martes, 28 de noviembre de 2000

UBI PRIMUM (5 DE MAYO DE 1824)


ENCÍCLICA

UBI PRIMUM

DEL SUMO PONTÍFICE

LEÓN XII

A los Venerables Hermanos Patriarcas, Primados, Arzobispos y Obispos.

Venerables Hermanos, salud y bendición apostólica.

En cuanto fuimos elevados a la alta dignidad del Pontificado, inmediatamente comenzamos a exclamar con San León Magno: "Señor, oí tu voz y tuve miedo; miré tu obra y me llené de temor. Porque ¿qué puede ser más extraordinario y más aterrador que el trabajo para los débiles, la elevación para los humildes, la dignidad para los que no lo merecen? Sin embargo, no desesperemos ni nos desanimemos, pues no presumimos de nosotros mismos, sino de Aquel que obra en nosotros" [San León M., Serm. 3, "De natali ipsius habit. in anniv. assumpt. suae ad summi Pontificii munus"]. Así habló, por modestia, aquel Pontífice nunca suficientemente alabado; Nosotros, en homenaje a la verdad, lo decimos y lo confirmamos.

También nosotros, Venerables Hermanos, estábamos deseosos de hablar con vosotros cuanto antes, y de abriros Nuestro corazón a vosotros, que sois Nuestra corona y Nuestra alegría; así como confiamos en que encontréis vuestra alegría y vuestra corona en el rebaño que se os ha confiado. Pero, en parte por otros trabajos importantes de Nuestra misión apostólica, y en parte por los dolores de una larga enfermedad, para Nuestro dolor y pesar, Nuestros deseos se han visto impedidos hasta ahora. Pero Dios, que es generoso en misericordia y abundantemente generoso con los suplicantes y los que rezan con confianza, Dios, que nos inspiró esta intención, nos concede hoy llevarla a cabo. Sin embargo, el silencio que hemos guardado a la fuerza hasta ahora no ha sido del todo gratuito. El que consuela a los humildes nos ha consolado con el afecto religioso de vuestra devoción y celo por Nosotros: en tales sentimientos reconocemos bien la piedad de la unidad de los cristianos, tanto que nos regocijamos y dimos más y más gracias a Dios. Por eso, como testimonio de Nuestro afecto, os enviamos esta carta para estimularos aún más a continuar en el camino de los mandamientos divinos y a luchar con mayor vigor en las batallas del Señor. De este modo, la victoria del rebaño del Señor glorificará el celo del pastor.

No ignoráis, Venerables Hermanos, lo que el apóstol Pedro enseñó a los obispos con estas palabras: "Apacentad el rebaño de Dios en medio de vosotros con previsión, no de vuestra voluntad, sino de la vuestra, según la voluntad de Dios; no con la esperanza de una ganancia vergonzosa, sino por vuestra propia voluntad; no como gobernantes del clero, sino haciéndoos en vuestros corazones la forma del rebaño" [Epístola 1, capítulo 5].

De estas palabras entendéis claramente qué tipo de conducta se os propone, con qué virtudes debéis enriquecer cada vez más vuestro corazón, con qué abundante conocimiento debéis adornar vuestro espíritu, y qué frutos de piedad y afecto debéis no sólo producir, sino compartir con vuestro rebaño. De este modo alcanzaréis la meta de vuestro ministerio, pues, habiéndoos convertido en vuestras almas en la forma de vuestro rebaño, y dando leche a unos, y alimento más sólido a otros, no sólo informaréis a ese mismo rebaño de la doctrina, sino que también lo conduciréis con vuestro trabajo y ejemplo a una vida tranquila en Jesucristo y a la consecución de la bienaventuranza eterna junto a vosotros, tal como lo expresa el propio jefe de los Apóstoles: "Y cuando aparezca el príncipe de los pastores, obtendréis una corona imperecedera de gloria".

Realmente nos gustaría recordar tantas consideraciones, pero sólo tocaremos algunas de ellas, ya que tendremos que detenernos más ampliamente en los temas de mayor importancia, como lo requiere la necesidad de estos infelices tiempos.

Así, escribiendo a Timoteo, el Apóstol nos ha enseñado qué sabia precaución y serio examen se requiere al conferir las Órdenes Menores, especialmente las Sagradas: "No os apresuréis a imponer las manos a nadie demasiado pronto" [Epístola 1, cap. 5].

