensión social de la vida cristiana, busca maneras de prestar servicio a la sociedad y a la Iglesia, comprometiéndose juntos en la búsqueda del bien común: “Incluso la familia numerosa está llamada a dejar su huella en la sociedad en la que se inserta, a desarrollar otras formas de fecundidad que sean como la extensión del amor que la sostiene […]. No se queda a la espera, sino que sale de sí misma en busca de solidaridad” [247]. “El amor social, reflejo de la Trinidad, es en realidad lo que unifica el sentido espiritual de la familia y su misión fuera de sí misma” [248].
153. Una prueba particular de la apertura de la amistad de la pareja hacia los demás y de la fecundidad de su caridad se manifiesta en su atención a los pobres. De hecho, como recuerda el Papa León XIV, “el cristiano no puede considerar a los pobres solo como un problema social: son una 'cuestión de familia'. Son 'uno de nosotros'” [249]. Además, “el amor a los pobres —cualquiera que sea la forma en que se manifieste esta pobreza— es la garantía evangélica de una Iglesia fiel al corazón de Dios” [250]. Este hecho se refleja en una de las opciones para la bendición final del rito latino del matrimonio, que concluye con la oración: “Sed testigos del amor de Dios en el mundo para que los pobres y los que sufren, que han experimentado vuestra caridad, puedan un día acogeros con gratitud en la casa del Padre” [251].
VII. Conclusión
154. En definitiva, aunque cada unión conyugal es una realidad única, encarnada dentro de las limitaciones humanas, todo matrimonio auténtico es una unidad compuesta por dos individuos, que requiere una relación tan íntima y abarcadora que no puede compartirse con otros. Al mismo tiempo, al ser una unión entre dos personas que tienen exactamente la misma dignidad y los mismos derechos, exige esa exclusividad que impide que el otro sea relativizado en su valor único y utilizado simplemente como un medio entre otros para la satisfacción de necesidades. Esta es la verdad de la monogamia que la Iglesia lee en la Escritura cuando afirma que de dos se convierten en "una sola carne". Es la primera característica esencial e inalienable de esa amistad tan particular que es el matrimonio, y que requiere como manifestación existencial una relación abarcadora —espiritual y corporal— que madure y crezca cada vez más hacia una unión que refleje la belleza de la comunión trinitaria y de la unión entre Cristo y su Pueblo amado. Esto ocurre hasta tal punto que podemos reconocer “en la íntima unión conyugal, mediante la cual dos personas llegan a ser un solo corazón, una sola alma, una sola carne, el primer significado originario del matrimonio” [252].
155. El camino recorrido en esta Nota nos permite ahora destacar un desarrollo del pensamiento cristiano sobre el matrimonio, desde la antigüedad hasta nuestros días, donde es evidente que, de sus dos propiedades esenciales —unidad e indisolubilidad—, la unidad es la propiedad fundacional. Por un lado, porque la indisolubilidad se deriva como característica de una unión única y exclusiva. Por otro, porque la unidad-unión, aceptada y vivida con todas sus consecuencias, posibilita la permanencia y la fidelidad que la indisolubilidad exige. De hecho, diversos documentos magisteriales han descrito la unión matrimonial simplemente como una “unidad indisoluble” [253].
156. Esta unión exige un crecimiento constante del amor: “El amor conyugal no se salvaguarda principalmente hablando de la indisolubilidad como si fuera una obligación, ni repitiendo una doctrina, sino fortaleciéndolo mediante un crecimiento constante bajo el impulso de la gracia. El amor que no crece empieza a correr riesgos, y solo podemos crecer respondiendo a la gracia divina con más actos de amor, con afectos más frecuentes, más intensos, más generosos, más tiernos y más alegres” [254]. La unidad conyugal no es solo una realidad que debe comprenderse cada vez mejor en su sentido más bello, sino también una realidad dinámica, llamada a un desarrollo continuo. Como afirma el Concilio Vaticano II, el esposo y la esposa “experimentan el sentido de su propia unidad y la realizan cada vez más plenamente” [255]. Porque “lo mejor es lo que aún no se ha logrado, el vino madurado con el tiempo” [256].
El Sumo Pontífice León XIV, en la Audiencia concedida al infrascrito Prefecto junto con el Secretario de la Sección Doctrinal del Dicasterio para la Doctrina de la Fe, el día 21 de noviembre de 2025, Memoria Litúrgica de la Presentación de la Bienaventurada Virgen María, aprobó esta Nota, deliberó en la Sesión Ordinaria de este Dicasterio el día 19 de noviembre de 2025, y ordenó su publicación.
Dado en Roma, en la sede del Dicasterio para la Doctrina de la Fe, el 25 de noviembre de 2025.
