lunes, 27 de noviembre de 2000

COMMUNIUM RERUM (21 DE ABRIL DE 1909)


ENCÍCLICA

COMMUNIUM RERUM

DEL PAPA PÍO X

SOBRE SAN ANSELMO DE AOSTA

A NUESTROS VENERABLES HERMANOS LOS PATRIARCAS,

PRIMADOS, ARZOBISPOS, OBISPOS Y OTROS ORDINARIOS

EN PAZ Y COMUNIÓN CON LA SEDE APOSTÓLICA

Venerables Hermanos, Salud y Bendición Apostólica.

En medio de los problemas generales de la época y de las recientes catástrofes domésticas que nos afligen, nos consuela y reconforta sin duda esa reciente muestra de devoción de todo el pueblo cristiano que sigue siendo "un espectáculo para el mundo, para los ángeles y para los hombres" (I Cor. iv. 9), y que, si ahora ha sido convocada tan generosamente por la llegada de la desgracia, tiene su única y verdadera causa en la caridad de Nuestro Señor Jesucristo. Porque como no hay ni puede haber en el mundo ninguna caridad digna de este nombre sino por medio de Cristo, a Él solo deben atribuirse todos los frutos de ella, incluso en los hombres de fe laxa u hostiles a la religión, que son deudores de los vestigios de caridad que puedan poseer a la civilización introducida por Cristo, de la que todavía no han conseguido desprenderse del todo y expulsar de la sociedad humana.

2. Por este poderoso movimiento de los que quieren consolar a su Padre y ayudar a sus hermanos en sus aflicciones públicas y privadas, las palabras apenas pueden expresar Nuestra emoción y Nuestra gratitud. Estos sentimientos ya los hemos dado a conocer en más de una ocasión a los particulares, pero no podemos demorarnos más en dar una expresión pública de Nuestro agradecimiento, en primer lugar, a vosotros, venerables hermanos, y a través de vosotros a todos los fieles confiados a vuestro cuidado.

3. Así, también, queremos hacer profesión pública de Nuestra gratitud por las numerosas y sorprendentes muestras de afecto y reverencia que nos han ofrecido nuestros hijos más queridos en todas las partes del mundo con motivo de nuestro jubileo sacerdotal. Han sido muy agradecidas por Nosotros, no tanto por Nuestro bien como por el bien de la Religión y de la Iglesia, por ser una profesión de fe intrépida y, por así decirlo, una manifestación pública del debido honor a Cristo y a Su Iglesia, por el respeto mostrado a quien el Señor ha puesto sobre Su familia. Otros frutos de la misma índole también nos han alegrado mucho; las celebraciones con que las diócesis de Norteamérica han conmemorado el centenario de su fundación, devolviendo a Dios las gracias eternas por haber añadido tantos hijos a la Iglesia Católica; el espléndido espectáculo que presentó la nobilísima isla de Gran Bretaña en el honor restaurado que se rindió con tan maravillosa pompa dentro de sus confines a la Santísima Eucaristía, en presencia de una densa multitud, y con una corona formada por Nuestros Venerables Hermanos, y por Nuestro propio Legado; y en Francia, donde la Iglesia afligida secó sus lágrimas al ver tan brillantes triunfos del Augusto Sacramento, sobre todo en la ciudad de Lourdes, el quincuagésimo aniversario de cuyo origen también nos ha alegrado ver conmemorado con tanta solemnidad. En estos y otros hechos todos deben ver, y que los enemigos del catolicismo se persuadan de ello, que el esplendor del ceremonial, y la devoción que se rinde a la Augusta Madre de Dios, e incluso el homenaje filial que se ofrece al Sumo Pontífice, están todos destinados finalmente a la gloria de Dios, para que Cristo sea todo y en todos (Colos. 3: II), para que el Reino de Dios se establezca en la tierra, y se consiga la salvación eterna para los hombres.

4. Este triunfo de Dios en la tierra, tanto en los individuos como en la sociedad, no es sino el retorno de los descarriados a Dios por medio de Cristo, y a Cristo por medio de la Iglesia, que anunciamos como programa de Nuestro Pontificado tanto en Nuestras primeras Cartas Apostólicas "E supremi Apostolatus Cathedra" (Encyclica diei 4 Octobris MDCCCCIII), como muchas veces desde entonces. A este regreso miramos con confianza, y los planes y las esperanzas están todos destinados a conducir a él como a un puerto en el que las tormentas, incluso de la vida presente, están en reposo. Y por eso agradecemos el homenaje que se rinde a la Iglesia en Nuestra humilde persona, por ser, con la ayuda de Dios, un signo del retorno de las Naciones a Cristo y de una más estrecha unión con Pedro y la Iglesia.

