sábado, 29 de enero de 2000

ENCICLICA QUANTA CURA (8 DE DICIEMBRE DE 1864)



ENCÍCLICA 

QUANTA CURA 

DEL SUPREMO PONTÍFICE 

PIO IX 

A todos los Venerables Hermanos Patriarcas, Primados, Arzobispos y Obispos que tienen gracia y comunión con la Sede Apostólica.

Con cuánto cuidado y vigilancia los Romanos Pontífices, Nuestros Predecesores, cumpliendo con el oficio que les fue dado del mismo Cristo Señor en la persona del muy bienaventurado Pedro, Príncipe de los Apóstoles, y con el cargo que les puso de apacentar los corderos y las ovejas, no han cesado jamás de nutrir diligentemente a toda la grey del Señor con las palabras de la fe, y de imbuirla en la doctrina saludable, y de apartarla de los pastos venenosos, es cosa a todos y muy singularmente a Vosotros, Venerables Hermanos, bien clara y patente. Y a la verdad, los ya dichos Predecesores Nuestros, que tan a pecho tomaron en todo tiempo el defender y vindicar con la augusta Religión católica los fueros de la verdad y de la justicia, solícitos por extremo de la salud de las almas, en ninguna cosa pusieron más empeño que en patentizar y condenar en sus Epístolas y Constituciones todas las herejías y errores, que oponiéndose a nuestra Divina Fe, a la doctrina de la Iglesia católica, a la honestidad de las costumbres y a la salud eterna de los hombres, han levantado a menudo grandes tempestades y cubierto de luto a la república cristiana y civil. Por lo cual, los mismos Predecesores Nuestros se han opuesto constantemente con apostólica firmeza a las nefandas maquinaciones de los hombres inicuos, que arrojando la espuma de sus confusiones, semejantes a las olas del mar tempestuoso, y prometiendo libertad, siendo ellos, como son, esclavos de la corrupción, han intentado con sus opiniones falaces y perniciosísimos escritos transformar los fundamentos de la Religión católica y de la sociedad civil, acabar con toda virtud y justicia, depravar los corazones y los entendimientos, apartar de la recta disciplina moral a las personas incautas, y muy especialmente a la inexperta juventud, y corromperla miserablemente, y hacer que caiga en los lazos del error, y arrancarla por último, de la Iglesia Católica.

Bien sabéis, asimismo Vosotros, Venerables Hermanos, que en el punto mismo que por escondido designio de la Divina Providencia, y sin merecimiento alguno de Nuestra parte, fuimos sublimados a esta Cátedra de Pedro, como viésemos con sumo dolor de Nuestro corazón la horrible tempestad excitada por tan perversas opiniones, y los daños gravísimos nunca bastante deplorados, que de tan grande cúmulo de errores se derivan y caen sobre el pueblo cristiano, ejercitando el oficio de Nuestro Apostólico Ministerio y siguiendo las ilustres huellas de Nuestros Predecesores, levantamos Nuestra voz, y en muchas Encíclicas y en Alocuciones pronunciadas en el Consistorio, y en otras Letras Apostólicas que hemos publicado, hemos condenado los principales errores de esta nuestra triste edad, hemos procurado excitar vuestra eximia vigilancia episcopal, y una vez y otra vez hemos amonestado con todo nuestro poder y exhortado a todos Nuestros muy amados los hijos de la Iglesia Católica, a que abominasen y huyesen enteramente horrorizados del contagio de tan cruel pestilencia. Mas principalmente en nuestra primera Encíclica, escrita a Vosotros el día 9 de noviembre del año 1846, y en las dos Alocuciones pronunciadas por Nos en el Consistorio, la primera el día 9 de Diciembre del año 1854, y la otra el 9 de Junio de 1862, condenamos los monstruosos delirios de las opiniones que principalmente en esta nuestra época con grandísimo daño de las almas y detrimento de la misma sociedad dominan, las cuales se oponen no sólo a la Iglesia Católica y su saludable doctrina y venerandos derechos, pero también a la ley natural, grabada por Dios en todos los corazones, y son la fuente de donde se derivan casi todos los demás errores.

Aunque no hayamos, pues, dejado de proscribir y reprobar muchas veces los principales errores de este jaez, sin embargo, la salud de las almas encomendadas por Dios a nuestro cuidado, y el bien de la misma sociedad humana, piden absolutamente que de nuevo excitemos vuestra pastoral solicitud para destruir otras dañadas opiniones que de los mismos errores, como de sus propias fuentes, se originan. Las cuales opiniones, falsas y perversas, son tanto más abominables, cuanto miran principalmente a que sea impedida y removida aquella fuerza saludable que la Iglesia Católica, por institución y mandamiento de su Divino Autor, debe ejercitar libremente hasta la consumación de los siglos, no menos sobre cada hombre en particular, que sobre las naciones, los pueblos y sus príncipes supremos; y por cuanto asimismo conspiran a que desaparezca aquella mutua sociedad y concordia entre el Sacerdocio y el Imperio, que fue siempre fausta y saludable, tanto a la república cristiana como a la civil (Gregorio XVI, Epístola Encíclica Mirari del 15 agosto 1832). Pues sabéis muy bien, Venerables Hermanos, se hallan no pocos que aplicando a la sociedad civil el impío y absurdo principio que llaman del naturalismo, se atreven a enseñar «que el mejor orden de la sociedad pública, y el progreso civil exigen absolutamente, que la sociedad humana se constituya y gobierne sin relación alguna a la Religión, como si ella no existiesen o al menos sin hacer alguna diferencia entre la Religión verdadera y las falsas». Y contra la doctrina de las sagradas letras, de la Iglesia y de los Santos Padres, no dudan afirmar: «que es mejor la condición de aquella sociedad en que no se le reconoce al Imperante o Soberano derecho ni obligación de reprimir con penas a los infractores de la Religión católica, sino en cuanto lo pida la paz pública». Con cuya idea totalmente falsa del gobierno social, no temen fomentar aquella errónea opinión sumamente funesta a la Iglesia católica y a la salud de las almas llamada delirio por Nuestro Predecesor Gregorio XVI de gloriosa memoria (en la misma Encíclica Mirari), a saber: «que la libertad de conciencia y cultos es un derecho propio de todo hombre, derecho que debe ser proclamado y asegurado por la ley en toda sociedad bien constituida; y que los ciudadanos tienen derecho a la libertad omnímoda de manifestar y declarar públicamente y sin rebozo sus conceptos, sean cuales fueren, ya de palabra o por impresos, o de otro modo, sin trabas ningunas por parte de la autoridad eclesiástica o civil». Pero cuando esto afirman temerariamente, no piensan ni consideran que predican la libertad de la perdición (San Agustín, Epístola 105 al 166), y que «si se deja a la humana persuasión entera libertad de disputar, nunca faltará quien se oponga a la verdad, y ponga su confianza en la locuacidad de la humana sabiduría, debiendo por el contrario conocer por la misma doctrina de Nuestro Señor Jesucristo, cuan obligada está a evitar esta dañosísima vanidad la fe y la sabiduría cristiana» (San León, Epístola 164 al. 133, parte 2, edición Vall).

