domingo, 2 de enero de 2000

DIVINI REDEMPTORIS (19 DE MARZO DE 1937)

DEL SUMO PONTÍFICE
PÍO XI
SOBRE EL COMUNISMO ATEO

A los patriarcas, primados, arzobispos, obispos 
y otros ordinarios, en paz y comunión con la Sede Apostólica

1. La promesa de un Redentor ilumina la primera página de la historia de la humanidad, y la confiada esperanza suscitada por esta promesa suavizó el agudo pesar por un paraíso que se había perdido. Fue esta esperanza la que acompañó al género humano en su fatigoso camino hasta que en la plenitud de los tiempos, el Salvador esperado vino a iniciar una nueva civilización universal, la civilización cristiana, muy superior incluso a la que hasta entonces habían logrado laboriosamente algunas naciones más privilegiadas.

2. Sin embargo, la lucha entre el bien y el mal permaneció en el mundo como una triste herencia de la caída original. Tampoco el antiguo tentador ha dejado de engañar a la humanidad con falsas promesas. Es por ello que una convulsión tras otra ha marcado el paso de los siglos, hasta la revolución de nuestros días. Esta revolución moderna, puede decirse, ha estallado o amenaza con estallar en todas partes, y excede en amplitud y violencia todo lo que se ha experimentado en las persecuciones precedentes lanzadas contra la Iglesia. Pueblos enteros se encuentran en peligro de volver a caer en una barbarie peor que la que oprimía a la mayor parte del mundo a la venida del Redentor.

3. Este peligro demasiado inminente, Venerables Hermanos, como ya habéis supuesto, es el comunismo bolchevique y ateo, que pretende trastornar el orden social y socavar los fundamentos mismos de la civilización cristiana.

4. Ante tal amenaza, la Iglesia Católica no podía permanecer y no permanece en silencio. Esta Sede Apostólica, sobre todo, no se ha abstenido de alzar su voz, pues sabe que su misión propia y social es defender la verdad, la justicia y todos aquellos valores eternos que el comunismo ignora o ataca. Desde los días en que se formaron grupos de "intelectuales" en un intento arrogante de liberar a la civilización de las ataduras de la moral y la religión, Nuestros Predecesores llamaron abierta y explícitamente la atención del mundo sobre las consecuencias de la descristianización de la sociedad humana. Con referencia al comunismo, Nuestro Venerable Predecesor, Pío IX, de santa memoria, ya en 1846 pronunció una solemne condena, que confirmó en las palabras del Syllabus dirigido contra "esa infame doctrina del llamado comunismo, que es absolutamente contraria a la propia ley natural, y que si se adoptara destruiría por completo los derechos, la propiedad y las posesiones de todos los hombres, e incluso la sociedad misma" [1]. Más tarde, otro de Nuestros predecesores, el inmortal León XIII, en su Encíclica Quod Apostolici Muneris, definió el comunismo como "la plaga fatal que se insinúa en la médula misma de la sociedad humana sólo para provocar su ruina" [2]. Con clara intuición señaló que los movimientos ateos existentes entre las masas de la Edad de la Máquina tenían su origen en esa escuela filosófica que durante siglos había tratado de divorciar la ciencia de la vida de la Fe y de la Iglesia.

5. Durante Nuestro Pontificado también hemos denunciado con frecuencia y con urgente insistencia la actual tendencia al ateísmo, que va en alarmante aumento. En 1924, cuando nuestra misión de socorro regresó de la Unión Soviética, condenamos el comunismo en una alocución especial [3] que dirigimos a todo el mundo. En nuestras Encíclicas Miserentissimus Redemptor [4], Quadragesimo Anno [5] Caritate Christi [6], Acerba Animi [7], Dilectissima Nobis [8], elevamos una solemne protesta contra las persecuciones desatadas en Rusia, en México y ahora en España. Nuestras dos alocuciones del año pasado, la primera con motivo de la inauguración de la Exposición Internacional de la Prensa Católica, y la segunda durante Nuestra audiencia a los refugiados españoles, junto con Nuestro mensaje de la pasada Navidad, han evocado un eco mundial que aún no se ha agotado. En efecto, los enemigos más persistentes de la Iglesia, que desde Moscú dirigen la lucha contra la civilización cristiana, testimonian ellos mismos, con sus incesantes ataques de palabra y de obra, que hasta esta hora el Papado ha seguido protegiendo fielmente el santuario de la religión cristiana, y que ha llamado la atención de la opinión pública sobre los peligros del comunismo con más frecuencia y eficacia que cualquier otra autoridad pública de la tierra.

6. Para Nuestra gran satisfacción, Venerables Hermanos, habéis transmitido y explicado con precisión a los fieles estas advertencias por medio de Cartas pastorales individuales e incluso conjuntas. Sin embargo, a pesar de Nuestras frecuentes y paternales advertencias, el peligro no hace más que aumentar de día en día a causa de la presión ejercida por hábiles agitadores. Por lo tanto, creemos que es Nuestro deber alzar Nuestra voz una vez más, en una misiva aún más solemne, de acuerdo con la tradición de esta Sede Apostólica, la Maestra de la Verdad, y de acuerdo con el deseo de todo el mundo católico, que hace que la aparición de tal documento no sea más que natural. Confiamos en que el eco de Nuestra voz llegue a todas las mentes libres de prejuicios y a todos los corazones sinceramente deseosos del bien de la humanidad. Lo deseamos tanto más cuanto que Nuestras palabras están recibiendo ahora la lamentable confirmación del espectáculo de los amargos frutos de las ideas subversivas, que Nosotros previmos y anunciamos, y que de hecho se multiplican temerosamente en los países ya golpeados, o amenazan a todos los demás países del mundo.

7. Por eso queremos exponer una vez más, en una breve síntesis, los principios del comunismo ateo tal como se manifiestan principalmente en el bolchevismo. Deseamos también indicar su método de acción y contrastar con sus falsos principios la clara doctrina de la Iglesia, para inculcar de nuevo y con mayor insistencia los medios por los que la civilización cristiana, la verdadera civitas humana, puede ser salvada del flagelo satánico, y no sólo salvada, sino mejor desarrollada para el bienestar de la sociedad humana.

8. El comunismo de hoy, con más énfasis que los movimientos similares del pasado, esconde en sí mismo una falsa idea mesiánica. Un pseudo-ideal de justicia, de igualdad y de fraternidad en el trabajo impregna toda su doctrina y actividad de un misticismo engañoso, que comunica un entusiasmo celoso y contagioso a las multitudes atrapadas por promesas engañosas. Esto es especialmente cierto en una época como la nuestra, en la que la miseria inusitada ha sido el resultado de la distribución desigual de los bienes de este mundo. Este pseudo-ideal es incluso promovido con jactancia como si fuera responsable de un cierto progreso económico. En realidad, cuando ese progreso es real, sus verdaderas causas son muy distintas, como por ejemplo la intensificación del industrialismo en países que antes casi no lo tenían, la explotación de inmensos recursos naturales y el uso de los métodos más brutales para asegurar la realización de proyectos gigantescos con un mínimo de gastos.

9. La doctrina del comunismo moderno, que a menudo se oculta bajo los ropajes más seductores, se basa en esencia en los principios del materialismo dialéctico e histórico preconizados anteriormente por Marx, de los que los teóricos del bolchevismo pretenden poseer la única interpretación genuina. Según esta doctrina, en el mundo sólo existe una realidad, la materia, cuyas fuerzas ciegas evolucionan hacia la planta, el animal y el hombre. Incluso la sociedad humana no es más que un fenómeno y una forma de la materia, que evoluciona de la misma manera. Por una ley de necesidad inexorable y a través de un perpetuo conflicto de fuerzas, la materia avanza hacia la síntesis final de una sociedad sin clases. En tal doctrina, como es evidente, no hay lugar para la idea de Dios; no hay diferencia entre la materia y el espíritu, entre el alma y el cuerpo; no hay supervivencia del alma después de la muerte ni esperanza en una vida futura. Insistiendo en el aspecto dialéctico de su materialismo, los comunistas afirman que el conflicto que lleva al mundo hacia su síntesis final puede ser acelerado por el hombre. De ahí que se esfuercen por agudizar los antagonismos que surgen entre las distintas clases de la sociedad. Así, la lucha de clases, con su consiguiente odio violento y destrucción, adquiere los aspectos de una cruzada por el progreso de la humanidad. Por otra parte, todas las demás fuerzas, mientras se resistan a esa violencia sistemática, deben ser aniquiladas como hostiles al género humano.

10. El comunismo, además, despoja al hombre de su libertad, despoja a la personalidad humana de toda su dignidad y elimina todas las restricciones morales que frenan las erupciones del impulso ciego. No se reconoce ningún derecho del individuo en sus relaciones con la colectividad; no se concede ningún derecho natural a la personalidad humana, que es un mero engranaje en el sistema comunista. En las relaciones del hombre con otros individuos, además, los comunistas sostienen el principio de la igualdad absoluta, rechazando toda jerarquía y autoridad divinamente constituida, incluida la autoridad de los padres. Lo que los hombres llaman autoridad y subordinación se deriva de la comunidad como su primera y única fuente. Tampoco se concede al individuo ningún derecho de propiedad sobre los bienes materiales o los medios de producción, pues en la medida en que éstos son la fuente de la riqueza ulterior, su posesión daría a un hombre el poder sobre otro. Precisamente en este sentido, hay que erradicar toda forma de propiedad privada, pues está en el origen de toda esclavitud económica.

