miércoles, 15 de noviembre de 2000

CUM CATHOLICA ECCLESIA (26 DE MARZO DE 1860)


BREVE

CUM CATHOLICA ECCLESIA

DEL SUMO PONTÍFICE

PÍO IX

La Iglesia Católica, fundada e instituida por Cristo el Señor para proveer a la salvación eterna de la humanidad, habiendo alcanzado, en virtud de su institución divina, la forma de una sociedad perfecta, debe, en el ejercicio de su sagrado ministerio, gozar de aquella libertad que la sustrae a la sujeción de cualquier poder civil.

Como para actuar libremente, como era necesario, debía gozar de los apoyos que correspondían a las condiciones y necesidades de los tiempos, por una disposición especial de la divina Providencia sucedió que, cuando el Imperio Romano fue disuelto y dividido en varios reinos, el Romano Pontífice, constituido por Cristo como cabeza y centro de toda la Iglesia, obtuvo un Principado civil.

Esto fue sabiamente dispuesto por el mismo Dios, para que en medio de tal multitud y variedad de soberanos temporales, el Sumo Pontífice pudiera tener esa libertad política que era indispensable para el ejercicio sin trabas de su poder espiritual, autoridad y jurisdicción sobre todo el mundo.

Esto era también muy oportuno, para que el mundo católico no tuviera motivos para dudar de que esta Sede, a la que "por su posición de preeminencia debe pertenecer necesariamente toda la Iglesia", pudiera en modo alguno, en los actos de gobierno universal, estar condicionada por la presión del poder civil o por intereses partidistas.

También es fácil comprender cómo ese poder de la Iglesia romana, aunque por su naturaleza temporal, adquiere una connotación espiritual en virtud de su destino sagrado y del estrechísimo vínculo que lo une a los más altos intereses de la sociedad cristiana. Esto, sin embargo, no impide que se persiga todo aquello que favorezca también el bienestar temporal de los pueblos, como demuestra ampliamente la historia del poder civil ejercido durante tantos siglos por los pontífices romanos.

Por lo tanto, dado que el poder del que hablamos se refiere al bien y a la utilidad de la Iglesia, no es de extrañar que los enemigos de la Iglesia hayan intentado a menudo desestabilizarla y eliminarla mediante toda una serie de tentativas y asechanzas. Pero todas sus maquinaciones, debido a la continua asistencia de Dios a su Iglesia, se disolvieron tarde o temprano en la nada.

Todo el mundo sabe cómo en estos tristes tiempos los taimados enemigos de la Iglesia Católica y de esta Sede Apostólica, abominables en sus designios y difusores de hipócritas mentiras, intentan, despreciando todo derecho divino y humano, privar a esta Sede del Principado civil de que goza, y se esfuerzan por perseguir su propósito, no mediante una agresión abierta o por la fuerza de las armas, como en otras ocasiones, sino mediante la maliciosa propaganda de falsas y peligrosas teorías y azuzando maliciosamente los levantamientos populares. Tampoco se avergüenzan de inducir al pueblo a una rebelión impía contra los príncipes legítimos, que es claramente condenada por el Apóstol, que enseña: "Que toda alma esté sujeta a las potencias superiores. Porque no hay poder que no provenga de Dios: los poderes que existen son queridos por Dios. Por lo tanto, quien se opone al poder se opone a las disposiciones de Dios, y quien se opone a él se condena a sí mismo" (Rm 13, 1 ss.).

Así, mientras estos malvados alborotadores atacan el poder temporal de la Iglesia y desprecian su venerable autoridad, llegan a tal extremo en su impudicia que se jactan públicamente de su reverencia y deferencia hacia la propia Iglesia. Pero lo más penoso es comprobar que quienes, como hijos de la Iglesia Católica, deberían utilizar la autoridad que ejercen sobre los pueblos sometidos a ella en defenderla y protegerla, han sido culpables de esta mala acción.

En estas maquinaciones tortuosas y perversas, de las que nos quejamos, el Gobierno subalpino tiene una parte principal. Todo el mundo sabe ya cuántas y qué deplorables ofensas y daños se han causado en ese reino a la Iglesia, a sus derechos y a sus sagrados Ministros. Nos hemos quejado enérgicamente de ello, especialmente en la Alocución del Consistorio del 22 de enero de 1855. Estas Nuestras legítimas recriminaciones no fueron tomadas en consideración, y ese Gobierno llevó sus temerarias intenciones más allá, hasta el punto de permitirse causar una ofensa a la Iglesia universal, atacando ese Poder temporal con el que Dios mismo había querido dotar a esta Sede del Beato Pedro, para salvaguardar y proteger, como hemos señalado anteriormente, la libertad del ministerio apostólico.