Y porque luego en el punto que es desterrada 
la Religión de la sociedad civil, y repudiada la doctrina y autoridad de la divina revelación, queda oscurecida y aun perdida hasta la misma legítima noción de justicia y del humano derecho, y en lugar de la verdadera justicia y derecho legítimo se sustituye la fuerza material. Vese por aquí claramente, que movidos de tamaño error, algunos despreciando y dejando totalmente a un lado los certísimos principios de la sana razón, se atreven a proclamar «que la voluntad del pueblo manifestada por la opinión pública, que dicen, o por de otro modo, constituye la suprema ley independiente de todo derecho divino y humano; y que en el orden público los hechos consumados, por la sola consideración de haber sido consumados, tienen fuerza de derecho». Mas, ¿quién no ve y siente claramente que la sociedad humana, libre de los vínculos con la religión y con la verdadera justicia, no puede proponerse otro objeto que adquirir y acumular riquezas, ni seguir en sus acciones otra ley que el indómito apetito de servir a sus propios placeres y comodidades? Por estos motivos, semejantes hombres persiguen con encarnizado odio a los instintos religiosos, aunque sumamente beneméritos de la república cristiana, civil y literaria, y neciamente vociferan que tales institutos no tienen razón alguna legítima de existir, y con esto aprueban con aplauso las calumnias y ficciones de los herejes, pues como enseñaba sapientísimamente nuestro predecesor Pío VI, de gloriosa memoria: «La abolición de los Regulares daña al estado de la pública profesión de los consejos evangélicos, injuria un modo de vivir recomendado en la Iglesia como conforme a la doctrina Apostólica, y ofende injuriosamente a los mismos insignes fundadores, a quienes veneramos sobre los altares, los cuales, inspirados de Dios, establecieron estas sociedades» (Epístola al Cardenal De la Rochefoucault 10 marzo 1791). Y también dicen impíamente que debe quitarse a los ciudadanos y a la Iglesia la facultad de dar «públicamente limosna, movidos de la caridad cristiana, y que debe abolirse la ley que prohíbe en ciertos días las obras serviles para dar culto a Dios», dando falacísimamente por pretexto que la mencionada facultad y ley se oponen a los principios de la mejor economía pública. Y no contentos con apartar la Religión de la sociedad pública, quieren quitarla aun a las mismas familias particulares; enseñando y profesando el funestísimo error del comunismo y el socialismo, afirmando «que la sociedad doméstica toma solamente del derecho civil toda la razón de su existencia, y por tanto que solamente de la ley civil dimanan y dependen todos los derechos de los padres sobre los hijos, y principalmente el de cuidar de su instrucción y educación». Con cuyas opiniones y maquinaciones impías intentan principalmente estos hombres falacísimos que sea eliminada totalmente de la instrucción y educación de la juventud la saludable doctrina e influjo de la Iglesia Católica, para que así queden miserablemente aficionados y depravados con toda clase de errores y vicios los tiernos y flexibles corazones de los jóvenes. Pues todos los que han intentado perturbar la República sagrada o civil, derribar el orden de la sociedad rectamente establecido y destruir todos los derechos divinos y humanos, han dirigido siempre, como lo indicamos antes, todos sus nefandos proyectos, conatos y esfuerzos a engañar y corromper principalmente a la incauta juventud, y toda su esperanza la han colocado en la perversión y depravación de la misma juventud. Por lo cual jamás cesan de perseguir y calumniar por todos los medios más abominables a uno y otro clero, del cual, como prueban los testimonios más brillantes de la historia, han redundado tan grandes provechos a la república cristiana, civil y literaria; y propalan «que debe ser separado de todo cuidado y oficio de instruir y educar la juventud el mismo clero, como enemigo del verdadero progreso de la ciencia y de la civilización». 