En cuanto a la elección de los pastores que en vuestras diócesis deben ser nombrados para la cura de almas, y en cuanto a los seminarios, el Concilio de Trento dio normas precisas [Ses. 23, cap. 18], posteriormente aclaradas por Nuestros Predecesores: todo esto es tan conocido por vosotros, que no es necesario insistir en ello.

Sabéis, Venerables Hermanos, cuán importante es que residáis constante y personalmente en vuestras diócesis; es una obligación que contrajisteis al aceptar vuestro ministerio, como lo declaran varios decretos de los Concilios y las Constituciones Apostólicas, confirmadas en estos términos por el santo Concilio de Trento: "Porque por precepto divino se ha ordenado a todos aquellos a quienes se ha confiado la cura de almas que conozcan a sus ovejas, que ofrezcan por ellas el santo Sacrificio, que las alimenten con la predicación de la palabra divina, con la administración de los Sacramentos y con el ejemplo de toda obra buena, que tengan una paternal solicitud por los pobres y por todas las demás personas que están en aflicción, y para proveer a todos los demás deberes pastorales, que ciertamente no pueden ser provistos y cumplidos por quienes no velan por su rebaño, ni lo asisten, sino que lo abandonan como mercenarios, el santo Sínodo los exhorta y amonesta para que, conscientes de los preceptos divinos, y habiéndose hecho verdaderamente la forma de su rebaño, lo alimenten y lo guíen en la justicia y la verdad" [Ses. 23, De Reform, cap. 1]. También nosotros, impresionados por la obligación de un deber tan grande y tan grave, llenos de celo por la gloria de Dios, alabamos de corazón a los que observan escrupulosamente este precepto. Si algunos no obedecen plenamente esta obligación (en tan gran número de pastores puede haber algunos: esto no debe sorprender, por más doloroso que sea), por las entrañas de la misericordia de Jesucristo os amonestamos, exhortamos y suplicamos que penséis seriamente que el juez supremo buscará la sangre de vuestras ovejas en vuestras manos y pronunciará un juicio severísimo contra los que estéis a cargo de ellas.

Esta terrible sentencia, como sin duda sabéis, no sólo afectará a quienes descuiden su residencia personalmente, o traten de eludirla con algún vano pretexto, sino también a quienes se nieguen sin razón a asumir la tarea de la visita pastoral y a realizarla según las prescripciones canónicas. Nunca serán obedientes al decreto tridentino si no se preocupan de acercarse personalmente a las ovejas y, como hace el buen pastor, alimentar a las buenas, buscar a las dispersas y, finalmente, llamándolas y actuando a veces con suavidad, a veces con fuerza, conducirlas de nuevo al redil.

En verdad, los obispos que no obedezcáis con la debida solicitud las obligaciones de residencia y visita pastoral no escaparéis al tremendo juicio del supremo Pastor nuestro salvador, alegando como justificación que habéis cumplido con estos deberes a través de ministros especiales.

Porque a vosotros, no a los ministros, se os confía el cuidado del rebaño; a vosotros se os prometieron los dones carismáticos. De ahí que las ovejas estén mucho más dispuestas a escuchar la voz de su pastor que la de un sustituto, y que tomen con más confianza y reciban con más ánimo el saludable alimento de la mano del primero que del segundo, como de la mano de Dios, cuya imagen reconocen en su Obispo. Todo esto, además de lo dicho hasta ahora, está abundantemente confirmado por la propia experiencia, que es la maestra de todas las cosas.

Bastaría con haber escrito lo anterior, Venerables Hermanos: a vosotros, digo, que no sois ingratos por callar los dones, ni soberbios por presumir de méritos [San León M., Serm. 5, De nat. ipsius]. Tales deben ser, sin duda, los que desean pasar de virtud en virtud, y progresar con espíritu ardiente, y que, emulando los ejemplos de los santos obispos antiguos y recientes, se glorían de haber vencido a los enemigos de la Iglesia y de haber reformado las costumbres corruptas en Dios. Que la frase de oro de San León Magno esté siempre presente en vuestras mentes: "En esta batalla nunca se obtiene una victoria tan feliz que, después del triunfo, no surja la necesidad de sostener nuevas batallas" [San León Magno, Serm. 5, De nat. ipsius].