Víctor Manuel Card. Fernández
Prefecto
Monseñor Armando Matteo
Secretario
de la Sección Doctrinal
LEON XIV
Notas:
[1] Francisco, Audiencia general (23 de octubre de 2024): L'Osservatore Romano (23 de octubre de 2024), 2.
[2] Juan Pablo II, Homilía en la Misa para las familias en Kinshasa (3 mayo 1980), n. 2: AAS 72 (1980), 425.
[3] El Simposio de las Conferencias Episcopales de África y Madagascar (SECAM) se ha comprometido a redactar un informe para el Sínodo de los Obispos sobre los desafíos de la poligamia. A la espera de este documento, cabe señalar que, según una opinión común, el matrimonio monógamo en África debe considerarse un hecho excepcional, dada la extendida práctica de la poligamia en esas regiones. Sin embargo, estudios profundos sobre las culturas africanas muestran que las diferentes tradiciones atribuyen especial importancia al primer matrimonio entre un hombre y una mujer y, sobre todo, al papel que la primera esposa está llamada a desempeñar en relación con las demás. De hecho, las investigaciones indican que la poligamia es una práctica tolerada debido a las necesidades de la vida (ausencia de hijos, levirato, trabajo para la supervivencia, etc.). De hecho, muchas tradiciones promueven el modelo monógamo como el ideal del matrimonio que corresponde a los planes divinos. La primera esposa, casada regularmente según las costumbres tradicionales, se presenta a menudo como la que Dios le dio al hombre, aunque este puede adoptar a otras mujeres. En el caso de la poligamia, a la primera esposa se le concede un lugar especial en la realización de los ritos funerarios sagrados o en la crianza de los hijos nacidos de otras mujeres de la familia. Es interesante observar que, en las últimas décadas, en algunos Estados, el legislador civil ha establecido la monogamia como un régimen matrimonial ordinario (cf. Société Africaine de Culture, Les religions africaines comme source de valeurs de civilisation. Colloque de Cotonou, 16-22 de agosto de 1970, Présence Africaine, París 1972; Isidore de Souza, “Mariage et famille”, en Revue de l'Institut Catholique de l'Afrique de l'Ouest 5-6 [1993], 164; íd., “Notion et réalité de la famille en Afrique et dans la Bible”, en Savanes Forêts 30 [1984], 145-146).
[4] Can. 1056 CIC (cursiva añadida). Cf. can. 776, § 3 CCEO.
[5] Can. 1134 CIC (cursiva añadida). Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1638.
[6] El Suplemento a la Summa Theologiae (Suppl., q. 44, a. 3) afirma la definición de matrimonio dada por Pedro Lombardo en Id., Sent. IV, d. 27, c. 2 (164): “Por tanto, matrimonios o matrimonium viri mulierisque coniunctio maritalis, inter legitimas personas, individuam vitae consuetudinem retinens”.
[7] Tomás de Aquino, Summa Theologiae, Suppl., q. 44, a. 1, resp. (cursiva agregada).
[8] Giustiniano, Institutiones, I, 9, 1: Las Instituciones de Justiniano, P. Krueger (ed.), Cornell University Press, Ithaca (NY) 1987, 4.
[9] D. von Hildebrand, La encíclica Humanae vitae: un signo de contradicción, Paoline, Roma, 1968, 43.
[10] Juan Pablo II, Exhortación apostólica Familiaris consortio (22 de noviembre de 1981), n. 19: AAS 74 (1982) 101-102 (cursiva agregada).
[11] Agustín, En el Evangelio de Juan, tratado XXVI, 4 (“Da al amante, y sentirá lo que digo”): PL 35, 1608.
[12] Pablo VI, Discurso a los hogares de los Equipos de Nuestra Señora (4 mayo 1970), n. 6: AAS 62 (1970) 430.
[13] Benedicto XVI, Encuentro con los jóvenes de la diócesis de Roma en preparación a la XXI Jornada Mundial de la Juventud (6 abril 2006), n. 2: AAS 98 (2006), 351. Cf. Juan Pablo II , Exhortación apostólica Familiaris consortio (22 noviembre 1981), n. 68: AAS 74 (1982), 163-165.
[14] Juan Pablo II, Audiencia general (13 de agosto de 1980), n. 2: Insegnamenti III, 2 (1980), 397.
[15] Cf. Pontificia Comisión Bíblica, ¿Qué es el hombre? (Sal 8,5). Un itinerario de antropología bíblica (30 de septiembre de 2019), n. 173: Libreria Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano 2019, 148-149.
[16] Francisco , Exhortación apostólica Amoris laetitia (19 de marzo de 2016), n. 12: AAS 108 (2016), 315-316.
[17] Benedicto XVI, Carta encíclica Deus caritas est (25 de diciembre de 2005), n. 11: AAS 98 (2006), 226-227.