Pero otros, renovando los perversos y tantas veces condenados errores de los novadores, se atreven con insigne impudencia a sujetar al arbitrio de la potestad civil la suprema autoridad de la Iglesia y de esta Sede Apostólica, concedida a ella por Cristo Señor nuestro, y a negar todos los derechos de la misma Iglesia y Santa Sede sobre aquellas cosas que pertenecen al orden exterior. Pues no se avergüenzan de afirmar «que las leyes de la Iglesia no obligan en conciencia sino cuando son promulgadas por la potestad civil; que los actos y decretos de los Romanos pontífices pertenecientes a la Religión y a la Iglesia necesitan de la sanción y aprobación, o al menos del ascenso de la potestad civil; que las Constituciones Apostólicas (Clemente XII In Eminenti, Benedicto XIV Providas Romanorum, Pío VII Ecclesiam, León XII Quo graviora) por las que se condenan las sociedades secretas (exíjase en ellas o no el juramento de guardar secreto), y sus secuaces y fautores son anatematizados, no tienen alguna fuerza en aquellos países donde son toleradas por el gobierno civil semejantes sociedades; que la excomunión fulminada por el Concilio Tridentino y por los Romanos Pontífices contra aquellos que invaden y usurpan los derechos y posesiones de la Iglesia, se funda en la confusión del orden espiritual con el civil y político, sólo con el fin de conseguir los bienes mundanos: que la Iglesia nada debe decretar o determinar que pueda ligar las conciencias de los fieles, en orden al uso de las cosas temporales: que la Iglesia no tiene derecho a reprimir y castigar con penas temporales a los violadores de sus leyes: que es conforme a los principios de la sagrada teología y del derecho público atribuir y vindicar al Gobierno civil la propiedad de los bienes que poseen las Iglesias, las órdenes religiosas y otros lugares píos». Tampoco se ruborizan de profesar pública y solemnemente el axioma y principio de los herejes de donde nacen tantos errores y máximas perversas; a saber, repiten a menudo «que la potestad eclesiástica no es por derecho divino distinta e independiente de la potestad civil, y que no se puede conservar esta distinción e independencia sin que sean invadidos y usurpados por la Iglesia los derechos esenciales de la potestad civil». Asimismo no podemos pasar en silencio la audacia de los que no sufriendo la sana doctrina sostienen, que «a aquellos juicios y decretos de la Silla Apostólica, cuyo objeto se declara pertenecer al bien general de la Iglesia y a sus derechos y disciplina, con tal empero que no toque a los dogmas de la Fe y de la moral, puede negárseles el asenso y obediencia sin cometer pecado, y sin detrimento alguno de la profesión católica». Lo cual nadie deja de conocer y entender clara y distintamente, cuan contrario sea al dogma católico acerca de la plena potestad conferida divinamente al Romano Pontífice por el mismo Cristo Señor nuestro, de apacentar, regir y gobernar la Iglesia universal.

En medio de tanta perversidad de opiniones depravadas, teniendo Nos muy presente nuestro apostólico ministerio, y solícitos en extremo por nuestra santísima Religión, por la sana doctrina y por la salud de las almas encargada divinamente a nuestro cuidado, y por el bien de la misma sociedad humana, hemos creído conveniente levantar de nuevo nuestra voz Apostólica. Así pues en virtud de nuestra autoridad Apostólica reprobamos, proscribimos y condenamos todas y cada una de las perversas opiniones y doctrinas singularmente mencionadas en estas Letras, y queremos y mandamos que por todos los hijos de la Iglesia católica sean absolutamente tenidas por reprobadas, proscritas y condenadas.

Fuera de esto, sabéis muy bien, Venerables Hermanos, que en estos tiempos los adversarios de toda verdad y justicia, y los acérrimos enemigos de nuestra Religión, engañando a los pueblos y mintiendo maliciosamente andan diseminando otras impías doctrinas de todo género por medio de pestíferos libros, folletos y diarios esparcidos por todo el orbe: y no ignoráis tampoco, que también en esta nuestra época se hallan algunos que movidos o incitados por el espíritu de Satanás han llegado a tal punto de impiedad, que no han temido negar a nuestro Soberano Señor Jesucristo, y con criminal procacidad impugnar su Divinidad. Pero aquí no podemos menos de dar las mayores y más merecidas alabanzas a vosotros, Venerables Hermanos, que estimulados de vuestro celo no habéis omitido levantar vuestra voz episcopal contra tamaña impiedad.

Así pues por medio de estas nuestras Letras os dirigimos de nuevo amantísimamente la palabra a vosotros, que llamados a participar de nuestra solicitud, nos estáis sirviendo en medio de nuestras grandísimas penas de muchísimo alivio, alegría y consuelo por la excelente religiosidad y piedad que brilla en vosotros, y por aquel admirable amor, fe y piedad con que sujetos y ligados con los lazos de la más estrecha concordia a Nos y a esta Silla Apostólica, os esforzáis en cumplir con valor y solicitud vuestro gravísimo ministerio episcopal. Como fruto, pues, de vuestro eximio celo esperamos de vosotros, que manejando la espada del espíritu, que es la palabra de Dios, y confortados con la gracia de nuestro Señor Jesucristo, procuraréis cada día con mayor esfuerzo proveer a que los fieles encomendados a vuestro cuidado, «se abstengan de las yerbas venenosas que no cultiva Jesucristo, porque no son plantadas por su Padre» (San Ignacio M. ad Philadelph. 3). Y al mismo tiempo no dejéis jamás de inculcar a los mismos fieles, que toda la verdadera felicidad viene a los hombres de nuestra augusta Religión y de su doctrina y ejercicio, y que es feliz aquel pueblo que tiene al Señor por su Dios (Salmo 143). Enseñad «que los reinos subsisten teniendo por fundamento la fe católica» (San Celestino, Epístola 22 ad Synod. Ephes. apud Const. pág. 1200) y «que nada es tan mortífero, nada tan próximo a la ruina, y tan expuesto a todos los peligros, como el persuadirnos que nos puede bastar el libre albedrío que recibimos al nacer, y el no buscar ni pedir otra cosa al Señor; lo cual es en resolución olvidarnos de nuestro Criador, y abjurar por el deseo de mostrarnos libres, de su divino poder» (San Inocencio, I Epístola 29 ad Episc. conc. Carthag. apud Const. pág. 891). Y no dejéis tampoco de enseñar «que la regia potestad no se ha conferido sólo para el gobierno del mundo, sino principalmente para defensa de la Iglesia» (San León, Epístola 156 al 125) y «que nada puede ser más útil y glorioso a los príncipes y reyes del mundo, según escribía al Emperador Zenón nuestro sapientísimo y fortísimo Predecesor San Félix, que el dejar a la Iglesia católica regirse por sus leyes, y no permitir a nadie que se oponga a su libertad...» «pues cierto les será útil, tratándose de las cosas divinas, que procuren, conforme a lo dispuesto por Dios, subordinar, no preferir, su voluntad a la de los Sacerdotes de Cristo» (Pío VII, Epístola Encíclica Diu satis 15 mayo 1800).