11. Negando a la vida humana todo carácter sagrado o espiritual, tal doctrina hace lógicamente del matrimonio y de la familia una institución puramente artificial y civil, resultado de un sistema económico determinado. No existe ningún vínculo matrimonial de carácter jurídico-moral que no esté sujeto al capricho del individuo o de la colectividad. Naturalmente, por lo tanto, se descarta la noción de un vínculo matrimonial indisoluble. El comunismo se caracteriza especialmente por el rechazo de cualquier vínculo que ate a la mujer a la familia y al hogar, y se proclama su emancipación como principio básico. Se la retira de la familia y del cuidado de sus hijos, para empujarla a la vida pública y a la producción colectiva en las mismas condiciones que el hombre. El cuidado del hogar y de los hijos recae entonces en la colectividad. Por último, se niega a los padres el derecho a la educación, pues se concibe como una prerrogativa exclusiva de la colectividad, en cuyo nombre y por cuyo mandato los padres pueden ejercer este derecho.

12. ¿Cuál sería la condición de una sociedad humana basada en tales postulados materialistas? Sería una colectividad sin más jerarquía que la del sistema económico. Tendría una sola misión: la producción de cosas materiales mediante el trabajo colectivo, para que los bienes de este mundo pudieran ser disfrutados en un paraíso donde cada uno "diera según sus facultades" y "recibiera según sus necesidades". El comunismo reconoce en la colectividad el derecho, o mejor dicho, la discreción ilimitada, de reclutar individuos para el trabajo de la colectividad sin tener en cuenta su bienestar personal; de modo que incluso la violencia podría ejercerse legítimamente para reclutar a los recalcitrantes en contra de su voluntad. En la mancomunidad comunista la moral y el derecho no serían más que una derivación del orden económico existente, de origen puramente terrenal y de carácter inestable. En una palabra, los comunistas pretenden inaugurar una nueva era y una nueva civilización que es el resultado de fuerzas evolutivas ciegas que culminan en una humanidad sin Dios.

13. Cuando todos los hombres hayan adquirido finalmente la mentalidad colectivista en esta utopía de una sociedad realmente sin clases, el Estado político, que ahora es concebido por los comunistas simplemente como el instrumento mediante el cual el proletariado es oprimido por los capitalistas, habrá perdido toda razón de ser y se "marchitará". Sin embargo, hasta que se produzca esa feliz consumación, el Estado y los poderes del Estado proporcionan al comunismo los medios más eficaces y más amplios para la consecución de su objetivo.

14. Tal es, Venerables Hermanos, el nuevo evangelio que el comunismo bolchevique y ateo ofrece al mundo como la buena nueva de la liberación y la salvación. Es un sistema lleno de errores y sofismas. Se opone tanto a la razón como a la Revelación Divina. Subvierte el orden social, porque significa la destrucción de sus fundamentos; porque ignora el verdadero origen y finalidad del Estado; porque niega los derechos, la dignidad y la libertad de la personalidad humana.

15. ¿Cómo es posible que un sistema semejante, rechazado científicamente desde hace tiempo y que ahora se ha demostrado erróneo por la experiencia, cómo es, nos preguntamos, que un sistema semejante haya podido extenderse tan rápidamente en todas las partes del mundo? La explicación reside en el hecho de que muy pocos han sido capaces de comprender la naturaleza del comunismo. La mayoría, en cambio, sucumbe a su engaño, hábilmente disimulado por las más extravagantes promesas. Fingiendo que sólo desea la mejora de la condición de las clases trabajadoras, instando a la eliminación de los abusos muy reales imputables al orden económico liberalista, y exigiendo una distribución más equitativa de los bienes de este mundo (objetivos total e indudablemente legítimos), el comunista se aprovecha de la actual crisis económica mundial para atraer a su esfera de influencia incluso a aquellos sectores de la población que por principio rechazan toda forma de materialismo y terrorismo. Y como todo error contiene su elemento de verdad, las verdades parciales a las que nos hemos referido se presentan astutamente según las necesidades de tiempo y lugar, para ocultar, cuando conviene, la repulsiva crudeza e inhumanidad de los principios y tácticas comunistas. De este modo, el ideal comunista se gana a muchos de los miembros de la comunidad con mejor mentalidad. Estos, a su vez, se convierten en los apóstoles del movimiento entre los intelectuales más jóvenes, que todavía son demasiado inmaduros para reconocer los errores intrínsecos del sistema. Los predicadores del comunismo también saben explotar los antagonismos raciales y las divisiones y oposiciones políticas. Aprovechan la falta de orientación característica de la ciencia agnóstica moderna para introducirse en las universidades, donde refuerzan los principios de su doctrina con argumentos pseudocientíficos.

16. Si queremos explicar la ciega aceptación del comunismo por parte de tantos miles de obreros, debemos recordar que el camino ya había sido preparado por la indigencia religiosa y moral en que los asalariados habían sido dejados por la economía liberal. Incluso los domingos y días festivos, los obreros no tenían tiempo para atender sus deberes religiosos esenciales. Nadie pensó en construir iglesias a una distancia conveniente de las fábricas, ni en facilitar la labor del sacerdote. Por el contrario, se promovió activa y persistentemente el laicismo, con el resultado de que ahora estamos cosechando los frutos de los errores tantas veces denunciados por Nuestros Predecesores y por Nosotros mismos. No puede sorprender a nadie que la falacia comunista se extienda en un mundo ya en gran medida descristianizado.

17. Hay otra explicación para la rápida difusión de las ideas comunistas que ahora se filtran en todas las naciones, grandes y pequeñas, avanzadas y atrasadas, de modo que ningún rincón de la tierra está libre de ellas. Esta explicación se encuentra en una propaganda tan verdaderamente diabólica que el mundo tal vez nunca haya presenciado algo similar. Está dirigida desde un centro común. Está astutamente adaptada a las diferentes condiciones de los diversos pueblos. Tiene a su disposición grandes recursos financieros, organizaciones gigantescas, congresos internacionales e innumerables trabajadores capacitados. Utiliza folletos y revistas, el cine, el teatro y la radio, las escuelas e incluso las universidades. Poco a poco penetra en todas las clases del pueblo e incluso llega a los grupos de mejor mentalidad de la comunidad, con el resultado de que pocos son conscientes del veneno que impregna cada vez más sus mentes y corazones.

18. Un tercer factor poderoso en la difusión del comunismo es la conspiración del silencio por parte de una gran parte de la prensa no católica del mundo. Decimos conspiración, porque es imposible explicar de otro modo cómo una prensa habitualmente tan ansiosa de explotar incluso los pequeños incidentes cotidianos de la vida ha podido permanecer en silencio durante tanto tiempo sobre los horrores perpetrados en Rusia, en México e incluso en gran parte de España; y que tenga relativamente tan poco que decir sobre una organización mundial tan vasta como el comunismo ruso. Este silencio se debe en parte a una política miope, y está favorecido por diversas fuerzas ocultas que desde hace mucho tiempo trabajan para el derrocamiento del Orden Social Cristiano.

19. Mientras tanto, los lamentables efectos de esta propaganda están ante nuestros ojos. Allí donde el comunismo ha podido afirmar su poder -y aquí pensamos con especial afecto en los pueblos de Rusia y México- se ha esforzado por todos los medios posibles, como se jactan abiertamente sus campeones, en destruir la civilización cristiana y la religión cristiana, desterrando todo recuerdo de ellas del corazón de los hombres, especialmente de los jóvenes. Obispos y sacerdotes fueron exiliados, condenados a trabajos forzados, fusilados y ejecutados de forma inhumana; los laicos sospechosos de defender su religión fueron vejados, perseguidos, arrastrados a juicio y arrojados a la cárcel.

20. Incluso allí donde el azote del comunismo no ha tenido aún tiempo de ejercer plenamente sus efectos lógicos, como lo atestigua Nuestra querida España, ha encontrado, desgraciadamente, una compensación en la violencia más feroz de su ataque. No sólo se saqueó tal o cual iglesia o monasterio aislado, sino que en la medida de lo posible se destruyó toda iglesia y todo monasterio. Todo vestigio de la religión cristiana fue erradicado, aunque estuviera íntimamente ligado a los más raros monumentos del arte y la ciencia. La furia del comunismo no se ha limitado a la matanza indiscriminada de obispos, de miles de sacerdotes y religiosos de ambos sexos; busca sobre todo a los que han dedicado su vida al bienestar de las clases trabajadoras y de los pobres. Pero la mayoría de sus víctimas han sido laicos de toda condición y clase. Incluso hasta el momento actual, masas de ellos son asesinados casi a diario sin otra ofensa que el hecho de ser buenos cristianos o al menos oponerse al comunismo ateo. Y esta temible destrucción se ha llevado a cabo con un odio y una barbarie salvaje que uno no hubiera creído posible en nuestra época. Ningún hombre de buen sentido, ni ningún estadista consciente de su responsabilidad, puede dejar de estremecerse al pensar que lo que está ocurriendo hoy en España puede quizás repetirse mañana en otros países civilizados.

21. Tampoco puede decirse que estas atrocidades sean un fenómeno transitorio, el acompañamiento habitual de todas las grandes revoluciones, los excesos aislados comunes a toda guerra. No, son el fruto natural de un sistema que carece de todo freno interior. El hombre, ya sea como individuo o como sociedad, necesita cierta contención. Incluso los pueblos bárbaros tenían este control interno en la ley natural escrita por Dios en el corazón de cada hombre. Y allí donde esta ley natural era tenida en mayor estima, las naciones antiguas se elevaron a una grandeza que todavía fascina -más de lo debido- a ciertos estudiantes superficiales de la historia humana. Pero arrancad la idea misma de Dios del corazón de los hombres, y éstos son necesariamente impulsados por sus pasiones a la más atroz barbarie.

