viernes, 28 de enero de 2000

MYSTICI CORPORIS CHRISTI (29 DE JUNIO DE 1943)


CARTA ENCÍCLICA

MYSTICI CORPORIS CHRISTI

SOBRE EL CUERPO MÍSTICO DE CRISTO

PÍO XII

Venerables Hermanos

Salud y bendición apostólica

1. La doctrina del Cuerpo Místico de Cristo que es la Iglesia (1), nos la enseñó por primera vez el propio Redentor. Ilustrando como lo hace el gran e inestimable privilegio de nuestra unión íntima con una Cabeza tan exaltada, esta doctrina por su sublime dignidad invita a todos aquellos que son atraídos por el Espíritu Santo a estudiarla, y les da, en las verdades que ella propone para la mente, un fuerte incentivo para la realización de buenas obras conforme a su enseñanza. Por eso, nos parece oportuno hablaros de este tema a través de esta Carta Encíclica, desarrollando y explicando sobre todo aquellos puntos que conciernen a la Iglesia Militante. A esto nos urge no sólo la grandeza incomparable del tema, sino también las circunstancias del tiempo presente.

2. Porque queremos hablar de las riquezas atesoradas en esta Iglesia que Cristo compró con su propia Sangre (2), y cuyos miembros se glorían en una cabeza coronada de espinas. El hecho de que así se gloríen es una prueba contundente de que el mayor gozo y la exaltación nacen únicamente del sufrimiento, y por lo tanto, que debemos regocijarnos si participamos de los sufrimientos de Cristo, para que cuando su gloria sea revelada, también podamos alegrarnos con sobreabundante alegría (3).

3. Desde el principio hay que señalar que la sociedad establecida por el Redentor del género humano se asemeja a su divino Fundador, que fue perseguido, calumniado y torturado por los mismos hombres a los que se había comprometido a salvar. No negamos, sino que desde un corazón lleno de gratitud a Dios admitimos, que incluso en nuestros tiempos turbulentos hay muchos que, aunque fuera del redil de Jesucristo, miran a la Iglesia como el único refugio de salvación; pero también somos conscientes de que la Iglesia de Dios no sólo es despreciada y odiada maliciosamente por quienes cierran los ojos a la luz de la sabiduría cristiana y vuelven miserablemente a las enseñanzas, costumbres y prácticas del antiguo paganismo, sino que es ignorada, descuidada e incluso, a veces, considerada como una molestia por muchos cristianos que se dejan seducir por el error engañoso o se ven atrapados en las mallas de la corrupción del mundo. Obedeciendo, pues, Venerables Hermanos, a la voz de Nuestra conciencia y cumpliendo los deseos de muchos, expondremos ante los ojos de todos y ensalzaremos la belleza, las alabanzas y la gloria de la Madre Iglesia a la que, después de Dios, debemos todo.

4. Y es de esperar que Nuestras instrucciones y exhortaciones produzcan abundantes frutos en las almas de los fieles en las actuales circunstancias. Porque sabemos que si todas las penas y calamidades de estos tiempos tormentosos, por los que innumerables multitudes están siendo penosamente probadas, son aceptadas de las manos de Dios con serena sumisión, naturalmente elevan las almas por encima de las cosas pasajeras de la tierra a las del cielo que permanecen para siempre, y despiertan una cierta sed secreta y un intenso deseo por las cosas espirituales. Así, urgidos por el Espíritu Santo, los hombres son movidos y, por así decirlo, impulsados a buscar el Reino de Dios con mayor diligencia; pues cuanto más se desprendan de las vanidades de este mundo y del amor desmedido a las cosas temporales, más aptos estarán para percibir la luz de los misterios celestiales. Pero la vanidad y la vacuidad de las cosas terrenales se manifiestan hoy más que quizá en cualquier otra época, cuando los reinos y los estados se desmoronan, cuando enormes cantidades de bienes y toda clase de riquezas se hunden en las profundidades del mar, y las ciudades, los pueblos y los campos fértiles están sembrados de enormes ruinas y manchados con la sangre de los hermanos.

5. Además, confiamos en que Nuestra exposición de la doctrina del Cuerpo Místico de Cristo será aceptable y útil también para aquellos que están fuera del redil de la Iglesia, no sólo porque su buena voluntad hacia la Iglesia parece crecer de día en día, sino también porque, mientras ante sus ojos se levanta nación contra nación, reino contra reino y se siembra por doquier la discordia junto con las semillas de la envidia y del odio, si vuelven la mirada a la Iglesia, si contemplan su unidad divinamente dada por la cual todos los hombres de todas las razas están unidos a Cristo en el vínculo de la fraternidad, se verán obligados a admirar esta comunión en la caridad, y con la guía y asistencia de la gracia divina desearán participar en la misma unión y caridad.

6 Hay también un motivo especial, y muy querido para Nosotros, que nos recuerda esta doctrina y con ella un profundo sentimiento de alegría. Durante el año que ha transcurrido desde el vigésimo quinto aniversario de Nuestra consagración Episcopal, hemos tenido el gran consuelo de presenciar algo que ha hecho que la imagen del Cuerpo Místico de Jesucristo resalte con la mayor claridad ante el mundo entero. Aunque una larga y mortífera guerra ha roto sin piedad el vínculo de unión fraternal entre las naciones, hemos visto a Nuestros hijos en Cristo, en cualquier parte del mundo en que se encuentren, uno en voluntad y afecto, elevar sus corazones al Padre común, quien, llevando en su corazón las preocupaciones  de todos, está guiando la barca de la Iglesia Católica en medio de una tempestad furiosa. Este es un testimonio de la maravillosa unión que existe entre los cristianos; pero también prueba que, así como Nuestro amor paternal abraza a todos los pueblos, cualquiera que sea su nacionalidad y raza, así los católicos en todo el mundo, aunque sus países hayan desenvainado la espada unos contra otros, miran al Vicario de Jesucristo como al Padre amoroso de todos ellos, que con absoluta imparcialidad y juicio incorruptible, elevándose por encima de los vendavales contrapuestos de las pasiones humanas, asume con todas sus fuerzas la defensa de la verdad, la justicia y la caridad.

7. No hemos sido menos consolados al saber que con espontánea generosidad se ha creado un fondo para la erección de una iglesia en Roma dedicada a Nuestro santo predecesor y patrón Eugenio I. Como este templo, que se construirá por el deseo y a través de la generosidad de todos los fieles, será un recuerdo duradero de este feliz acontecimiento, por lo que deseamos ofrecer esta Carta Encíclica en testimonio de Nuestra gratitud. Habla de esas piedras vivas que reposan sobre la piedra angular viva, que es Cristo, y juntamente son edificadas para formar un templo santo, superior a cualquier templo edificado por manos, para morada de Dios en el Espíritu (4).

8. Pero la razón principal de nuestra presente exposición de esta sublime doctrina es nuestra solicitud por las almas que nos son confiadas. De hecho, mucho se ha escrito sobre este tema; y sabemos que muchos hoy se están volcando con mayor entusiasmo a un estudio que deleita y nutre la piedad cristiana. Esto, al parecer, se debe principalmente a que un interés renovado en la sagrada liturgia, la costumbre más extendida de la Comunión frecuente y la devoción más ferviente al Sagrado Corazón de Jesús practicada hoy, han llevado a muchas almas a una consideración más profunda de la riquezas inescrutables de Cristo que se conservan en la Iglesia. Además los recientes pronunciamientos sobre la Acción Católica, al estrechar los lazos de unión entre los cristianos y entre éstos y la jerarquía eclesiástica y especialmente el Romano Pontífice, indudablemente han ayudado no poco a colocar esta verdad bajo la luz que le corresponde. Sin embargo, si bien podemos obtener legítima alegría de estas consideraciones, debemos confesar que se están difundiendo graves errores con respecto a esta doctrina entre los que están fuera de la verdadera Iglesia, y que también entre los fieles se están difundiendo ideas inexactas o completamente falsas que desvía las mentes del camino recto de la verdad.

9. Porque mientras aún sobrevive un falso racionalismo, que ridiculiza todo lo que trasciende y desafía el poder del genio humano, y que va acompañado de un error afín, el llamado naturalismo popular, que no ve y quiere ver en la Iglesia más que una unión jurídica y social, se cuela por otro lado un falso misticismo que, en su intento de eliminar la frontera inamovible que separa a las criaturas de su Creador, falsea las Sagradas Escrituras.

10. Como resultado de estas escuelas de pensamiento opuestas y antagónicas entre sí, algunos, por miedo vano, miran una doctrina tan profunda como algo peligroso, y por eso se retraen de ella como del hermoso pero prohibido fruto del paraíso. Pero esto no es así. Los misterios revelados por Dios no pueden ser dañinos para los hombres, ni deben quedar como tesoros escondidos en un campo, inútiles. Han sido dados desde lo alto precisamente para ayudar al progreso espiritual de aquellos que los estudian con espíritu de piedad. Porque, como enseña el Concilio Vaticano, "la razón iluminada por la fe, si busca con ahínco, piedad y sabiduría, llega, bajo Dios, a un conocimiento cierto y utilísimo de los misterios, considerando su analogía con lo que conoce naturalmente, y sus relaciones mutuas, y sus relaciones comunes con el último fin del hombre", aunque, como observa el mismo santo Sínodo, la razón, aun así iluminada, "nunca es capaz de comprender esos misterios como lo hace con las verdades que forman su objeto propio" (5).

11. Después de haber meditado todo esto larga y seriamente ante Dios, consideramos parte de Nuestro deber pastoral explicar a toda la grey de Cristo, mediante esta Encíclica, la doctrina del Cuerpo Místico de Cristo y de la unión en este Cuerpo de los fieles con el divino Redentor; y luego, de esta consoladora doctrina, sacar ciertas lecciones que harán que un estudio más profundo de este misterio dé frutos aún más ricos de perfección y santidad. Nuestro propósito es arrojar un rayo adicional de gloria sobre la suprema belleza de la Iglesia; sacar a la luz más plenamente la exaltada nobleza sobrenatural de los fieles que en el Cuerpo de Cristo están unidos a su Cabeza; y finalmente, excluir definitivamente los muchos errores corrientes en relación con esta materia.

12. Cuando se reflexiona sobre el origen de esta doctrina, inmediatamente vienen a la mente las palabras del Apóstol: “Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (6). Todos saben que el padre de toda la raza humana fue constituido por Dios en un estado tan exaltado que debía entregar a su posteridad, junto con la existencia terrenal, la vida celestial de la gracia divina. Pero después de la desgraciada caída de Adán, todo el género humano, infectado por la mancha hereditaria, perdió su participación en la naturaleza divina (7), y todos éramos “hijos de la ira” (8). Pero el Dios misericordioso “tanto amó al mundo que dio a su Hijo unigénito” (9) y el Verbo del Eterno Padre con el mismo amor divino asumió la naturaleza humana del linaje de Adán, pero una naturaleza inocente y sin mancha, para que Él, como nuevo Adán, sea la fuente de donde la gracia del Espíritu Santo debe fluir a todos los hijos del primer padre. Por el pecado del primer hombre habían sido excluidos de la adopción como hijos de Dios; por el Verbo encarnado, hechos hermanos según la carne del Hijo unigénito de Dios, reciben también la potestad de llegar a ser hijos de Dios (10). Al colgar en la Cruz, Cristo Jesús no sólo aplacó la justicia del Padre Eterno que había sido violada, sino que también ganó para nosotros, sus hermanos, un inefable caudal de gracias. Le era posible 
impartir por sí mismo estas gracias a la humanidad directamente; pero quiso hacerlo sólo a través de una Iglesia visible formada por hombres, para que a través de ella todos pudieran cooperar con Él en la dispensación de las gracias de la Redención. Así como el Verbo de Dios quiso servirse de nuestra naturaleza, cuando en la agonía insoportable quiso redimir a la humanidad, del mismo modo, a lo largo de los siglos, se sirve de la Iglesia para que la obra iniciada perdure (11).

13. Si definimos y describimos esta verdadera Iglesia de Jesucristo, que es la Iglesia Una, Santa, Católica, Apostólica y Romana (12), nada más noble, más sublime, más divino que la expresión “Cuerpo Místico de Jesucristo”, expresión que brota y es como el hermoso florecimiento de la repetida enseñanza de las Sagradas Escrituras y los Santos Padres.

14. Que la Iglesia es un cuerpo se afirma con frecuencia en las Sagradas Escrituras. “Cristo” -dice el Apóstol- “es la Cabeza del Cuerpo de la Iglesia” (13). Si la Iglesia es un cuerpo, debe ser una unidad ininterrumpida, según aquellas palabras de Pablo: “Aunque muchos somos un solo cuerpo en Cristo” (14). Pero no basta que el cuerpo de la Iglesia sea una unidad ininterrumpida; debe ser también algo definido y perceptible a los sentidos como afirma Nuestro predecesor de feliz memoria, León XIII, en su Encíclica Satis Cognitum: “la Iglesia es visible porque es un cuerpo” (15). Por eso yerran en una cuestión de verdad divina los que imaginan a la Iglesia invisible, intangible, algo meramente “pneumatológico” como dicen, por lo que muchas comunidades cristianas, aunque difieran entre sí en su profesión de fe, están unidas por un lazo invisible.

15. Pero un cuerpo requiere también una multiplicidad de miembros, que estén unidos entre sí de tal manera que se ayuden unos a otros. Y así como en el cuerpo cuando un miembro sufre, todos los demás miembros comparten su dolor, y los miembros sanos acuden en ayuda de los enfermos, así en la Iglesia los miembros individuales no viven sólo para sí mismos, sino que también ayudan a sus semejantes, y todos trabajen en colaboración mutua para la comodidad común y para la edificación más perfecta de todo el Cuerpo.

16. Además, como en la naturaleza un cuerpo no está formado por ningún agrupamiento fortuito de miembros, sino que debe estar constituido por órganos, es decir, por miembros que no tienen la misma función y están dispuestos en el debido orden; por eso, sobre todo, la Iglesia se llama cuerpo, que está constituida por la coalescencia de partes estructuralmente unidas, y que tiene una variedad de miembros recíprocamente dependientes. Así describe el Apóstol a la Iglesia cuando escribe: “Así como en un cuerpo tenemos muchos miembros, pero no todos los miembros tienen el mismo oficio, así nosotros, siendo muchos, somos un solo cuerpo en Cristo, y todos miembros los unos de los otros” (16).

17. No se debe pensar, sin embargo, que esta estructura ordenada u “orgánica” del cuerpo de la Iglesia contiene sólo elementos jerárquicos y con ellos está completa; o, como sostiene una opinión opuesta, que se compone sólo de aquellos que disfrutan de dones carismáticos, aunque nunca faltarán en la Iglesia miembros dotados de poderes milagrosos. Que los que ejercen el poder sagrado en este Cuerpo son sus primeros y principales miembros, debe mantenerse sin concesiones. Es a través de ellos, por encargo del mismo Divino Redentor, que ha de perdurar el apostolado de Cristo como Maestro, Rey y Sacerdote. Al mismo tiempo, cuando los Padres de la Iglesia cantan las alabanzas de este Cuerpo Místico de Cristo, con sus ministerios, su variedad de rangos, sus oficiales, sus condiciones, sus órdenes, sus deberes, están pensando no sólo en aquellos que han recibido las Órdenes Sagradas, sino también en todos aquellos que, siguiendo los consejos evangélicos, pasan su vida activamente entre los hombres, o escondidos en el silencio de la clausura, o que aspiran a compaginar la vida activa y contemplativa según su Instituto; como también en los que, viviendo en el mundo, se consagran de todo corazón a las obras de misericordia espirituales o corporales, y en los que viven en el estado del santo matrimonio. En efecto, quede bien entendido, especialmente en estos nuestros días: los padres y madres de familia, los padrinos y madrinas de bautismo y, en particular, los miembros del laicado que colaboran con la jerarquía eclesiástica en la difusión del Reino del Divino Redentor ocupan un lugar honorable, aunque a menudo humilde, en la comunidad cristiana, e incluso ellos, bajo el impulso de Dios y con su ayuda, pueden alcanzar las alturas de la santidad suprema, que, según ha prometido Jesucristo, nunca faltará a la Iglesia.