El primero de estos flagrantes signos de agresión salió a la luz cuando, en el Congreso de París celebrado en el año 1856, el Gobierno subalpino, en el marco de argumentos hostiles, propuso una artera actuación destinada a debilitar el poder civil del Romano Pontífice y a disminuir su autoridad y la de esta Santa Sede. Cuando el año pasado estalló la guerra entre el Emperador de Austria y sus aliados el Emperador de Francia y el Rey de Cerdeña, no se pasó por alto ningún engaño o mala intención para inducir al pueblo sometido a Nuestro Poder Papal a una rebelión impía. A partir de ese momento, se enviaron alborotadores, se derramó dinero, se enviaron armas, se utilizaron escritos y periódicos reprobables para estimular la aversión, y se empleó todo tipo de acción fraudulenta incluso por parte de los que actuaban como delegados de ese mismo Gobierno en Roma: privándose de cualquier respeto por la honestidad y los derechos del pueblo, utilizaron su cargo injustamente para promover maquinaciones secretas en detrimento de Nuestro Gobierno Papal.

Cuando estallaron los disturbios, que se habían preparado en secreto durante algún tiempo, en muchas provincias de Nuestro Dominio, la Dictadura Real fue proclamada en esos lugares por sus partidarios e, inmediatamente, se eligieron Comisarios por el Gobierno Subalpino, llamado después con otro nombre, para gobernar esas provincias.

Mientras todo esto ocurría, Nosotros, conscientes de Nuestro gravísimo deber, no omitimos, por Nuestras dos Alocuciones del 20 de junio y del 26 de septiembre del año pasado, expresar enérgicamente todo Nuestro dolor por la violación del Principado civil de esta Santa Sede, y advertir severamente a los agresores de las censuras y penas impuestas por los Sagrados Cánones en que habían incurrido miserablemente.

Era, pues, lógico creer que los promotores de estas violaciones habrían desistido de su inicuo propósito como consecuencia de Nuestras reiteradas amonestaciones y recriminaciones, también porque los Obispos de toda la Iglesia Católica y los fieles de todo orden, dignidad y condición confiados a su cuidado, sumándose a Nuestras peticiones, se habían comprometido con ardor unánime a defender con Nosotros la causa de esta Sede Apostólica, de la Iglesia universal y de la justicia, sabiendo bien cuánto contribuye el poder civil en cuestión al libre ejercicio de la jurisdicción del supremo Pontificado.

El Gobierno Subalpino, por el contrario (¡lo denunciamos con horror!) no sólo no hizo caso de nuestras amonestaciones, nuestras quejas y sanciones eclesiásticas, sino que persistiendo en su maldad, después de haber ganado el asentimiento popular con dinero, amenazas, terror y cualquier otro expediente malicioso, no dudó en invadir y ocupar las citadas provincias nuestras y someterlas a su poder y dominio.

No hay palabras suficientes para reprobar un crimen tan grande, que contiene en sí mismo muchas fechorías de extrema gravedad. Porque se perpetra un grave sacrilegio, que implica al mismo tiempo la usurpación de los derechos de los demás en contra de toda ley humana y divina, el derrocamiento de toda razón de justicia y la erradicación completa de los fundamentos de todo poder civil y de toda la sociedad humana.

Por lo tanto, somos conscientes, no sin el más agudo disgusto de Nuestro corazón, de que más peticiones no encontrarían el favor de quienes, como áspides sordos por haber aguzado el oído, no se han conmovido aún con Nuestras amonestaciones y quejas, y, por otra parte, Sentimos profundamente lo que la causa de la Iglesia, de esta Sede Apostólica y de todo el mundo católico, tan violentamente atacada por estos hombres perversos, requiere de Nosotros, sentimos Nuestro deber de evitar que, permaneciendo más tiempo indecisos, pueda entenderse como una falta al gravísimo deber de Nuestro Oficio.

La situación se ha vuelto tan insostenible que, siguiendo el conocido ejemplo de Nuestros Predecesores, nos hemos visto obligados a emplear Nuestro supremo poder, confiado a Nosotros por Dios, no sólo para disolver sino también para atar, recurriendo a esa debida severidad hacia los culpables que también será un ejemplo saludable para otros.