22. Esto es, por desgracia, lo que ahora contemplamos. Por primera vez en la historia, asistimos a una lucha a sangre fría y planificada hasta el más mínimo detalle, entre el hombre y "todo lo que se llama Dios" [9] El comunismo es, por naturaleza, antirreligioso. Considera la religión como "el opio del pueblo" porque los principios de la religión que hablan de una vida de ultratumba disuaden al proletariado del sueño de un paraíso soviético que es de este mundo.

23. Pero la ley de la naturaleza y su Autor no pueden ser burlados impunemente. El comunismo no ha podido, ni podrá, alcanzar sus objetivos ni siquiera en la esfera meramente económica. Es cierto que en Rusia ha contribuido a sacar a los hombres y a los materiales de la inercia de los siglos, y a obtener por toda clase de medios, a menudo sin escrúpulos, cierta medida de éxito material. Sin embargo, sabemos, por testimonios fiables e incluso muy recientes, que ni siquiera allí, a pesar de la esclavitud impuesta a millones de hombres, el comunismo ha alcanzado su meta prometida. Después de todo, incluso la esfera de la economía necesita algo de moralidad, algún sentido moral de la responsabilidad, que no puede encontrar lugar en un sistema tan completamente materialista como el comunismo. El terrorismo es el único sustituto posible, y es el terrorismo el que reina hoy en Rusia, donde los antiguos compañeros de revolución se exterminan entre sí. El terrorismo, habiendo fracasado a pesar de todo para frenar la marea de la corrupción moral, no puede impedir ni siquiera la disolución de la propia sociedad.

24. Al hacer estas observaciones no es Nuestra intención condenar en masa a los pueblos de la Unión Soviética. Por ellos sentimos el más cálido afecto paternal. Sabemos muy bien que no pocos de ellos gimen bajo el yugo que les han impuesto hombres que en gran parte son ajenos a los verdaderos intereses del país. Reconocemos que muchos otros fueron engañados por esperanzas falaces. Sólo culpamos al sistema, con sus autores y encubridores que consideraron a Rusia como el campo mejor preparado para experimentar un plan elaborado hace décadas, y que desde allí siguen difundiéndolo de un extremo a otro del mundo.

25. Hemos desenmascarado los errores y las tácticas violentas y engañosas del comunismo bolchevique y ateo. Es ahora el momento, Venerables Hermanos, de contrastar con él la verdadera noción, ya conocida por vosotros, de la civitas humana o sociedad humana, tal como la enseña la razón y la Revelación por boca de la Iglesia, Magistra Gentium.

26. Por encima de toda otra realidad existe un Ser supremo: Dios, Creador omnipotente de todas las cosas, Juez omnisciente y justo de todos los hombres. Esta realidad suprema, Dios, es la condena absoluta de las impúdicas falsedades del comunismo. En verdad, no es porque los hombres crean en Dios que Él existe; más bien, porque Él existe, todos los hombres cuyos ojos no están deliberadamente cerrados a la verdad creen en Él y le rezan.

27. En la Encíclica sobre la Educación Cristiana [10] explicamos la doctrina fundamental sobre el hombre, tal como se desprende de la razón y de la Fe. El hombre tiene un alma espiritual e inmortal. Es una persona, maravillosamente dotada por su Creador con dones de cuerpo y mente. Es un verdadero "microcosmos", como decían los antiguos, un mundo en miniatura, con un valor muy superior al del vasto cosmos inanimado. Sólo Dios es su último fin, en esta vida y en la otra. Por la gracia santificante es elevado a la dignidad de hijo de Dios, e incorporado al Reino de Dios en el Cuerpo Místico de Cristo. En consecuencia, ha sido dotado por Dios de muchas y variadas prerrogativas: el derecho a la vida, a la integridad corporal, a los medios necesarios para la existencia; el derecho a tender hacia su fin último en el camino que Dios le ha marcado; el derecho de asociación y el derecho a poseer y usar la propiedad.

28. Así como el matrimonio y el derecho a su uso natural son de origen divino, así también la constitución y las prerrogativas fundamentales de la familia están fijadas y determinadas por el Creador. En la Encíclica sobre el matrimonio cristiano [11] y en nuestra otra Encíclica sobre la educación, ya citada, hemos tratado estos temas con bastante extensión.

29. Pero Dios también ha destinado al hombre a la sociedad civil según los dictados de su propia naturaleza. En el plan del Creador, la sociedad es un medio natural que el hombre puede y debe utilizar para alcanzar el fin al que está destinado. La sociedad es para el hombre y no al revés. Esto no debe entenderse en el sentido del individualismo liberalista, que subordina la sociedad al uso egoísta del individuo; sino sólo en el sentido de que mediante la unión orgánica con la sociedad y la colaboración mutua se pone al alcance de todos la consecución de la felicidad terrenal. En otro sentido, es la sociedad la que ofrece las oportunidades para el desarrollo de todos los dones individuales y sociales otorgados a la naturaleza humana. Estos dones naturales tienen un valor que supera los intereses inmediatos del momento, pues en la sociedad reflejan la perfección divina, lo que no sería cierto si el hombre viviera solo. Pero en última instancia, incluso en esta última función, la sociedad está hecha para el hombre, para que pueda reconocer este reflejo de la perfección divina, y referirlo en alabanza y adoración al Creador. Sólo el hombre, la persona humana, y no la sociedad en cualquiera de sus formas, está dotado de razón y de una voluntad moralmente libre.

30. El hombre no puede ser eximido de sus obligaciones impuestas por Dios hacia la sociedad civil, y los representantes de la autoridad tienen derecho a coaccionarle cuando se niega sin razón a cumplir con su deber. La sociedad, por otra parte, no puede defraudar al hombre de los derechos que Dios le ha concedido, los más importantes de los cuales hemos indicado anteriormente. Tampoco puede la sociedad anular sistemáticamente estos derechos haciendo imposible su uso. Por lo tanto, de acuerdo con los dictados de la razón, todas las cosas materiales deben ser ordenadas al hombre como persona, para que a través de su mediación puedan encontrar su camino hacia el Creador. En este sentido podemos aplicar al hombre, a la persona humana, las palabras del Apóstol de las Gentes, que escribe a los Corintios sobre la economía cristiana de la salvación: "Todas las cosas son vuestras, y vosotros sois de Cristo, y Cristo es de Dios" [12] Mientras el comunismo empobrece la personalidad humana invirtiendo los términos de la relación del hombre con la sociedad, ¡a qué elevadas alturas no es elevado el hombre por la razón y la Revelación!

31. Los principios directivos relativos al orden socio-económico han sido expuestos en la Encíclica social de León XIII sobre la cuestión del trabajo [13] Nuestra propia Encíclica sobre la Reconstrucción del Orden Social [14] adaptó estos principios a las necesidades actuales. Luego, insistiendo de nuevo en la antigua doctrina de la Iglesia sobre el carácter individual y social de la propiedad privada, explicamos claramente el derecho y la dignidad del trabajo, las relaciones de ayuda mutua y de colaboración que deben existir entre los que poseen el capital y los que trabajan, el salario debido en estricta justicia al trabajador para sí y para su familia.

32. En esta misma Encíclica nuestra hemos mostrado que los medios para salvar al mundo de hoy de la lamentable ruina en que nos ha sumido un liberalismo moral, no son ni la lucha de clases ni el terror, ni tampoco el abuso autocrático del poder del Estado, sino la infusión de la justicia social y del sentimiento de amor cristiano en el orden socioeconómico. Hemos indicado cómo ha de restablecerse una sana prosperidad según los verdaderos principios de un sistema corporativo sano que respete la adecuada estructura jerárquica de la sociedad; y cómo todos los grupos ocupacionales deben fundirse en una unidad armoniosa inspirada en el principio del bien común. Y la función genuina y principal de la autoridad pública y civil consiste precisamente en promover eficazmente esta armonía y coordinación de todas las fuerzas sociales.

33. En vista de este esfuerzo común organizado para una vida pacífica, la doctrina católica reivindica para el Estado la dignidad y la autoridad de un defensor vigilante y providente de aquellos derechos divinos y humanos en los que tanto insisten las Sagradas Escrituras y los Padres de la Iglesia. No es cierto que todos tengan los mismos derechos en la sociedad civil. No es cierto que no exista una jerarquía social lícita. Baste remitirse a las Encíclicas de León XIII ya citadas, especialmente a la relativa a los poderes del Estado [15] y a la otra sobre la Constitución Cristiana de los Estados [16]. En estos documentos el católico encontrará los principios de la razón y de la Fe claramente explicados, y estos principios le permitirán defenderse de los errores y peligros de una concepción comunista del Estado. La esclavización del hombre despojado de sus derechos, la negación del origen trascendental del Estado y de su autoridad, el horrible abuso del poder público al servicio de un terrorismo colectivista, son todo lo contrario de lo que corresponde a la ética natural y a la voluntad del Creador. Tanto el hombre como la sociedad civil tienen su origen en el Creador, que los ha ordenado mutuamente. De ahí que ninguno de los dos pueda eximirse de sus obligaciones correlativas, ni negar o disminuir los derechos del otro. El Creador mismo ha regulado esta relación mutua en sus líneas fundamentales, y es por una usurpación injusta que el comunismo se arroga el derecho de aplicar, en lugar de la ley divina basada en los principios inmutables de la verdad y la caridad, un programa político partidista que deriva de la voluntad humana arbitraria y está repleto de odio.