18. Ahora vemos que al cuerpo humano se le dan los medios adecuados para proveerse a su propia vida, salud y crecimiento, y a la de todos sus miembros. Del mismo modo, el Salvador de la humanidad, por Su infinita bondad, ha provisto maravillosamente a Su Cuerpo Místico, dotándolo de los Sacramentos, para que, como por una serie ininterrumpida de gracias, sus miembros sean sostenidos desde el nacimiento hasta la muerte, y que se pueda hacer una provisión generosa para las necesidades sociales de la Iglesia. A través de las aguas del Bautismo, aquellos que nacen en este mundo muertos en pecado no solo nacen de nuevo y se hacen miembros de la Iglesia, sino que al ser sellados con un sello espiritual, se vuelven capaces y aptos para recibir los otros Sacramentos. Por el crisma de la Confirmación, los fieles reciben mayor fuerza para proteger y defender a la Iglesia, su Madre, y la fe que ella les ha dado.

19. Pero eso no es todo; porque en la Sagrada Eucaristía los fieles se nutren y fortalecen en el mismo banquete y por un vínculo divino e inefable se unen entre sí y con la Divina Cabeza de todo el Cuerpo. Finalmente, como una madre devota, la Iglesia está junto al lecho de los que están enfermos de muerte; y si no es siempre la voluntad de Dios que por la santa unción devuelva la salud al cuerpo mortal, sin embargo administra la medicina espiritual al alma herida y envía nuevos ciudadanos al cielo, para ser sus nuevos abogados, que gozarán para siempre de la felicidad de Dios.

20. Para las necesidades sociales de la Iglesia, Cristo ha provisto de manera particular la institución de otros dos Sacramentos. Por el Matrimonio, en el que los contrayentes son recíprocamente ministros de la gracia, se prevé el aumento externo y debidamente regulado de la sociedad cristiana, y, lo que es más importante, la correcta educación religiosa de los hijos, sin la cual el cuerpo místico estaría en grave peligro. A través de las Órdenes Sagradas los hombres son apartados y consagrados a Dios, para ofrecer el Sacrificio de la Víctima Eucarística, para alimentar el rebaño de los fieles con el Pan de los Ángeles y el alimento de la doctrina, para guiarlos en el camino de los mandamientos y consejos de Dios y fortalecerlos con todas las demás ayudas sobrenaturales.

21. A este respecto, hay que tener en cuenta que, así como al principio de los tiempos Dios dotó al cuerpo del hombre del más amplio poder para someter a todas las criaturas a sí mismo, y para crecer y multiplicarse y llenar la tierra, así al principio de la era cristiana dotó a la Iglesia de los medios necesarios para superar innumerables peligros y llenar no sólo el mundo entero, sino también los reinos del cielo.

22. En realidad, sólo deben ser incluidos como miembros de la Iglesia aquellos que han sido bautizados y profesan la verdadera fe, y que no han tenido la desgracia de separarse de la unidad del Cuerpo, o han sido excluidos por autoridad legítima por causa de graves faltas cometidas. “Porque en un mismo espíritu”, dice el Apóstol, “fuimos todos bautizados en un solo Cuerpo, sean judíos o gentiles, sean esclavos o libres” (17). Así como en la verdadera comunidad cristiana hay un solo Cuerpo, un solo Espíritu, un solo Señor y un solo Bautismo, así también puede haber una sola fe (18). Por lo tanto, si alguno rehúsa oír a la Iglesia, sea considerado, como manda el Señor, como pagano y publicano (19). De ello se deduce que los que están divididos en la fe o en el gobierno no pueden vivir en la unidad de tal Cuerpo, ni pueden vivir la vida de su único Espíritu Divino.

23. Tampoco hay que imaginar que el Cuerpo de la Iglesia, por el solo hecho de llevar el nombre de Cristo, esté compuesto durante los días de su peregrinación terrena sólo por miembros que se distingan por su santidad, o que esté compuesto sólo por aquellos a quienes Dios ha predestinado a la felicidad eterna. Es gracias a la infinita misericordia del Salvador que en su Cuerpo Místico se da lugar aquí abajo a aquellos a quienes, en otro tiempo, Él no excluyó del banquete (20). Porque no todos los pecados, por graves que sean, separan por su propia naturaleza al hombre del Cuerpo de la Iglesia, como el cisma, la herejía o la apostasía. Los hombres pueden perder la caridad y la gracia divina por el pecado, haciéndose así incapaces de los méritos sobrenaturales, y sin embargo no ser privados de toda vida si se aferran a la fe y a la esperanza cristiana, y si, iluminados desde lo alto, son estimulados por los impulsos interiores del Espíritu Santo al saludable temor y son movidos a la oración y penitencia por sus pecados.

24. Aborrezca, pues, cada uno el pecado, que contamina los miembros místicos de nuestro Redentor; pero si alguno cae infelizmente y su obstinación no lo ha hecho indigno de la comunión con los fieles, que sea recibido con gran amor, y que la caridad ávida vea en él a un miembro débil de Jesucristo. Porque, como observa el obispo de Hipona, es mejor “ser curado dentro de la comunidad de la Iglesia que ser separado de su cuerpo como miembros incurables” (21). “Mientras un miembro todavía forma parte del cuerpo, no hay razón para desesperar de su curación; una vez que ha sido cortado, no puede ser ni curado ni curado” (22).

25. En el curso del presente estudio, Venerables Hermanos, hasta ahora hemos visto que la Iglesia está constituida de tal manera que puede asemejarse a un cuerpo. Ahora debemos explicar clara y precisamente por qué se le debe llamar no meramente un cuerpo, sino el Cuerpo de Jesucristo. Esto se sigue del hecho de que nuestro Señor es el Fundador, la Cabeza, el Soporte y el Salvador de este Cuerpo Místico.

26. Al exponer brevemente en qué sentido Cristo fundó su Cuerpo social, se nos ocurre en seguida el siguiente pensamiento de Nuestro predecesor, León XIII, de feliz memoria: “La Iglesia que, ya concebida, salió del lado del segundo Adán en Su sueño sobre la Cruz, se mostró por primera vez ante los ojos de los hombres en el gran día de Pentecostés” (23). Porque el Divino Redentor comenzó la edificación del templo místico de la Iglesia cuando por Su predicación dio a conocer Sus preceptos; Él lo completó cuando colgó glorificado en la Cruz; y Él lo manifestó y proclamó cuando envió el Espíritu Santo como Paráclito en forma visible sobre Sus discípulos.

27. Porque en cumplimiento de su oficio de predicador, escogió a los Apóstoles, enviándolos como él había sido enviado por el Padre (24) a saber, como maestros, gobernantes, instrumentos de santidad en la asamblea de los creyentes; Él nombró a su Jefe y Su Vicario en la tierra (25) y les dio a conocer todas las cosas que había oído de su Padre (26). También determinó que por el bautismo (27) los que creyesen serían incorporados al Cuerpo de la Iglesia; y finalmente, cuando llegó al final de Su vida, instituyó en la Última Cena el maravilloso Sacrificio y Sacramento de la Eucaristía.

28. Que Él completó Su obra en el patíbulo de la Cruz es la enseñanza unánime de los Santos Padres que afirman que la Iglesia nació del costado de nuestro Salvador en la Cruz como una nueva Eva, madre de todos los vivientes (28). “Y es ahora” -dice el gran San Ambrosio, hablando del costado traspasado de Cristo- “que está edificado, es ahora que está formado, es ahora que es… moldeado, es ahora que se crea... Ahora es que surge una casa espiritual, un sacerdocio santo” (29). Quien examina con reverencia esta venerable enseñanza, fácilmente descubrirá las razones en que se basa.

29. Y en primer lugar, por la muerte de nuestro Redentor, el Nuevo Testamento tomó el lugar de la Antigua Ley que había sido abolida; luego la Ley de Cristo junto con sus misterios, promulgaciones, instituciones y ritos sagrados fue ratificada para todo el mundo con la sangre de Jesucristo. Porque, mientras nuestro Divino Salvador predicaba en un lugar restringido, no fue enviado sino a las ovejas que se habían perdido de la casa de Israel (30). La Ley y el Evangelio estaban juntos en vigor (31); más en el patíbulo de su muerte, Jesús invalidó la ley con sus decretos (32); clavó en la cruz la escritura del Antiguo Testamento (33), estableciendo el Nuevo Testamento con Su sangre derramada por toda la raza humana (34). “Hasta tal punto, pues -dice san León Magno hablando de la cruz de nuestro Señor- se hizo un traspaso de la Ley al Evangelio, de la Sinagoga a la Iglesia, de muchos sacrificios a una solo Víctima, que al expirar nuestro Señor, aquel místico velo que cerraba lo más recóndito del templo y su sagrado secreto se rasgó violentamente de arriba abajo” (35).

30. En la Cruz murió entonces la Ley Vieja, pronto para ser sepultada y ser portadora de la muerte (36) para dar paso al Nuevo Testamento del cual Cristo había elegido a los Apóstoles como ministros capacitados (37); y aunque había sido constituido Cabeza de toda la familia humana en el seno de la Santísima Virgen, es por el poder de la Cruz que nuestro Salvador ejerce plenamente el oficio mismo de Cabeza en Su Iglesia. “Porque fue por Su triunfo en la Cruz” -según la enseñanza del Doctor Angélico y Común- “que ganó poder y dominio sobre los gentiles” (38); por la misma victoria aumentó el inmenso tesoro de las gracias, que, reinando en la gloria en el cielo, prodiga continuamente sobre sus miembros mortales; fue por su sangre derramada en la cruz que se apartó la ira de Dios y que todos los dones celestiales, especialmente las gracias espirituales del Nuevo y Eterno Testamento, podrían entonces brotar de las fuentes de nuestro Salvador para la salvación de los hombres, sobre todo de los fieles; fue en el madero de la Cruz, finalmente, que entró en posesión de su Iglesia, es decir, de todos los miembros de su Cuerpo Místico; porque no se habrían unido a este Cuerpo Místico por las aguas del Bautismo sino por la virtud salutífera de la Cruz, por la cual ya habían sido puestos bajo el dominio completo de Cristo.

31. Pero si nuestro Salvador, por su muerte, se convirtió, en el sentido pleno y completo de la palabra, en Cabeza de la Iglesia, fue también por su sangre que la Iglesia se enriqueció con la más plena comunicación del Espíritu Santo, por medio de la cual, desde el momento en que el Hijo del hombre fue levantado y glorificado en la cruz por sus sufrimientos, es divinamente iluminada. Pues entonces, como señala Agustín (39), con el rasgado del velo del templo sucedió que el rocío de los dones del Paráclito, que hasta ahora sólo había descendido sobre el vellón, es decir sobre el pueblo de Israel, cayó copiosa y abundantemente (mientras el vellón permanecía seco y desierto) sobre toda la tierra, que está en la Iglesia Católica, que no está confinada por fronteras de raza o territorio. Así como en el primer momento de la Encarnación el Hijo del Padre Eterno adornó con la plenitud del Espíritu Santo la naturaleza humana sustancialmente unida a Él, para que fuera instrumento idóneo de la Divinidad en la obra sanguinaria de la Redención, así en la hora de su preciosa muerte quiso que su Iglesia fuese enriquecida con los abundantes dones del Paráclito para que en la dispensación de los frutos divinos de la Redención fuera, por el Verbo Encarnado, un poderoso instrumento que nunca fallaría. Tanto la misión jurídica de la Iglesia como la potestad de enseñar, gobernar y administrar los Sacramentos, derivan su eficacia y fuerza sobrenatural de edificación del cuerpo de Cristo del hecho de que Jesucristo, colgado en la Cruz, abrió a su Iglesia la fuente de esos dones divinos, que le impiden jamás enseñar falsas doctrinas y le permiten gobernarlos para la salvación de sus almas a través de pastores divinamente iluminados y otorgarles una abundancia de gracias celestiales.

32. Si consideramos detenidamente todos estos misterios de la Cruz, ya no son oscuras aquellas palabras del Apóstol, en las que enseña a los Efesios que Cristo con su sangre hizo uno a judíos y gentiles, “derribando la pared intermedia de separación... con su carne” por la cual los dos pueblos fueron divididos; y que Él anuló la Ley Antigua “para hacer de los dos en sí mismo un solo y nuevo hombre”, es decir, la Iglesia, y reconciliar a ambos con Dios en un solo Cuerpo por medio de la Cruz (40).

33. La Iglesia que Él fundó con Su Sangre, la fortaleció el día de Pentecostés con un poder especial, dado del cielo. Porque, habiendo instalado solemnemente en su excelso oficio a quien ya había nombrado como su Vicario, había ascendido al Cielo; y sentado ahora a la derecha del Padre quería dar a conocer y proclamar a su Esposa mediante la venida visible del Espíritu Santo con el sonido de un viento impetuoso y lenguas de fuego (41). Porque así como Él mismo, cuando comenzó a predicar, fue dado a conocer por Su Padre Eterno por el Espíritu Santo que descendió y se posó sobre Él en forma de paloma (42), así también, cuando los Apóstoles estaban a punto de comenzar su ministerio de predicación, Cristo nuestro Señor envió el Espíritu Santo desde el cielo, para tocarlos con lenguas de fuego y señalar, como por el dedo de Dios, la misión y el oficio sobrenaturales de la Iglesia.

34. Que este Cuerpo Místico que es la Iglesia debe llamarse de Cristo, se prueba en segundo lugar por el hecho de que Él debe ser reconocido universalmente como su Cabeza actual. "Él" -como dice San Pablo- "es la Cabeza del Cuerpo, la Iglesia" (43). Él es la Cabeza de la que todo el cuerpo, perfectamente organizado, "crece y se acrecienta para su propia edificación” (44).

35. Vosotros conocéis, Venerables Hermanos, el lenguaje admirable y luminoso que emplean los maestros de la Teología Escolástica, y principalmente el Doctor Angélico y Común, al tratar esta cuestión; y sabéis que las razones expuestas por Tomás de Aquino son un fiel reflejo de la mente y de los escritos de los Santos Padres, quienes además se limitaron a repetir y comentar la palabra inspirada de la Sagrada Escritura.