Por lo tanto, habiendo invocado la luz del Espíritu Divino en oraciones públicas y privadas, y habiendo escuchado la opinión de una Congregación elegida de Nuestros Venerables Hermanos Cardenales de la Santa Iglesia Romana, por la autoridad de Dios Todopoderoso, de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, y de Nosotros mismos, declaramos de nuevo que todos aquellos que han fomentado la rebelión en las mencionadas provincias de Nuestros Estados Pontificios, han promovido su anexión ilegal, ocupación, invasión y similares, de los que nos hemos quejado en Nuestras citadas Alocuciones de 20 de junio y 26 de septiembre del año pasado, o han participado en cualquiera de estas empresas, así como sus principales, cómplices, partidarios, asesores, seguidores o cualquier otra persona que haya favorecido la realización de lo anterior, bajo cualquier pretexto o de cualquier manera, o han participado personalmente en ellos, han incurrido en la Excomunión Mayor y en las demás censuras y penas eclesiásticas infligidas por los Sagrados Cánones, las Constituciones Apostólicas y los Decretos de los Concilios Generales y particularmente del Concilio de Trento [sess. 22, cap. 11, De la reforma]. Y, si es necesario, los golpeamos de nuevo con la Excomunión y el Anatema.

Además, declaramos que los mismos han incurrido también en la pérdida de todos y cada uno de los privilegios, indultos e indulgencias concedidos bajo cualquier título por Nosotros o por los Romanos Pontífices nuestros predecesores, y que no pueden ser absueltos y liberados de estas censuras más que por Nosotros o por el Romano Pontífice en ejercicio (salvo en caso de peligro de muerte, pero incluso entonces con la condición de volver a caer en las mismas censuras tan pronto como mejore su estado de salud). Tampoco podrán obtener el beneficio de la absolución mientras no se retracten públicamente, revoquen, anulen y eliminen todo lo que, de alguna manera, hayan promovido; no hayan restablecido efectivamente todo a la situación primitiva o hayan dado la debida y congrua satisfacción a la Iglesia, a Nosotros y a esta Santa Sede.

Por lo tanto, sobre la base de lo especificado en la presente Carta, decretamos y, al mismo tiempo, declaramos que todas las personas enumeradas, aunque merezcan una mención muy especial, así como sus sucesores en el cargo, nunca podrán considerarse disueltos y exentos, bajo el pretexto de esta Carta o bajo cualquier otro pretexto, de la obligación personal de retractarse, revocar, anular y eliminar las citadas responsabilidades o de procurar de otro modo, de manera concreta y efectiva, una debida y conveniente compensación a la Iglesia, a Nosotros y a la Santa Sede, pero están y estarán siempre obligados a estos cumplimientos si quieren obtener el beneficio de la absolución.

Por eso, mientras cumplimos penosamente Nuestro deber, impulsados por una triste y urgente necesidad, no nos es posible olvidar que sostenemos aquí en la tierra el papel de Aquel que no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva, y que vino al mundo a buscar y salvar lo que estaba perdido. Por eso, en la humildad de Nuestro corazón, imploramos y suplicamos, con fervientes e incesantes oraciones, Su misericordia para que ilumine propiamente, con la luz de Su divina gracia, a todos aquellos a los que hemos tenido que herir con la severidad de las penas eclesiásticas y, con Su omnipotencia, los reconduzca del camino de la perdición al de la salvación.

Decretamos que esta Carta, con todo su contenido -aunque las personas mencionadas y otras que están implicadas en los hechos mencionados o creen estarlo de alguna manera, en cualquier condición, rango, orden, posición de prestigio y poder que se les atribuya o que, por otras razones, se consideren dignas de una mención particular y específica, aleguen la excusa de no haber dado su consentimiento, pero hayan sido llamadas a participar en ella, han sido oídos e interrogados sin que se les haya explicado, aclarado y justificado suficientemente las intenciones por las que se decidieron estas operaciones- nunca pueden, por esta o cualquier otra razón, argumento, pretexto y perjuicio, considerarse afectados por defectos de surrección, orrección o nulidad, por falta de voluntad por nuestra parte o de consentimiento por parte de los interesados, o por cualquier otro defecto. Por lo tanto, no puede ser impugnado, infringido, retractado, cuestionado o reconducido a cuestiones jurídicas, ni puede promoverse y obtenerse contra sus disposiciones el favor de un pronunciamiento, la restitución in integrum, o cualquier otro favor de derecho, de hecho o de remisión: esto (aunque lo solicitado se apoye en una concesión con plenas facultades) no puede nunca hacerse valer ni judicial ni extrajudicialmente.