[18] Francisco, Exhortación apostólica Amoris laetitia (19 de marzo de 2016), n. 13: AAS 108 (2016), 316.
[19] Juan Pablo II, Audiencia general (27 de agosto de 1980), n. 4: Insegnamenti III, 2 (1980), 454.
[20] Benedicto XVI, Discurso con ocasión del XXV aniversario de la fundación del Pontificio Instituto Juan Pablo II para Estudios sobre el Matrimonio y la Familia (11 mayo 2006): Insegnamenti II, 1 (2006), 579. Cf. Id., Carta encíclica Deus caritas est (25 diciembre 2005), n. 11: AAS 98 (2006), 226-227.
[21] Cf. Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución Pastoral Gaudium et Spes (7 de diciembre de 1965), n. 48: AAS 58 (1966), 1067; Francisco, Exhortación apostólica Amoris laetitia (19 de marzo de 2016), n. 67: AAS 108 (2016), 338.
[22] En griego: “Honroso sea en todos el matrimonio, y el lecho sin mancilla” ( Heb 13:4).
[23] Juan Crisóstomo, Sobre la virginidad, 19: PG 48, 547.
[24] Agustín, De Genesi ad litteram, IX, cap. 7, n. 12: PL 34, 397.
[25] Id., Del bien conyugal, 1, 1: PL 40, 373.
[26] Tertuliano, Ad uxorem, II, 8, 6-7: CCSL 1, 393, citado en el Catecismo de la Iglesia Católica, n.º 1642 (cf. PL 1, 1302A-B). Se señala al margen que Tertuliano trató el tema de la monogamia en una obra específica: De monogamia (PL 2, 929-954). Además, otro Padre que abordó directamente el tema fue Jerónimo. Cf. Epistula 123, ad Geruchiam de monogamia (PL 22, 1046-1059).
[27] Ambrosio, Exposición del Evangelio según Lucas, VIII, 7: PL 15, 1767.
[28] Juan Crisóstomo, Comentario a Mateo, hom. 62, 2: PG 58, 597
[29] Lattanzio, Instituciones divinas, VI, 23: PL 6, 720.
[30] Cf. Pío XII, Carta encíclica Mystici Corporis Christi (29 junio 1943), “El matrimonio, en el que los esposos son ministros recíprocos de la gracia, provee al crecimiento externo y ordenado de la convivencia cristiana”: AAS 35 (1943), 202.
[31] Juan Crisóstomo, Homiliae in Epistolam I ad Timotheum., hom. 9, cap. II: PG 62, 546. La Comisión Teológica Internacional ha intentado acoger la visión del Oriente cristiano explicando que es necesario evitar que el valor del consentimiento de los esposos “haga del sacramento una pura y única emanación de su amor. El sacramento como tal pertenece totalmente al misterio de la Iglesia en la que son introducidos, de manera privilegiada, por su amor conyugal” (Comisión Teológica Internacional, La doctrina católica sobre el sacramento del matrimonio [1977], B. Las “dieciséis tesis cristológicas” de Gustave Marthelet, SI, aprobadas “en forma genérica” por la Comisión Teológica Internacional, tesis 10).
[32] Clemente de Alejandría, Stromata III, 12: PG 8, 1185B, que cita Rm 7,12.
[33] Juan Crisóstomo, ¿Qué clase de esposas deben ser guiadas?, 3: PG 51, 230 (cursiva añadida).
[34] Gregorio Nacianceno, Oración 37, 7: PG 36, 291.
[35] Buenaventura, Breviloquium, VI, 13, 3, trad. editado por M. Aprea, en Opuscoli teologici/2. Breviloquio, Obras de San Buenaventura 5/2, Città Nuova, Roma 1996, 293-295.
[36] AM de' Liguori, Teología moral (nueva edición de Leonard Gaudé), Editorial Políglota del Vaticano, Roma 1912, libro VI, tratado VI, capítulo II, dub. I, n. 882.
[37] Cf. Ibid., n. 882: “Por otra parte, pueden existir muchos fines accidentales extrínsecos, como la consecución de la paz, la búsqueda del placer, etc.”.
[38] Ibid., n. 883.
[39] Cf. D. von Hildebrand, Matrimonio, traducido por B. Magnino, Morcelliana, Brescia 1959.
[40] Id., Metafísica de la comunidad. Investigaciones sobre la naturaleza y el valor de la comunidad, Iglesia y sociedad 1, Haas & Grabherr, Augsburgo 1930, 40.
[41] Ibid., 45.
[42] A. von Hildebrand, El hombre y la mujer: una invención divina, Sapientia Press, Ave Maria (FL) 2010, xiii.
[43] Ibid., 58.