Ahora bien, Venerables Hermanos, si siempre ha sido y es necesario acudir con confianza al trono de la gracia a fin de alcanzar misericordia y hallar el auxilio de la gracia para ser socorridos en tiempo oportuno, principalmente debemos hacerlo ahora en medio de tantas calamidades de la Iglesia y de la sociedad civil y de tan terrible conspiración de los enemigos contra la Iglesia Católica y esta Silla Apostólica, y del diluvio tan espantoso de errores que nos inunda. Por lo cual hemos creído conveniente excitar la piedad de todos los fieles para que unidos con Nos y con Vosotros rueguen y supliquen sin cesar con las más humildes y fervorosas oraciones al clementísimo Padre de las luces y de las misericordias, y llenos de fe acudan también siempre a nuestro Señor Jesucristo, que con su sangre nos redimió para Dios, y con mucho empeño y constancia pidan a su dulcísimo Corazón, víctima de su ardentísima caridad para con nosotros, el que con los lazos de su amor atraiga a sí todas las cosas a fin de que inflamados los hombres con su santísimo amor, sigan, imitando su Santísimo Corazón, una conducta digna de Dios, agradándole en todo, y produciendo frutos de toda especie de obras buenas. Más, como sin duda, sean más agradables a Dios las oraciones de los hombres cuando se llegan a él con el corazón limpio de toda mancha, hemos tenido a bien abrir con Apostólica liberalidad a los fieles cristianos, los celestiales tesoros de la Iglesia encomendados a nuestra dispensación, para que los mismos fieles excitados con más vehemencia a la verdadera piedad, y purificados por medio del Sacramento de la Penitencia de las manchas de los pecados, dirijan con más confianza sus preces a Dios y consigan su misericordia y su gracia.

Concedemos, pues, por estas Letras y en virtud de nuestra autoridad Apostólica, una indulgencia plenaria a manera de jubileo a todos y a cada uno de los fieles de ambos sexos del orbe católico, la cual habrá de durar y ganarse sólo dentro del espacio de un mes, que habrá de señalarse por Vosotros, Venerables Hermanos, y por los otros legítimos ordinarios locales dentro de todo el año venidero de 1865 y no más allá; y este jubileo lo concedemos y habrá de publicarse en el modo y forma con que lo concedimos desde el principio de nuestro Supremo Pontificado por medio de nuestras Letras Apostólicas dadas en forma de Breve el día 20 de Noviembre del año de 1846 y dirigidas a todo vuestro Orden episcopal, cuyo principio es Arcanum Divinae, y con todas las mismas facultades que por las mencionadas Letras fueron por Nos concedidas, queriendo sin embargo que se observen todas aquellas cosas que se prescribieron en las expresadas Letras y se tengan por exceptuadas las que allí por tales declaramos. Estas cosas concedemos sin que obste ninguna de las cosas que pueda haber contrarias, por más que sean dignas de especial mención y derogación. Para quitar toda duda y dificultad hemos dispuesto se os remita un ejemplar de las mismas Letras.

«Roguemos, Venerables Hermanos, desde lo íntimo de nuestro corazón y con toda nuestra mente a la misericordia de Dios, porque Él mismo nos ha asegurado diciendo: No apartaré de ellos mi misericordia. Pidamos, y recibiremos, y si tardare en dársenos lo que pedimos, porque hemos ofendido gravemente al Señor, llamemos a la puerta, porque al que llama se le abrirá, con tal que llamen a la puerta nuestras preces, gemidos y lágrimas, en las que debemos insistir y detenernos, y sin perjuicio de que sea unánime y común la oración... cada uno sin embargo ruegue a Dios no sólo para sí mismo sino también por todos los hermanos, así como el Señor nos enseñó a orar» (San Cipriano, Epístola 11). Más, para que Dios más fácilmente acceda a nuestras oraciones y votos, y a los vuestros y de todos los fieles, pongamos con toda confianza por medianera para con Él a la inmaculada y Santísima Madre de Dios, la Virgen María, la cual ha destruido todas las herejías en todo el mundo, y siendo amantísima madre de todos nosotros, «es toda suave y llena de misericordia... con todos se muestra afable, con todos clementísima, y se compadece con tiernísimo afecto de las necesidades de todos» (San Bernardo, Serm. de duodecim praerogativis B.M.V. ex verbis Apocalypsis) y como Reina que asiste a la derecha de su Unigénito Hijo Nuestro Señor Jesucristo con vestido bordado de oro, y engalanada con varios adornos, nada hay que no pueda impetrar de él. Imploremos también las oraciones del Beatísimo Príncipe de los Apóstoles, San Pedro, y de su compañero en el Apostolado San Pablo, y de los Santos de la corte celestial, que siendo ya amigos de Dios han llegado a los reinos celestiales, y coronados poseen la palma de la victoria, y estando seguros de su inmortalidad, están solícitos de nuestra salvación.

En fin, deseando y pidiendo a Dios para vosotros con toda nuestra alma la abundancia de todos los dones celestiales, os damos amantísimamente, y como prenda de nuestro singular amor para con vosotros, nuestra Apostólica Bendición, nacida de lo íntimo de nuestro corazón para vosotros mismos, Venerables Hermanos, y para todos los clérigos y fieles legos encomendados a vuestro cuidado.

Dado en Roma en San Pedro el día 8 de Diciembre del año de 1864, décimo después de la definición dogmática de la Inmaculada Concepción de la Madre de Dios la Virgen María, y decimonono de nuestro Pontificado.

Pío Papa IX


SYLLABUS

LISTA DE LOS PRINCIPALES ERRORES DE NUESTRA EDAD, QUE SE ANUNCIAN EN LAS ASIGNACIONES CONCISTORIALES, EN LAS ENCÍCLICAS Y EN OTRAS LETRAS APOSTÓLICAS DE
NUESTRO PAPA S.S. PÍO IX

I - Panteísmo, naturalismo y racionalismo absoluto.

I. No hay un ser divino, supremo, sabio, más providente, que sea distinto de este universo, y Dios no es más que la naturaleza de las cosas, y por lo tanto está sujeto a cambios, y Dios en realidad está hecho en el hombre y en mundo, y todas las cosas son Dios y tienen la misma sustancia de Dios; y Dios es uno y lo mismo con el mundo, y por lo tanto se identifican por igual, espíritu y materia, necesidad y libertad, verdadero y falso, bueno y malo, correcto e injusto.

Aloc. Maxima quidem, 9 de junio de 1862. 



II. Cualquier acción de Dios sobre los hombres y el mundo debe ser negada.

Aloc. Maxima quidem, 9 de junio de 1862.


