ALOCUCIÓN
NOVOS ET ANTE
DEL SUMO PONTÍFICE
PÍO IX
Venerables Hermanos:
Nos vemos de nuevo obligados, Venerables Hermanos, a deplorar con increíble dolor, o más bien con angustia en Nuestra alma, y a detestar los nuevos y hasta ahora inauditos ataques cometidos por el Gobierno Subalpino contra Nosotros, esta Sede Apostólica y la Iglesia Católica. Este Gobierno, como sabéis, abusando de la victoria que, con la ayuda de una gran y belicosa nación, sacó de una desastrosísima guerra, extendió su reinado en Italia contra todo derecho divino y humano, indujo a los pueblos a la rebelión y, habiendo expulsado a los legítimos Príncipes de sus dominios con gran injusticia, invadió y usurpó con inicua y decidida osadía sacrílega algunas provincias de Nuestro Estado Pontificio en Emilia.
Ahora, mientras todo el mundo católico, respondiendo a nuestras justísimas y gravísimas quejas, no cesa de clamar contra esta impía usurpación, el mismo gobierno decidió apoderarse de las otras provincias de esta Santa Sede, situadas en Piceno, Umbría y Patrimonio. Pero viendo que los pueblos de esas provincias gozaban de perfecta tranquilidad y estaban fielmente unidos a Nosotros, y que no podían ser enajenados o separados del dominio civil de esta Santa Sede mediante el uso de grandes sumas de dinero u otros medios malvados, desató sobre esas provincias no sólo bandas de hombres malvados para suscitar la agitación y la sedición, sino también su propio y numeroso ejército para someterlos con el ímpetu de la guerra y la fuerza de las armas.
Bien sabéis, Venerables Hermanos, la impúdica carta que el Gobierno Subalpino escribió en defensa de sus latrocinios a Nuestro Cardenal Secretario de Estado; en la que no se avergonzaba de anunciar que había dado órdenes a sus tropas de ocupar las citadas provincias, si no se despedía a los extranjeros alistados en Nuestro pequeño ejército, que se había reunido para proteger la tranquilidad de los Estados Pontificios y sus pueblos. Y no ignore el hecho de que las mismas provincias fueron invadidas por las tropas subalpinas casi al mismo tiempo que se recibió esa carta.
Bien sabéis, Venerables Hermanos, la impúdica carta que el Gobierno Subalpino escribió en defensa de sus latrocinios a Nuestro Cardenal Secretario de Estado; en la que no se avergonzaba de anunciar que había dado órdenes a sus tropas de ocupar las citadas provincias, si no se despedía a los extranjeros alistados en Nuestro pequeño ejército, que se había reunido para proteger la tranquilidad de los Estados Pontificios y sus pueblos. Y no ignore el hecho de que las mismas provincias fueron invadidas por las tropas subalpinas casi al mismo tiempo que se recibió esa carta.
Ciertamente, nadie puede dejar de sentirse altamente perturbado e indignado ante las mentirosas acusaciones y las diversas calumnias e injurias con las que el citado Gobierno no se avergüenza de encubrir su hostil e impía agresión, y de investir a Nuestro Gobierno. ¿Y quién no se asombrará enormemente al oír que nuestro Gobierno es reprendido por haber alistado a extranjeros en nuestro ejército, cuando todo el mundo sabe que a ningún Gobierno legítimo se le puede negar el derecho a alistar a extranjeros en sus filas? Este derecho pertenece con mayor razón a Nuestro Gobierno y a esta Santa Sede, ya que el Romano Pontífice, siendo el Padre común de todos los católicos, no puede sino acoger de buen grado a todos sus hijos que, movidos por un espíritu de Religión, deseen servir en las filas pontificias y contribuir así a la defensa de la Iglesia. Y aquí creemos oportuno observar que esta reunión de católicos extranjeros fue especialmente provocada por la incorrección de quienes atacaron el Principado civil de esta Santa Sede. Pues nadie ignora cuánta indignación y dolor se agitó el mundo católico en cuanto supo que se había cometido una agresión tan impía e injusta contra el dominio civil de esta Sede Apostólica. De ahí que un gran número de fieles de diversas partes del mundo cristiano, por su propio impulso y con gran presteza, acudieran a nuestras posesiones pontificias, y dieran sus nombres a nuestra milicia, para defender valientemente nuestros derechos y los de esta Santa Sede.
