miércoles, 8 de noviembre de 2000

MULTIPLICES INTER (25 DE SEPTIEMBRE DE 1865)


ALOCUCIÓN

MULTIPLICES INTER

DEL SUMO PONTÍFICE 

PÍO IX

Venerables hermanos:

Entre las muchas maquinaciones y artimañas con las que los enemigos del nombre cristiano se atrevieron a atacar a la Iglesia de Dios, y se esforzaron, aunque en vano, por arruinarla y destruirla, debe incluirse sin duda, Venerables Hermanos, esa perversa sociedad de hombres, comúnmente llamada Masonería, que primero se unió en lugares ocultos y en la oscuridad, y luego salió con impetuosidad, en detrimento común de la religión y de la sociedad humana.

Los Pontífices Romanos Nuestros Predecesores, conscientes de su oficio pastoral, tan pronto como descubrieron las insidias y fraudes, consideraron oportuno no demorar en arrestar con su autoridad, golpear con la sentencia de la condena, como una lanza, y dispersar aquella secta, que expresaba la maldad y fabricaba muchos y nefastos males contra las cosas sagradas y públicas. En efecto, Clemente XII, Nuestro Predecesor, con sus Cartas Apostólicas proscribió y reprobó a la misma secta, y bajo pena de excomunión en la que se incurría ipso facto y que sólo podía ser absuelta por el Romano Pontífice, prohibió a todos los fieles no sólo suscribirla, sino también promoverla y ayudarla de cualquier manera. Benedicto XIV confirmó entonces esta justa y debida sentencia condenatoria en una Constitución suya, y no omitió excitar a los más altos Príncipes católicos, para que contribuyeran con todas sus fuerzas y cuidados a extirpar esta perdidísima secta, y a apartarla a la salvación común. ¡Si Dios quisiera que dichos príncipes supremos hubieran escuchado las voces de Nuestro Predecesor! Si Dios quisiera que se hubieran comportado con menos negligencia en un asunto tan grave. Ciertamente, nuestros padres no habrían deplorado, ni nosotros deploraríamos, tantos levantamientos de sediciones, tantos fuegos de guerras, que incendiaron toda Europa, y finalmente tantas acerbas catástrofes, con las que la Iglesia fue y sigue siendo afligida.

Además, no permitiendo a los malvados apagar su furia, Pío VII, Nuestro Predecesor, fulminó con un anatema a la secta Carbonari, nacida fresca y extendida por todas partes, especialmente en Italia; y León XII, inflamado por el mismo amor por la salud de las almas, con sus Cartas Apostólicas condenó y prohibió a todos los fieles, bajo la gravísima pena de excomunión, tanto esas primeras sociedades clandestinas, de las que hemos hablado, como las demás, sean las que sean y se llamen como se llamen, que conspiran contra la Iglesia y el poder civil. Sin embargo, estas curas practicadas por la Sede Apostólica no lograron el resultado que se esperaba.

Pues esta secta masónica de la que hablamos nunca ha sido domada ni detenida, sino que, por el contrario, se ha extendido por todas partes, de modo que en este tiempo de calamidad se ejerce impunemente en todas partes y se manifiesta con mayor audacia. Lo cual creemos que se debe en gran parte al hecho de que muchos, tal vez por ignorar las inicuas intenciones que se agitan en tales reuniones clandestinas, creen falsamente que esta clase de institución de sociedad es inofensiva, por cuanto sólo se ocupa de ayudar a los hombres, aliviándolos de sus miserias, y por lo tanto, no debe temerse ningún daño para la Iglesia de Dios.

Pero, ¿quién no puede entender fácilmente cómo esta apreciación se aleja de la verdad? Porque, ¿qué significa esa reunión de hombres, de cualquier religión y de cualquier fe? ¿Cuál es el sentido de esas reuniones clandestinas?, ¿Cuál es el sentido del juramento tan estricto que hacen los iniciados en dicha secta, de no manifestar nunca nada que pueda pertenecer a ella? Por último, ¿cuál es el propósito de la atrocidad sin precedentes de los castigos a los que están obligados a someterse si, por casualidad, faltan a su juramento? Sin duda, debe ser impía y atroz aquella sociedad que aborrece excesivamente el día y la luz; pues, como escribió el Apóstol, "el que hace el mal odia la luz"