III. La razón humana es el único árbitro de lo verdadero y lo falso, del bien y del mal, independientemente de Dios en absoluto; Es una ley en sí misma, y ​​con sus fuerzas naturales es suficiente para procurar el bien de los hombres y los pueblos.

Aloc. Maxima quidem, 9 de junio de 1862.


IV. Todas las verdades religiosas surgen de la fuerza nativa de la razón humana; por lo tanto, la razón es la primera norma, por medio de la cual el hombre puede y debe obtener el conocimiento de todas las verdades, independientemente de los géneros a los que pertenezcan.

Encicl. Qui pluribus, 9 de noviembre de 1846.

Encicl. Singulari quidem, 17 de marzo de 1856.

Aloc. Maxima quidem, 9 de junio de 1862.


V. La revelación divina es imperfecta y, por lo tanto, está sujeta a un proceso continuo e indefinido, que corresponde al progreso de la razón humana.

Encicl. Qui pluribus, 9 de noviembre de 1846.

Aloc. Maxima quidem, 9 de junio de 1862.


VI. La fe de Cristo se opone a la razón humana; y la revelación divina no solo no hace nada, sino que perjudica la perfección del hombre.

Encicl. Qui pluribus, 9 de noviembre de 1846.

Aloc. Maxima quidem, 9 de junio de 1862.


VII. Las profecías y milagros expuestos y narrados en las Sagradas Escrituras son invenciones de poetas, y los misterios de la fe cristiana son el resultado de investigaciones filosóficas; y los libros del Antiguo y Nuevo Testamento contienen mitos; y Jesús mismo es un mito.

Encicl. Qui pluribus, 9 de noviembre de 1846.

Aloc. Maxima quidem, 9 de junio de 1862.


II - Racionalismo moderado

VIII. Dado que la razón humana equivale a la religión misma, por lo tanto, las disciplinas teológicas deben tratarse a la manera de lo filosófico.

Aloc. Singulari Quadam, 9 de diciembre de 1854.


IX. Todas las cúpulas de la religión cristiana son indiscriminadamente objeto de ciencias naturales, filosofía o la razón humana, históricamente, solo cultivada, puede con sus fuerzas y principios naturales llegar a la verdadera ciencia de todas las cúpulas, incluso las más ocultas, siempre que estas cúpulas sean por la misma razón propuesta.

Carta al Arzobispo de Freising Gravissimas, 11 de diciembre de 1862.

Carta al Arzobispo de Freising Tuas libenter, 21 de diciembre de 1863.


X. El filósofo tiene el derecho y el cargo de presentar a las autoridades lo que ha demostrado ser cierto: pero la filosofía no puede ni debe someterse a ninguna autoridad.

Carta al Arzobispo de Freising Gravissimas, 11 de diciembre de 1862.

Carta al Arzobispo de Freising Tuas libenter, 21 de diciembre de 1863.


XI. La Iglesia nunca debe corregir a la filosofía, sino que debe tolerar sus errores y dejar que se corrija a sí misma.

Carta al Arzobispo de Freising Gravissimas, 11 de diciembre de 1862.


XII. Los decretos de la Sede Apostólica y de las Congregaciones romanas impiden el libre progreso de la ciencia.

Carta al Arzobispo de Freising Tuas libenter, 21 de diciembre de 1863.


XIII. El método y los principios, con los cuales los antiguos doctores escolásticos cultivaron la teología, no se adaptan a las necesidades de nuestro tiempo y al progreso de las ciencias.

Carta al Arzobispo de Freising Tuas libenter, 21 de diciembre de 1863.


XIV. La filosofía debe ser tratada sin tener en cuenta la revelación sobrenatural.

Carta al Arzobispo de Freising Tuas libenter, 21 de diciembre de 1862.

NB - Los errores de Antonio Günther están en gran medida unidos con el sistema de racionalismo, que están condenados en la Carta al Cardenal de Colonia, Eximiam tuam, 15 de junio de 1857, y en la carta al obispo de Wroclaw, Dolore Haud Mediocri, 30 de abril de 1860.


III - Indiferentismo, latitudinarismo

XV. Cada hombre es libre de abrazar y profesar esa religión que, sobre la base de la luz de la razón, habrá creído que es verdadera.

Carta Apostólica Multiplices inter, 10 de junio de 1851.

Aloc. Maxima quidem, 9 de junio de 1862.


XVI. Los hombres en el ejercicio de cualquier religión pueden encontrar el camino de la salvación eterna y alcanzar la salvación eterna.

Encicl. Qui pluribus, 9 de noviembre de 1846.

Aloc. Ubi primum, 17 de diciembre de 1847.

Encicl. Singulari quidem, 17 de marzo de 1856.


XVII. Al menos debemos esperar la salvación eterna de todos aquellos que no están en la verdadera Iglesia de Cristo.

Aloc. Singulari quadam perfusi, 9 de diciembre de 1854.

Encicl. Quanto conficiamur, 17 de agosto de 1863.


XVIII. El protestantismo no es más que una forma diferente de la misma verdadera religión cristiana, en la que igualmente en la Iglesia católica se puede agradar a Dios.

Encicl. Nostis et Nobiscum, 8 de diciembre de 1849.


IV - Socialismo, comunismo, sociedades secretas, sociedades bíblicas, sociedades clericales liberales.

Estas plagas, a menudo, y con expresiones muy serias, se intentan nuevamente en la Epist. Encicl. Qui pluribus, 9 de noviembre de 1846; en el Aloc. Quibus quantisque, 20 de abril de 1849: en la Epist. Encicl. Nostis et Nobiscum, 8 de diciembre de 1849; en el Aloc. Singulari quadam, 9 de diciembre de 1854; en la Epist. Quanto conficiamur, 10 de agosto de 1863.


V - Errores en la Iglesia y sus derechos

XIX. La Iglesia no es una sociedad verdadera y completamente libre, ni cuenta con sus propios y constantes derechos, conferidos por su divino Fundador, sino que depende de la autoridad civil definir cuáles son los derechos de la Iglesia y los límites dentro de los cuales puede ejercer estos derechos.