34. Al enseñar esta doctrina esclarecedora, la Iglesia no tiene otra intención que la de hacer realidad la alegre noticia cantada por los Ángeles sobre la cueva de Belén en el nacimiento del Redentor: "Gloria a Dios... y... paz a los hombres..." [17], la verdadera paz y la verdadera felicidad, incluso aquí abajo en la medida de lo posible, como preparación para la felicidad del cielo, pero a los hombres de buena voluntad. Esta doctrina está igualmente alejada de todos los extremos del error y de todas las exageraciones de los partidos o sistemas que provienen del error. Mantiene un equilibrio constante de verdad y justicia, que reivindica en la teoría y aplica y promueve en la práctica, poniendo en armonía los derechos y deberes de todas las partes. Así se concilia la autoridad con la libertad, la dignidad del individuo con la del Estado, la personalidad humana del súbdito con la delegación divina del superior; y de este modo se logra un equilibrio entre la debida dependencia y el amor bien ordenado del hombre a sí mismo, a su familia y a su país, y su amor a las demás familias y a los demás pueblos, fundado en el amor a Dios, Padre de todos, su primer principio y último fin. La Iglesia no separa la debida atención al bienestar temporal de la solicitud por el eterno. Si subordina lo primero a lo segundo, según las palabras de su divino Fundador: "Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas se os darán por añadidura" [18], está, sin embargo, tan lejos de despreocuparse de los asuntos humanos, tan lejos de obstaculizar el progreso civil y el avance material, que de hecho los fomenta y promueve del modo más sensato y eficaz. Así, incluso en el campo de la economía social, aunque la Iglesia nunca ha propuesto un sistema técnico definido, ya que no es su campo, sin embargo, ha esbozado claramente los principios rectores que, si bien son susceptibles de variadas aplicaciones concretas según las diversas condiciones de los tiempos y lugares y de los pueblos, indican el camino seguro para asegurar el feliz progreso de la sociedad.

35. La sabiduría y la suprema utilidad de esta doctrina son admitidas por todos los que realmente la entienden. Con razón, destacados estadistas han afirmado que, después de un estudio de diversos sistemas sociales, no han encontrado nada más sólido que los principios expuestos en las Encíclicas Rerum NovarumQuadragesimo Anno. En los países no católicos, incluso en los no cristianos, los hombres reconocen el gran valor para la sociedad de la doctrina social de la Iglesia. Así, hace apenas un mes, un eminente político del Extremo Oriente, no cristiano, no dudó en afirmar públicamente que la Iglesia, con su doctrina de la paz y de la fraternidad cristiana, está aportando una notable contribución a la difícil tarea de establecer y mantener la paz entre las naciones. Finalmente, sabemos, por informaciones fidedignas que llegan a este Centro de la Cristiandad desde todas las partes del mundo, que los mismos comunistas, cuando no están totalmente depravados, reconocen la superioridad de la doctrina social de la Iglesia, cuando se les explica, sobre las doctrinas de sus dirigentes y de sus maestros. Sólo los cegados por la pasión y el odio cierran los ojos a la luz de la verdad y luchan obstinadamente contra ella.

36. Pero los enemigos de la Iglesia, aunque se ven obligados a reconocer la sabiduría de su doctrina, la acusan de no haber actuado conforme a sus principios, y de ahí concluyen la necesidad de buscar otras soluciones. La absoluta falsedad e injusticia de esta acusación queda demostrada por toda la historia del cristianismo. Para referirnos sólo a un rasgo típico, fue el cristianismo el primero en afirmar la fraternidad real y universal de todos los hombres de cualquier raza y condición. Esta doctrina la proclamó con un método, y con una amplitud y convicción, desconocidos para los siglos precedentes; y con ella contribuyó poderosamente a la abolición de la esclavitud. No se trata de una revolución sangrienta, sino que la fuerza interior de su enseñanza hizo que la orgullosa matrona romana viera en su esclava a una hermana en Cristo. Es el cristianismo el que adora al Hijo de Dios, hecho Hombre por amor al hombre, y convertido no sólo en "Hijo de un carpintero", sino en Él mismo en "carpintero" [19] Fue el cristianismo el que elevó el trabajo manual a su verdadera dignidad, mientras que hasta entonces había sido tan despreciado que incluso el moderado Cicerón no dudó en resumir la opinión general de su tiempo con palabras de las que se avergonzaría cualquier sociólogo moderno: "Todos los artesanos se dedican a oficios sórdidos, pues no puede haber nada ennoblecedor en un taller" [20].

37. Fiel a estos principios, la Iglesia ha dado nueva vida a la sociedad humana. Bajo su influencia surgieron prodigiosas organizaciones caritativas, grandes gremios de artesanos y obreros de todo tipo. Estos gremios, ridiculizados como "medievales" por el liberalismo del siglo pasado, reclaman hoy la admiración de nuestros contemporáneos en muchos países que se esfuerzan por revivirlos en alguna forma moderna. Y cuando otros sistemas obstaculizaron su obra y levantaron obstáculos a la saludable influencia de la Iglesia, ella no dejó de advertirles de su error. Basta recordar con qué firmeza y energía constantes Nuestro Predecesor, León XIII, reivindicó para el obrero el derecho a organizarse, que el liberalismo dominante de los Estados más poderosos le negaba implacablemente. También hoy la autoridad de esta doctrina de la Iglesia es mayor de lo que parece; pues la influencia de las ideas en el terreno de los hechos, aunque sea invisible y no se pueda medir fácilmente, tiene sin duda una importancia predominante.

38. Puede decirse con toda verdad que la Iglesia, como Cristo, atraviesa los siglos haciendo el bien a todos. No habría hoy ni socialismo ni comunismo si los gobernantes de las naciones no hubieran despreciado las enseñanzas y las advertencias maternas de la Iglesia. Sobre las bases del liberalismo y del laicismo quisieron construir otros edificios sociales que, por poderosos e imponentes que parecieran al principio, pronto revelaron la debilidad de sus cimientos, y hoy se desmoronan uno tras otro ante nuestros ojos, como debe desmoronarse todo lo que no está cimentado en la única piedra angular que es Cristo Jesús.

39. Esta es, Venerables Hermanos, la doctrina de la Iglesia, la única que, tanto en el campo social como en todos los demás, puede ofrecer verdadera luz y asegurar la salvación frente a la ideología comunista. Pero esta doctrina debe reducirse consecuentemente a la práctica en la vida cotidiana, según la advertencia del Apóstol Santiago: "Sed hacedores de la palabra y no sólo oidores, engañándoos a vosotros mismos" [21]. La necesidad más urgente de la actualidad es, por tanto, la aplicación enérgica y oportuna de remedios que conjuren eficazmente la catástrofe que cada día se hace más amenazante. Abrigamos la firme esperanza de que el fanatismo con que los hijos de las tinieblas trabajan día y noche en su propaganda materialista y atea, sirva al menos para el santo propósito de estimular a los hijos de la luz a un celo semejante y aún mayor por el honor de la Divina Majestad.

40. ¿Qué hay que hacer, pues, qué remedios hay que emplear para defender a Cristo y a la civilización cristiana de este pernicioso enemigo? Como un padre en medio de su familia, quisiéramos hablar muy íntimamente de aquellos deberes que la gran lucha de nuestros días impone a todos los hijos de la Iglesia; y dirigiríamos Nuestra paternal amonestación incluso a aquellos hijos que se han alejado de ella.

41. Como en todos los períodos tormentosos de la historia de la Iglesia, el remedio fundamental reside hoy en una sincera renovación de la vida privada y pública según los principios del Evangelio por parte de todos los que pertenecen al Redil de Cristo, para que sean en verdad la sal de la tierra que preserve a la sociedad humana de la corrupción total.

42. Con el corazón profundamente agradecido al Padre de la Luz, de quien desciende "todo don mejor y todo don perfecto"[22], vemos por todas partes signos consoladores de esta renovación espiritual. La vemos no sólo en tantas almas singularmente escogidas que en estos últimos años se han elevado a las sublimes alturas de la santidad, y en tantas otras que con corazón generoso se encaminan hacia la misma meta luminosa, sino también en el nuevo florecimiento de una piedad profunda y práctica en todas las clases de la sociedad, incluso en las más cultas, como señalamos en Nuestro reciente Motu Proprio In multis solaciis del 28 de octubre pasado, con ocasión de la reorganización de la Pontificia Academia de las Ciencias [23].

43. Sin embargo, no podemos negar que aún queda mucho por hacer en materia de renovación espiritual. Incluso en los países católicos hay todavía demasiados que son católicos apenas más que de nombre. Hay demasiados que cumplen más o menos fielmente las obligaciones más esenciales de la religión que se jactan de profesar, pero no tienen ningún deseo de conocerla mejor, de profundizar en su convicción interior, y menos aún de poner en conformidad con la glosa exterior el esplendor interior de una conciencia recta e inmaculada, que reconoce y cumple todos sus deberes bajo la mirada de Dios. Sabemos cuánto detestaba Nuestro Divino Salvador este espectáculo farisaico vacío, Quien deseaba que todos adoraran al Padre "en espíritu y en verdad" [24]. El católico que no vive real y sinceramente según la fe que profesa, no será por mucho tiempo dueño de sí mismo en estos días en que los vientos de la lucha y de la persecución soplan tan ferozmente, sino que será arrastrado indefenso en este nuevo diluvio que amenaza al mundo. Y así, mientras prepara su propia ruina, expone al ridículo el propio nombre de cristiano.