[44] Ibid., 10.
[45] Ibid., 135-136.
[46] Cfr. Francisco, Exhortación apostólica Amoris laetitia (19 de marzo de 2016), n. 181: AAS 108 (2016), 383.
[47] HU von Balthasar, “Pneuma e Institución”, en Espíritu e Institución. Ensayos Teológicos IV, Jaca Book, Milán 2019, 232.
[48] Ibid., 236-237.
[49] HU von Balthasar, Los estados de vida del cristiano, Jaca Book, Milán 2017 3 , 202-203.
[50] Id., "Pneuma and Institution", op. también , 234.
[51] K. Rahner, Escritos sobre teología, Volumen VIII, Benzinger, Einsiedeln–Zurich–Colonia 1967, 539.
[52] Cfr. Id., Sobre el matrimonio, trad. editado por G. Ruggieri, Meditaciones Teológicas 6, Queriniana, Brescia 1966, 10.
[53] Ibid.
[54] Id., Iglesia y Sacramentos, trad. editado por A. Bellini, Morcelliana, Brescia 1969 3, 106.
[55] A. Schmemann, Para la vida del mundo. Sacramentos y ortodoxia, St. Vladimir's Seminary Press, Crestwood (NY) 1998 2 , 90-91.
[56] PN Evdokimov, El matrimonio, sacramento del amor, tr. editado por L. Marino, Espiritualidad Oriental, Magnano 2008, 165. (Ed. italiana por Id., El matrimonio, sacramento del amor, Editions du Livre Français, Lyon 1944.)
[57] J. Meyendorff, Matrimonio, una perspectiva ortodoxa, St. Vladimir's Seminary Press, Crestwood (NY) 2000 3 , 16.
[58] I. Zizioulas, Comunión y alteridad, trad. editado por M. Campatelli – G. Cesareo, Lipi, Roma 2016, 11
[59] C. Yannaras, La libertad del ethos, editado por B. Petrà, Sequela oggi, Qiqajon, Magnano (BI) 2015, 164ff.
[60] Ibid.
[61] Inocencio III, Carta Gaudemus en Domino (1201): DH 778.
[62] Cf. Ibid.: DH 779.
[63] Segundo Concilio de Lyon, Sesión IV (6 de julio de 1274), Profesión de fe del emperador Miguel VIII Paleólogo: DH 860.
[64] Cf. Concilio de Trento, Sesión XXIV (11 de noviembre de 1563), Doctrina sobre el sacramento del matrimonio: DH 1798.
[65] Benedicto XIV, Declaración sobre Matrimonia quae in locis (4 de noviembre de 1741), n. 2: DH 2517.
[66] León XIII, Carta encíclica Arcanum divinae Sapientiae (10 de febrero de 1880): ASS 12 (1879), 386-387 (cursiva añadida).
[67] Ibid., 387.
[68] Ibid., 389.
[69] Ibid., 394.
[70] Pío XI, Carta encíclica Casti connubii (31 de diciembre de 1930): AAS 22 (1930), 546.
[71] Ibid., AAS 22 (1930), 547-548 (cursiva añadida); cf. Agustín, De bono coniugali 24, 32: PL 40, 394D
[72] Pío XI, Carta encíclica Casti connubii (31 de diciembre de 1930): AAS 22 (1930), 548 (cursiva mía).
[73] Ibid.: AAS 22 (1930), 566.
[74] Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium et Spes (7 diciembre 1965), n. 48: AAS 58 (1966), 1067.
[75] Ibid., n. 48: AAS 58 (1966), 1068 (cursiva añadida).
[76] Ibid.
[77] Ibid. , n. 49: AAS 58 (1966), 1070.
[78] Ibid.
[79] Ibid.
[80] Ibid .
[81] Este mismo argumento fue retomado por san Juan Pablo II cuando explicó que la poligamia “es contraria a la igual dignidad personal del hombre y de la mujer, que en el matrimonio se donan con un amor total y por tanto único y exclusivo” (Juan Pablo II, Exhortación apostólica Familiaris consortio [22 de noviembre de 1980], n. 19: AAS 74 [1982], 102; cf. Concilio Ecuménico Vaticano II , Constitución pastoral Gaudium et Spes [7 de diciembre de 1965], n. 47: AAS 58 [1966], 1067).
[82] Pablo VI, Carta encíclica Humanae Vitae (25 de julio de 1968), n. 12: AAS 60 (1968), 488-489 (cursiva agregada).
[83] Cf. ibid. , n. 8: AAS 60 (1968), 485-486.
[84] Ibid., n. 12: AAS 60 (1968), 489.
[85] Juan Pablo II, Exhortación apostólica Familiaris consortio (22 de noviembre de 1981), n. 11: AAS 74 (1982), 92.