Aloc. Singulari quadam, 9 de diciembre de 1854.

Aloc. Multis gravibusque, 18 de diciembre de 1860.

Aloc. Maxima quidem, 9 de junio de 1862.


XX. El poder eclesiástico no debe ejercer su autoridad sin una licencia y consentimiento del gobierno civil.

Aloc. Meminit unusquisque, 30 de septiembre de 1861.


XXI. La Iglesia no tiene poder para definir dogmáticamente que la religión de la Iglesia Católica es la única religión verdadera.

Carta Apostólica Multiplices inter , 10 de junio de 1851.


XXII. La obligación que une a los maestros y escritores católicos se reduce solo a esas cosas, que son propuestas por el juicio infalible de la Iglesia para que todos las crean como un dominio de fe.

Carta al Arzobispo de Freising Tuas libenter, 21 de diciembre de 1862.


XXIII. Los pontífices romanos y los consejos ecuménicos divergieron de los límites de su poder, usurparon los derechos de los príncipes y también definieron cosas de fe y costumbres que erraron.

Carta Apostólica Multiplices inter, 10 de junio de 1851.


XXIV. La Iglesia no tiene poder para usar la fuerza, ni ningún poder temporal directo o indirecto.

Carta Apostólica Ad Apostolicae, 22 de agosto de 1851.


XXV. Además del poder inherente al episcopado, hay otra tormenta que le ha sido otorgada expresa o tácitamente por el imperio civil que, en consecuencia, puede revocarlo, cuando lo desee.

Carta Apostólica Ad apostolicae, 22 de agosto de 1851.


XXVI. La Iglesia no tiene el derecho connatural y legítimo de comprar y poseer.

Aloc. Nunquam fore, 15 de diciembre de 1856.

Carta encíclica Incredibili, 17 de septiembre de 1863.


XXVII. Los ministros sagrados de la Iglesia y el Romano Pontífice deben estar absolutamente excluidos de todo cuidado y control de las cosas temporales.

Aloc. Maxima quidem, 9 de junio de 1862.


XXVIII. No es lícito que los obispos promulguen cartas apostólicas sin el permiso del gobierno.

Aloc. Nunquam fore, 15 de diciembre de 1856.


XXIX. Las gracias otorgadas por el Romano Pontífice deben considerarse irritables, cuando no han sido imploradas por el gobierno.

Aloc. Nunquam fore, 15 de diciembre de 1856.


XXX. La inmunidad de la Iglesia y las personas eclesiásticas tiene su origen en el derecho civil.

Carta Apostólica Multiplices inter, 10 de junio de 1851.


XXXI. El foro eclesiástico para las causas temporales de los clérigos, ya sean civiles o penales, debe abolirse por completo, incluso sin consultar a la Sede Apostólica, y a pesar de que afirma.

Aloc. Acerbissimum, 27 de septiembre de 1852.

Aloc. Nunquam fore, 15 de diciembre de 1856.


XXXII. Sin ninguna violación del derecho natural y de la equidad, la inmunidad personal, en virtud de la cual los clérigos están exentos del servicio militar, puede ser abrogada; y esta abrogación es deseada por el progreso civil, especialmente en aquellas sociedades cuyas constituciones están de acuerdo con la forma de gobierno más libre.

Epist. al obispo de Monreale Singularis Nobisque, 29 de septiembre de 1864.


XXXIII. Dirigir la enseñanza de la teología no pertenece únicamente al poder eclesiástico de jurisdicción, como un derecho propio y connatural.

Carta al Arzobispo de Freising Tuas libenter, 21 de diciembre de 1863.


XXXIV. La doctrina de aquellos que comparan al Romano Pontífice con un Príncipe libre que ejerce su acción en toda la Iglesia es una doctrina que prevaleció en la Edad Media.

Carta Apostólica Ad apostolicae, 22 de agosto de 1851.


XXXV. Nada impide que el supremo Pontificado sea transferido del Obispo romano y de Roma a otro Obispo y a otra ciudad por decisión de algún Concilio general, o por la acción de todos los pueblos.

Carta Apostólica Ad apostolicae, 22 de agosto de 1851.


XXXVI. La definición de un consejo nacional no puede someterse a un examen, y la administración civil puede considerar tales definiciones como una norma de funcionamiento irremediable.

Carta Apostólica Ad apostolicae, 22 de agosto de 1851.


XXXVII. Se pueden establecer Iglesias nacionales que no estén sujetas a la autoridad del Romano Pontífice y que estén completamente separadas.

Aloc. Multis gravibusque, 17 de diciembre de 1860.

Aloc. Iamdudum cernimus, 18 de marzo de 1861.


XXXVIII. Las excesivas arbitrariedades de los pontífices romanos contribuyeron a la división de la Iglesia de Oriente y la de Occidente.

Carta Apostólica Ad apostolicae, 22 de agosto de 1851.


VI - Errores relativos a la sociedad civil, considerados en sí mismos como en sus relaciones con la Iglesia

XXXIX. El estado, como es el origen y la fuente de todos los derechos, disfruta de un cierto derecho totalmente ilimitado.

Aloc. Maxima quidem, 9 de junio de 1862.


XL. La doctrina de la Iglesia Católica es contraria al bien y los intereses de la sociedad humana.

Encicl. Qui pluribus, 9 de noviembre de 1846.

Aloc. Quibus quantisque, 20 de abril de 1849.


XLI. A la potestad civil, aún ejercida por un infiel, tiene un poder negativo indirecto sobre las cosas sagradas; por lo tanto, no sólo le pertenece no solo el derecho del llamado exequatur, sino también el derecho del llamado recurso por abuso.

Carta Apostólica Ad apostolicae, 22 de agosto de 1851.


XLII. En la colisión de las leyes de ambos poderes, el derecho civil debe prevalecer.

Carta Apostólica Ad apostolicae, 22 de agosto de 1851.


XLIII. El poder laico tiene el poder de terminar, declarar y anular los tratados solemnes (que se llaman Concordatos) negociados con la Sede Apostólica con respecto al uso de los derechos pertenecientes a la inmunidad eclesiástica; y esto sin el consentimiento de la Sede Apostólica misma, y ​​de hecho, a pesar de sus quejas.