Por lo tanto, esta carta debe mantener siempre inalterable y firme su eficacia, tanto en el presente como en el futuro; debe poder perseguir y obtener todos sus frutos en su totalidad, y debe ser escrupulosamente aplicada por todos aquellos a quienes corresponde, y por cualquiera que posteriormente sea designado para ello.

Sobre la base de estas disposiciones, y no de otra manera, todos los jueces ordinarios y delegados, los mismos auditores de las causas del Palacio Apostólico, los Cardenales de la Santa Iglesia Romana, así como los Delegados a latere, los Nuncios de la Santa Sede y cualquier otro juez, cualquiera que sea el oficio y el poder que hayan ejercido y que puedan ejercer, habiéndose quitado a todos y cada uno la autoridad y la facultad de juzgar y decidir de otra manera. En el caso de que se tome una decisión diferente, independientemente del grado de autoridad del juez, ya sea por razón o ignorancia, el acto será nulo.

Nuestra práctica y la de la Cancillería Apostólica de no revocar el derecho adquirido, las Constituciones y las Ordenanzas Apostólicas no se oponen a las disposiciones anteriores, en la medida en que sea necesario. Tampoco nos oponemos a todas las concesiones acompañadas de juramento, de ratificación apostólica o de cualquier otra forma de autenticidad, como los estatutos, las costumbres, los usos, las costumbres inmemoriales, y también los privilegios, las indulgencias, las Cartas Apostólicas concedidas a los arriba mencionados y a cualquier otra persona, aunque esté investida de autoridad eclesiástica y civil, distinguida por otra calificación, cualquiera que sea la secuencia y el contenido de los términos utilizados, aunque vayan acompañados de cláusulas, por derogación de derogaciones anteriores, más eficaces, plenamente adecuadas al fin, insólitas e irritantes, y de otros Decretos de igual valor otorgados en forma absolutamente legal por procedimiento, conocimiento y plenitud de facultades, dictados en el curso de Consistorios, redactados de cualquier otra manera contraria a lo expuesto, vueltos a proponer, repetidamente aprobados, confirmados y renovados.

A todas y cada una de estas disposiciones, aunque para una excepción válida a las mismas no bastaría una mención basada en cláusulas generales que expresen su contenido o en cualquier descripción también perteneciente a las mismas, sino que sería necesaria una mención que englobara la totalidad de las mismas y que fuera dirigida, específica, expresa, completa y que las reprodujera palabra por palabra; Sin embargo, si se empleara otra forma deseada y se expresaran e insertaran las disposiciones anteriores, reproducidas palabra por palabra, sin omitir nada y conservando el sentido literal que contienen, considerándolas plena y válidamente insertadas y reconociendo en otros momentos su valor inalterado; con el fin de obtener los resultados de lo anterior, sólo por esta vez, pretendemos hacer una dispensa especial y específica, deseamos proceder en dispensa, haciendo efectiva cualquier otra disposición en contrario.

Puesto que, como todos saben, esta Carta no puede publicarse con seguridad en todas partes, y especialmente donde sería más necesario, queremos que la misma o las copias se fijen públicamente, como es costumbre, a las puertas de la Iglesia de Letrán, de la Basílica del Príncipe de los Apóstoles, de la Cancillería Apostólica, de la Curia General en Montecitorio y en el Campo di Fiori de Roma, y que de esta manera publicadas y fijadas, obliguen a todos y cada uno de aquellos a quienes se dirigen, como si se hubieran dirigido nominal y personalmente a cada uno de ellos. También deseamos que las transcripciones o copias de las mismas, aunque sean impresas, firmadas por la mano de algún notario público y que lleven el sello de una persona de dignidad eclesiástica, sean reconocidas en todas partes y por todos, tanto dentro como fuera de los tribunales, como si tuvieran el mismo valor que el original, como si éste fuera exhibido o mostrado.

Dado en Roma, en San Pedro, bajo el anillo del Pescador, el 26 de marzo de 1860, en el decimocuarto año de Nuestro Pontificado.

PÍO IX


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