[86] Cfr. Id., Audiencia General (2 de enero de 1980): Insegnamenti III, 1 (1980), 11-15; Id., Audiencia General (9 de enero de 1980): Insegnamenti III, 1 (1980), 88-92; Id., Audiencia General (16 de enero de 1980): Insegnamenti III, 1 (1980), 148-152.
[87] Cf. Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium et Spes (7 diciembre 1965), n. 24: AAS 58 (1966), 1045.
[88] Juan Pablo II, Homilía en la Misa para las familias en Kinshasa (3 mayo 1980), n. 2: AAS 72 (1980), 425.
[89] Juan Pablo II, Audiencia general (13 de agosto de 1980), nn. 3-4: Insegnamenti III, 2 (1980), 398-399.
[90] Cf. Id., Audiencia General (20 de agosto de 1980): Insegnamenti III, 2 (1980), 415-419.
[91] Id., Homilía en la Misa para las familias en Kinshasa (3 mayo 1980), n. 2: AAS 72 (1980), 425.
[92] Ídem, Audiencia General (27 de agosto de 1980), nn. 1, 4: Insegnamenti III, 2 (1980), 451, 453-454.
[93] Ídem, Audiencia General (24 de septiembre de 1980), n. 5: Insegnamenti III, 2 (1980), 719-720.
[94] Ídem, Exhortación apostólica Familiaris consortio (22 de noviembre de 1981), n. 19: AAS 74 (1982), 102.
[95] Benedicto XVI, Carta encíclica Deus caritas est (25 de diciembre de 2005), n. 11: AAS 98 (2006), 227.
[96] Ibid., n. 6: AAS 98 (2006), 222.
[97] Francisco, Exhortación apostólica Amoris laetitia (19 de marzo de 2016), n. 92: AAS 108 (2016), 348.
[98] Ibid., n. 93: AAS 108 (2016), 348.
[99] Ibid., n. 99: AAS 108 (2016), 350.
[100] Ibid., n. 100: AAS 108 (2016), 351.
[101] Cf. Ibid., nn. 101-102: AAS 108 (2016), 351-352.
[102] Ibid., n. 103: AAS 108 (2016), 352.
[103] Ibid., n. 108: AAS 108 (2016), 354.
[104] Ibid., n. 110: AAS 108 (2016), 354.
[105] Ibid., n. 115: AAS 108 (2016), 356.
[106] Ibid., n. 116: AAS 108 (2016), 356.
[107] Ibid., n. 122: AAS 108 (2016), 359, citando a Juan Pablo II, Exort. ap. Familiaris consortio (22 de noviembre de 1981), 9: AAS 74 (1982), 90.
[108] Francisco, Exhortación apostólica Amoris laetitia (19 de marzo de 2016), n. 130: AAS 108 (2016), 362.
[109] Cf. León XIV, Mensaje con ocasión del X aniversario de la canonización de los padres de santa Teresita del Niño Jesús (18 octubre 2025): L'osservatore Romano (18 octubre 2025), 5.
[110] Cf. Agustín, Enarrationes in Psalmos 127, 3: PL 37, 1679: “no que él sea uno y nosotros muchos, sino que nosotros somos muchos en aquel uno y uno”.
[111] León XIV, Homilía en la Misa jubilar de las familias, de los abuelos y de los ancianos (1 de junio de 2025): L'Osservatore Romano (2 de junio de 2025), 2; citando a Pablo VI, Carta encíclica Humanae Vitae (25 de julio de 1968), n. 9: AAS 60 (1968), 486-487.
[112] Can. 1055, § 1 CIC (cursiva añadida). Cf. can. 776, § 1-2 CCEO.
[113] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1645.
[114] Ibid., n. 1646.
[115] Ibid., n. 2381.
[116] Ibid., n. 2387.
[117] Tommaso d'Aquino, Summa contra Gentiles, III, cap. 123, n. 4.
[118] Cf. Id., Summa Theologiae, I, q. 92, a. 3, respectivamente; cf. Id., Summa contra Gentiles, III, cap. 123, n. 4.
[119] Ídem., Summa contra Gentiles, III, cap. 124, n. 1.
[120] Ibid., cap. 123, nn. 3-4.
[121] Ibid., cap. 124, núm. 3–5; que cita a Aristóteles, Ética a Nicómaco, VIII, c. 5, núm. 5; ibidem., VIII, c. 6, núm. 2.
[122] Tomás de Aquino, Summa contra Gentiles, III, cap. 123, n. 6 (cursiva agregada).
[123] A.-D. Sertillanges, El amor cristiano, IPL, Milán 1947, 87.
[124] Ibid., 79.
[125] Ibid., 91.
[126] Ibid., 92.
[127] Ibid., 94.