Aloc. En Concistoriali, 1 de noviembre de 1850.

Aloc. Multis gravibusque, 17 de diciembre de 1860.


XLIV. La autoridad civil puede interesarse en cosas relacionadas con la religión, las costumbres y el gobierno espiritual. Por lo tanto, puede juzgar las instrucciones que los pastores de la Iglesia están acostumbrados a dirigir, de acuerdo con su cargo, las conciencias, y de hecho puede hacer regulaciones sobre la administración de los sacramentos y las disposiciones necesarias para recibirlos.

Aloc. En Concistoriali, 1 de noviembre de 1850.

Aloc. Maxima quidem, 9 de junio de 1862.


XLV.  La regulación completa de las escuelas públicas en las que se educa la juventud del Estado, con la única excepción de los seminarios episcopales en algunos aspectos, puede y debe recaer en la autoridad civil; y tan recaída que no se reconoce a ninguna otra autoridad el derecho a interferir en la disciplina de las escuelas, la dirección de los estudios, la colación de los grados, la selección y aprobación de los maestros.

Aloc. En Concistoriali, 1 de noviembre de 1850.

Aloc. Quibus luctuosissimis, 5 de septiembre de 1851.


XLVI. De hecho, en los mismos seminarios del clero, el método que se utilizará en los estudios está sujeto a la autoridad civil.

Aloc. Numquam fore, 15 de diciembre de 1856.


XLVII. La excelente forma de sociedad civil requiere que las escuelas populares, es decir, aquellas que están abiertas a todos los niños de cualquier clase de personas, y en general a las instituciones públicas, que están destinadas a la enseñanza de las letras y las disciplinas más serias, así como para la educación de la juventud, se eximen de toda autoridad, fuerza moderadora e interferencia de la Iglesia, y se someten al arbitraje total de la autoridad civil y política de acuerdo con la placidez de los gobernantes y la norma de las opiniones comunes del siglo.

Epist. al Arzobispo de Freising Quum non sine, 14 de julio de 1864.


XLVIII. Los católicos pueden aprobar esa forma de educar a la juventud, que está separada de la fe católica, y de la autoridad de la Iglesia y apunta solo a la ciencia de las cosas naturales, y solo o al menos principalmente para los propósitos de la vida social.

Epist. al Arzobispo de Freising Quum non sine, 14 de julio de 1864.


IL. La autoridad civil puede evitar que los obispos y los pueblos fieles se comuniquen libre y mutuamente con el Romano Pontífice.

Aloc. Maxima quidem, 9 de junio de 1862.


L. La autoridad laica en sí misma tiene derecho a presentar obispos y puede exigirles que comiencen a administrar diócesis antes de recibir la institución canónica y las cartas apostólicas de la Santa Sede.

Aloc. Nunquam fore, 15 de diciembre de 1856.


LI. De hecho, el gobierno laico tiene el derecho de destituir a los obispos del ejercicio del ministerio pastoral, ni está obligado a obedecer al Romano Pontífice en asuntos relacionados con la institución de obispos.

Carta Apostólica Multiplices inter, 10 de junio de 1851.

Aloc. Acerbissimum, 27 de septiembre de 1852.


LII. El Gobierno puede, por derecho, cambiar la edad prescrita por la Iglesia en relación con la profesión religiosa de mujeres y hombres, y ordenar a las familias religiosas que no admitan a nadie a votos solemnes sin su permiso.

Aloc. Nunquam fore, 15 de diciembre de 1856.


LIII. Las leyes que pertenecen a la defensa del estado de las familias religiosas y sus derechos y deberes deben ser derogadas; por el contrario, el gobierno civil puede brindar ayuda a todos aquellos que desean abandonar el camino de la vida religiosa emprendido y romper los votos solemnes; y del mismo modo, puede extinguir por completo a las propias familias religiosas, así como a las Iglesias colegiadas y los beneficios simples, incluso si son de mecenazgo, y presentar y apropiarse de sus bienes e ingresos a la administración y arbitraje de la autoridad civil.

Aloc. Acerbissimum, 27 de septiembre de 1852.

Aloc. Probe memineritis, 22 de enero de 1855.

Aloc. Cum saepe, 27 de julio de 1855.


LIV. Los reyes y los príncipes no solo están exentos de la jurisdicción de la Iglesia, sino que, al disolver las cuestiones de jurisdicción, son superiores a la Iglesia.

Carta Apostólica Multiplices inter, 10 de junio de 1851.


LV. La Iglesia debe estar separada del Estado y el Estado de la Iglesia.

Alloc. Acerbissimum, 27 de septiembre de 1852.


VII - Errores sobre la moral natural y cristiana

LVI. Las leyes de la moral no necesitan la sanción divina, ni es necesario que las leyes humanas se ajusten a la ley de la naturaleza, ni que reciban de Dios el poder de obligar.

Aloc. Maxima quidem, 9 de junio de 1862.


LVII. La ciencia de la filosofía y la moral, así como las leyes civiles, pueden y deben ser independientes de la autoridad divina y eclesiástica.

Aloc. Maxima quidem, 9 de junio de 1862.


LVIII. No hay que reconocer otro poder que el que se pone en la materia, y toda la disciplina y la honestidad de la moral deben ponerse en la acumulación y el aumento de la riqueza de cualquier manera y en la satisfacción de las pasiones.

Aloc. Maxima quidem, 9 de junio de 1862.

Epístola Encíclica Quanto conficiamur, 10 de agosto de 1863.


LIX. El derecho consiste en un hecho material; todos los deberes humanos son un nombre vano, y todos los hechos humanos tienen fuerza de ley.

Aloc. Maxima quidem, 9 de junio de 1862.


LX. La autoridad no es más que la suma de números y fuerzas materiales.

Aloc. Maxima quidem, 9 de junio de 1862.


LXI. La afortunada injusticia del hecho no quita la santidad de la ley.

Aloc. Iamdudum cernimus, 18 de marzo de 1861.


LXII. Hay que proclamar y observar el principio de no intervención.

Aloc. Novos et ante, 28 de septiembre de 1860.