Con singular malicia, pues, el Gobierno subalpino no se avergüenza de calumniar a estos guerreros como mercenarios, cuando no pocos de ellos, tanto nativos como extranjeros, son de noble estirpe y notables por sus ilustres apellidos, y, motivados sólo por el amor a la Religión, quisieron, sin salario alguno, servir en Nuestras filas.
El Gobierno subalpino tampoco desconoce con qué fe e integridad se comporta nuestro ejército, mientras sabe muy bien que todas las artimañas fraudulentas que ha utilizado para corromper a nuestra milicia han sido en vano. Tampoco es necesario que nos detengamos a refutar la acusación de salvajismo que se ha lanzado deshonestamente contra nuestro ejército, sin que los detractores puedan probarlo; pues tal acusación puede volverse justamente contra ellos, como lo demuestran claramente los espeluznantes anuncios de los generales del ejército subalpino.
Ahora bien, aquí cabe señalar que nuestro Gobierno no podía sospechar en absoluto de tal invasión hostil, pues se le aseguró que las tropas piamontesas se acercaban a nuestro territorio no con la intención de invadirlo, sino, por el contrario, para alejar a las bandas de agitadores. Por ello, el comandante supremo de Nuestra milicia no podía ni pensar en enfrentarse al ejército piamontés en una batalla. Pero cuando, más allá de toda expectativa, ya que las cosas habían cambiado perversamente, se dio cuenta de la invasión enemiga de ese ejército, que ciertamente prevalecía en gran medida por el número de combatientes y el poder de sus armas, tomó la sabia decisión de retirarse a Ancona, con su fortaleza, para que Nuestros soldados no se expusieran al peligro tan fácil de sucumbir. Pero como las filas enemigas le cortaron el paso, se vio obligado a abrirse paso con todos sus hombres.
Por otra parte, si bien alabamos debidamente y con todo merecimiento al mencionado comandante supremo de nuestra milicia, y a los capitanes y soldados, que, asaltados repentinamente y presionados por todas partes por el enemigo, aunque de número y fuerza muy desiguales, lucharon con ahínco por la causa de Dios, de la Iglesia y de esta Sede Apostólica, y por la justicia, apenas podemos contener nuestras lágrimas al saber cuántos valientes soldados, y principalmente los jóvenes más escogidos, que con corazón verdaderamente religioso y noble se habían lanzado a defender el Principado civil de la Iglesia, de esta Sede Apostólica y de la justicia, se extinguieron en esta invasión injusta y cruel.
Todavía estamos profundamente afligidos por el luto que ha caído sobre sus familias; y ¡que Dios nos conceda secar sus lágrimas con Nuestras palabras! Confiamos, sin embargo, en que la honrosísima mención que aquí hacemos de sus difuntos hijos y nueras, les sirva de no poco consuelo y de consuelo por el ejemplo verdaderamente espléndido que dieron, con gloria inmortal de su nombre, al mundo cristiano de exaltada fidelidad, piedad y amor hacia Nosotros y hacia esta Santa Sede. Y ciertamente nos reconforta la esperanza de que todos los que tuvieron una muerte tan gloriosa por la causa de la Iglesia obtengan esa paz y felicidad eternas que para ellos invocamos y nunca dejaremos de invocar a Dios Altísimo. También aquí recordamos con la debida alabanza a nuestros queridos hijos, los Presidentes de las provincias, y especialmente a los de Urbino y Pesaro, y a los de Spoleto, que en estos tristes acontecimientos de los tiempos cumplieron su cargo con solicitud y constancia.