36. Sin embargo, por el bien de todos, queremos tocar este punto brevemente. Y ante todo es claro que el Hijo de Dios y de la Santísima Virgen ha de ser llamado Cabeza de la Iglesia en razón de su singular preeminencia. Porque la Cabeza está en el lugar más alto. Pero, ¿quién está en un lugar más alto que Cristo Dios?, ¿Quien como la Palabra del Padre Eterno debe ser reconocido como el “primogénito de toda criatura”? (45), ¿Quien ha llegado a alturas más elevadas que Cristo Hombre, que, aunque nacido de la Virgen Inmaculada, es el verdadero y natural Hijo de Dios, y en virtud de su milagrosa y gloriosa resurrección triunfante sobre la muerte, se ha convertido en el primogénito de los muertos? (46) ¿Quién finalmente ha sido tan exaltado como Él, como “el único mediador entre Dios y los hombres” (47), ¿Quien ha unido de manera admirable la tierra al cielo?, ¿Quien, elevado en la cruz como en un trono de misericordia, ha atraído todas las cosas hacia sí? (48), ¿Quién, como el Hijo del hombre escogido entre miles, es amado de Dios más que todos los hombres, todos los ángeles y todas las cosas creadas? (49).

37. Porque Cristo es tan exaltado, Él solo con todo derecho gobierna y gobierna la Iglesia; y aquí hay otra razón más por la que Él debe ser comparado con una cabeza. Como la cabeza es la “ciudadela real” del cuerpo (50) -para usar las palabras de Ambrosio- y todos los miembros sobre los cuales se coloca para su bien (51) son naturalmente guiados por él como dotados de poderes superiores, por lo que el Divino Redentor sostiene el timón de la comunidad cristiana universal y dirige su curso. Y como gobernar la sociedad humana significa conducir a los hombres al fin propuesto por medios convenientes, justos y útiles (52), es fácil ver cómo nuestro Salvador, modelo e ideal de buenos Pastores (53), realiza todas estas funciones de la manera más llamativa.

38. Estando todavía en la tierra, nos instruyó con precepto, consejo y amonestación con palabras que nunca pasarán, y serán espíritu y vida (54) a todos los hombres de todos los tiempos. Además confirió un triple poder a sus Apóstoles y sus sucesores, para enseñar, gobernar, conducir a los hombres a la santidad, haciendo de este poder, definido por ordenanzas especiales, derechos y obligaciones, la ley fundamental de toda la Iglesia.

39. Pero nuestro Divino Salvador gobierna y guía la Sociedad que Él fundó directa y personalmente también. Porque es Él quien reina dentro de las mentes y los corazones de los hombres, y doblega y somete sus voluntades a Su beneplácito, incluso cuando son rebeldes. “El corazón del Rey está en la mano del Señor; dondequiera que él quiera, lo convertirá” (55). Por esta guía interior Él, el “Pastor y Obispo de nuestras almas” (56), no sólo vela por los individuos, sino que ejerce su providencia sobre la Iglesia universal, ya sea iluminando y animando a los gobernantes de la Iglesia para el cumplimiento leal y eficaz de sus respectivos deberes, o distinguiéndolos del cuerpo de la Iglesia, especialmente cuando los tiempos son graves, hombres y mujeres de santidad conspicua, que pueden señalar el camino para el resto de la cristiandad hacia el perfeccionamiento de su Cuerpo Místico. Además, desde el cielo, Cristo no deja de mirar con especial amor a su inmaculada Esposa, tan penosamente probada en su destierro terrenal; y cuando la ve encolerizada, la salva del mar tempestuoso por sí mismo o por el ministerio de sus ángeles (57) o a través de la que invocamos como Auxilio de los Cristianos, o a través de otros abogados celestiales, y en aguas calmas y tranquilas la conforta con la paz “que sobrepasa todo entendimiento” (58).

40. Pero no debemos pensar que Él gobierna sólo de forma oculta (59) o de manera extraordinaria. Por el contrario, nuestro Divino Redentor gobierna también Su Cuerpo Místico de manera visible y normal a través de Su Vicario en la tierra. Vosotros sabéis, Venerables Hermanos, que después de haber reinado sobre el “rebaño pequeño” (60), Él mismo, durante su peregrinación mortal, Cristo nuestro Señor, cuando estaba a punto de dejar este mundo y volver al Padre, encomendó al Príncipe de los Apóstoles el gobierno visible de toda la comunidad que había fundado. Como era todo sabio, no podía dejar el cuerpo de la Iglesia que había fundado como sociedad humana sin una cabeza visible. Ni en contra de esto se puede argumentar que la primacía de jurisdicción establecida en la Iglesia da a tal Cuerpo Místico dos cabezas. Porque Pedro, en virtud de su primado, es sólo Vicario de Cristo; de modo que hay una sola cabeza principal de este Cuerpo, a saber, Cristo, que nunca cesa de guiar a la Iglesia invisible, aunque al mismo tiempo la gobierna visiblemente, por medio de aquel que es su representante en la tierra. Después de su gloriosa Ascensión al cielo, esta Iglesia no se basó solo en Él, sino también en Pedro, su piedra fundamental visible. Que Cristo y su Vicario constituyen una sola Cabeza es la solemne enseñanza de Nuestro predecesor de inmortal memoria Bonifacio VIII en la Carta Apostólica Unam Sanctam (61) y sus sucesores nunca han dejado de repetir lo mismo.

41. Por tanto, caminan por el camino del peligroso error quienes creen que pueden aceptar a Cristo como Cabeza de la Iglesia, sin adherirse lealmente a su Vicario en la tierra. Han quitado la cabeza visible, roto los lazos visibles de unidad y dejado el Cuerpo Místico del Redentor tan oscurecido y mutilado, que no lo ven ni lo encuentran los que buscan el puerto de la eterna salvación.

42. Lo que hemos dicho hasta ahora de la Iglesia universal debe entenderse también de las comunidades cristianas individuales, sean orientales o latinas, que van a formar la única Iglesia Católica. Porque también ellos son gobernados por Jesucristo a través de la voz de sus respectivos Obispos. En consecuencia, los obispos deben ser considerados como los miembros más ilustres de la Iglesia universal, pues están unidos por un vínculo muy especial a la Cabeza divina de todo el Cuerpo y por eso son llamados con razón “partes principales de los miembros del Señor” (62), además, en cuanto a la propia diócesis, cada uno como verdadero pastor apacienta la grey que le ha sido encomendada y la gobierna en el nombre de Cristo (63). Sin embargo, en el ejercicio de este oficio no son del todo independientes, sino que están subordinados a la autoridad legítima del Romano Pontífice, aunque gozan del poder ordinario de jurisdicción que reciben directamente del mismo Sumo Pontífice. Por lo tanto, los obispos deben ser reverenciados por los fieles como sucesores divinamente designados de los Apóstoles (64), y a ellos, aún más que a las más altas autoridades civiles, se les debe aplicar las palabras: “No toquéis a mis ungidos” (65). Porque los Obispos han sido ungidos con el crisma del Espíritu Santo.

43. Por eso nos duele profundamente escuchar que no pocos de nuestros hermanos en el episcopado son agredidos y perseguidos no sólo en sus propias personas, sino —lo que es más cruel y desgarrador para ellos— en los fieles encomendados a su cuidado, en los que participan de sus labores apostólicas, incluso en las vírgenes consagradas a Dios; y todo esto, simplemente porque son modelo del rebaño desde el corazón (66) y custodian con energía y lealtad, como se debe, el sagrado “depósito de la fe” (67) confiado a ellos; simplemente porque insisten en las leyes sagradas que han sido grabadas por Dios en las almas de los hombres y, siguiendo el ejemplo del Pastor Supremo, defienden su rebaño contra los lobos rapaces. Consideramos tal ofensa como cometida contra Nuestra propia persona y repetimos las nobles palabras de Nuestro predecesor de inmortal memoria Gregorio Magno: “Nuestro honor es el honor de la Iglesia Universal; Nuestro honor es la fuerza unida de Nuestros Hermanos; y Nos sentimos verdaderamente honrados cuando se da honor a todos y cada uno” (68).

44. Por ocupar tan eminente posición Cristo Cabeza, no se debe pensar que no necesita la ayuda del Cuerpo. Lo que Pablo dijo del organismo humano se aplica igualmente al Cuerpo místico: “La cabeza no puede decir a los pies: No os necesito” (69). Es manifiestamente claro que los fieles necesitan la ayuda del Divino Redentor, porque Él ha dicho: “Separados de mí nada podéis hacer” (70), y según la enseñanza del Apóstol todo avance de este Cuerpo Místico hacia su perfección deriva de Cristo Cabeza (71). Sin embargo, esto también debe tenerse en cuenta, por maravilloso que parezca: Cristo tiene necesidad de sus miembros. En primer lugar, porque la persona de Jesucristo está representada por el Sumo Pontífice, quien a su vez debe llamar a los demás a compartir mucho de su solicitud para no verse abrumado por la carga de su oficio pastoral, y debe ser ayudado diariamente por las oraciones de los Iglesia. Además, como nuestro Salvador no gobierna la Iglesia directamente de manera visible, Él quiere ser ayudado por los miembros de Su Cuerpo para llevar a cabo la obra de la redención. No porque sea indigente y débil, sino porque así lo ha querido para mayor gloria de su Esposa sin mancha. Muriendo en la Cruz dejó a su Iglesia el inmenso tesoro de la Redención, al que ella nada contribuyó. Pero cuando esas gracias vienen a ser distribuidas, no sólo comparte esta obra de santificación con su Iglesia, sino que quiere que de alguna manera se deba a su acción. Es un misterio profundo, y un tema inagotable de meditación, que la salvación de muchos depende de las oraciones y penitencias voluntarias que los miembros del Cuerpo Místico de Jesucristo ofrecen por este propósito y de la cooperación de los pastores de almas y de los fieles, especialmente de los padres y madres de familia, cooperación que deben ofrecer a nuestro Divino Salvador como si fueran sus asociados.

45. A las razones hasta aquí aducidas para demostrar que Cristo nuestro Señor debe ser llamado Cabeza de la Sociedad que es su Cuerpo, se pueden añadir otras tres que están íntimamente relacionadas entre sí.

46. ​​Comenzamos por la semejanza que vemos que existe entre la Cabeza y el cuerpo, en que tienen la misma naturaleza; y a este respecto debe observarse que nuestra naturaleza, aunque inferior a la de los ángeles, sin embargo, por la bondad de Dios se ha elevado por encima de ella: “Porque Cristo” -como dice Tomás de Aquino- “es Cabeza de los ángeles; porque aun en Su humanidad Él es superior a los ángeles... Incluso como hombre, ilumina el intelecto angelical e influye en la voluntad angelical. Pero en cuanto a la semejanza de la naturaleza, Cristo no es Cabeza de los ángeles, porque Él no tomó a los ángeles -para citar al Apóstol- sino a la simiente de Abraham” (72). Y Cristo no sólo tomó nuestra naturaleza. Se hizo uno de nuestra carne y sangre con un cuerpo frágil que debía sufrir y morir. Pero “si el Verbo se despojó a sí mismo tomando forma de esclavo” (73), fue para hacer a sus hermanos partícipes de la naturaleza divina según la carne (74), a través de la gracia santificante en este exilio terrenal, en el cielo a través de las alegrías de la bienaventuranza eterna. Porque el Hijo unigénito del Eterno Padre quiso ser hijo del hombre, para que fuésemos hechos conformes a la imagen del Hijo de Dios (75) y ser renovados según la imagen de Aquel que nos creó (76). Mirad, pues, todos los que se glorían en el nombre de cristianos, a nuestro Divino Salvador como el más exaltado y el más perfecto ejemplo de todas las virtudes; pero que ellos también, evitando cuidadosamente el pecado y la práctica asidua de la virtud, den testimonio con su conducta de Su enseñanza y vida, para que cuando el Señor se manifieste, sean semejantes a Él y lo vean como Él es (77).

47. Es voluntad de Jesucristo que todo el cuerpo de la Iglesia, no menos que los miembros individuales, se parezcan a Él. Y esto lo vemos realizado cuando, siguiendo las huellas de su Fundador, la Iglesia enseña, gobierna y ofrece el Sacrificio divino. Cuando abraza los consejos evangélicos, refleja la pobreza, la obediencia y la pureza virginal del Redentor. Adornada con institutos de muy diversa índole como con tantas joyas preciosas, representa a Cristo en oración profunda en la montaña, o predicando a la gente, o curando a los enfermos y heridos y reconduciendo a los pecadores al camino de la virtud; en una palabra, haciendo el bien a todos. Qué maravilla pues, si estando en esta tierra ella, como Cristo, sufre persecuciones, insultos y dolores.

48. Cristo debe ser reconocido Cabeza de la Iglesia por esto también, que, como los dones sobrenaturales tienen en Él su plenitud y perfección, es de esta plenitud que recibe Su Cuerpo Místico. Es señalado por muchos de los Padres, que como la Cabeza de nuestro cuerpo mortal es el asiento de todos los sentidos, mientras que las otras partes de nuestro organismo tienen sólo el sentido del tacto, así todos los poderes que se encuentran en la sociedad cristiana, todos los dones, todas las gracias extraordinarias, alcanzan su máxima perfección en la Cabeza, Cristo. “En él agradó al Padre que habitase toda plenitud” (78). Está dotado de esos poderes sobrenaturales que acompañan a la unión hipostática, ya que el Espíritu Santo habita en Él con una plenitud de gracia que no puede imaginarse mayor. A Él se le ha dado “poder sobre toda carne” (79), “Todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento están en Él” (80) abundantemente. El conocimiento que se llama "visión" lo posee con tal claridad y amplitud que supera el conocimiento celestial similar que se encuentra en todos los santos del cielo. Tan lleno de gracia y de verdad es Él que de su inagotable plenitud todos hemos recibido (81).

49. Estas palabras del discípulo a quien Jesús amaba nos llevan a la última razón por la cual Cristo nuestro Señor debe ser declarado de manera muy particular Cabeza de su Cuerpo Místico. Así como los nervios se extienden desde la cabeza a todas las partes del cuerpo humano y les dan poder para sentir y moverse, así nuestro Salvador comunica fuerza y ​​poder a su Iglesia para que las cosas de Dios se entiendan con mayor claridad y sean más anheladas por los fieles. De Él fluye al cuerpo de la Iglesia toda la luz con la que los que creen son divinamente iluminados, y toda la gracia por la que son santificados como Él es santo.

50. Cristo ilumina a toda su Iglesia, como lo prueban innumerables pasajes de las Sagradas Escrituras y de los Santos Padres. “Nadie ha visto a Dios jamás; el Hijo unigénito que está en el seno del Padre, él lo ha declarado” (82). Venir como maestro de Dios (83) para dar testimonio de la verdad (84), derramó tal luz sobre la naciente Iglesia apostólica que el Príncipe de los apóstoles exclamó: “Señor, ¿a quién iremos? tú tienes palabras de vida eterna” (85). Desde el cielo ayudó a los evangelistas de tal manera que, como miembros de Cristo, escribieron lo que habían aprendido, por así decirlo, al dictado de la Cabeza (86). Y para nosotros hoy, que permanecemos en este exilio terrenal, Él sigue siendo el autor de la fe como en nuestro hogar celestial Él será su consumador (87). Él es quien imparte la luz de la fe a los creyentes; es Él quien enriquece a los pastores y maestros y sobre todo a su Vicario en la tierra con los dones sobrenaturales del conocimiento, el entendimiento y la sabiduría, para que conserven lealmente el tesoro de la fe, la defiendan con vigor, la expliquen y confirmen con reverencia y devoción. Finalmente, es Él quien, aunque invisible, preside los Concilios de la Iglesia y los guía (88).