¡Cuántas batallas, en verdad, y cuán crueles, se han encendido en nuestro tiempo, y casi a diario se manifiestan contra la Religión Católica! ¿Quién, recordándolos y meditándolos, puede contener las lágrimas?

Prestad atención, Venerables Hermanos, "no es la pequeña chispa" de la que habla San Jerónimo [In epist. ad Galat., lib. 3, cap. 5]; no es -digo- la pequeña chispa que apenas se ve al mirar, sino una llama que pretende devorar toda la tierra, destruir las murallas, las ciudades, los bosques más extensos y toda la tierra; es una levadura que unida a la harina pretende corromper toda la masa. En esta situación alarmante, el servicio de nuestro apostolado sería totalmente inadecuado si Aquel que vela por Israel y que dice a sus discípulos: "He aquí que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo", no se dignara ser no sólo el guardián de las ovejas, sino también el pastor de los propios pastores [San León M., cit., Serm. 5].

Pero, ¿qué significa todo esto? Hay una secta, conocida por vosotros, que, llamándose erróneamente secta filosófica, ha exhumado de las cenizas falanges dispersas de casi todos los errores. Esta secta, presentándose bajo la acariciadora apariencia de piedad y liberalidad, profesa el tolerantismo (como lo llama), o indiferentismo, y lo extiende no sólo a los asuntos civiles, sobre los que nada decimos, sino también a los religiosos, enseñando que Dios ha dado a todos los hombres una amplia libertad, de modo que cada uno puede sin peligro abrazar y profesar la secta y la opinión que prefiera, según su criterio personal. El apóstol Pablo nos advierte contra esos engaños impíos: "Os ruego, hermanos, que controléis a los que suscitan divisiones y escándalos contra la doctrina que habéis aprendido, y que os apartéis de ellos. De este modo no sirven a nuestro Señor Jesucristo, sino a su propio vientre, y con dulces palabras y bendiciones seducen a las almas sencillas" (Rom 16,17-18).

Es cierto que este error no es nuevo, pero en estos tiempos se ensaña con la estabilidad e integridad de la fe católica. De hecho, Eusebio [Hist. eccl., lib. 5], citando a Rodón, informa de que esta locura ya había sido propagada por Apeles, un hereje del siglo II, que afirmaba que no había necesidad de profundizar en la fe, sino que todos debían aferrarse a la opinión que él se había formado. Apeles sostenía que los que ponían su esperanza en el Crucificado se salvarían, siempre que la muerte les alcanzara en el curso de las buenas obras. También Rhetorius, como atestigua Agustín [De haeresibus, nº 72], balbuceó que todos los herejes caminaban por el camino recto y predicaban verdades. "Pero esto es tan absurdo", observa el Santo Padre, "que me parece increíble". Posteriormente, este indiferentismo se ha extendido y aumentado tanto que sus seguidores no sólo reconocen a todas las sectas que, fuera de la Iglesia Católica, admiten oralmente la revelación como base y fundamento, sino que afirman descaradamente que también están en el buen camino aquellas sociedades que, rechazando la revelación divina, profesan el simple deísmo e incluso el simple naturalismo. El indiferentismo de Rhetorius fue juzgado por San Agustín como absurdo en derecho y mérito, aunque se circunscribiera dentro de ciertos límites. Pero, ¿podría admitirse una tolerancia que se extienda al deísmo y al naturalismo -teorías que fueron rechazadas incluso por los antiguos herejes- por una persona que utilice la razón? Sin embargo (¡oh tiempos! ¡oh filosofía mentirosa!) tal pseudo-filosofía es aprobada, defendida y apoyada.

En efecto, no han faltado escritores cualificados que, profesando la verdadera filosofía, atacaron a este monstruo y demolieron ciertas obras con argumentos invencibles. Pero es evidentemente imposible que Dios, que es la verdad suprema, y Él mismo la Verdad suprema, la Providencia más excelente y sabia, y el recompensador de las buenas obras, pueda aprobar todas las sectas que predican principios falsos, a menudo contradictorios entre sí, y que pueda asegurar la recompensa eterna a los que las profesan. Porque tenemos profecías mucho más seguras, y al escribiros hablamos de la sabiduría entre los eruditos, no de la sabiduría de este mundo, sino de la sabiduría del misterio divino, en el que estamos instruidos; por fe divina creemos que hay un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, y que no se ha dado a los hombres en la tierra otro nombre para efectuar su salvación que el de Jesucristo de Nazaret: por eso declaramos que fuera de la Iglesia no hay salvación.