LXIII. La negación de la obediencia, incluso la rebelión contra los Príncipes legítimos, es lógica.

Encicl. Qui pluribus, 9 de noviembre de 1846.

Aloc. Quisque vestrum, 4 de octubre de 1847.

Epist. Encicl. Nostis et Nobiscum, 8 de diciembre de 1849.

Carta Apostólica Cum catholica, 26 de marzo de 1860.


LXIV. La violación de cualquier juramento sagrado y cualquier acción perversa y malvada repugnante a la ley eterna, no solo no deben ser juzgados, sino que deben mantenerse completamente lícitos y ser altamente elogiados, cuando se comprometen por amor al país.

Aloc. Quibus quantisque, 20 de abril de 1849.


VIII - Errores sobre el matrimonio cristiano

LXV. No se puede tolerar de ningún modo que Cristo haya elevado el matrimonio a la dignidad de un sacramento.

Carta Apostólica Ad apostolicae, 22 de agosto de 1851.


LXVI. El sacramento del matrimonio no es más que un accesorio del contrato, y separable de él, y el sacramento mismo se sitúa en la sola bendición nupcial.

Carta Apostólica Ad apostolicae, 22 de agosto de 1851.


LXVII. El vínculo del matrimonio no es indisoluble por ley natural, y en varios casos el divorcio puede ser pronunciado por la autoridad civil.

Carta Apostólica Ad apostolicae, 22 de agosto de 1851.

Aloc. Acerbissimum, 27 de septiembre de 1852.


LXVIII. La Iglesia no tiene potestad para introducir impedimentos directos al matrimonio, sino que esta potestad corresponde a la autoridad civil, a la que corresponde eliminar los impedimentos existentes.

Carta Apostólica Multiplices inter, 10 de junio de 1851.


LXIX. La Iglesia comenzó a introducir los impedimentos directos, en siglos pasados, no por derecho propio, sino utilizando lo que recibía de la autoridad civil.

Carta Apostólica Multiplices inter, 10 de junio de 1851.


LXX. Los cánones tridentinos, en los que se inflige la excomunión a quienes se atreven a negar a la Iglesia la facultad de establecer los impedimentos dirimentes, o no son diplomáticos, o deben entenderse como de la citada facultad recibida.

Carta Apostólica Ad apostolicae, 22 de agosto de 1851.


LXXI. La forma del Concilio Tridentino no obliga, bajo pena de nulidad, en aquellos lugares donde la ley civil prescribe otra forma, y ordena que el matrimonio celebrado en esta nueva forma sea válido.

Carta Apostólica Ad apostolicae, 22 de agosto de 1851.


LXXII. Bonifacio VIII afirmó por primera vez que el voto de castidad emitido en la ordenación invalida el matrimonio.

Carta Apostólica Ad apostolicae, 22 de agosto de 1851.


LXXIII. En virtud del contrato puramente civil, el verdadero matrimonio puede tener lugar entre cristianos; y es falso que el contrato matrimonial entre cristianos sea siempre un sacramento, o que el contrato sea nulo si se excluye el sacramento.

Carta Apostólica Ad apostolicae, 22 de agosto de 1851.

Carta del SS Pio IX al Rey de Cerdeña, el 9 de septiembre de 1852.

Aloc. Acerbissimum, 27 de septiembre de 1852.

Aloc. Multis gravibusque, 17 de diciembre de 1860.


LXXIV. Los casos matrimoniales y conyugales por su naturaleza pertenecen a los tribunales civiles.

Carta Apostólica Ad apostolicae, 22 de agosto de 1851.

Aloc. Acerbissimum, 27 de septiembre de 1852.

NB: Otros dos errores pueden reducirse aquí, la abolición del celibato de los clérigos, y la preferencia del estado de matrimonio al estado de virginidad. Están condenados, el primero la Epist. Encicl. Qui pluribus, 9 de noviembre de 1846, el segundo en la Carta del Apóstol. Multiplices inter, 10 de junio de 1851.


IX - Errores en torno al principado civil del Romano Pontífice

LXXV. Los hijos de la Iglesia cristiana y católica discuten entre sí sobre la compatibilidad del reino temporal con el reino espiritual.

Carta Apostólica Ad apostolicae, 22 de agosto de 1851.


LXXVI. La abolición del imperio civil propiedad de la Sede Apostólica beneficiaría enormemente la libertad y la prosperidad de la Iglesia.

Aloc. Quibus quantisque, 20 de abril de 1849.

NB: además de estos errores explícitamente censurados, muchos otros se vuelven a intentar implícitamente en virtud de la doctrina ya propuesta y decidida en torno al principado civil del Romano Pontífice: doctrina que todos los católicos están obligados a respetar muy firmemente. Se enseña abiertamente en el Aloc. Quibus quantisque, 20 de abril de 1849; en la Aloc. Si semper antea, 20 de mayo de 1850; en la carta apostólica Cum catholica Ecclesia, 26 de marzo de 1860; en la Aloc. Novos, 28 de septiembre de 1860; en la Aloc. Iamdudum, 18 de marzo de 1861, y en la Aloc. Maxima quidem, 9 de junio de 1862.


X - Errores que se refieren al liberalismo de hoy

LXXVII. En nuestra época, ya no es conveniente que la religión católica sea considerada la única religión del Estado, con exclusión de todas las demás religiones, sean las que sean.

Aloc. Nemo vestrum, 26 de julio de 1855.


LXXVIII. Sin embargo, en algunos países católicos se ha establecido de forma encomiable por ley que los que acuden a ellos pueden rendir culto en público.

Aloc. Acerbissimum, 27 de septiembre de 1852.


LXXIX. Es absolutamente falso que la libertad civil de cualquier religión, e igualmente la amplia facultad concedida a todos de manifestar cualquier opinión y cualquier pensamiento abiertamente y en público, conduzca más fácilmente a corromper las costumbres y las mentes del pueblo, y a extender la plaga del indiferentismo.

Aloc. Numquam fore, 15 de diciembre de 1856.


LXXX. El pontífice romano puede y debe reconciliarse y llegar a la composición con el progreso, con el liberalismo y con la civilización moderna.

Aloc. Iamdudum cernimus, 18 de marzo de 1861.


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