51. La santidad comienza en Cristo; y Cristo es su causa. Porque ningún acto conducente a la salvación puede realizarse a menos que proceda de Él como de su fuente sobrenatural. “Separados de mí”, dice, “no podéis hacer nada” (89). Si nos afligimos y hacemos penitencia por nuestros pecados, si con temor y esperanza filiales nos volvemos a Dios, es porque Él nos conduce. La gracia y la gloria brotan de su inagotable plenitud. Nuestro Salvador derrama continuamente sus dones de consejo, fortaleza, temor y piedad, especialmente sobre los miembros principales de su Cuerpo, para que todo el Cuerpo crezca cada vez más en santidad y en integridad de vida. Cuando los Sacramentos de la Iglesia se administran por rito externo, es Él quien produce su efecto en las almas (90). El alimenta a los redimidos con su propia carne y sangre y así calma las turbulentas pasiones del alma; Él da aumento de gracia y prepara la gloria futura de las almas y los cuerpos. Todos estos tesoros de su divina bondad se dice que los otorga a los miembros de su Cuerpo Místico, no sólo porque Él, como Víctima eucarística en la tierra y Víctima glorificada en el cielo, a través de Sus llagas y Sus oraciones defiende nuestra causa ante el Eterno Padre, sino porque Él elige, Él determina, Él distribuye cada gracia individual a cada persona “según la medida de la entrega de Cristo” (91). De aquí se sigue que de nuestro Divino Redentor, como de un manantial, “todo el cuerpo, estando compactado y bien unido entre sí, por lo que cada coyuntura suple según la operación en la medida de cada parte, hace crecer el cuerpo, para edificación de sí mismo en la caridad” (92).

52. Estas verdades que hemos expuesto, Venerables Hermanos, trazando breve y sucintamente la manera en que Cristo nuestro Señor quiere que sus abundantes gracias fluyan de su plenitud en la Iglesia, para que ella se asemeje lo más posible a Él, ayudan no poco para explicar la tercera razón por la cual el Cuerpo social de la Iglesia debe ser honrado con el nombre de Cristo, a saber, que nuestro Salvador mismo sostiene de una manera divina la sociedad que él fundó.

53. Como señala Bellarmino con perspicacia y precisión (93), esta denominación del Cuerpo de Cristo no se explica únicamente por el hecho de que Cristo deba ser llamado Cabeza de su Cuerpo Místico, sino también por el hecho de que Él sostiene así a la Iglesia, y así en cierto sentido vive en la Iglesia, que ella es, por así decirlo, otro Cristo. El Doctor de los gentiles, en su carta a los Corintios, lo afirma cuando, sin más matizaciones, llama a la Iglesia “Cristo” (94) siguiendo sin duda el ejemplo de su Maestro que le gritó desde lo alto cuando atacaba a la Iglesia: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?” (95).

De hecho, si hemos de creer a Gregorio de Nyssa, el Apóstol a menudo llama a la Iglesia simplemente “Cristo” (96), y conocéis, Venerables Hermanos, aquella frase de Agustín: “Cristo predica a Cristo” (97).

54. Sin embargo, este título tan noble de la Iglesia no debe entenderse como si ese vínculo inefable por el cual el Hijo de Dios asumió una determinada naturaleza humana perteneciera a la Iglesia universal; pero consiste en esto, que nuestro Salvador comparte prerrogativas peculiarmente suyas con la Iglesia de tal manera que ella pueda presentar, en toda su vida, tanto exterior como interiormente, una imagen fidelísima de Cristo. Porque en virtud de la misión jurídica por la cual nuestro Divino Redentor envió a sus Apóstoles al mundo, como él había sido enviado por el Padre (98), es Él quien por medio de la Iglesia bautiza, enseña, gobierna, desata, ata, ofrece, sacrifica.

55. Pero en virtud de esa comunicación superior, interior y totalmente sublime, de la que nos ocupamos cuando describimos el modo en que la Cabeza influye en los miembros, Cristo nuestro Señor quiere que la Iglesia viva su propia vida sobrenatural, y con su poder divino impregna todo su Cuerpo y alimenta y sostiene a cada uno de los miembros según el lugar que ocupan en el Cuerpo, del mismo modo que la vid alimenta y hace fructificar los sarmientos que están unidos a ella (99).

56. Si examinamos detenidamente este principio divino de vida y poder dado por Cristo, en cuanto constituye la fuente misma de todo don y de toda gracia creada, fácilmente advertimos que no es otra cosa que el Espíritu Santo, el Paráclito, que procede del Padre y del Hijo, y a quien se le llama de manera especial el “Espíritu de Cristo” o el “Espíritu del Hijo” (100). Porque fue con este Soplo de gracia y de verdad que el Hijo de Dios ungió Su alma en el seno inmaculado de la Santísima Virgen; este Espíritu se deleita en morar en el alma amada de nuestro Redentor como en Su santuario más querido; este Espíritu que Cristo nos mereció en la Cruz al derramar Su propia sangre; este Espíritu lo entregó a la Iglesia para la remisión de los pecados, cuando sopló sobre los Apóstoles (101), y mientras Cristo solo recibió este Espíritu sin medida (102), a los miembros del Cuerpo místico se imparte sólo en la medida de la entrega de Cristo de la plenitud de Cristo mismo (103). Pero después de la glorificación de Cristo en la cruz, su Espíritu se comunica a la Iglesia con abundante efusión, para que ella y sus miembros se asemejen cada vez más a nuestro Salvador. Es el Espíritu de Cristo que nos ha hecho hijos adoptivos de Dios (104) para que un día “todos nosotros, mirando a cara descubierta la gloria del Señor, seamos transformados en la misma imagen de gloria en gloria” (105).

57. A este Espíritu de Cristo, también, como a un principio invisible, debe atribuirse el hecho de que todas las partes del Cuerpo están unidas unas con otras y con su Cabeza exaltada; porque Él es íntegro en la Cabeza, íntegro en el Cuerpo y íntegro en cada uno de los miembros. En los miembros está presente y los asiste en proporción a sus diversos deberes y oficios, y al mayor o menor grado de salud espiritual que gocen. Él es quien por su gracia celestial es el principio de todo acto sobrenatural en todas las partes del Cuerpo. Es Él quien estando personalmente presente y divinamente activo en todos los miembros, sin embargo en los miembros inferiores actúa también por el ministerio de los miembros superiores. Finalmente, mientras por Su gracia Él provee para el crecimiento continuo de la Iglesia, Sin embargo, se niega a morar por medio de la gracia santificante en aquellos miembros que están completamente separados del Cuerpo. Esta presencia y actividad del Espíritu de Jesucristo es descrita concisa y vigorosamente por Nuestro predecesor de inmortal memoria León XIII en su Carta Encíclica Divinum Illud con estas palabras: “Basta decir que, siendo Cristo la Cabeza de la Iglesia, así es el Espíritu Santo su alma” (106).

58. Si se considera ahora, no en sí mismo, sino en los efectos creados que de él proceden, aquel principio vital, por el cual toda la comunidad de los cristianos se sustenta en su Fundador, consiste en aquellos dones celestiales que nuestro Redentor, junto con su Espíritu, da a la Iglesia, y que Él y su Espíritu, del que proceden la luz y la santidad sobrenaturales, hacen obrar en la Iglesia. La Iglesia, pues, no menos que cada uno de sus santos miembros puede hacer suya esta gran palabra del Apóstol: “Y yo vivo, ya no yo; pero Cristo vive en mí” (107).

59. Lo que hemos dicho acerca de la “Cabeza mística” (108) estaría incompleto si no tocáramos al menos brevemente esta frase del mismo Apóstol: “Cristo es la Cabeza de la Iglesia: es el Salvador de su Cuerpo” (109), pues en estas palabras tenemos la razón final por la cual el Cuerpo de la Iglesia recibe el nombre de Cristo, a saber, que Cristo es el Divino Salvador de este Cuerpo. Los samaritanos tenían razón al proclamarlo “Salvador del mundo” (110), porque ciertamente Él debe ser llamado el “Salvador de todos los hombres”, aunque debemos añadir con Pablo: “especialmente de los fieles (111), ya que, antes que todos, Él ha comprado con Su Sangre a Sus miembros que constituyen la Iglesia” (112). Pero como ya hemos tratado este tema plena y claramente al hablar del nacimiento de la Iglesia en la cruz, de Cristo como fuente de vida y principio de santidad, y de Cristo como sostén de su Cuerpo místico, no hay no hay razón por la que debamos explicarlo más; antes bien, meditemos todos, dando perpetuas gracias a Dios, con ánimo humilde y atento. Porque lo que comenzó nuestro Señor cuando colgaba de la Cruz, continúa sin cesar en medio de los gozos del cielo: “Nuestra Cabeza” -dice San Agustín- “intercede por nosotros: a unos miembros los recibe, a otros los castiga, a otros los limpia, a los otros los consuela, a otros los crea, a otros los llama, a otros los recuerda, a otros los corrige, a otros los renueva” (113). Pero nos corresponde a nosotros cooperar con Cristo en esta obra de salvación, “de uno y por uno salvos y salvadores” (114).

60. Y ahora, Venerables Hermanos, llegamos a la parte de Nuestra explicación en la que queremos aclarar por qué el Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, debe llamarse místico. Este nombre, que es usado por muchos de los primeros escritores, tiene la sanción de numerosos documentos pontificios. Hay varias razones por las que debe usarse; porque por ella podemos distinguir el Cuerpo de la Iglesia, que es una Sociedad cuya Cabeza y Gobernante es Cristo, de su Cuerpo físico, que, nacido de la Virgen Madre de Dios, ahora está sentado a la diestra del Padre y está escondido bajo los velos eucarísticos; y, lo que es de mayor importancia en vista de los errores modernos, este nombre nos permite distinguirlo de cualquier otro cuerpo, ya sea en el orden físico o moral.

61. En un cuerpo natural el principio de unidad une las partes de tal manera que cada una carece de su propia subsistencia individual; por el contrario, en el Cuerpo Místico la unión mutua, aunque intrínseca, une a los miembros por un lazo que deja a cada uno el pleno goce de su propia personalidad. Además, si examinamos las relaciones existentes entre los varios miembros y el cuerpo entero, en todo cuerpo físico, vivo, todos los diferentes miembros están destinados en última instancia al bien del todo solamente; mientras que si miramos a su utilidad última, toda asociación moral de los hombres se dirige al final al progreso de todos en general y de cada miembro en particular; porque son personas. Y así —para volver a Nuestro tema— como el Hijo del Padre Eterno descendió del cielo para la salvación de todos nosotros, Asimismo, estableció el cuerpo de la Iglesia y lo enriqueció con el Espíritu divino para que las almas inmortales alcanzaran la felicidad eterna según las palabras del Apóstol: “Todo es vuestro; y vosotros sois de Cristo: y Cristo es de Dios” (115) Porque la Iglesia existe tanto para el bien de los fieles como para la gloria de Dios y de Jesucristo a quien Él envió.

62. Pero si comparamos un cuerpo místico con un cuerpo moral, es de notar que la diferencia entre ellos no es pequeña; más bien es muy considerable y muy importante. En el cuerpo moral el principio de unión no es otra cosa que el fin común, y la cooperación común de todos bajo la autoridad de la sociedad para el logro de ese fin; mientras que en el Cuerpo Místico del que estamos hablando, esta colaboración se complementa con otro principio interno, que existe efectivamente en el todo y en cada una de sus partes, y cuya excelencia es tal que por sí mismo es muy superior a cualquier lazo de unión que pueda encontrarse en un cuerpo físico o moral. Como dijimos anteriormente, esto no es algo del orden natural, sino del sobrenatural; más bien es algo en sí mismo infinito, increado: el Espíritu de Dios, que, como dice el Doctor Angélico: “numéricamente uno y el mismo, llena y unifica a toda la Iglesia” (116). 

63. Por lo tanto, esta palabra en su significado correcto nos da a entender que la Iglesia, una sociedad perfecta en su género, no se compone de elementos y principios meramente morales y jurídicos. Es muy superior a todas las demás sociedades humanas (117), las supera como la gracia supera a la naturaleza, como las cosas inmortales son superiores a todas las que perecen (118). Tales sociedades humanas, y en primer lugar la sociedad civil, no son de ningún modo despreciables ni menospreciables, pero la Iglesia en su totalidad no se encuentra dentro de este orden natural, como tampoco el hombre en su totalidad está englobado en el organismo de nuestro cuerpo mortal (119). Aunque los principios jurídicos, sobre los que descansa y se establece la Iglesia, derivan de la constitución divina que Cristo le dio y contribuyen a la consecución de su fin sobrenatural, sin embargo, lo que eleva a la Sociedad de los Cristianos muy por encima de todo el orden natural es la Espíritu de nuestro Redentor que penetra y llena cada parte del ser de la Iglesia y actúa en ella hasta el fin de los tiempos como fuente de toda gracia y de todo don y de toda potencia milagrosa. Así como nuestro cuerpo mortal compuesto, aunque es una obra maravillosa del Creador, está muy por debajo de la eminente dignidad de nuestra alma, así la estructura social de la comunidad cristiana, aunque proclama la sabiduría de su Arquitecto divino, sigue siendo algo inferior en comparación con los dones espirituales que le dan belleza y vida, y a la fuente divina de donde fluyen.

64. De lo que hasta aquí hemos escrito y explicado, Venerables Hermanos, es claro, creemos, cuán gravemente yerran quienes arbitrariamente pretenden que la Iglesia es algo oculto e invisible, como también quienes la miran como una mera institución humana que posee un cierto código disciplinario y un ritual externo, pero que carece de poder para comunicar la vida sobrenatural (120). Por el contrario, como Cristo, Cabeza y Modelo de la Iglesia, “no es completo, si sólo se considera su naturaleza humana visible..., o si sólo Su naturaleza divina e invisible..., pero Él es uno por la unión de ambos y uno en ambos... así es con Su Cuerpo Místico” (121) puesto que el Verbo de Dios asumió una naturaleza humana sujeta a los sufrimientos, para poder consagrar con su sangre la Sociedad visible fundada por Él y “conducir al hombre de nuevo a las cosas invisibles bajo una regla visible” (122).

65. Por eso deploramos y condenamos el pernicioso error de quienes sueñan con una Iglesia imaginaria, una especie de sociedad que encuentra su origen y crecimiento en la caridad, a la que, un tanto despectivamente, oponen otra que llaman jurídica. Pero esta distinción que introducen es falsa, porque no comprenden que la razón que llevó a nuestro Divino Redentor a dar a la comunidad de los hombres, fundó la constitución de una Sociedad, perfecta en su género y que contenía todos los elementos jurídicos y sociales: es decir, para perpetuar en la tierra la obra salvadora de la Redención (123), fue también la razón por la que quiso que se enriqueciera con los dones celestiales del Paráclito. El Padre Eterno, en efecto, quiso que fuera el “reino del Hijo de su predilección” (124), pero debía ser un reino real, en el cual todos los creyentes debían hacer de Él la ofrenda total de su intelecto y voluntad (125), y con humildad y obediencia se modelan en Aquel que por nosotros “se hizo obediente hasta la muerte” (126). No puede, pues, haber verdadera oposición o conflicto entre la misión invisible del Espíritu Santo y la comisión jurídica de Gobernante y Maestro recibida de Cristo, ya que se complementan y perfeccionan recíprocamente —como el cuerpo y el alma en el hombre— y procede de nuestro único Redentor que no sólo dijo al soplar sobre los Apóstoles: “Recibid el Espíritu Santo” (127), sino que también ordenó claramente: “Como me envió el Padre, así también yo os envío” (128), y otra vez: “El que a vosotros oye, a mí me oye” (129).