44. Y aquí queremos, Venerables Hermanos, insistir más particularmente en dos enseñanzas de Nuestro Señor que tienen especial relación con la condición actual del género humano: el desprendimiento de los bienes terrenales y el precepto de la caridad. "Bienaventurados los pobres de espíritu" fueron las primeras palabras que salieron de los labios del Divino Maestro en su sermón de la montaña [25]. Esta lección es más necesaria que nunca en estos días de materialismo sediento de los bienes y placeres de esta tierra. Todos los cristianos, ricos o pobres, deben tener la mirada puesta en el cielo, recordando que "no tenemos aquí una ciudad duradera, sino que buscamos la que ha de venir" [26] Los ricos no deben poner su felicidad en las cosas de la tierra ni gastar sus mejores esfuerzos en la adquisición de las mismas. Más bien, considerándose sólo como administradores de sus bienes terrenales, tengan presente la cuenta que han de rendir de ellos a su Señor y Maestro, y valórenlos como medios preciosos que Dios ha puesto en sus manos para hacer el bien; no dejen, además, de repartir de su abundancia a los pobres, según el precepto evangélico [27]; de lo contrario se verificará de ellos y de sus riquezas la dura condena del Apóstol Santiago: "Id ahora, ricos, llorad y aullad en vuestras miserias que os sobrevendrán. Vuestras riquezas se han corrompido, y vuestros vestidos se han apolillado; vuestro oro y vuestra plata se han enladrillado; y la herrumbre de ellos será un testimonio contra vosotros y comerá vuestra carne como el fuego. Habéis almacenado para vosotros la ira contra los últimos días..." [28]

45. Pero también los pobres, a su vez, mientras se empeñan, según las leyes de la caridad y de la justicia, en adquirir las necesidades de la vida y también en mejorar su condición, deben permanecer siempre "pobres de espíritu" [29] y tener en mayor estima los bienes espirituales que los bienes y los placeres terrenales. Que recuerden que el mundo nunca podrá librarse de la miseria, el dolor y la tribulación, que son la parte incluso de los que parecen más prósperos. La paciencia, por lo tanto, es la necesidad de todos, esa paciencia cristiana que reconforta el corazón con la divina seguridad de la felicidad eterna. "Tened, pues, paciencia, hermanos -repetimos con San Lázaro- hasta la venida del Señor. He aquí que el labrador espera el precioso fruto de la tierra, soportando pacientemente hasta recibir la lluvia temprana y la tardía. Sed, pues, vosotros también pacientes y fortaleced vuestros corazones, porque la venida del Señor está cerca" [30] Sólo así se cumplirá la consoladora promesa del Señor: "¡Bienaventurados los pobres!" Estas palabras no son un vano consuelo, una promesa tan vacía como las de los comunistas. Son palabras de vida, preñadas de una soberana realidad. Se verifican plenamente aquí en la tierra, así como en la eternidad. En efecto, cuántos pobres, en previsión del Reino de los Cielos ya proclamaron el suyo: "porque vuestro es el Reino de los Cielos" [31], encuentran en estas palabras una felicidad que tantos ricos, incómodos con sus riquezas y siempre sedientos de más, buscan en vano.

46. Más importante aún, como remedio para el mal que estamos considerando, o ciertamente más directamente calculado para curarlo, es el precepto de la caridad. Pensamos en esa caridad cristiana, "paciente y bondadosa" [32], que evita toda apariencia de paternalismo degradante, y toda ostentación; esa caridad que desde el principio del cristianismo ganó para Cristo a los más pobres entre los pobres, los esclavos. Y agradecemos a todos los miembros de las asociaciones caritativas, desde las conferencias de San Vicente de Paúl hasta las recientes grandes organizaciones de ayuda, que practican con perseverancia las obras de misericordia espirituales y corporales. Cuanto más se den cuenta los obreros y los pobres de lo que hace por ellos el espíritu de amor animado por la virtud de Cristo, más fácilmente abandonarán la falsa persuasión de que el cristianismo ha perdido su eficacia y de que la Iglesia está del lado de los explotadores de su trabajo.

47. Pero cuando, por una parte, vemos a miles de necesitados, víctimas de una verdadera miseria por diversas causas ajenas a su voluntad, y, por otra, a tantos que los rodean y que gastan enormes sumas de dinero en cosas inútiles y en frívolas diversiones, no podemos dejar de constatar con dolor no sólo que la justicia es poco observada, sino que el precepto de la caridad tampoco es suficientemente apreciado, no es algo vital en la vida cotidiana. Deseamos, pues, Venerables Hermanos, que este divino precepto, esta preciosa señal de identificación dejada por Cristo a sus verdaderos discípulos, sea cada vez más explicada por la pluma y la palabra; este precepto que nos enseña a ver en los que sufren a Cristo mismo, y que quiere que amemos a nuestros hermanos como nuestro divino Salvador nos ha amado, es decir, incluso con el sacrificio de nosotros mismos, y, si es necesario, de nuestra misma vida. Meditemos, pues, todos con frecuencia aquellas palabras de la sentencia final, tan consoladora y a la vez tan aterradora, que el Juez Supremo pronunciará el día del Juicio Final: "Venid, benditos de mi Padre... porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber.... Os aseguro que en cuanto lo hicisteis con uno de estos mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis" [33] Y al revés: "Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno... porque tuve hambre y no me disteis de comer; tuve sed y no me disteis de beber. Os aseguro que mientras no lo hicisteis con uno de estos más pequeños, tampoco lo hicisteis conmigo" [34].

48. Para estar seguros de la vida eterna, por tanto, y poder ayudar eficazmente a los pobres, es imperativo volver a un modo de vida más moderado, renunciar a las alegrías, a menudo pecaminosas, que el mundo de hoy ofrece con tanta abundancia; olvidarse de sí mismo por amor al prójimo. Hay una fuerza regeneradora divina en este "nuevo precepto" (como lo llamó Cristo) de la caridad cristiana [35]: su fiel observancia derramará en el corazón una paz interior que el mundo no conoce, y curará finalmente los males que oprimen a la humanidad.

49. Pero la caridad nunca será verdadera caridad si no tiene en cuenta constantemente la justicia. El Apóstol enseña que "el que ama a su prójimo ha cumplido la ley" y da la razón: "Porque no cometerás adulterio, no matarás, no robarás... y si hay algún otro mandamiento, está comprendido en esta palabra: Amarás a tu prójimo como a ti mismo" [36]. Según el Apóstol, pues, todos los mandamientos, incluso los que son de estricta justicia, como los que nos prohíben matar o robar, pueden reducirse al único precepto de la verdadera caridad. De esto se deduce que una "caridad" que priva al trabajador del salario al que tiene estricto derecho en justicia, no es caridad en absoluto, sino sólo su nombre vacío y su apariencia hueca. El asalariado no debe recibir como limosna lo que le corresponde en justicia. Y que nadie intente con insignificantes donaciones caritativas eximirse de los grandes deberes que impone la justicia. Tanto la justicia como la caridad dictan a menudo obligaciones que tocan la misma materia, pero bajo aspectos diferentes; y la misma dignidad del trabajador le hace justa y agudamente sensible a los deberes de los demás respecto a él.

50. Por eso nos dirigimos de nuevo de manera especial a vosotros, empresarios e industriales cristianos, cuyo problema es a menudo tan difícil por la razón de que cargáis con la pesada herencia de un régimen económico injusto cuya ruinosa influencia se ha dejado sentir a través de muchas generaciones. Os pedimos que seáis conscientes de vuestra responsabilidad. Es desgraciadamente cierto que la manera de actuar de ciertos círculos católicos ha hecho mucho para sacudir la fe de las clases populares en la religión de Jesucristo. Estos grupos se han negado a comprender que la caridad cristiana exige el reconocimiento de ciertos derechos debidos al trabajador, que la Iglesia ha reconocido explícitamente. ¿Qué pensar de la acción de aquellos empresarios católicos que en un lugar lograron impedir la lectura de Nuestra Encíclica Quadragesimo Anno en sus iglesias locales? ¿O de aquellos industriales católicos que hasta hoy se han mostrado hostiles a un movimiento obrero que Nosotros mismos recomendamos? ¿No es deplorable que el derecho de propiedad privada defendido por la Iglesia haya sido utilizado tantas veces como arma para defraudar al obrero su justo salario y sus derechos sociales?

51. En realidad, además de la justicia conmutativa, existe también la justicia social con sus propias obligaciones, de las que no pueden escapar ni los patronos ni los obreros. Ahora bien, es de la esencia misma de la justicia social exigir para cada individuo todo lo necesario para el bien común. Pero así como en el organismo vivo es imposible proveer al bien del conjunto si no se da a cada parte y a cada miembro individual lo que necesita para el ejercicio de sus funciones propias, así también es imposible cuidar el organismo social y el bien de la sociedad como unidad si no se provee a cada parte y a cada miembro individual -es decir, a cada hombre individual en la dignidad de su personalidad humana- de todo lo necesario para el ejercicio de sus funciones sociales. Si se satisface la justicia social, el resultado será una intensa actividad de la vida económica en su conjunto, desarrollada con tranquilidad y orden. Esta actividad será la prueba de la salud del cuerpo social, así como la salud del cuerpo humano se reconoce en la regularidad imperturbable y en la perfecta eficiencia de todo el organismo.