[128] S. Kierkegaard, “La validez estética del matrimonio”, en Enten-Eller. Un fragmento de vida, IV, editado por A. Cortese, Piccola Biblioteca Adelphi 120, Adelphi, Milán 1981 4 , 154. (Nota: de Enten-Eller, II, en el texto original en danés).
[129] Ibid., 153-154.
[130] S. Kierkegaard, “El equilibrio entre lo estético y lo ético en el desarrollo de la personalidad”, Enten-Eller. Un fragmento de vida, V, editado por A. Cortese, Piccola Biblioteca Adelphi 232, Adelphi, Milán 1989, 207. (Nota: de Enten-Eller, II, en el texto original en danés).
[131] S. Kierkegaard, ‘Validez estética del matrimonio’, op. cit., 92.
[132] Ibid., 39.
[133] Ibid., 40.
[134] Ibid., 86.
[135] E. Mounier, Manifiesto al servicio del personalismo comunitario, trad. editado por A. Lamacchia, Ecumenica, Cassano (BA) 1975, 66.
[136] Cf. ibid., 82.
[137] Ibid., 130.
[138] Ibid., 131.
[139] J. Lacroix, Force et faiblesses de la famille, Éditions du Seuil, París 1948, 56.
[140] Ibid. , 54.
[141] Ibid. , 58.
[142] Ibid. , 58.
[143] Ibid. , 61-62.
[144] Ibid. , 55.
[145] Cf. E. Lévinas, Totalidad e infinito. Un ensayo sobre la exterioridad, editado por A. Dell'Asta, Delante y a través 92, Jaca Book, Milán 2006, 191-253.
[146] Ibid., 265.
[147] K. Wojtyła, Amor y responsabilidad, trad. editado por A. Milanoli, Marietti, Génova–Milán 1980, 161.
[148] Cf. Ibid.
[149] Ibid., 155.
[150] Ibid.
[151] Ibid., 29.
[152] Ibid., 159.
[153] Ibid., 43.
[154] Ibid., 44.
[155] Ibid., 62.
[156] Ibid., 63.
[157] J. Maritain, Reflexiones sobre América, editado por A. Barbieri, Obras de Jacques Maritain 1, Morcelliana, Brescia 2022 3 , 109.
[158] Ibid.
[159] Ibid., 110.
[160] Ibid.
[161] Ibid.
[162] Cf. J. Maritain, Amor y amistad, Morcelliana, Brescia 1964, 1987 8 .
[163] Ibid., passim.
[164] Ibid., 14.
[165] Ibid., 15.
[166] Ibid., 18 (cursiva añadida).
[167] Manusmṛti 9, 101-102.
[168] Srimad Bhagavatam IX, 10.54.
[169] Thirukkural, 54 y 56.
[170] Francisco, “Carta a los poetas”, en íd., ¡Viva la poesía!, A. Spadaro (ed.), Libreria Editrice Vaticana, Roma 2025, 178.
[171] Ibid., 178-179.
[172] W. Whitman, “Nosotros dos... ¿Cuánto tiempo estuvimos engañados?”, en Id., Leaves of Grass, Nueva York 1867, 114: “Hemos dado vueltas y vueltas hasta que llegamos a casa otra vez... nosotros dos ...” .
[173] P. Neruda, “Soneto LXXXI”, in Id., Veinte poemas de amor y una canción. Cien sonetos de amor, Colección Biblioteca Premios Nobel 2, Altaya, Barcelona 1995, 203: “Ninguna más, amor, dormirá con mis sueños. / Irás, iremos juntos por las aguas del tiempo […]”.
[174] E. Montale, “Bajé, dándote el brazo, al menos un millón de escaleras”, en Satura (1962–1970), Mondadori, Milán 1971, 37.
[175] A. Pozzi, “Belleza”, en Palabras. Diario de poesía, Mondadori, Milán 1964, 191-192.
[176] P. Neruda, “Pido silencio”, en Extravagario (1958), en Obras completas, II: De “Odas elementales” a “Memorial de Isla Negra”, 1954–1964, Opera Mundi, H. Loyola (ed.), Galaxia Gutenberg–Círculo de Lectores, Barcelona 1999, 626-628: “Yo voy a cerrar los ojos y solo quiero cinco cosas, cinco raíces preferidas. Una es el amor sin fin… La quinta cosa son tus ojos, Matilde mía, bienamada, no quiero dormir sin tus ojos, no quiero ser sin que me mires”.
[177] P. Éluard, “Nous deux”, en Derniers poèmes d’amour, Seghers, París 1963, 1965: “Nous deux nous tenir par la main / Nous croyez nous chez nous partout […] / Ami des sages et les fous / Entre les enfants et les grands”.