66. Y si a veces aparece en la Iglesia algo que indica la debilidad de nuestra naturaleza humana, no debe atribuirse a su constitución jurídica, sino a esa lamentable inclinación al mal que se encuentra en cada individuo, que su Divino Fundador permite incluso a veces en los miembros más exaltados de su Cuerpo Místico, con el fin de probar la virtud de los pastores no menos que de los rebaños, y que todos aumenten el mérito de su fe cristiana. Porque, como dijimos más arriba, Cristo no quiso excluir a los pecadores de su Iglesia; por lo tanto, si algunos de sus miembros están sufriendo de enfermedades espirituales, no es razón por la que debamos disminuir nuestro amor por la Iglesia, sino más bien por la cual debemos aumentar nuestra devoción a sus miembros. Ciertamente la Madre amorosa es inmaculada en los Sacramentos, con los cuales da a luz y alimenta a sus hijos en la fe que siempre ha conservado inviolada; en sus sagradas leyes impuestas a todos; en los consejos evangélicos que ella recomienda; en aquellos dones celestiales y gracias extraordinarias por las cuales, con inagotable fecundidad (130) genera multitud de mártires, vírgenes y confesores. Pero no se le puede imputar si algunos miembros caen débiles o heridos. En su nombre ora diariamente a Dios: “Perdónanos nuestras ofensas”; y con el corazón valiente de una madre se aplica de inmediato al trabajo de cuidarlos hasta que recuperen la salud espiritual. Por lo tanto, cuando llamamos al Cuerpo de Jesucristo “místico”, el significado mismo de la palabra transmite una advertencia solemne. Es una advertencia que resuena en estas palabras de San León: “Reconoce, oh cristiano, tu dignidad, y haciéndote partícipe de la naturaleza divina, no vuelvas a tu antigua inutilidad por el camino de la conducta indecorosa. Ten presente de qué Cabeza y de qué Cuerpo eres miembro” (131).

67. Aquí, Venerables Hermanos, queremos hablar de manera muy especial de nuestra unión con Cristo en el Cuerpo de la Iglesia, cosa que es, como justamente dice Agustín, sublime, misteriosa y divina (132), pero por eso mismo sucede a menudo que muchos la malinterpretan y la explican incorrectamente. Es inmediatamente evidente que esta unión es muy estrecha. En las Sagradas Escrituras se compara con la unión casta del hombre y la mujer, con la unión vital del sarmiento y la vid, y con la cohesión que se encuentra en nuestro cuerpo (133). Es más, se representa tan cercano que el Apóstol dice: “Él (Cristo) es Cabeza del Cuerpo de la Iglesia” (134), y la tradición ininterrumpida de los Padres desde los primeros tiempos enseña que el Divino Redentor y la Sociedad que es su Cuerpo forman una sola persona mística, es decir, citando a Agustín, todo Cristo (135). Nuestro mismo Salvador en su oración sacerdotal no dudó en asemejar esta unión a aquella maravillosa unidad por la cual el Hijo es en el Padre, y el Padre en el Hijo (136).

68. Nuestra unión en y con Cristo se manifiesta en primer lugar en el hecho de que, puesto que Cristo quiere que su comunidad cristiana sea un Cuerpo que es una Sociedad perfecta, sus miembros deben estar unidos porque todos trabajan juntos hacia un mismo fin. Cuanto más noble sea el fin al que aspiran, y cuanto más divino sea el motivo que impulsa esta colaboración, más elevada será, sin duda, la unión. Ahora bien, el fin en cuestión es supremamente exaltado: la continua santificación de los miembros del Cuerpo para la gloria de Dios y del Cordero que fue inmolado (137). El motivo es del todo divino: no sólo el beneplácito del Padre Eterno, y el más ardiente deseo de nuestro Salvador, sino la interior inspiración e impulso del Espíritu Santo en nuestra mente y corazón. Porque si ni siquiera el acto más pequeño conducente a la salvación puede realizarse sino en el Espíritu Santo, ¿cómo pueden las multitudes incontables de cada pueblo y cada raza trabajar juntas armoniosamente para la gloria suprema del Dios Uno y Trino, sino en el poder de Aquel que procede del Padre y del Hijo en un acto eterno de amor?

69. Ahora bien, puesto que su Fundador quiso que este cuerpo social de Cristo fuera visible, la cooperación de todos sus miembros debe manifestarse también externamente mediante su profesión de la misma fe y su participación en los mismos ritos sagrados, mediante la participación en el mismo Sacrificio y la observancia práctica de las mismas leyes. Sobre todo, es absolutamente necesario que la Cabeza Suprema, es decir, el Vicario de Jesucristo en la tierra, sea visible a los ojos de todos, ya que es Él quien da la dirección efectiva al trabajo que todos realizan en común de forma mutuamente útil para la consecución del fin propuesto. Así como el Divino Redentor envió al Paráclito, el Espíritu de la Verdad, que en su nombre (138) debía gobernar la Iglesia de manera invisible, así, de la misma manera, encargó a Pedro y a sus sucesores que fueran sus representantes personales en la tierra y asumieran el gobierno visible de la comunidad cristiana.

70. Estos lazos jurídicos en sí mismos superan con mucho los de cualquier otra sociedad humana, por exaltada que sea; y hay que añadirles todavía otro principio de unión en esas tres virtudes, la fe cristiana, la esperanza y la caridad, que nos unen tan estrechamente unos a otros y a Dios.

71. “Un Señor, una fe” (139), escribe el Apóstol: la fe, es decir, por la cual nos aferramos a Dios, y a Jesucristo, a quien ha enviado (140). El discípulo amado nos enseña cuán íntimamente nos une esta fe a Dios: “Todo aquel que confiesa que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en él, y él en Dios” (141). Esta fe cristiana nos une no menos estrechamente unos a otros y a nuestra divina Cabeza. Todos los que creemos, “teniendo el mismo espíritu de fe” (142) somos iluminados por la misma luz de Cristo, alimentados por el mismo Alimento de Cristo, y vivimos bajo el magisterio de Cristo. Si en todos se respira el mismo espíritu de fe, todos estamos viviendo la misma vida “en la fe del Hijo de Dios que nos amó y se entregó a sí mismo por nosotros” (143). Y una vez que hemos recibido a Cristo, nuestra Cabeza, por medio de una fe ardiente para que habite en nuestros corazones (144), como Él es el autor, así Él será el consumador de nuestra fe (145).

72. Así como por la fe en esta tierra nos aferramos a Dios como autor de la verdad, así por la esperanza cristiana lo anhelamos como fuente de bienaventuranza, “aguardando la esperanza bienaventurada y la venida de la gloria del gran Dios” (146). Es por este anhelo universal del Reino celestial, que no deseamos una morada permanente aquí abajo, sino que buscamos una arriba (147), y por nuestro anhelo de la gloria de lo alto, que el Apóstol de los gentiles no dudó en decir: “Un solo Cuerpo y un solo Espíritu, como sois llamados en una misma esperanza de vuestra vocación” (148), antes bien, que Cristo en nosotros es nuestra esperanza de gloria (149).

73. Pero si los lazos de la fe y de la esperanza, que nos unen a nuestro Redentor en su Cuerpo místico, son pesados ​​e importantes, ciertamente no lo son menos los de la caridad. Si aun en el orden natural el amor de amistad es algo supremamente noble, ¿qué diremos de ese amor sobrenatural que Dios infunde en nuestros corazones? “Dios es caridad y el que permanece en la caridad permanece en Dios y Dios en él” (150). El efecto de esta caridad -tal parecería ser la ley de Dios- es obligarlo a entrar en nuestros corazones amantes para devolver amor por amor, como Él dijo: “Si alguien me ama ..., mi Padre lo amará y vendremos a él y haremos morada con él” (151). La caridad, pues, más que cualquier otra virtud nos une estrechamente a Cristo. Cuántos hijos de la Iglesia, encendidos con esta llama celestial, se han regocijado de sufrir ultrajes por Él, y de afrontar y vencer las pruebas más duras, aun a costa de sus vidas y del derramamiento de su sangre. Por eso nuestro Divino Salvador nos exhorta encarecidamente con estas palabras: “Permaneced en mi amor”. Y como la caridad, si no se traduce eficazmente en buenas obras, es algo del todo vacío e inútil, añadió inmediatamente: “Si guardas mis mandamientos, permanecerás en mi amor; como yo también he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor” (152).

74. Pero a este amor de Dios y de Cristo corresponde el amor al prójimo. ¿Cómo podemos pretender amar al Divino Redentor, si odiamos a los que Él ha redimido con Su sangre preciosa, para hacerlos miembros de Su Cuerpo Místico? Por eso el discípulo amado nos advierte: “Si alguno dice: Amo a Dios, y aborrece a su hermano, es mentiroso. Porque el que no ama a su hermano a quien ve, ¿cómo puede amar a Dios a quien no ve? Y este mandamiento tenemos de Dios, que el que ama a Dios, ame también a su hermano” (153). Más bien debería decirse que cuanto más seamos “miembros unos de otros” (154), “cuidadosos unos con otros” (155), más unidos estaremos con Dios y con Cristo; como, por otra parte, cuanto más ardiente sea el amor que nos une a Dios y a nuestra Cabeza divina, más unidos estaremos los unos a los otros en los lazos de la caridad.

75. Ahora bien, el Hijo unigénito de Dios nos abrazó en su conocimiento infinito y amor eterno incluso antes de que el mundo comenzara. Y para dar una expresión visible y sumamente hermosa a este amor, asumió nuestra naturaleza en unión hipostática: por lo tanto, como dice Máximo de Turín con cierta sencillez sin afectación, “en Cristo nuestra carne nos ama” (156). Pero el conocimiento y el amor de nuestro Divino Redentor, del cual fuimos objeto desde el primer momento de su Encarnación, excede en todo lo que el intelecto humano puede esperar comprender. Pues apenas fue concebido en el vientre de la Madre de Dios, cuando comenzó a gozar de la visión beatífica, y en aquella visión todos los miembros de su Cuerpo Místico le estaban presentes, continua e incesantemente, y los abrazó con su amor redentor... ¡Oh maravillosa condescendencia del amor divino por nosotros! Oh dispensación inestimable de la caridad sin límites. En el pesebre, en la Cruz, en la gloria infinita del Padre, Cristo tiene a todos los miembros de la Iglesia presentes ante Él y unidos a Él de una manera mucho más clara y amorosa que la de una madre que estrecha a su hijo contra su pecho, o que aquello con lo que el hombre se conoce y se ama a sí mismo.

76. De todo lo que hemos dicho hasta aquí, comprenderéis fácilmente, Venerables Hermanos, por qué el Apóstol Pablo escribe tantas veces que Cristo está en nosotros y nosotros en Cristo. En prueba de lo cual, está esta otra razón más sutil. Cristo está en nosotros por su Espíritu que nos da y por quien actúa en nosotros de tal manera que toda la actividad divina del Espíritu Santo en nuestras almas debe atribuirse también a Cristo (157). “Si un hombre no tiene el Espíritu de Cristo, no es de él” -dice el Apóstol- “pero si Cristo está en vosotros, ... el espíritu vive a causa de la justificación” (158).

77. Esta comunicación del Espíritu de Cristo es el canal por el cual todos los dones, poderes y gracias extraordinarias que se encuentran sobreabundantemente en la Cabeza como en su fuente, fluyen hacia todos los miembros de la Iglesia, y se perfeccionan diariamente en ellos según el lugar que ocupan en el Cuerpo Místico de Jesucristo. Así, la Iglesia se convierte, por así decirlo, en la plenitud y el complemento del Redentor, mientras que Cristo, en cierto sentido, alcanza a través de la Iglesia una plenitud en todas las cosas (159). Aquí encontramos la razón por la cual, según la opinión de Agustín ya mencionada, la Cabeza mística, que es Cristo, y la Iglesia, que aquí abajo como otro Cristo manifiesta su persona, constituyen un solo hombre nuevo, en quien el cielo y la tierra se unen para perpetuar la obra salvadora de la Cruz: Cristo. Queremos decir, la Cabeza y el Cuerpo, el Cristo total.

78. Porque, en efecto, no ignoramos que esta profunda verdad -de nuestra unión con el Divino Redentor y, en particular, de la inhabitación del Espíritu Santo en nuestras almas- está envuelta en la oscuridad por muchos velos que impiden nuestro poder de comprenderla y explicarla, tanto por la naturaleza oculta de la doctrina misma, como por las limitaciones de nuestro intelecto humano. Pero sabemos, también, que del estudio bien dirigido y serio de esta doctrina, y del choque de diversas opiniones y de la discusión de la misma, siempre que estén regulados por el amor a la verdad y por la debida sumisión a la Iglesia, se ganará mucha luz, que, a su vez, ayudará a progresar en ciencias sagradas afines. Por lo tanto, no censuramos a los que, de diversas maneras y con distintos razonamientos, se esfuerzan por comprender y aclarar el misterio de nuestra maravillosa unión con Cristo. Pero que todos se pongan de acuerdo inflexiblemente en esto, si no quieren apartarse de la verdad y de la enseñanza ortodoxa de la Iglesia: rechazar toda clase de unión mística por la que los fieles de Cristo pasen de algún modo de la esfera de las criaturas y entren erróneamente en la divina, aunque sólo sea hasta el punto de apropiarse como propio un solo atributo de la divinidad eterna. Y, además, que todos tengan como verdad cierta que todas estas actividades son comunes a la Santísima Trinidad, en cuanto tienen a Dios como suprema causa eficiente.

79. También debe tenerse en cuenta que se trata aquí de un misterio oculto, que durante este exilio terrenal sólo puede verse vagamente a través de un velo, y que ninguna palabra humana puede expresar. Se dice que las Personas Divinas moran en la medida en que están presentes a los seres dotados de inteligencia de una manera que está más allá de la comprensión humana, y de una manera única y muy íntima, que trasciende toda naturaleza creada, estas criaturas entran en relación con Ellos a través del conocimiento y el amor (160). Si queremos alcanzar, en alguna medida, una percepción más clara de esta verdad, no descuidemos el método fuertemente recomendado por el Concilio Vaticano en casos semejantes, por los cuales estos misterios se comparan entre sí y con el fin al que se dirigen, de modo que a la luz que esta comparación arroja sobre ellos, podemos discernir, al menos parcialmente, las cosas ocultas de Dios.

80. Por tanto, nuestro sapientísimo predecesor León XIII, de feliz memoria, hablando de nuestra unión con Cristo y con el Divino Paráclito que mora en nosotros, y fijando su mirada en aquella bendita visión por la cual esta mística unión alcanzará su confirmación y perfección en el cielo 
dice: “Esta maravillosa unión, o morada propiamente dicha, difiere de aquella por la cual Dios abraza y da alegría a los elegidos sólo en razón de nuestro estado terrenal” (161). En esa visión celestial será concedido a los ojos de la mente humana fortalecidos por la luz de la gloria, contemplar al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo de manera absolutamente inefable, para asistir por toda la eternidad a las procesiones de las Divinas Personas, y alegrarse con una felicidad semejante a la que tiene la santa e indivisa Trinidad.