Por la verdad, ¡oh, riquezas ilimitadas de la sabiduría y el conocimiento de Dios! ¡Oh, incomprensible pensamiento de Él! Dios, que aniquila la sabiduría de los sabios (cf. 1 Cor 1,18), parece haber consignado a los enemigos de su Iglesia y a los detractores de la Revelación sobrenatural a ese sentido reprobado (Rom 1,28) y a ese misterio de iniquidad que estaba escrito en la frente de la mujer impúdica de la que habla Juan (Ap 1,5). Porque ¿qué mayor iniquidad hay que la de estos soberbios, que no sólo se apartan de la verdadera religión, sino que con toda clase de argucias, con palabras y escritos llenos de sofismas quieren también engañar a los simples? Que Dios se levante e impida, derrote y aniquile esta licencia desenfrenada para hablar, escribir y difundir tales escritos.

¿Qué más puedo decir ahora? La iniquidad de nuestros enemigos aumenta tanto que, además de la connivencia de libros perniciosos y contrarios a la fe, llegan a convertir en perjuicio de la Religión las sagradas escrituras que nos han sido concedidas desde lo alto para la edificación de la misma Religión.

Vosotros sabéis bien, Venerables Hermanos, que una sociedad vulgarmente llamada bíblica se extiende ahora audazmente por toda la tierra, y que, desafiando las tradiciones de los Santos Padres y en contra del conocido decreto del Concilio de Trento [Ses. 4, De edit. et usu sacrorum librorum], emprende con todas sus fuerzas y con todos los medios a su alcance traducir, o más bien corromper la Santa Biblia, convirtiéndola en la lengua vernácula de todas las naciones. De ello se deriva una razón fundada para temer que, como en algunas traducciones ya conocidas, en otras haya que decir, como consecuencia de una interpretación pervertida, que en lugar del Evangelio de Cristo encontramos el Evangelio del hombre o, peor aún, el Evangelio del diablo [S. Hier. en cap. 1, Epist. ad Galat.].

Para conjurar esta plaga, varios de nuestros predecesores publicaron Constituciones, y en tiempos recientes Pío VII, de santa memoria, ha enviado dos proyectos de ley, uno a Ignacio, arzobispo de Gnesna, y otro a Estanislao, arzobispo de Mohilow. En ellos encontramos muchos testimonios, extraídos cuidadosa y sabiamente de las divinas escrituras y de la tradición: nos muestran hasta qué punto esta sutil invención puede dañar la fe y la moral.

Nosotros también, Venerables Hermanos, en virtud de Nuestro compromiso, os exhortamos a mantener vuestro rebaño cuidadosamente alejado de estos pastos mortales. Que se sepa, ora, insistid en el asunto y en la materia, con paciencia y doctrina, para que vuestros fieles, refiriéndose escrupulosamente a las reglas de nuestra Congregación del Índice, se persuadan de que "si se permite traducir la Biblia a la lengua vulgar sin permiso, resultará, por la imprudencia de los hombres, más mal que bien".

La experiencia demuestra la veracidad de este supuesto. San Agustín, al igual que otros Padres, lo confirma con estas palabras: "Las herejías y ciertos dogmas perversos que enredan a las almas y las hunden en el abismo nacen en aquellos que no entienden bien las Sagradas Escrituras: habiéndolas entendido mal, sostienen el error con temeridad y arrogancia" [Tract. 18 in Joannis, cap. 5].

A esto, oh Venerables Hermanos, es a lo que se dirige esta sociedad, que no deja piedra sin remover para lograr la afirmación de su impío propósito. Porque se deleita no sólo en imprimir sus propias versiones, sino también en difundirlas por todas las ciudades entre el pueblo. Además, para seducir las almas de los simples, a veces se encarga de venderlas, y otras, con pérfida liberalidad, las distribuye gratuitamente.