Por lo tanto, Venerables Hermanos, ¿quién podrá tolerar la notable impudicia e hipocresía con la que los asaltantes más inicuos no dudan en afirmar en sus anuncios que entran en nuestras provincias, y en las demás provincias de Italia, para restablecer los principios del orden moral? Y esto lo afirman descaradamente personas que, habiendo librado durante mucho tiempo una guerra feroz contra la Iglesia Católica, sus ministros y sus bienes, y sin tener en cuenta las leyes y censuras eclesiásticas, se han atrevido a meter en la cárcel a Cardenales de la Santa Iglesia Romana y a respetadísimos Obispos y a los hombres más encomiables de ambos cleros; se han atrevido a expulsar a las familias religiosas de sus claustros, a dilapidar los bienes de la Iglesia y a poner patas arriba el Principado civil de esta Santa Sede. ¿Restablecerán los principios mismos del orden moral quienes abren escuelas públicas a toda falsa doctrina, e incluso a casas públicas de prostitución? ¿De aquellos que con escritos abominables y espectáculos teatrales se empeñan en ofender y burlarse de la veracidad, la modestia, la honestidad y la virtud, y en mofarse y despreciar los Misterios, los Sacramentos, los preceptos, las instituciones, los Ministros sagrados, los ritos, las sacrosantas ceremonias de nuestra divina Religión, para alejar del mundo toda razón de justicia y sacudir y derribar los fundamentos tanto de la Religión como de la sociedad civil?
Por eso, ante esta agresión y ocupación tan injusta, tan hostil y horrenda de nuestro Principado civil y de esta Santa Sede, perpetrada por el Rey Subalpino y su Gobierno contra todas las leyes de la justicia y el derecho universal de los pueblos, bien recordando Nuestro oficio, en esta amplísima asamblea vuestra y en presencia de todo el mundo católico, volvemos a levantar vehementemente Nuestra voz, y reprobamos y condenamos totalmente todos los nefastos y sacrílegos atentados del mismo Rey y de su Gobierno, y declaramos y decretamos todos sus actos enteramente nulos, y con toda fuerza protestamos y no dejaremos nunca de protestar por la integridad del Principado civil que posee la Iglesia romana y por sus derechos que pertenecen a todos los católicos.
No podemos ocultar, Venerables Hermanos, que nos sentimos oprimidos por una gran amargura, ya que en una agresión tan perversa y nunca suficientemente execrada, debido a diversas dificultades que han surgido, nos vemos todavía privados de la ayuda que aún desearíamos de los demás. Muy conocidas son, en efecto, las repetidas declaraciones que nos ha hecho uno de los Príncipes más poderosos de Europa. Todo esto, mientras esperamos desde hace algún tiempo el efecto de la misma, no podemos sino afligirnos y sentirnos altamente perturbados al ver que los autores y defensores de la nefasta usurpación, con desparpajo e insolencia persisten y avanzan en su mal propósito, como si confiaran en que nadie se les opondrá realmente.
Esta maldad ha llegado a tal extremo que, habiendo conducido a las fuerzas hostiles del ejército piamontés casi bajo las murallas de esta Nuestra amada ciudad, se han obstruido todas las comunicaciones; los intereses públicos y privados están en peligro; las carreteras están cerradas y, lo que es más grave, el Sumo Pontífice de toda la Iglesia se ve reducido a una dolorosa dificultad para proveer, como corresponde, a las necesidades de la propia Iglesia, ya que se ha restringido mucho la posibilidad de comunicarse con las diversas partes del mundo. Por eso, en tantas de Nuestras angustias, y en tan grandes dificultades, es fácil que comprendáis, Venerables Hermanos, que ahora nos vemos impelidos casi por una triste necesidad a tener que tomar, aunque sea a pesar de nosotros mismos, decisiones adecuadas para salvaguardar Nuestra dignidad.