52. Pero no puede decirse que la justicia social esté satisfecha mientras se niegue a los trabajadores un salario que les permita asegurar el sustento adecuado para ellos y para sus familias; mientras se les niegue la oportunidad de adquirir una modesta fortuna y de prevenir la plaga del pauperismo universal; mientras no puedan hacer provisiones adecuadas mediante seguros públicos o privados para la vejez, para los períodos de enfermedad y de desempleo. En una palabra, para repetir lo que se ha dicho en nuestra Encíclica Quadragesimo Anno: "El orden económico y social sólo se establecerá sólidamente y alcanzará sus fines, cuando ofrezca, a todos y a cada uno, todos aquellos bienes que la riqueza y los recursos de la naturaleza, la ciencia técnica y la organización corporativa de los asuntos sociales pueden dar. Estos bienes deben ser suficientes para satisfacer todas las necesidades y comodidades razonables, y para elevar a los hombres a ese nivel de vida superior que, siempre que se utilice con prudencia, no sólo no es un obstáculo, sino que es una ayuda singular para la virtud" [37].

53. Sin embargo, ocurre con demasiada frecuencia, en el sistema salarial, que los empresarios individuales son impotentes para garantizar la justicia, a menos que, con vistas a su práctica, organicen instituciones cuyo objeto sea impedir una competencia incompatible con un trato justo para los trabajadores. Cuando esto es cierto, es deber de los contratistas y de los empleadores apoyar y promover esas organizaciones necesarias como instrumentos normales que les permitan cumplir con sus obligaciones de justicia. Pero también los obreros deben ser conscientes de su deber de amar y tratar con justicia a sus empleadores, y persuadirse de que no hay mejor medio de salvaguardar sus propios intereses.

54. Por lo tanto, si consideramos toda la estructura de la vida económica, como ya hemos señalado en Nuestra Encíclica Quadragesimo Anno, el reino de la colaboración mutua entre la justicia y la caridad en las relaciones socio-económicas sólo puede lograrse mediante un cuerpo de organizaciones profesionales e interprofesionales, construidas sobre bases sólidamente cristianas, que trabajen juntas para realizar, bajo formas adaptadas a los diferentes lugares y circunstancias, lo que se ha llamado la Corporación .

55. Para dar a esta actividad social una mayor eficacia, es necesario promover un estudio más amplio de los problemas sociales a la luz de la doctrina de la Iglesia y bajo la égida de su autoridad constituida. Si el modo de actuar de algunos católicos en el campo socio-económico ha dejado mucho que desear, ello se ha debido muchas veces a que no han conocido y ponderado suficientemente las enseñanzas de los Sumos Pontífices sobre estas cuestiones. Por lo tanto, es de suma importancia fomentar en todas las clases de la sociedad un programa intensivo de educación social adaptado a los diversos grados de cultura intelectual. Es necesario, con todo cuidado y diligencia, procurar la mayor difusión posible de las enseñanzas de la Iglesia, incluso entre las clases trabajadoras. Hay que iluminar las mentes de los hombres con la luz segura de la enseñanza católica, y atraer sus voluntades para que la sigan y la apliquen como norma de vida recta en el cumplimiento consciente de sus múltiples deberes sociales. Así se opondrán a esa incoherencia y discontinuidad de la vida cristiana que tantas veces hemos lamentado. Porque hay algunos que, siendo exteriormente fieles a la práctica de su religión, en el campo del trabajo y de la industria, en las profesiones, en el comercio y en los negocios, permiten una deplorable escisión en su conciencia, y viven una vida demasiado poco conforme con los claros principios de la justicia y de la caridad cristiana. Tales vidas son un escándalo para los débiles, y para los maliciosos un pretexto para desacreditar a la Iglesia.

56. En esta renovación la prensa católica puede desempeñar un papel destacado. Su principal deber es fomentar, de diversas formas atractivas, una comprensión cada vez mejor de la doctrina social. También debe proporcionar una información precisa y completa sobre la actividad del enemigo y sobre los medios de resistencia que han resultado más eficaces en los diversos sectores. Debe ofrecer sugerencias útiles y advertir contra los insidiosos engaños con los que los comunistas se esfuerzan, con demasiado éxito, en atraer incluso a los hombres de buena fe.

57. Sobre este punto ya hemos insistido en Nuestra Alocución del 12 de mayo del año pasado, pero creemos que es un deber de especial urgencia, Venerables Hermanos, llamar de nuevo vuestra atención sobre él. Al principio el comunismo se mostró como lo que era en toda su perversidad; pero muy pronto se dio cuenta de que así alienaba al pueblo. Por lo tanto, ha cambiado su táctica, y se esfuerza por atraer a las multitudes mediante engaños de diversas formas, ocultando sus verdaderos designios detrás de ideas que en sí mismas son buenas y atractivas. Así, conscientes del deseo universal de paz, los dirigentes del comunismo pretenden ser los más celosos promotores y propagandistas del movimiento por la amistad mundial. Sin embargo, al mismo tiempo, suscitan una guerra de clases que hace correr ríos de sangre y, al darse cuenta de que su sistema no ofrece ninguna garantía interna de paz, recurren a un armamento ilimitado. Bajo diversos nombres que no sugieren el comunismo, crean organizaciones y publicaciones periódicas con el único propósito de llevar sus ideas a sectores que de otro modo serían inaccesibles. Intentan pérfidamente abrirse camino incluso en organizaciones profesamente católicas y religiosas. Además, sin apartarse un ápice de sus principios subversivos, invitan a los católicos a colaborar con ellos en el ámbito del llamado humanitarismo y la caridad; y a veces incluso hacen propuestas que están en perfecta armonía con el espíritu cristiano y la doctrina de la Iglesia. En otros lugares llevan su hipocresía hasta el punto de alentar la creencia de que el comunismo, en los países donde la fe y la cultura están más arraigadas, asumirá otra forma mucho más suave. No interferirá con la práctica de la religión. Respetará la libertad de conciencia. Hay incluso quienes se refieren a ciertos cambios introducidos recientemente en la legislación soviética como una prueba de que el comunismo está a punto de abandonar su programa de guerra contra Dios.

58. Velad, venerables hermanos, para que los fieles no se dejen engañar. El comunismo es intrínsecamente malo, y nadie que quiera salvar la civilización cristiana puede colaborar con él en ninguna empresa. Los que se dejen engañar para prestar su ayuda al triunfo del comunismo en su propio país, serán los primeros en caer víctimas de su error. Y cuanto más grande sea la antigüedad y la grandeza de la civilización cristiana en las regiones donde el comunismo penetre con éxito, tanto más devastador será el odio desplegado por los impíos.

59. Pero "si el Señor no guarda la ciudad, en vano vigila quien la guarda" [38]. Por eso, como último y más eficaz remedio, os recomendamos, Venerables Hermanos, que en vuestras Diócesis utilicéis los medios más prácticos para fomentar e intensificar el espíritu de oración unido a la penitencia cristiana. Cuando los Apóstoles preguntaron al Salvador por qué no habían podido expulsar el espíritu maligno de un endemoniado, Nuestro Señor respondió: "Esta clase no se expulsa sino con la oración y el ayuno" [39]. Pedimos especialmente a las Órdenes Contemplativas, hombres y mujeres, que redoblen sus oraciones y sacrificios para obtener del cielo una ayuda eficaz para la Iglesia en la presente lucha. Que imploren también la poderosa intercesión de la Virgen Inmaculada que, habiendo aplastado la cabeza de la serpiente de antaño, sigue siendo la segura protectora y el invencible "Auxilio de los cristianos".

60. Para aplicar los remedios así brevemente indicados a la tarea de la salvación del mundo, tal como la hemos trazado más arriba, Jesucristo, nuestro divino Rey, ha elegido a los sacerdotes como ministros y mensajeros de primera línea de su Evangelio. A ellos les corresponde el deber, asignado por una vocación especial, bajo la dirección de sus Obispos y en obediencia filial al Vicario de Cristo en la tierra, de mantener encendida en el mundo la antorcha de la Fe, y de llenar los corazones de los Fieles con esa confianza sobrenatural que ha ayudado a la Iglesia a luchar y ganar tantas otras batallas en nombre de Cristo: "Esta es la victoria que vence al mundo, nuestra Fe" [40].

61. A los sacerdotes os recomendamos de nuevo el consejo, tantas veces repetido, de Nuestro Predecesor, León XIII, de ir al obrero. Hacemos nuestro este consejo y, fieles a las enseñanzas de Jesucristo y de su Iglesia, lo completamos así "Id al obrero, especialmente donde es pobre; y en general, id a los pobres". Es evidente que los pobres están más expuestos que los demás a las artimañas de los agitadores que, aprovechando su extrema necesidad, encienden sus corazones a la envidia de los ricos y les instan a apoderarse por la fuerza de lo que la fortuna parece haberles negado injustamente. Si el sacerdote no va al obrero y al pobre, para advertirles o desengañarles de los prejuicios y de las falsas teorías, se convertirán en presa fácil de los apóstoles del comunismo.