81. Nos parece que algo faltaría a lo que hasta ahora hemos propuesto acerca de la estrecha unión del Cuerpo Místico de Jesucristo con su Cabeza, si no añadiéramos aquí algunas palabras sobre la Sagrada Eucaristía, por las cuales esta unión durante su vida mortal alcanza, por así decirlo, una culminación.

82. Por medio del Sacrificio Eucarístico Cristo nuestro Señor quiso dar a los fieles una manifestación deslumbrante de nuestra unión entre nosotros y con nuestra divina Cabeza, por maravillosa que sea y más allá de toda alabanza. Porque en este Sacrificio el ministro sagrado actúa como vicerregente no sólo de nuestro Salvador, sino de todo el Cuerpo Místico y de cada uno de los fieles. En este acto de Sacrificio por manos del sacerdote, por cuya sola palabra el Cordero Inmaculado se hace presente sobre el altar, los mismos fieles, unidos a él en la oración y el deseo, ofrecen al Padre Eterno una víctima aceptísima de alabanza y propiciación para las necesidades de toda la Iglesia. Y como el Divino Redentor, al morir en la Cruz, se ofreció al Padre Eterno como Cabeza de todo el género humano, así “en esta limpia oblación” (162). Se ofrece al Padre celestial no sólo a sí mismo como Cabeza de la Iglesia, sino también en sí mismo a sus miembros místicos, pues a todos los tiene, incluso a los débiles y enfermos, en su amantísimo Corazón.

83. El sacramento de la Eucaristía es en sí mismo una figura llamativa y admirable de la unidad de la Iglesia, si consideramos cómo en el pan que se va a consagrar muchos granos van a formar un todo (163) y que en ella se nos da al autor mismo de la gracia sobrenatural, para que por él recibamos el espíritu de caridad con el que se nos invita a vivir no ya nuestra propia vida, sino la vida de Cristo, y amar al Redentor asimismo en todos los miembros de su cuerpo social.

84. Como pues, en los tiempos tristes y angustiosos por los que atravesamos, son muchos los que se aferran tanto a Cristo Señor escondido bajo los velos eucarísticos que ni la tribulación, ni la angustia, ni el hambre, ni la desnudez, ni el peligro, ni la persecución, ni la espada podrá separarlos de su amor (164). No cabe duda de que la Sagrada Comunión, que de nuevo en la providencia de Dios es mucho más frecuentada incluso desde la primera infancia, puede convertirse en fuente de esa fortaleza que no pocas veces convierte a los cristianos en héroes.

85. Si los fieles, Venerables Hermanos, con espíritu de sincera piedad, comprendieran bien estas cosas y las mantuvieran firmes, evitarán más fácilmente los errores que surgen de una investigación irresponsable de este difícil asunto, como algunos han cometido no sin poner en grave peligro la fe católica y perturbar la paz de las almas.

86. Porque hay quienes descuidan el hecho de que el Apóstol Pablo ha utilizado un lenguaje metafórico al hablar de esta doctrina, y al no distinguir como deberían el significado preciso y adecuado de los términos cuerpo físico, cuerpo social y cuerpo místico, llegan a una idea distorsionada de la unidad. Hacen que el Divino Redentor y los miembros de la Iglesia confluyan en una sola persona física, y mientras otorgan atributos divinos al hombre, hacen que Cristo nuestro Señor esté sujeto al error y a la inclinación humana al mal. Pero la fe católica y los escritos de los santos Padres rechazan tal falsa enseñanza como impía y sacrílega; y de la mente del Apóstol de los Gentiles es igualmente aborrecible, pues aunque lleva a Cristo y a su Cuerpo Místico a una unión maravillosamente íntima, distingue, sin embargo, al uno del otro como al Esposo de la Esposa (165).

87.  No menos alejado de la verdad está el peligroso error de quienes se empeñan en deducir de la misteriosa unión de todos nosotros con Cristo un cierto quietismo malsano. Atribuirían toda la vida espiritual de los cristianos y su progreso en la virtud exclusivamente a la acción del Espíritu divino, dejando de lado y descuidando la colaboración que nos corresponde. Nadie puede negar, por supuesto, que el Espíritu Santo de Jesucristo es la única fuente de todo poder sobrenatural que entra en la Iglesia y en sus miembros. Porque "el Señor dará la gracia y la gloria", como dice el salmista. (166). Sino que los hombres deben perseverar constantemente en sus buenas obras, que deben avanzar ansiosamente en la gracia y la virtud, que deben esforzarse fervientemente para alcanzar las alturas de la perfección cristiana y al mismo tiempo, en la medida de sus fuerzas, deben estimular a otros a alcanzar el mismo objetivo, todo esto el Espíritu celestial no quiere que se lleve a cabo a menos que contribuyan con su parte diaria de actividad celosa. “Porque los favores divinos no se conceden a los que duermen, sino a los que velan”, como dice San Ambrosio (167). Porque si en nuestro cuerpo mortal los miembros se fortalecen y crecen por el ejercicio continuo, mucho más se puede decir esto del Cuerpo social de Jesucristo, en el que cada miembro individual conserva su propia libertad personal, responsabilidad y principios de conducta. Por eso el que dijo: “Vivo yo, ahora ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí” (168) no dudó al mismo tiempo en afirmar: “Su (la de Dios) gracia en los hombres no ha sido vana, sino que he trabajado más abundantemente que todos ellos: pero no yo, sino la gracia de Dios conmigo” (169). Es perfectamente claro, por lo tanto, que en estas falsas doctrinas el misterio que estamos considerando no se dirige al progreso espiritual de los fieles, sino que se dirige a su ruina deplorable.

88. El mismo resultado se sigue de las opiniones de los que afirman que se debe dar poca importancia a la confesión frecuente de los pecados veniales. Mucho más importante, dicen, es aquella confesión general que la Esposa de Cristo, rodeada de sus hijos en el Señor, hace cada día por boca del sacerdote al acercarse al altar de Dios. Como bien sabéis, Venerables Hermanos, es cierto que los pecados veniales pueden ser expiados de muchas maneras que son muy recomendables. Pero para asegurar un progreso cada día más rápido en el camino de la virtud, queremos que se abogue con empeño por la piadosa práctica de la confesión frecuente, que fue introducida en la Iglesia por inspiración del Espíritu Santo. Por ella se aumenta el verdadero conocimiento de sí mismo, crece la humildad cristiana, se corrigen los malos hábitos, se resiste el abandono espiritual y la tibieza, se purifica la conciencia, se fortalece la voluntad, se alcanza un saludable dominio de sí mismo y se aumenta la gracia en virtud del mismo Sacramento.  Por lo tanto, que aquellos que, entre el clero más joven, hacen de la confesión frecuente algo liviano o la menosprecian, se den cuenta de que lo que hacen es ajeno al Espíritu de Cristo y desastroso para el Cuerpo Místico de nuestro Salvador.

89. Hay otros que niegan cualquier poder impetratorio a nuestras oraciones, o que tratan de insinuar en la mente de los hombres la idea de que las oraciones que se ofrecen a Dios en privado deben considerarse de poco valor, mientras que las oraciones públicas que se hacen en nombre de la Iglesia son las que realmente importan, pues proceden del Cuerpo Místico de Jesucristo. Esta opinión es falsa; porque el divino Redentor está íntimamente unido no sólo a su Iglesia, que es su amada Esposa, sino también a todos y cada uno de los fieles, y desea ardientemente hablarles de corazón a corazón, especialmente después de la sagrada Comunión. Es verdad que la oración pública, en cuanto ofrecida por la Madre Iglesia, supera a cualquier otro tipo de oración en razón de su dignidad de Esposa de Cristo; pero ninguna oración, incluso la más privada, carece de dignidad o poder, y toda oración es de la mayor ayuda al Cuerpo Místico en el cual, por la Comunión de los Santos, ningún bien puede hacerse, ninguna virtud practicarse por miembros individuales, que no redunde también en la salvación de todos. Tampoco está prohibido que un hombre pida para sí mismo favores particulares, aun para esta vida, por el solo hecho de ser miembro de este Cuerpo, con tal de que esté siempre resignado a la voluntad divina; porque los miembros conservan su propia personalidad y quedan sujetos a sus propias necesidades individuales (170). Además, lo mucho que todos deben estimar la oración mental se prueba no solo por los documentos eclesiásticos, sino también por la costumbre y práctica de los santos.

90. Por último, hay quienes afirman que nuestras oraciones no deben dirigirse a la persona de Jesucristo, sino a Dios, o al Padre Eterno por Cristo, ya que nuestro Salvador como Cabeza de su Cuerpo Místico es sólo “Mediador de Dios y hombres” (171). Pero esto ciertamente se opone no sólo a la mente de la Iglesia y al uso cristiano, sino también a la verdad. Porque, para hablar exactamente, Cristo es Cabeza de la Iglesia universal, ya que existe a la vez en ambas naturalezas (172). Además, Él mismo ha declarado solemnemente: “Si algo me pidiereis en mi nombre, lo haré” (173). Porque aunque muy a menudo las oraciones se dirigen al Eterno Padre por medio del Hijo unigénito, especialmente en el Sacrificio eucarístico —en el que Cristo, a la vez Sacerdote y Víctima, ejerce de manera especial el oficio de Mediador—, no obstante no pocas veces, aun en las oraciones de este Sacrificio se dirigen también al Divino Redentor; porque todos los cristianos deben saber y comprender claramente que el hombre Jesucristo es también el Hijo de Dios y Dios mismo. Y así, cuando la Iglesia militante ofrece su adoración y oración al Cordero Inmaculado, la Víctima Sagrada, su voz parece resonar en el coro incesante de la Iglesia triunfante: “Al que está sentado en el trono y al Cordero bendición y honor y gloria y poder por los siglos de los siglos” (174).

91. Venerables hermanos, en nuestra exposición de este misterio que abarca la unión oculta de todos nosotros con Cristo, hemos iluminado hasta ahora, como Maestro de la Iglesia Universal, la mente con la luz de la verdad, y nuestro oficio pastoral requiere ahora que proporcionemos un incentivo para que el corazón ame este Cuerpo Místico con ese ardor de caridad que no se limita a los pensamientos y a las palabras, sino que se traduce en obras. Si los que vivían bajo la Antigua Ley pudieran cantar de su ciudad terrenal: "Si me olvido de ti, oh Jerusalén, que se olvide mi mano derecha; que mi lengua se pegue a mis mandíbulas si no me acuerdo de ti, si no hago de Jerusalén el principio de mi alegría" (175). Cuánto más grande debe ser la alegría y la exultación que deben llenar nuestros corazones, que habitan en una Ciudad construida en el monte santo de piedras vivas y elegidas, "siendo la piedra angular el mismo Jesucristo" (176). Pues nada más glorioso, nada más noble, nada seguramente más honroso puede imaginarse que pertenecer a la Iglesia Santa, Católica, Apostólica y Romana, en la que nos convertimos en miembros de un solo Cuerpo tan venerable como único; somos guiados por una sola Cabeza suprema; estamos llenos de un solo Espíritu divino; somos alimentados durante nuestro destierro terrenal por una sola doctrina y un solo Pan celestial, hasta que por fin entremos en la única e interminable bienaventuranza del cielo.

92. Pero para que no seamos engañados por el ángel de las tinieblas que se disfraza como ángel de luz (177), sea ésta la ley suprema de nuestro amor: amar a la Esposa de Cristo como Cristo la quiso y como la compró con su sangre. Por lo tanto, no sólo debemos apreciar sobremanera los Sacramentos con los que la Santa Madre Iglesia sustenta nuestra vida, las ceremonias solemnes que celebra para nuestro consuelo y nuestra alegría, el canto sagrado y los ritos litúrgicos por los que eleva nuestra mente al cielo, sino también los sacramentales y todos aquellos ejercicios de piedad por los que ella consuela el corazón de los fieles y los impregna dulcemente del Espíritu de Cristo. Como hijos suyos, es nuestro deber, no sólo corresponder a ella por su bondad maternal con nosotros, sino también respetar la autoridad que ha recibido de Cristo en virtud de la cual lleva cautivo nuestro entendimiento a la obediencia de Cristo (178). Así se nos manda obedecer sus leyes y sus preceptos morales, aunque a veces sean difíciles para nuestra naturaleza caída; someter nuestro cuerpo rebelde a través de la mortificación voluntaria; y a veces se nos advierte que nos abstengamos incluso de los placeres inofensivos. Tampoco basta amar este Cuerpo Místico por la gloria de su Divina Cabeza y por sus celestiales dones; debemos amarlo con un amor eficaz tal como se manifiesta en esta nuestra carne mortal -compuesta, es decir, de débiles elementos humanos, aunque a veces poco adecuados al lugar que ocupan en este venerable Cuerpo.

93. Para que un amor tan sólido e indiviso permanezca y crezca en nuestras almas día a día, debemos acostumbrarnos a ver a Cristo mismo en la Iglesia. Porque es Cristo quien vive en su Iglesia, y a través de ella enseña, gobierna y santifica; es Cristo también quien se manifiesta de manera diferente en los diferentes miembros de su sociedad. Si los fieles se esfuerzan por vivir en espíritu de fe viva, no sólo rendirán el debido honor y reverencia a los miembros más exaltados de este Cuerpo Místico, especialmente a los que según el mandato de Cristo habrán de dar cuenta de nuestras almas (179). sino que tomarán en su corazón a aquellos miembros que son objeto del amor especial de nuestro Salvador: los débiles, queremos decir, los heridos y los enfermos que tienen necesidad de asistencia material o espiritual; niños cuya inocencia está tan fácilmente expuesta al peligro en estos días, y cuyos jóvenes corazones pueden ser moldeados como cera; y finalmente a los pobres, en la ayuda a quienes reconocemos, por así decirlo, por su suprema misericordia, la persona misma de Jesucristo.

94. Porque como bien nos advierte el Apóstol: “Los que parecen los miembros más débiles del Cuerpo son más necesarios; y a los que tenemos por miembros menos honorables del Cuerpo, los rodeamos de más abundante honor” (180). Conscientes de las obligaciones de Nuestro alto cargo, consideramos necesario reiterar hoy esta grave declaración, cuando para Nuestro profundo dolor vemos a veces a los deformes, a los dementes y a los que padecen enfermedades hereditarias privados de su vida, como si fueran una carga inútil para la Sociedad; y este procedimiento es saludado por algunos como una manifestación del progreso humano, y como algo que está totalmente de acuerdo con el bien común. Sin embargo, ¿quién que posea buen juicio no reconoce que esto no sólo viola la ley natural y divina (181) escrita en el corazón de cada hombre, sino que ultraja los instintos más nobles de la humanidad? La sangre de estas desdichadas víctimas, tanto más queridas por nuestro Redentor cuanto más merecedoras de piedad, “clama a Dios desde la tierra” (182).

95. Para prevenir el debilitamiento gradual de ese amor sincero que nos exige ver a nuestro Salvador en la Iglesia y en sus miembros, es muy conveniente que miremos al mismo Jesús como modelo perfecto de amor a la Iglesia.