Mientras tanto no podemos dejar de deplorar, además de los otros, ese funesto y pernicioso principio, que llaman "No intervención", proclamado por algunos Gobiernos hace poco tiempo, tolerado por otros, y utilizado incluso cuando se trata de la agresión injusta de algún Gobierno contra otro: con lo cual, parece, se quiere aprobar la impunidad y la licencia para agredir y alterar los derechos de los demás, con sus propios bienes y dominios en contra de las leyes divinas y humanas: justo lo que vemos que ocurre en estos tristes tiempos. Y es verdaderamente asombroso que sólo al gobierno piamontés se le permita violar impunemente tal principio y tenerlo en menosprecio, mientras vemos que él y sus ejércitos hostiles, ante toda Europa, irrumpen en los dominios de otros, y expulsan de ellos a sus legítimos príncipes; de donde se sigue el pernicioso absurdo de que sólo se admite la intervención de otros cuando es necesario excitar y fomentar la rebelión.
Tenemos, pues, ocasión de incitar a todos los príncipes de Europa para que, con toda la experimentada gravedad y sabiduría de sus mentes, consideren seriamente qué y cuántos males se acumulan en el detestable acontecimiento del que hablamos. Porque esta es una gran violación, que fue cometida criminalmente contra el derecho común de la humanidad, de modo que a menos que sea completamente suprimida, ningún derecho legal puede permanecer firme, intachable y seguro. Este es el principio de la rebelión, al que el Gobierno subalpino sirve vergonzosamente, y del que es fácil comprender cuánto peligro se prepara para cualquier Gobierno de un día para otro, y cuánto daño se hace a toda la sociedad civil, abriendo así el camino a un comunismo fatal.
Se trata de convenciones solemnes que han sido violadas y que, al igual que los demás principados de Europa, quieren la integridad del dominio papal intacta y segura. Se trata de la destrucción violenta de aquel Principado que por el singular consejo de la divina Providencia fue dado al Romano Pontífice, para que pudiera ejercer su Ministerio Apostólico en toda la Iglesia con la más plena libertad. Esta libertad, sin duda, debe ser de la mayor preocupación para todos los príncipes, a fin de que el mismo Papa no esté sometido a la influencia de ningún poder civil, y que así se le proporcione igualmente la tranquilidad espiritual de los católicos que viven en los dominios de los mismos príncipes.
Todos los príncipes soberanos deben, por tanto, convencerse de que Nuestra causa está íntimamente ligada a la suya, y que ellos, acudiendo en nuestra ayuda, proveerán no menos a la salvación de los suyos que a la de Nuestros derechos. Por lo tanto, les exhortamos y suplicamos con confianza que nos ayuden, cada uno según su condición y oportunidad. No dudamos de que los príncipes y pueblos católicos, en particular, nos prestarán toda su atención y trabajo, apresurándose a ayudarnos en todo, y a proteger y defender, de acuerdo con su deber común, al Padre y Pastor de todo el rebaño cristiano, que está siendo combatido por las armas parricidas de un hijo degenerado.
Ya que sabéis, sobre todo, Venerables Hermanos, que toda nuestra esperanza ha de estar puesta en Dios, que es nuestra ayuda y refugio en nuestras tribulaciones; Que hiere y cura, golpea y sana, mortifica y vivifica, conduce al abismo y devuelve a la luz, así que con toda la fe y humildad de Nuestro corazón no dejemos de hacerle continuas y fervientes oraciones, valiéndose en primer lugar del eficacísimo patrocinio de la Inmaculada y Santísima Virgen María, Madre de Dios, y del sufragio de los Beatos Pedro y Pablo, para que con el poder de su brazo venza la soberbia de sus enemigos, y expulse, humille y abata a todos los adversarios de su santa Iglesia; y por la virtud omnipresente de su gracia haga que los corazones de todos los prevaricadores entren en razón, y que la Santa Madre Iglesia se alegre cuanto antes de su más deseada conversión.
PÍO IX
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