62. Es indudable que se ha hecho mucho en este sentido, sobre todo después de la publicación de las Encíclicas Rerum Novarum y Quadragesimo Anno. Nos complace expresar Nuestra paternal aprobación de la celosa actividad pastoral manifestada por tantos Obispos y sacerdotes que, con la debida prudencia y cautela, han proyectado y aplicado nuevos métodos de apostolado más adaptados a las necesidades modernas. Pero para la solución de nuestro problema actual, todo este esfuerzo sigue siendo insuficiente. Cuando nuestro país está en peligro, todo lo que no es estrictamente necesario, todo lo que no tiene que ver directamente con la cuestión urgente de la defensa unificada, pasa a un segundo plano. Así debemos actuar en la crisis actual. Cualquier otra empresa, por atractiva y útil que sea, debe ceder ante la necesidad vital de proteger el fundamento mismo de la Fe y de la civilización cristiana. Que nuestros párrocos, por lo tanto, sin dejar de atender las necesidades normales de los fieles, dediquen la mayor parte de sus esfuerzos y de su celo a reconquistar para Cristo y para su Iglesia a las masas trabajadoras. Que trabajen para infundir el espíritu cristiano en los sectores donde menos se siente. La respuesta voluntaria de las masas, y los resultados que superan sus expectativas, no dejarán de recompensarles por su esforzada labor de pioneros. Esta ha sido y sigue siendo nuestra experiencia en Roma y en otras capitales, donde se están formando celosas comunidades parroquiales a medida que se construyen nuevas iglesias en los barrios de la periferia, y se están obrando verdaderos milagros en la conversión de personas cuya hostilidad a la religión se ha debido únicamente al hecho de no conocerla.

63. Pero el medio más eficaz de apostolado entre los pobres y humildes es el ejemplo del sacerdote, la práctica de todas aquellas virtudes sacerdotales que hemos descrito en Nuestra Encíclica Ad Catholici Sacerdotii [41]. Sin embargo, es especialmente necesario para la situación actual el ejemplo luminoso de una vida humilde, pobre y desinteresada, a imitación de un Divino Maestro que pudo decir al mundo con divina sencillez: "Las zorras tienen madrigueras y las aves del cielo nidos, pero el Hijo del Hombre no tiene dónde reclinar la cabeza" [42]. Un sacerdote realmente pobre y desinteresado en el sentido evangélico puede hacer entre su rebaño maravillas que recuerdan a un San Vicente de Paúl, a un Cura de Ars, a un Cottolengo, a un Don Bosco y a tantos otros; mientras que un sacerdote avaro y egoísta, como hemos señalado en la citada Encíclica, aunque no se precipite con Judas al abismo de la traición, nunca será más que un "metal que suena" y un "címbalo que tintinea" [43]. En efecto, con demasiada frecuencia será un obstáculo más que un instrumento de gracia en medio de su pueblo. Además, cuando un sacerdote secular o un religioso está obligado por su oficio a administrar los bienes temporales, recuerde que no sólo debe observar escrupulosamente todo lo que la caridad y la justicia prescriben, sino que tiene una obligación especial de comportarse en verdad como un padre de los pobres.

64. Después de este llamamiento al clero, extendemos Nuestra paternal invitación a Nuestros queridos hijos entre los laicos que están dando la batalla en las filas de la Acción Católica. En otra ocasión [44] hemos llamado a este movimiento tan querido por Nuestro corazón "una ayuda particularmente providencial" en la obra de la Iglesia en estos tiempos difíciles. La Acción Católica es, en efecto, también un apostolado social, en la medida en que su objeto es difundir el Reino de Jesucristo no sólo entre los individuos, sino también en las familias y en la sociedad. Por lo tanto, debe tener como objetivo principal formar a sus miembros con especial cuidado y prepararlos para luchar en las batallas del Señor. Esta tarea de formación, hoy más urgente e indispensable que nunca, que debe preceder siempre a la acción directa sobre el terreno, será servida, sin duda, por los círculos de estudio, las conferencias, los cursillos y las diversas actividades emprendidas con el fin de dar a conocer la solución cristiana del problema social.

65. Los dirigentes militantes de la Acción Católica, debidamente preparados y armados, serán los primeros e inmediatos apóstoles de sus compañeros de trabajo. Serán una ayuda inestimable para que el sacerdote lleve la antorcha de la verdad y alivie los graves sufrimientos espirituales y materiales, en muchos sectores donde el inveterado prejuicio anticlerical o la deplorable indiferencia religiosa han demostrado ser un obstáculo constante para la actividad pastoral de los ministros de Dios. Así colaborarán, bajo la dirección de sacerdotes especialmente cualificados, en esa obra de auxilio espiritual a las clases trabajadoras en la que ponemos tanto empeño, porque es el medio mejor calculado para salvar a estos, Nuestros amados hijos, de las trampas del comunismo.

66. Además de este apostolado individual que, aunque útil y eficaz, pasa a menudo desapercibido, la Acción Católica debe organizar una propaganda en gran escala para difundir el conocimiento de los principios fundamentales sobre los que, según los documentos pontificios, debe edificarse un Orden Social Cristiano.

67. Junto a la Acción Católica están los grupos que Nosotros hemos tenido a bien llamar sus fuerzas auxiliares. Con paternal afecto exhortamos también a estas valiosas organizaciones a dedicarse a la gran misión de la que venimos tratando, causa que hoy trasciende en importancia vital a todas las demás.

68. Pensamos igualmente en las asociaciones de obreros, de campesinos, de técnicos, de médicos, de empresarios, de estudiantes y otras de carácter similar, grupos de hombres y mujeres que viven en el mismo ambiente cultural y comparten el mismo modo de vida. Precisamente estos grupos y organizaciones están destinados a introducir en la sociedad aquel orden que hemos previsto en Nuestra Encíclica Quadragesimo Anno y a difundir así en los vastos y diversos campos de la cultura y del trabajo el reconocimiento del Reino de Cristo.

69. Aun en los casos en que el Estado, a causa de la evolución de las condiciones sociales y económicas, se ha sentido obligado a intervenir directamente para ayudar y regular tales organizaciones mediante disposiciones legislativas especiales, suponiendo siempre el necesario respeto a la libertad y a la iniciativa privada, la Acción Católica no puede alegar esta circunstancia como excusa para abandonar el campo. Sus miembros deben contribuir con prudencia e inteligencia al estudio de los problemas del momento a la luz de la doctrina católica. Deben participar leal y generosamente en la formación de las nuevas instituciones, aportando a ellas el espíritu cristiano que es el principio básico del orden allí donde los hombres trabajan juntos en armonía fraterna.

70. Aquí quisiéramos dirigir una palabra particularmente afectuosa a nuestros obreros católicos, jóvenes y viejos. A ellos se les ha encomendado, tal vez como premio a su fidelidad, a menudo heroica, en estos días de prueba, una misión noble y ardua. Bajo la dirección de sus Obispos y Sacerdotes, deben devolver a la Iglesia y a Dios a las inmensas multitudes de sus hermanos obreros que, por no haber sido comprendidos o tratados con el respeto que les corresponde, se han alejado con amargura de Dios. Que los obreros católicos muestren a estos hermanos errantes, con la palabra y el ejemplo, que la Iglesia es una tierna Madre para todos los que trabajan y sufren, y que nunca ha faltado, ni faltará, a su sagrado deber maternal de proteger a sus hijos. Si esta misión, que debe cumplirse en las minas, en las fábricas, en los talleres, dondequiera que se trabaje, exige a veces grandes sacrificios, nuestros obreros recordarán que el Salvador del mundo les ha dado ejemplo no sólo de trabajo, sino de inmolación.

71. A todos Nuestros hijos, en fin, de todos los rangos sociales y de todas las naciones, a todas las organizaciones religiosas y laicas de la Iglesia, hacemos otro y más urgente llamamiento a la unión. Muchas veces Nuestro corazón paternal se ha entristecido por las divergencias -a menudo ociosas en sus causas, siempre trágicas en sus consecuencias- que ponen en campos opuestos a los hijos de la misma Madre Iglesia. Así es como los radicales, que no son muy numerosos, aprovechando esta discordia, son capaces de agudizarla, y terminan enfrentando a los católicos entre sí. A la vista de los acontecimientos de los últimos meses, nuestra advertencia debe parecer superflua. Sin embargo, la repetimos una vez más, para aquellos que no han entendido, o tal vez no quieren entender. Aquellos que se dedican a propagar la disensión entre los católicos asumen una terrible responsabilidad ante Dios y la Iglesia.

72. Pero en esta batalla unida por las potencias de las tinieblas contra la idea misma de la Divinidad, es Nuestro deseo que, además de la hueste que se gloría en el nombre de Cristo, tomen parte decisiva todos aquellos -y son la inmensa mayoría de la humanidad- que todavía creen en Dios y le rinden homenaje. Por lo tanto, renovamos la invitación que les hicimos hace cinco años en Nuestra Encíclica Caritate Christi, invocando su leal y cordial colaboración "para alejar de la humanidad el gran peligro que amenaza a todos por igual". Puesto que, como dijimos entonces, "la creencia en Dios es el fundamento inconmovible de todo orden social y de toda responsabilidad en la tierra, se deduce que todos los que no quieren la anarquía y el terrorismo deben tomar medidas enérgicas para impedir que los enemigos de la religión alcancen el objetivo que tan descaradamente han proclamado al mundo" [45].

73. Tal es la tarea positiva, que abarca a la vez la teoría y la práctica, que la Iglesia emprende en virtud de la misión, que le ha sido confiada por Cristo, de construir una sociedad cristiana y, en nuestra época, de resistir hasta la victoria los ataques del comunismo. El Estado cristiano tiene el deber de participar activamente en esta empresa espiritual de la Iglesia, ayudándola con los medios que tiene a su alcance, que aunque sean dispositivos externos, tienen sin embargo como objeto principal el bien de las almas.