Si alguien quiere buscar el verdadero origen de todos los males que hemos deplorado hasta ahora, y de otros que en aras de la brevedad hemos omitido, se convencerá sin duda de que está en los orígenes de la Iglesia, como ahora, hay que buscarlo en el obstinado desprecio de la autoridad de la Iglesia: de esa Iglesia que, como enseña San León Magno [San León M., Serm. 2 "De nat. eiusd."], "por voluntad de la Providencia reconoce a Pedro en la Sede Apostólica, y en la persona del Romano Pontífice ve y honra a su sucesor: aquel en quien reside el cuidado de todos los pastores y la protección de las ovejas a ellos confiadas, y cuya dignidad no se ve disminuida aunque sea un indigno heredero" [S. León M., Serm. 3 "super, eodem"].

"En Pedro, por lo tanto (como afirma el citado santo Doctor a este respecto) se consolida la fuerza de todos, y se dirige la ayuda de la gracia divina para que la firmeza concedida a Pedro en nombre de Cristo, a través de Pedro se transmita a los Apóstoles".

Es evidente, pues, que este desprecio a la autoridad de la Iglesia es contrario al mandato de Cristo a los Apóstoles, y en su persona a los ministros de la Iglesia que les suceden: "El que os escucha a vosotros me escucha a mí; el que os desprecia a vosotros me desprecia a mí" (Lc 10,16). Este desprecio se opone a las palabras del apóstol Pablo: "La Iglesia es la columna y el fundamento de la verdad" (1 Tim 3, 15). Agustín, meditando sobre estas indicaciones, dijo: "Si alguien se encuentra fuera de la Iglesia, será excluido del número de sus hijos; tampoco tendrá a Dios como padre quien no tenga a la Iglesia como madre" [De Symb. ad Catech., lib. 4, cap. 13].

Por eso, Venerables Hermanos, tened presente a Agustín y meditad con frecuencia las palabras de Cristo y del apóstol Pablo, para que enseñéis al pueblo que se os ha confiado a respetar la autoridad de la Iglesia querida directamente por Dios mismo. Pero vosotros, Venerables Hermanos, no os desaniméis. Por todas partes, volvemos a declarar con San Agustín [Enarrat. in psalm., 2, 31], las aguas del diluvio (es decir, la multiplicidad de doctrinas diferentes) murmuran a nuestro alrededor. No estamos inmersos en el diluvio, pero estamos rodeados por él: sus aguas nos presionan, pero no nos tocan; nos persiguen, pero no nos sumergen.

Por lo tanto, volvemos a pediros que no os desaniméis. Tendréis para vosotros -y ciertamente confiamos en el Señor- la ayuda de los príncipes terrenales, que, como demuestran la razón y la historia, defendiendo su propia causa defienden la autoridad de la Iglesia. Porque nunca será posible dar al César lo que es del César, si no damos a Dios lo que es de Dios. Además, utilizando las palabras de San León, los buenos oficios de Nuestro ministerio serán para todos vosotros. En las adversidades, en las dudas, en todas tus necesidades, recurrid a esta Sede Apostólica. "Dios, como dice San Agustín [Epist. 103 ad Donatist., Alias 166], colocó la doctrina de la verdad en la silla de la unidad".

Por último, os rogamos por la misericordia del Señor. Ayudadnos con vuestros votos y oraciones a Dios, para que el Espíritu de gracia permanezca en nosotros y vuestros juicios no sean inciertos: que Aquel que os inspiró el placer de la unanimidad solicite el don de la paz en común con nosotros, para que en todos los días de Nuestra vida gastada en el servicio de Dios Todopoderoso, dispuestos a prestaros nuestro apoyo, podamos elevar confiadamente esta oración al Señor: "Padre Santo, guarda en Tu nombre a los que me habéis confiado" [S. LEON M. , Serm. 1, "De nat. ipsius"; y Evang. de Juan , cap. 17]. 

Como prenda de Nuestra confianza y amor, os impartimos de todo corazón la Bendición Apostólica a vosotros y a vuestro rebaño.

Dado en Roma, en Santa María la Mayor, el 5 de mayo de 1824, en el primer año de Nuestro Pontificado.

León XII


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