96. Y ante todo imitemos el soplo de su amor. Porque la Iglesia, la Esposa de Cristo, es una; y sin embargo, tan vasto es el amor del Esposo divino que abraza en su Esposa a todo el género humano sin excepción. Nuestro Salvador derramó Su Sangre precisamente para reconciliar a los hombres con Dios a través de la Cruz, y obligarlos a unirse en un solo Cuerpo, por mucho que difieran en nacionalidad y raza. El verdadero amor a la Iglesia, por lo tanto, requiere no sólo que seamos mutuamente solícitos unos por otros (183) como miembros del mismo Cuerpo, gozándonos de la gloria de los demás miembros y participando de sus sufrimientos (184), sino que también reconozcamos en los demás hombres, aunque todavía no estén unidos a nosotros en el Cuerpo de la Iglesia, a nuestros hermanos en Cristo según la carne, llamados con nosotros a la misma salvación eterna. Es cierto, lamentablemente, especialmente hoy, que hay quienes ensalzan la enemistad, el odio y el despecho como si realzaran la dignidad y el valor del hombre. Sin embargo, mientras miramos con dolor las desastrosas consecuencias de esta enseñanza, sigamos a nuestro Rey pacífico que nos enseñó a amar no solo a los que son de una nación o raza diferente (185), sino incluso a nuestros enemigos (186). Mientras nuestro corazón rebosa de la dulzura de la enseñanza del Apóstol de los gentiles, exaltamos con él la longitud, la anchura, la altura y la profundidad de la caridad de Cristo (187), que ni la diversidad de razas ni de costumbres puede disminuir, ni los desiertos sin caminos del océano debilitar, ni las guerras, sean justas o injustas, destruir.

97. En esta hora gravísima, Venerables Hermanos, cuando los cuerpos están atormentados por el dolor y las almas oprimidas por el dolor, cada individuo debe ser despertado a esta caridad sobrenatural para que por los esfuerzos combinados de todos los hombres buenos, esforzándose por superarse unos a otros en piedad y misericordia — Pensamos especialmente en aquellos que se dedican a cualquier tipo de obra de socorro — las inmensas necesidades de la humanidad, tanto espirituales como corporales, pueden ser aliviadas, y la devota generosidad, la inagotable fecundidad del Cuerpo Místico de Jesús Cristo, brille resplandeciente en todo el mundo.

98. Como la inmensidad de la caridad con que Cristo amó a su Iglesia es igualada por su constante actividad, todos nosotros, con la misma caridad asidua y celosa, debemos amar al Cuerpo Místico de Cristo. Ahora bien, desde el momento de su Encarnación, cuando puso los primeros cimientos de la Iglesia, hasta su último aliento mortal, nuestro Redentor nunca cesó ni un instante, aunque era Hijo de Dios, de trabajar hasta el cansancio para establecer y fortalece a la Iglesia, ya sea dándonos el brillante ejemplo de Su santidad, o predicando, o conversando, o reuniendo e instruyendo discípulos. Y por eso deseamos que todos los que tienen a la Iglesia por madre, consideren seriamente que no sólo el clero y los que se han consagrado a Dios en la vida religiosa, sino también los demás miembros del Cuerpo místico de Jesucristo, tienen, cada uno en su grado, la obligación de trabajar ardua y constantemente por la edificación y aumento de este Cuerpo. Deseamos que lo tengan en cuenta especialmente los miembros de la Acción Católica que asisten a los obispos y a los sacerdotes en su labor apostólica y para su alabanza, dicho sea de paso, se dan cuenta de ello, y también los miembros de las asociaciones piadosas que trabajan por la mismo fin. No hay nadie que no se dé cuenta de que su celo energético es de la mayor importancia y del mayor peso, especialmente en las circunstancias actuales. 

99. En este sentido, no podemos pasar por alto a los padres y madres de familia a quienes nuestro Salvador ha confiado los miembros más jóvenes de su Cuerpo Místico. Les rogamos encarecidamente, por amor de Cristo y de la Iglesia, que cuiden lo más posible de los niños que les han sido confiados y que los protejan de las trampas de todo tipo a las que tan fácilmente pueden caer hoy.

100. Nuestro Redentor mostró su amor ardiente por la Iglesia, especialmente orando por ella a su Padre celestial. Para recordar sólo algunos ejemplos: todos saben, Venerables Hermanos, que poco antes de la crucifixión Él oró repetidamente por Pedro (188), por los demás Apóstoles (189), por todos los que, por la predicación del santo Evangelio, crean en él (190).

101. Siguiendo el ejemplo de Cristo, también nosotros debemos orar diariamente al Dueño de la mies para que envíe obreros a su mies (191). Nuestra oración unida debe elevarse diariamente al cielo por todos los miembros del Cuerpo Místico de Jesucristo; primero para los obispos que son responsables de manera especial de sus respectivas diócesis; luego por los sacerdotes y religiosos, tanto hombres como mujeres, que han sido llamados al servicio de Dios y que, en casa y en las misiones extranjeras, protegen, aumentan y hacen avanzar el Reino del Divino Redentor. Ningún miembro de este Cuerpo venerado debe ser olvidado en esta oración común; y sea un recuerdo especial de los que están cargados con los dolores y aflicciones de este destierro terrenal, como también para las almas dolientes del Purgatorio. Tampoco deben descuidarse los que están siendo instruidos en la doctrina cristiana, para que puedan recibir el bautismo sin demora.

102. Asimismo, debemos desear vivamente que esta oración unida abarque en la misma caridad ardiente tanto a los que, aún no iluminados por la verdad del Evangelio, se encuentran todavía fuera del redil de la Iglesia, como a los que, por culpa de lamentables cismas, están separados de Nosotros, que aunque indignos, representamos la persona de Jesucristo en la tierra. Hagámonos entonces eco de aquella oración divina de nuestro Salvador al Padre celestial: “Que todos sean uno, como tú Padre en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros; para que el mundo crea que tú me enviaste” (192).

103. Como sabéis, Venerables Hermanos, desde el mismo comienzo de Nuestro Pontificado, hemos encomendado a la protección y guía del cielo a los que no pertenecen al Cuerpo visible de la Iglesia Católica, declarando solemnemente que a ejemplo del Buen Pastor Nada deseamos más ardientemente que tengan vida y la tengan en abundancia (193). Implorando la oración de toda la Iglesia Queremos repetir esta solemne declaración en esta Carta Encíclica en la que hemos proclamado las alabanzas del “Gran y glorioso Cuerpo de Cristo” (194), y con un corazón rebosante de amor, pedimos a todos y cada uno de ellos que correspondan a los movimientos interiores de la gracia, y que busquen salir de ese estado en el que no pueden estar seguros de su salvación (195). Porque aunque por un inconsciente deseo y anhelo tienen cierta relación con el Cuerpo Místico del Redentor, quedan privados de tantos dones y ayudas celestiales que sólo pueden gozarse en la Iglesia Católica. Por lo tanto, que entren en la unidad católica y, unidos a Nosotros en el Dios único y orgánico de Jesucristo, corran junto con nosotros hacia la única Cabeza en la Sociedad del amor glorioso (196). Perseverando en la oración al Espíritu de amor y de verdad, los esperamos con los brazos abiertos y extendidos para que no vengan a casa ajena, sino a la suya, a la casa de su padre.

104. Aunque deseamos que esta oración incesante se eleve a Dios de todo el Cuerpo Místico en común, para que todas las ovejas descarriadas se apresuren a entrar en el único redil de Jesucristo, sin embargo reconocemos que esto debe hacerse por su propia voluntad; porque nadie cree si no quiere creer (197). Por lo tanto, ciertamente no son cristianos genuinos (198) que en contra de sus creencias son obligados a entrar en una iglesia, acercarse al altar y recibir los Sacramentos; por la “fe sin la cual es imposible agradar a Dios” (199) es una “sumisión del intelecto y de la voluntad” enteramente libre (200). Por lo tanto, siempre que suceda, a pesar de la constante enseñanza de esta Sede Apostólica (201), que cualquiera sea obligado a abrazar la fe católica contra su voluntad, Nuestro sentido del deber exige que Nosotros condenemos el acto. Porque los hombres deben ser atraídos eficazmente a la verdad por el Padre de la luz por medio del Espíritu de su amado Hijo, porque, dotados como están de libre albedrío, pueden abusar de su libertad bajo el impulso de la agitación mental y de los bajos deseos. Desgraciadamente muchos todavía se alejan de la verdad católica, no queriendo seguir las inspiraciones de la gracia divina, porque (202) ni los fieles oran a Dios con suficiente fervor para este propósito. Una y otra vez suplicamos a todos los que aman ardientemente a la Iglesia que sigan el ejemplo del Divino Redentor y se entreguen constantemente a tal oración.

105. Y asimismo, sobre todo en la presente crisis, nos parece no sólo oportuno sino necesario que se eleven fervientes súplicas por los reyes, los príncipes y por todos aquellos que gobiernan las naciones y que, por lo tanto, están en condiciones de ayudar a la Iglesia con su poder protector, para que el conflicto termine, la paz la obra de la justicia... (203) que, bajo el impulso de la caridad divina, surja de esta tempestad furiosa y se restituya al hombre fatigado, y que la santa Madre Iglesia “lleve una vida tranquila y apacible en toda piedad y castidad” (204). Debemos rogar a Dios que conceda que los gobernantes de las naciones amen la sabiduría (205), para que nunca caiga sobre ellos el severo juicio del Espíritu Santo: “Por cuanto siendo ministros de su reino, no habéis juzgado rectamente, ni guardado la ley de justicia, ni andado conforme a la voluntad de Dios; horrible y rápidamente se te aparecerá; porque un juicio muy severo será para los que gobiernan. Porque al que es pequeño, se le concede misericordia; mas los fuertes serán duramente atormentados. Porque Dios no aceptará la persona de ningún hombre, ni se asombrará de la grandeza de ningún hombre; porque él hizo lo pequeño y lo grande, y tiene el mismo cuidado de todos. Pero mayor castigo está preparado para los más poderosos. A vosotros, pues, oh reyes, estas son mis palabras, para que aprendáis sabiduría y no caigáis de ella (206).

106. Además, Cristo demostró su amor por su Esposa inmaculada no sólo a costa de un inmenso trabajo y oración constante, sino por los dolores y sufrimientos que Él soportó voluntaria y amorosamente por ella. “Habiendo amado a los suyos. . . los amó hasta el fin” (207). De hecho, fue sólo al precio de Su sangre que Él compró la Iglesia (208). Sigamos, pues, con alegría los pasos ensangrentados de nuestro Rey, que es necesario para asegurar nuestra salvación. “Porque si hemos sido plantados juntos en la semejanza de su muerte, lo seremos también en la semejanza de su resurrección” (209), y “si morimos con él, también viviremos con él” (210). También lo exige nuestro amor celoso por la Iglesia, y nuestro amor fraterno por las almas que ella engendra hacia Cristo. Porque aunque la cruel pasión y muerte de nuestro Salvador mereció para su Iglesia un tesoro infinito de gracias, la inescrutable providencia de Dios ha decretado que estas gracias no se nos concedan todas a la vez; pero su mayor o menor abundancia dependerá en no pequeña parte de nuestras buenas obras, que atraen sobre las almas de los hombres una lluvia de dones celestiales otorgados gratuitamente por Dios. Estos dones celestiales seguramente fluirán más abundantemente si no sólo oramos con fervor a Dios, especialmente participando todos los días si es posible en el Sacrificio Eucarístico; si no sólo tratamos de aliviar la angustia de los necesitados y de los enfermos con obras de caridad cristiana, pero si también ponemos nuestro corazón en las cosas buenas de la eternidad más que en las cosas pasajeras de este mundo; si reprimimos este cuerpo mortal con la mortificación voluntaria, negándole lo prohibido y obligándolo a hacer lo que es duro y desagradable; y finalmente, si aceptamos humildemente como de las manos de Dios las cargas y dolores de esta vida presente. Así, según el Apóstol, “cumpliremos lo que falta de los sufrimientos de Cristo en nuestra carne por su Cuerpo, que es la Iglesia” (211).

107. Mientras escribimos estas palabras, pasa ante Nuestros ojos, ay, una multitud casi interminable de seres desdichados por los que derramamos lágrimas de dolor: enfermos, pobres, discapacitados, viudas, huérfanos, y muchos no pocas veces languideciendo incluso hasta la muerte a causa de de sus propias y dolorosas pruebas o las de sus familias. Con corazón de padre, exhortamos a todos los que por cualquier causa están sumidos en el dolor y la angustia, a que alcen confiados los ojos al cielo y ofrezcan sus penas a Aquel que un día les recompensará abundantemente. Que todos recuerden que sus sufrimientos no son en vano, sino que redundarán en su inmenso provecho y en el de la Iglesia, si con este fin los soportan con paciencia.

108. Nunca hubo tiempo, Venerables Hermanos, en que la salvación de las almas no impusiera a todos el deber de asociar sus sufrimientos a los tormentos de nuestro Divino Redentor. Pero hoy ese deber es más claro que nunca, cuando un gigantesco conflicto ha incendiado casi todo el mundo y deja a su paso tanta muerte, tanta miseria, tanta penuria; del mismo modo hoy, de manera especial, es deber de todos huir del vicio, de la atracción del mundo, de los placeres desenfrenados del cuerpo, y también de las frivolidades y vanidades mundanas que en nada contribuyen a la formación cristiana del alma ni a la conquista del Cielo. Más bien, queden profundamente grabadas en nuestra mente aquellas palabras de peso de Nuestro inmortal predecesor León el Grande, que por el Bautismo somos hechos carne del Crucificado (212), y aquella hermosa oración de san Ambrosio: “Llévame, Cristo, en la Cruz, que es salvación para los que deambulan, único descanso para los fatigados, en la cual sólo hay vida para los que mueren” (213).

109. Antes de concluir, no podemos dejar de exhortar una y otra vez a todos a amar a la santa Madre Iglesia con un amor devoto y activo. Si realmente tenemos en el corazón la salvación de toda la familia humana, comprada por la Sangre preciosa, debemos ofrecer todos los días al Padre Eterno nuestras oraciones, obras y sufrimientos por su seguridad y por su crecimiento continuo y cada vez más fecundo. Y mientras los cielos están cargados de nubes de tormenta, y peligros muy grandes amenazan a toda la Sociedad humana y a la misma Iglesia, encomendémonos con todo lo que tenemos al Padre de las misericordias, clamando: “Mira hacia abajo, 
Señor, te suplicamos por esta Tu familia, por la cual nuestro Señor Jesucristo no dudó en ser entregado en manos de hombres malvados y sufrir el tormento de la Cruz” (214).