74. Esto significa que los Estados deben ejercer toda la diligencia para impedir en sus territorios los estragos de una campaña anti-Dios que sacuda la sociedad hasta sus cimientos. Porque no puede haber autoridad en la tierra si no se reconoce la autoridad de la Divina Majestad; ningún juramento será vinculante si no se hace en el Nombre del Dios vivo. Repetimos lo que hemos dicho con frecuente insistencia en el pasado, especialmente en Nuestra Encíclica Caritate Christi: "¿Cómo puede mantenerse ningún contrato, y qué valor puede tener ningún tratado, en el que falte toda garantía de conciencia? ¿Y cómo se puede hablar de garantías de conciencia cuando ha desaparecido toda fe en Dios y todo temor de Dios? Quitad esta base, y con ella cae toda la ley moral, y no queda ningún remedio para detener la destrucción gradual pero inevitable de los pueblos, de las familias, del Estado, de la civilización misma" [46].

75. Asimismo, debe ser el cuidado especial del Estado crear aquellas condiciones materiales de vida sin las cuales no puede existir una sociedad ordenada. El Estado debe tomar todas las medidas necesarias para proporcionar empleo, especialmente a los jefes de familia y a los jóvenes. Para lograr este fin exigido por las apremiantes necesidades del bienestar común, las clases acomodadas deben ser inducidas a asumir aquellas cargas sin las cuales la sociedad humana no puede salvarse ni ellos mismos permanecer seguros. Sin embargo, las medidas tomadas por el Estado con este fin deben ser de tal naturaleza que afecten realmente a aquellos que poseen realmente más que su cuota de recursos de capital, y que continúan acumulándolos en grave detrimento de los demás.

76. El propio Estado, consciente de su responsabilidad ante Dios y la sociedad, debe ser un modelo de prudencia y sobriedad en la administración de la colectividad. Hoy más que nunca la aguda crisis mundial exige que quienes disponen de inmensos fondos, acumulados con el sudor y el trabajo de millones de personas, tengan constante y singularmente presente el bien común. Los funcionarios del Estado y todos los empleados están obligados en conciencia a desempeñar sus funciones con fidelidad y desinterés, imitando el brillante ejemplo de los hombres ilustres del pasado y de nuestros días, que con una labor incansable lo sacrificaron todo por el bien de su país. En las relaciones comerciales internacionales, que se empleen seductoramente todos los medios para la eliminación de esas barreras artificiales a la vida económica que son los efectos de la desconfianza y el odio. Todos deben recordar que los pueblos de la tierra forman una sola familia en Dios.

77. Al mismo tiempo, el Estado debe dejar a la Iglesia plena libertad para cumplir su misión divina y espiritual, y esto será en sí mismo una contribución eficaz al rescate de las naciones del terrible tormento de la hora actual. En todas partes se apela hoy con ansiedad a las fuerzas morales y espirituales; y con razón, pues el mal que debemos combatir es en su origen principalmente un mal de orden espiritual. De esta fuente contaminada fluyen con lógica satánica las monstruosas emanaciones del sistema comunista. Ahora bien, la Iglesia católica es indudablemente preeminente entre las fuerzas morales y religiosas de hoy. Por lo tanto, el bien mismo de la humanidad exige que se permita que su trabajo continúe sin obstáculos.

78. Los que actúan de otro modo y, al mismo tiempo, pretenden caprichosamente alcanzar su objetivo con medios puramente políticos o económicos, están en las garras de un peligroso error. Cuando se destierra la religión de la escuela, de la educación y de la vida pública, cuando se ridiculiza a los representantes del cristianismo y de sus ritos sagrados, ¿no se está fomentando realmente el materialismo que es el terreno fértil del comunismo? Ni la fuerza, por muy bien organizada que esté, ni los ideales terrenales por muy elevados o nobles que sean, pueden controlar un movimiento cuyas raíces están en la excesiva estima de los bienes de este mundo.

79. Confiamos en que los gobernantes de las naciones, conscientes del extremo peligro que amenaza hoy a todos los pueblos, se convenzan cada vez más de su supremo deber de no obstaculizar a la Iglesia en el cumplimiento de su misión. Esto es tanto más imperativo cuanto que, teniendo en cuenta que esta misión tiene por objeto la felicidad del hombre en el cielo, no puede sino promover su verdadera felicidad en el tiempo.

80. No podemos concluir esta Carta Encíclica sin dirigir algunas palabras a aquellos de Nuestros hijos que están más o menos contaminados por la plaga comunista. Les exhortamos encarecidamente a que escuchen la voz de su Padre amoroso. Pedimos al Señor que los ilumine para que abandonen el camino resbaladizo que precipitará a todos y cada uno a la ruina y a la catástrofe, y que reconozcan que Jesucristo, Nuestro Señor, es su único Salvador: "Porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, por el que podamos salvarnos" [47].

81. Para acelerar el advenimiento de esa "paz de Cristo en el reino de Cristo" [48] tan ardientemente deseada por todos, ponemos la vasta campaña de la Iglesia contra el comunismo mundial bajo el estandarte de San José, su poderoso Protector. Pertenece a la clase obrera, y soportó las cargas de la pobreza por sí mismo y por la Sagrada Familia, de la que fue su tierna y vigilante cabeza. A él se le confió el Divino Niño cuando Herodes soltó a sus asesinos contra Él. En una vida de fiel cumplimiento de los deberes cotidianos, dejó un ejemplo para todos los que deben ganarse el pan con el trabajo de sus manos. Ganó para sí el título de "El Justo", sirviendo así de modelo vivo de esa justicia cristiana que debe reinar en la vida social.

82. Nos, levantando la mirada, vigorizada por la virtud de la fe, creemos ya ver los nuevos cielos y la nueva tierra de que habla nuestro primer antecesor, San Pedro (49). Y mientras las promesas de los falsos profetas de un paraíso terrestre se disipan entre crímenes sangrientos y dolorosos, resuena desde el ciclo con alegría profunda la gran profecía apocalíptica del Redentor del mundo: He aquí que hago nuevas todas las cosas (50).

No nos queda otra cosa, Venerables Hermanos, que elevar nuestras manos paternas y hacer descender sobre vosotros, sobre vuestro clero y pueblo, sobre la gran familia católica, la bendición apostólica.

Dado en Roma, junto a San Pedro, en la fiesta de San José, Patrono de la Iglesia universal, el día 19 de marzo de 1937, año decimosexto de nuestro pontificado.

PÍO XI


Notas

[1] Pío IX, Enc. Qui pluribus, 9 de noviembre de 1846 (Acta Pii IX, vol.I, p.13). Cf. Syllabus  c.4: ASS 3 (1865)

[2] León XIII, Encl. Quod Apostolici Muneris, 28 de diciembre de 1878

[3] Pío XI, Aloc. Nostis qua, 18 de diciembre de 1924

[4] Enc.  Miserentissimus Redemptor8 de mayo de 1928: AAS 20 (1928) 165-178.

[5] Enc. Quadragesimo Anno15 de mayo de 1931: AAS 23 (1931) 177-228.

[6] Enc. Caritate Christi, 3 de mayo de 1932: AAS 24 (1932) 177-194.

[7] Enc. Acerba Animi29 de septiembre de 1932: AAS 24 (1932) 331-332.

[8] Enc. Dilectissima Nobis, 3 de junio de 1933: AAS 25 (1937) 261-274.

[9] II Tesalonicenses 2: 4

[10] Enc. Divini illius Magistri, 31 de diciembre de 1929: AAS 22 (1930)

[11] Enc. Casti connubii, 31 de diciembre de 1930: AAS 22 (1930)

[12] I Corintios , III, 23.

[13] Enc. Rerum Novarum, 15 de mayo de 1891 (Acta Leonis XIII, vol. IV, p.177-209).

[14] Enc. Quadragesimo Anno, 15 de mayo de 1931: AAS 23 (1931), p.177-288.

[15] Enc. Diuturnum illud, 20 de junio de 1881 (Acta Leonis XIII, vol. I, p.210-222)

[16] Enc. Immortale Dei, 1 de noviembre de 18856, (Acta Leonis XIII, vol. II, p.146-168)

[17] San Lucas, 11, 14.

[18] San Mateo, VI, 33.

[19] Cf. San Mateo, XIII, 55: San Marcos, Vl, 3.

[20] Cicerón, De Officiis, Bk. I, c. 42.

[21] Santiago, I, 22.

[22] Santiago, I, 17.

[23] AAS, vol. XXVIII (1936); págs. 421424.

[24] San Juan, IV, 23.

[25] San Mateo, V, 3.

[26] Hebreos, XIII, 14.

[27] San Lucas, Xl, 41

[28] Santiago, V, 1-3.

[29] San Mateo, V, 3.

[30] Santiago, V, 7, 8.

[31] San Lucas, VI, 20.

[32] I Corintios , XIII, 4.

[33] San Mateo, XXV, 34-40.

[34] San Mateo, XXV, 41-45.

[35] San Juan, XIII, 34.

[36] Romanos, XIII, 8, 9.

[37] Enc. Quadragesimo anno, 15 de mayo de 1931

[38] Salmos, CXXVI, 1.

[39] San Mateo, XVII, 20

[40] I Epist. San Juan, V, 4.

[41] Enc. Ad Catholici Sacerdotii20 de diciembre de 1935, AAS, vol. XXVIII (1936), págs. 5-53. 

[42] 42. San Mateo, VIII, 20.

[43] I Corintios, XIII, 1.

[44] 12 de mayo de 1936.

[45] Enc. Caritate Christi, 3 de mayo de 1932: AAS 24 (1932) 

[46] Enc. Caritate Christi, 3 de mayo de 1932: AAS 24 (1932) 

[47] Hechos, IV, 12.

[48] Enc. Ubi Arcano, 23 de diciembre de 1922

[49] II Epist. San Pedro, III, 13; cf. Isaias, LXV, 17 y LXVI, 22; Apoc., XXI, 1.

[50] Apoc. XXI, 5.



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