[178] R. Tagore, “Corazón” (El jardinero, 28), editado por R. Russo, en Palabras de amor, TS Edizioni, Milán 2021.
[179] E. Dickinson, “Ese amor es todo lo que hay” (1765), en The Complete Poems of Emily Dickinson, TH Johnson (ed.), Little, Brown and Company, Boston – Toronto 1960, 714: “Ese amor es todo lo que hay, / Es todo lo que sabemos del amor”.
[180] León I, Carta Regressus ad nos (21 de marzo de 458), cap. 1: DH 311.
[181] Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 23, a. 1 resp,
[182] Ritual romano. Rito del matrimonio, n. 71: Libreria Editrice Vaticana, Roma 2008, 44-45.
[183] Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium et Spes (7 diciembre 1965), n. 48: AAS 58 (1966) 1067. Cf. can. 817 § 1 CCEO .
[184] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1627.
[185] Pablo VI, Carta encíclica Humanae Vitae (25 de julio de 1968), n. 8: AAS 60 (1968), 485-486 (cursiva agregada).
[186] K. Wojtyła, Amor y responsabilidad, trad. editado por A. Milanoli, Marietti, Génova–Milán 1980, 61-62.
[187] Juan Pablo II, Homilía en la Misa para las familias en Kinshasa (3 mayo 1980), n. 2: AAS 72 (1980), 425.
[188] Francisco, Exhortación apostólica Amoris laetitia (19 de marzo de 2016), n. 100: AAS 108 (2016), 351 (énfasis añadido).
[189] Ibid., n. 131: AAS 108 (2016), 362 (cursiva añadida).
[190] Ibid., n. 319: AAS 108 (2016), 443 (cursiva añadida).
[191] Ibid., n. 163: AAS 108 (2016), 375 (cursiva añadida).
[192] Ibid., nn. 163-164: AAS 108 (2016), 375-376 (cursiva añadida).
[193] Concilio Ecuménico Vaticano II , Constitución pastoral Gaudium et Spes (7 diciembre 1965), n. 24: AAS 58 (1966), 1045.
[194] Cf. Dicasterio para la Doctrina de la Fe, Decreto Dignitas infinita (8 de abril de 2024), Presentación y nn. 1, 6.
[195] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 357 (énfasis añadido).
[196] K. Wojtyła, Amor y responsabilidad, trad. editado por A. Milanoli, Marietti, Génova–Milán 1980, 29.
[197] Francisco, Exhortación apostólica Amoris laetitia (19 de marzo de 2016), n. 175: AAS 108 (2016), 381.
[198] Ibid., n. 220: AAS 108 (2016), 399.
[199] Ibid., n. 155: AAS 108 (2016), 371.
[200] Ibid., n. 155: AAS 108 (2016), 371.
[201] Ibid., n. 320: AAS 108 (2016), 443.
[202] Tomás de Aquino, Summa Theologiae, III, q. 64, a. 1, resp.: "Sólo Dios guiará el alma".
[203] Cfr. Id., De veritate, q. 28, a. 2, anuncio 8; Id., Summa contra Gentiles, II, cap. 98, n. 18; ibid., III, cap. 88, n. 6; Buenaventura, Collationes in Hexaemeron, 21, 18.
[204] Cf. Buenaventura, In Sent., I, d. 14, a. 2, q. 2, ad 2: en Id., Opera theologica selecta, I, Quaracchi 1934, 205-206. Cf. Ibid., q. 2, fund. 4 y 8 (Quaracchi 1934, 205).
[205] Francisco, Exhortación apostólica Amoris laetitia (19 de marzo de 2016), n. 320: AAS 108 (2016), 443.
[206] Pablo VI, Carta encíclica Humanae Vitae (25 de julio de 1968), n. 8: AAS 60 (1968), 486 (cursiva agregada).
[207] Juan Pablo II, Exhortación apostólica Familiaris consortio (22 de noviembre de 1981), n. 59: AAS 74 (1982), 152.
[208] A.-D. Sertillanges, Amor cristiano, IPL, Milán 1947, 97 (cursiva añadida).
[209] Cfr. J.-L. Marion, El fenómeno erótico. Seis meditaciones, trad. editado por L. Tasso, Cantagalli, Siena 2007.
[210] Tommaso d'Aquino , In Sent., I, d. 15, q. 4, a. 1, co.
[211] Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución dogmática Lumen gentium (7 diciembre 1965), n. 41: AAS 57 (1965), 47.
[212] Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 23, a. 1, resp .
[213] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1641.
[214] Ritual Romano. Rito del matrimonio, n. 74: Libreria Editrice Vaticana, Roma 2008, 47.
[215] Juan Pablo II, Familiaris consortio (22 de noviembre de 1981), n. 59: AAS 74 (1982), 152.