110. Venerables hermanos, que la Virgen Madre de Dios escuche las oraciones de nuestro corazón paternal —que son también las vuestras— y obtenga para todos un verdadero amor por la Iglesia, aquella cuya alma sin pecado estaba llena del Espíritu divino de Jesucristo por encima de todas las demás almas creadas, y que “en nombre de todo el género humano” dio su consentimiento “para un matrimonio espiritual entre el Hijo de Dios y la naturaleza humana” (215). Dentro de su seno virginal, Cristo nuestro Señor llevaba ya el título exaltado de Cabeza de la Iglesia; en un nacimiento maravilloso lo engendró como fuente de toda vida sobrenatural, y lo presentó, recién nacido, como Profeta, Rey y Sacerdote a los que, de entre judíos y gentiles, fueron los primeros en venir a adorarlo. Además, su Hijo único, condescendiendo a la oración de su madre en “Caná de Galilea”, realizó el milagro por el cual “sus discípulos creyeron en él” (216). Fue ella, la segunda Eva, quien, libre de todo pecado, original o personal, y siempre unida de la manera más íntima a su Hijo, lo ofreció en el Gólgota al Padre Eterno por todos los hijos de Adán, manchados de pecado por su desgraciada caída, y sus derechos de madre y su amor de madre fueron incluidos en el holocausto. Así la que, según la carne, era la madre de nuestra Cabeza, por el título añadido de dolor y gloria se convirtió, según el Espíritu, en madre de todos sus miembros. Ella fue quien con sus poderosas oraciones consiguió que el Espíritu de nuestro Divino Redentor, ya entregado en la Cruz, fuera derramado, acompañado de dones milagrosos, sobre la Iglesia recién fundada en Pentecostés; y finalmente, llevando con valentía y confianza el tremendo peso de sus dolores y desolaciones, ella, verdaderamente Reina de los Mártires, más que todos los fieles “llenaron lo que falta de los padecimientos de Cristo... por su Cuerpo, que es la Iglesia” (217) y sigue teniendo por Cuerpo Místico de Cristo, nacido del Corazón traspasado del Salvador (218), el mismo cuidado maternal y amor ardiente con que acarició y alimentó al Niño Jesús en el pesebre.

111. Que ella, pues, la Santísima Madre de todos los miembros de Cristo (219), a cuyo Corazón Inmaculado hemos consagrado confiadamente a toda la humanidad, y que ahora reina en el cielo con su Hijo, con el cuerpo y el alma resplandecientes de gloria celestial, a Él nunca deje de suplicarle que de su exaltada Cabeza fluyan copiosos ríos de gracia sobre todos los miembros del Cuerpo Místico. Que ella arroje sobre la Iglesia hoy, como en otros tiempos, el manto de su protección y obtenga de Dios que ahora al fin la Iglesia y toda la humanidad gocen de días más serenos.

112. Confiados en esta sublime esperanza, con un corazón rebosante, os impartimos a todos vosotros, Venerables Hermanos, y a los rebaños confiados a vuestro cuidado, como prenda de las gracias celestiales y muestra de Nuestro especial afecto, la Bendición Apostólica.

113. Dado en Roma, junto a San Pedro, el día veintinueve de junio, fiesta de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, del año 1943, quinto de Nuestro Pontificado.


REFERENCIAS:

1) Cf. Col. 1, 24.
2) Hechos, XX, 28.
3) Hechos, XX, 28.
4) Cfr. Ef., 11, 21-22; 1 Pedro, II, 5.
5) Sesión III; Const. de fide cath., c. 4.
6) Rom., V, 20.
7) Cf. II Pedro, 1, 4.
8) Efesios, II, 3.
9) Juan, III, 16.
10) Cf. Juan, 1, 12.
11) Cf. Conc. Vat.,  Const. de Eccl., prol.
12) Cf. ibídem, Const. de fide cath., c. 1
13) Col.,1,18.
14) Rom., XII, 5.
15) Cf. A.S.S., XXVIII, p. 710
16) Rom., XII,4.
17) 1 Co., XII, 13.
18) Cf. Efesios, IV, 5.
19) Cf. Mateo, XVIII, 17.
20) Cf. Mateo, IX, 11; Marcos, II, 16; Lucas, XV, 2.
21) August., Epist., CLVII, 3, 22: Migne, PL, XXXIII, 686.
22) August., Serm., CXXXVII, 1: Migne, PL, XXXVIII, 754.
23) Encic. 
Divinum Illud: A.A.S., XXIX, p. 649.
24) Juan, XVII, 18.
25) Cf. Mt., XVI, 18-19.
26) Juan, XV, 15; XVII, 8 y 14.
27) Cf. Juan, III, 5.
28) Cf. Génesis, III, 20.
29) Ambrosio, In Luc, II, 87: Migne, PL, XV, 1585.
30) Cf. Mateo, XV, 24.
31) Cf. St. Thos., I-II, q. 103, a. 3, anuncio 2.
32) Cf. Efesios, II, 15.
33) Cf. Col., II, 14.
34) Cf. Mateo, XXVI, 28; 1 Cor., XI 25.
35) León Magno, Serm., LXVIII, 3: Migne, PL, LIV, 374.
36) Jerónimo y Agustín, Epist. CXII, 14 y CXVI, 16: Migne, P.L., XXII, 924 y 943; St. Thos., I-II, q. 103, a.3, ad 2; a. 4, ad 1; Council of Flor. pro Jacob.: Mansi, XXXI,1738
37) Cf. II Cor., III, 6.
38) Cf. St. Thos., III, q. 42, a. 1.
39) Cf. De pecc. orig., XXV, 29: Migne, PL, XLIV, 400.
40) Cf. Efesios, II. 14-16.
41) Cf. Hechos, II, 1-4.
42) Cf. Lucas, III, 22; Marcos, 1, 10.
43) Col., 1, 18.
44) Cf. Ef., IV, 16; Col. II, 19.
45) Col., l, 15.
46) Col., 1, 18; Apoc., 1, 5.
47) 1 Tim., II, 5.
48) Cf. Juan, XII, 32.
49) Cf. Cir. Alex., Com. en Ioh. 1, 4: Migne, PG, LXXIII, 69; St. Thos.,I q.20,a.4,ad l.
50) Hexaem., VI, 55: Migne, PL, XIV, 265.
51) Cf. August., De agon. Christ., XX, 22: Migne, PL., XL, 301.
52) Cf. St. Thos., 1, q. 22, a. 14
53) Cf. Juan, X, 1-18; 1 Pedro, V, 1-5.
54) Cf. Juan, VI, 63.
55) Proverbios, XXI, 1.
56) Cf. 1 Pedro, II, 25.
57) Cf. Hechos, VIII, 26; IX, 1-19, X, l7; XII, 3-10.
58) Filipenses, IV, 7.
59) Cf. León XIII, 
Satis Cognitum: ASS, XXVIII, 725.
60) Lucas, XII, 32.
61) Cf. Corp. lur. Can., extr. com., 1, 8, 1.
62) Gregorio Magno, Moral., XIV, 35, 43: Migne, PL, LXXV, 1062.
63) Cf. Conc. Vat., Const. de Ecl., Cap. 3.
64) Cf. Cod. lur. Can., can. 329, 1.
65) l Paral., XVI, 22; Sal., CIV, 15.
66) Cf. 1 Pedro, V, 3
67) Cf. 1 Tim., VI, 20.
68) Cf. ep. ad Eulog., 30: Migne, PL, LXXVII, 933.
69) 1 Co., XII, 2 1.
70) Juan, XV, 5.
71) Cf. Ef., IV, 16; Col. II, 19.
72) Com. en ep. ad Ef., Cap. 1, lect. 8; Hebreos, II, 16-17.
73) Filipenses, II, 7.
74) Cf. II Pedro,1,4.
75) Cf. Rom., VIII, 29.
76) Cf. Col., III, 10.
77) Cf. 1 Juan, III, 2.
78) Col. 1, 19.
79) Cf. Juan XVII, 2.
80) ol.,n,3.
81) Cf. Juan 1 14-16.
82) Juan 1 18.
83) F. Juan, III, 2.
84) Cf. Juan XVIII, 37.
85) Cf. Juan VI, 68.
86) Cf. August., De cons. evang., 1, 35, 54; Migne, P.L., XXXIV, 1070. 
87) Cf. Hebreos, XII, 2.
88) Cf. Cir. Alex., Ep, 55 de Symb.: Migne, PG, LXXVII, 293.
89) Cf. Juan, XV, 5.
90) Cf. St. Thos., III, q. 64, a. 3.
91) Ef.,IV,7.
92) Ef., IV, 16; cf. Col. II, 19.
93) Cf. De Rom. Pont., 1, 9; De Concil, II, 19.
94) Cf. 1 Co., XII, 12.
95) Cf. Hechos, IX, 4; XXII, 7; XXVI, 14.
96) Cf. Greg. Nyss., De vita Moysis: Migne, PG., XLIV, 385.
97) Cf. Serm., CCCLIV, 1: Migne, PL, XXXIX, 1563.
98) Cf. Juan, XVII, 18 y XX, 21.
99) Cf. León XIII, Sapientiae Christianae: ASS XXII, 392 
Satis Cognitum: ibidem, XXVIII, 710.
100) Rom., VIII, 9; II Cor., III, 17; Gal., IV, 6.
101) Cf. Juan, XX, 22.
102) Cf. Juan, III, 34.
103) Cf. Ef.,1,8;IV,7.
104) Cf. Rom., VIII, 14-17; Gal., IV, 6-7.
105) Cf. II Cor., III, 18.
106) A.S.S., XXIX, pág. 650.
107) Gal., II, 20.
108) Cf. Ambrose, De Elia et ieiun., 10, 36-37, et In Psalm. 118, sermón. 20, 2: Migne, PL, XIV, 710 y XV, 1483.
109) Efesios, V, 23.
110) Juan, IV, 42.
111) Cf. 1 Tim., IV, 10.
112) Hechos, XX, 28.
113) Enarr. en Sal., LXXXV, 5; Migne, PL, XXXVII, 1085.
114) Ayunarse. Alex., Strom., VII, 2; Migne, PG, IX, 413.
115) I Cor., III, 23; Pío XI, Divini Redemptoris: AAS, 1937, p. 80.
116) De Veritate, q. 29, a. 4, c. 117. Cfr. León XIII, Sapientae Christianae: ASS, XXII, p. 392.
117) Sapientae Christianae: A.S.S., XXII, p. 392.
118) Cf. León XIII, Satis Cognitum: ASS, XXVIII, p. 724.
119) Cf. Ibídem, pág. 710.
120) Cf. Ibídem, pág. 710.
121) Cf. Ibídem, pág. 710.
122) St. Thos., De Veritate, q. 29, a. 4, anuncio 9.
123) Conc. Vat., sesión. IV, Const. dogm. de Eccl, prol.
124) Col., I, 13.
125) Conc.Vat., sesión. III, Const. de fide Cath., Cap. 3.
126) Filipenses, II, 8.
127) Juan, XX, 22.
128) Juan, XX, 21.
129) Lucas, X, 16.
130) Cf. Conc. Vat., sesión. III, Const. de fide Cath., Cap. 3.
131) Serm., XXI, 3: Migne, PL, LIV, 192-193.
132) Cf. August., Contra Faust., 21, 8: Migne, PL, XLII, 392.
133) Cf. Efesios, V, 22-23; Juan, XV, 1-5; Efesios, IV, 16.
134) Col., 1, 18.
135) Cf. Enar. en Ps., XVII, 51 y XC, II, 1 Migne, PL, XXXVI, 154 y XXXVII, 1159.
136) Juan, XVII, 21-23.
137) Apoc., V, 12-13.
138) Cf. Juan, XIV, 16 y 26.
139) Efesios, IV, 5.
140) Cf. Juan, XVII, 3.
141) 1 Juan, IV, 15.
142) Corintios D, IV, 13.
143) Cf. Gal., II, 20.
144) Cf. Efesios, III, 17.
145) Cf. Hebreos, XII, 2.
146) Tit., II, 13.
147) Cf. Hebreos, XIII, 14.
148) Efesios, IV, 4.
149) Cf. Col., 1, 27.
150) 1 Juan, IV, 16.
151) Juan, XIV, 28.
152) Juan, XV, 9-10.
153) 1 Juan, IV, 20-21.
154) Rom., XII, 5.
155) 1 Co., XII, 25.
156) Serm. XXIX: Migne, PL, LVII, 594.
157) Cf. St. Thos., Com. en ep. y Ef., Cap. II, lect. 5.
158) Rom., VIII, 9-10.
159) Cf. St. Thos., Com. en ep. ad Ef., Cap. 1, lect. 8.
160) Cf. St.Thos.,l,q.43,a.3.
161) Cf. 
Divinum Illud: ASS, XXIX, p. 653.
162) Mal., I. 11.
163) Cf. Didache, IX, 4.
164) Cf. Rom., VIII, 35.
165) Cf. Efesios, V, 22-23.
166) PD. LXXXIII, 12.
167) Expos. Evang. sec. Luc., IV, 49: Migne, P.L., XV, 1626.
168) Gal., II, 20.
169) 1 Co., XV, 10.
170) Cf. St. Thos., II-II, q. 83, a. 5 y 6.
171) I Tim.II, 5.
172) Cf. St. Thos., De Veritate, q. 29, a. 4. c.
173) Juan, XIV, 14.
174) Apoc., V, 13.
175) Sal., CXXXVI, 5-6.
176) Ef., n, 20; 1 Pedro, II, 4-5.
177) Cf. II Cor., XI, 14.
178) Cf. II Cor., X, 5.
179) Cf. Hebreos, XIII, 17.
180) I Cor.XII, 2223.
181) Cf. Decreto del Santo Oficio, 2 de diciembre de 1940: AAS, 1940, p. 553.
182) Cf. Génesis, IV, 10.
183) Cf. Rom., XII, 5; 1 Co., XII, 25.
184) Cf. 1 Cor., XII, 26.
185) Cf. Lucas, X, 33-37.
186) Cf. Lucas, Vl, 27-35; Mat., V, 44-48.
187) Cf. Efesios, III, 18.
188) Cf. Lucas, XXII, 32.
189) Cf. Juan, XVII, 9-19.
190) Cf. Juan, XVII, 20-23.
191) Cf. Mat., IX, 38; Lucas, X, 2.
192) Juan, XVII, 21.
193) Cf. Carta enc. Summi Pontificatus: AAS, 1939, p. 419.
194) Iren., Adv. Haer., IV, 33, 7: Migne, PG, VII, 1076.
195) Cf. Pío IX, Iam Vos Omnes, 13 de septiembre de 1868: Act. Conc. Vat., CL VII, 10.
196) Cf. Gelas. I, Epístola. XIV: Migne, PL, LIX, 89.
197) Cf. August. In loann. Ev. tract., XXVI, 2: Migne, P.L., XXX,1607.
198) Cf. August., Ibídem.
199) Hebreos, XI, 6.
200) Conc. Vat., Const. de fide Cath., Cap. 3.
201) Cf. León XIII, Immortale Dei: A.S.S. XVIII, pp. 174-175; Cod. Iur. Can., c. 1351.
202) Cf. August., Ibídem.
203) 15., XXXII, 17.
204) Cf. 1 Tim., II, 2.
205) Cf. Sabiduría, VI, 23.
206) Ibídem, VI, 4-10.
207) Juan, XIII, 1.
208) Cf. Hechos, XX, 28.
209) Rom., VI, 5.
210) II Tim. II, 11.
211) Cf. Col., 1, 24.
212) Cf. Serm., LXIII, 6; LXVI, 3: Migne, PL, LIV, 357 y 366.
213) En P [5]., 118, XXII, 30: Migne, PL, XV, 1521.
214) Oficio de Semana Santa.
215) St. Thos., III, q. 30, a. 1, c.
216) Juan, II, 11.
217) Col.,I,24.
218) Cf. Himno de vísperas del Oficio del Sagrado Corazón.
219) Cf. Pío X, Ad Diem Illum: ASS, XXXVI, p. 453.



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