Hay que decir qué diferentes son las sociedades piadosas de fieles que florecen en la Iglesia Católica. En ellos no hay nada oculto ni escondido; las leyes por las que se rigen son manifiestas para todos; las obras de caridad que se ejercen según la doctrina del Evangelio son manifiestas. Y, sin embargo, estas asociaciones católicas, tan saludables, tan oportunas para dar entusiasmo a la piedad y consuelo a los pobres, las vemos no sin dolor en algunos lugares opuestas, y en otros incluso suprimidas; mientras que, por el contrario, se favorece o al menos se tolera la oscura secta masónica, tan enemiga de la Iglesia de Dios, tan peligrosa para la seguridad de los Reinos. Y es para Nosotros, Venerables Hermanos, una cosa penosa y dolorosa de soportar el ver que en la reprensión de esta secta, según las Constituciones de Nuestros Predecesores, algunos son descuidados y casi sonámbulos, mientras que en una obra de tanta importancia, la razón del ministerio y del oficio que se les ha encomendado, exige que sean muy vigilantes.

Y si hay algunos que creen que las Constituciones Apostólicas, publicadas con pena de anatema, no tienen fuerza en aquellas regiones donde las mencionadas sectas son toleradas por el poder civil, ciertamente están muy engañados; y Nosotros en otro tiempo, como sabéis, Venerables Hermanos, condenamos la asunción de esta mala doctrina, y de nuevo, hoy, la reprobamos y condenamos. 

La suprema potestad de pastorear y gobernar todo el rebaño del Señor, que, en la persona del Santísimo Pedro, los Romanos Pontífices tenían de Jesucristo, y el supremo magisterio que, en consecuencia, deben ejercer en la Iglesia, ¿dependen del poder civil o pueden de algún modo ser impedidos y restringidos por él? 

Por estas cosas, para que todas las personas sencillas, y especialmente los jóvenes, no sean engañados, y para que con Nuestro silencio no se aproveche la ocasión para defender el error, resolvimos levantar Nuestra voz apostólica, Venerables Hermanos, y aquí en vuestra asamblea confirmar las recordadas Constituciones de Nuestros Predecesores, con Nuestra autoridad apostólica reprobamos y condenamos la secta masónica y otras sociedades del mismo género, que por la sola diversidad de las apariencias se establecen de día en día y conspiran contra la Iglesia y los poderes legítimos, tanto en público como en privado; deseamos que por todos los fieles de Cristo de toda condición, rango y dignidad, y en cualquier parte de la tierra que se encuentren, sean tenidos por proscritos y reprobados con las mismas penas que se contienen en las mencionadas Constituciones de Nuestros predecesores.

Ahora, en conclusión, con el afecto paternal de Nuestra alma amonestamos y exhortamos a los fieles, que por casualidad están inscritos en tales sectas, a que acudan a consejos más sanos, y a que abandonen esos grupos y convenciones impías para que no caigan en el abismo de la ruina eterna. 

Además, por la solícita cura de almas, por la que nos sentimos estimulados, exhortamos a todos los demás fieles a que se guarden de las palabras engañosas de los sectarios, que, mostrando cierta apariencia de honestidad, con odio acalorado se lanzan contra la religión de Cristo y contra los legítimos Principados, y para eso sólo tienden y trabajan: Para manipular todos los derechos, tanto divinos como humanos. 

Que se den cuenta de que estos seguidores de las sectas son como lobos que, cubiertos con piel de cordero, como predijo Jesucristo, vendrán a exterminar el rebaño; que comprendan que deben mantenerse entre aquellos cuya costumbre y compañía el Apóstol nos prohíbe tanto, que ordenó abiertamente que ni siquiera los saludemos.

Que Dios, que es rico en misericordia, se conmueva con las oraciones de todos nosotros, para que, con la ayuda de su gracia, los ignorantes entren en razón, y los descarriados vuelvan al camino de la rectitud; para que, suprimida la furia de los perdidos, que por medio de estas sociedades hacen obras impías y malas, la Iglesia, como la sociedad humana, se recupere al fin de tantas y tan inveteradas calamidades.

Para que estas cosas sucedan como deseamos, pidamos a la Santísima Virgen, Madre del mismo Dios, Inmaculada desde su origen, a quien le ha sido dado aplastar a los enemigos de la Iglesia y a los monstruos del error; e imploremos el patrocinio de los Beatos Pedro y Pablo, por cuya gloriosa sangre ha sido consagrada esta santa Ciudad.

Con su favor y ayuda, confiamos en obtener más fácilmente lo que pedimos insistentemente a la bondad divina.

25 de septiembre de 1865

PÍO IX


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