[216] Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 27, a. 2, resp .
[217] Cf. Ibid., II-II, q. 23, a. 2, resp.: “El amor es en sí mismo un acto de la voluntad”.
[218] Ibid., I-II, q. 26, a. 3, resp .
[219] Ibid., II-II, q. 27, a. 2, resp.
[220] Ritual Romano. Rito del matrimonio, n. 71: Libreria Editrice Vaticana, Roma 2008, 44-45.
[221] Cfr. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 23, a. 1.
[222] Francisco, Exhortación apostólica Amoris laetitia (19 de marzo de 2016), n. 123: AAS 108 (2016), 359, que cita a Tomás de Aquino, Summa contra Gentiles, III, cap. 123. Cfr. Aristóteles, Ética a Nicómaco, 8, 12 (ed. Bywater, Oxford 1984, 174).
[223] Francisco, Exhortación apostólica Amoris laetitia (19 de marzo de 2016), n. 150: AAS 108 (2016), 369.
[224] Ibid., n. 74: AAS 108 (2016), 340.
[225] Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 142, a. 1, resp.
[226] Cf. Ibid., I, q. 98, a. 2, ad 3; II-II, q. 153, a. 2, ad 2.
[227] Ibid., I, q. 98, a. 2, ad 3.
[228] Ibid., II-II, q. 153, a. 2, ad 2.
[229] K. Wojtyła, Amor y responsabilidad, trad. editado por A. Milanoli, Marietti, Génova–Milán 1980, 89.
[230] Benedicto XVI, Carta encíclica Deus caritas est (25 de diciembre de 2005), n. 8: AAS 98 (2006), 224.
[231] Ibid., n. 7: AAS 98 (2006), 223-224.
[232] Juan Pablo II, Exhortación apostólica Familiaris consortio (22 de noviembre de 1981), n. 11: AAS 74 (1982), 92.
[233] Cfr. Pablo VI, Carta encíclica Humanae Vitae (25 de julio de 1968), n. 11: AAS 60 (1968), 488.
[234] K. Wojtyła, Amor y responsabilidad, trad. editado por A. Milanoli, Marietti, Génova-Milán 1980, 161.
[235] Ibid., 173 (cursivas en el original).
[236] Pablo VI, Carta encíclica Humanae Vitae (25 de julio de 1968), n. 16: AAS 60 (1968), 492.
[237] Ibíd .
[238] Pío XI, Carta encíclica Casti connubii (31 de diciembre de 1930): AAS 22 (1930): 547-548 [cf. DH 3707].
[239] Agustín, Del bien del amor conyugal, 3, 3: PL 40, 375.
[240] Juan Crisóstomo, Homilías sobre la Epístola a los Colosenses, hom. 12, cap. V: PG 62, 388.
[241] Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium et Spes (7 diciembre 1965), n. 50: AAS 58 (1966), 1072.
[242] PJ Viladrich, "Amor conyugal y esencia del matrimonio", Derecho Canónico 12 (1972), 311.
[243] Benedicto XVI, Carta encíclica Deus caritas est (29 de junio de 2009), n. 53: AAS 101 (2009), 689.
[244] Ibid.
[245] Francisco, Carta encíclica Fratelli tutti (3 de octubre de 2020), n. 60: AAS 112 (2020), 990.
[246] Ibid., n. 89: AAS 112 (2020), 1007.
[247] Francisco, Exhortación apostólica Amoris laetitia (19 de marzo de 2016), n. 181: AAS 108 (2016), 383.
[248] Ibid., n. 324: AAS 108 (2016), 445.
[249] León XIV, Exhortación apostólica Dilexi te (4 de octubre de 2025), n. 104.
[250] Ibid., n. 103.
[251] Ritual Romano. Rito del matrimonio, n. 92: Libreria Editrice Vaticana, Roma 2008, 62.
[252] D. von Hildebrand, Matrimonio, trad. editado por B. Magnino, Morcelliana, Brescia 1959, 33 (cursiva añadida).
[253] Cf. Concilio de Trento, Sesión XXIV (11 de noviembre de 1563), Doctrina sobre el sacramento del matrimonio: DH 1799 (cursiva añadida); Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium et Spes (7 de diciembre de 1965), n. 48: AAS 58 (1966), 1068; Catecismo de la Iglesia católica, n. 1641.
[254] Francisco, Exhortación apostólica Amoris laetitia (19 de marzo de 2016), n. 134: AAS 108 (2016), 364.
[255] Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium et Spes (7 diciembre 1965), n. 48: AAS 58 (1966), 1068 (cursiva añadida).
[256] Francisco, Exhortación apostólica Amoris laetitia (19 de marzo de 2016), n. 135: AAS 108 (2016), 364.

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