5. Esta unión afectuosa, que varía en intensidad según el tiempo y el lugar, y que difiere en su modo de expresión, parece en los designios de la Providencia fortalecerse a medida que los tiempos se vuelven más difíciles para la causa de la sana enseñanza, de la sagrada disciplina, de la libertad de la Iglesia. Tenemos ejemplos de ello en los santos de otros siglos, que Dios suscitó para resistir con su virtud y sabiduría la furia de la persecución contra la Iglesia y la difusión de la iniquidad en el mundo. A uno de ellos queremos recordar especialmente en esta Carta, ahora que se celebra solemnemente el octavo centenario de su muerte. Nos referimos al doctor Anselmo de Aosta, vigorosísimo exponente de la verdad católica y defensor de los derechos de la Iglesia, primero como monje y abad en Francia y después como arzobispo de Canterbury y primado en Inglaterra. No es inapropiado, pensamos, después de las Fiestas Jubilares, celebradas con inusitado esplendor, de otros dos Doctores de la Santa Iglesia, Gregorio el Grande y Juan Crisóstomo, uno la luz de la Iglesia Occidental, el otro de la Iglesia Oriental, fijar nuestra mirada en esta otra estrella que, si "difiere en brillo" (I. Cor. 15: 41) de ellos, sin embargo se compara bien con ellos en su trayectoria, y arroja una luz de doctrina y ejemplo no menos saludable que la de ellos. Es más, en algunos aspectos podría decirse que es incluso más saludable, ya que Anselmo está más cerca de nosotros en cuanto a tiempo, lugar, temperamento y estudios, y hay una mayor similitud con nuestros días en la naturaleza de los conflictos que soportó, en el tipo de actividad pastoral que desplegó, en el método de enseñanza aplicado y promovido en gran medida por él, por sus discípulos, por sus escritos, todos ellos compuestos "en defensa de la religión cristiana, en beneficio de las almas, y para guía de todos los teólogos que debían enseñar las sagradas letras según el método escolástico" (Breviar. Rom, die 21 Aprilis). Así, como en la oscuridad de la noche, mientras algunas estrellas se ponen, otras se levantan para iluminar el mundo, así los hijos suceden a los Padres para iluminar la Iglesia, y entre ellos San Anselmo brilló como una estrella brillantísima.

6. A los ojos de los mejores de sus contemporáneos, Anselmo parecía brillar como una luminaria de santidad y aprendizaje en medio de la oscuridad del error y la iniquidad de la época en que vivió. Fue en verdad un "príncipe de la fe, un ornamento de la Iglesia... una gloria del episcopado, un hombre superior a todos los grandes hombres" de su tiempo ("Epicedion in obitum Anselmi"), "tanto erudito como bueno y brillante en el discurso, un hombre de espléndido intelecto" ("In Epitaphio") cuya reputación era tal que se ha escrito bien de él que no había hombre en el mundo entonces "que dijera: Anselmo es menos que yo, o como yo" ("Epicedion in obitum Anselmi"), y por ello era estimado por reyes, príncipes y sumos pontífices, así como por sus hermanos de religión y por los fieles, es más, "amado incluso por sus enemigos" (Ib.). Cuando todavía era abad, el gran y poderosísimo pontífice Gregorio VII le escribió cartas en las que le inspiraba estima y afecto y "recomendaba a la Iglesia católica y a él mismo a sus oraciones" (Breviar. Rom. die 21 Aprilis); a él también le escribió Urbano II reconociendo "su distinción en la religión y el saber" (In libro 2 Epist. S. Anselmi, ep. 32); en muchas y muy afectuosas cartas Pascual II ensalzó su "reverente devoción, su fuerte fe, su piadoso y perseverante celo, su autoridad en religión y conocimiento" (In lib. 3 Epist. S. Anselmi, ep. 74 et 42), lo que fácilmente indujo al Pontífice a acceder a sus peticiones y le hizo no dudar en llamarle el más docto y devoto de los obispos de Inglaterra.

7. Y, sin embargo, Anselmo a sus propios ojos no era más que un despreciable y desconocido inútil, un hombre sin partes, pecador en su vida. Esta gran modestia y la más sincera humildad no le restaron ni un ápice de su elevado pensamiento, por mucho que digan lo contrario los hombres de vida y juicio depravados, de los que la Escritura dice que "el hombre animal no entiende las cosas del espíritu de Dios" (I Cor. 2: 14). Y más maravilloso aún, la grandeza de alma y la constancia inconquistable, probada de tantas maneras por los problemas, los ataques, los destierros, se mezclaban en él con unos modales tan suaves y agradables que era capaz de calmar las pasiones airadas de sus enemigos y de ganarse el corazón de los que estaban enfurecidos contra él, de modo que los mismos hombres "a los que su causa era hostil" le alababan porque era bueno ("Epicedion in obitum Anselmi").

8. Así pues, en él existía una maravillosa armonía entre cualidades que el mundo juzga falsamente irreconciliables y contradictorias: sencillez y grandeza, humildad y magnanimidad, fuerza y mansedumbre, conocimiento y piedad, de modo que tanto al principio como a lo largo de toda su vida religiosa "fue singularmente estimado por todos como modelo de santidad y doctrina" (Breviar. Rom., die 21 Aprilis).

9. Este doble mérito de Anselmo no quedó confinado dentro de las paredes de su propia casa o dentro de los límites de la escuela, sino que salió de allí como de una tienda militar al polvo y al resplandor de la carretera. Porque, como ya hemos insinuado, Anselmo cayó en días difíciles y tuvo que emprender feroces batallas en defensa de la justicia y la verdad. Aunque estaba naturalmente inclinado a una vida de contemplación y estudio, se vio obligado a sumergirse en las más variadas e importantes ocupaciones, incluso las que afectaban al gobierno de la Iglesia, y a verse así arrastrado a las peores turbulencias de su agitada época. Con su dulce y suavísimo temperamento se vio obligado, por amor a la sana doctrina y a la santidad de la Iglesia, a renunciar a una vida de paz, a la amistad de los grandes del mundo, a los favores de los poderosos, al afecto unido, del que al principio gozaba, de sus mismos hermanos en los problemas de todo tipo. Así, encontrando a Inglaterra llena de odios y peligros, se vio obligado a oponer una vigorosa resistencia a los reyes y príncipes, a los usurpadores y tiranos sobre la Iglesia y el pueblo, a los ministros débiles o indignos del sagrado oficio, a la ignorancia y al vicio de grandes y pequeños; siempre valiente defensor de la fe y de la moral, de la disciplina y de la libertad, y por lo tanto también de la santidad y de la doctrina, de la Iglesia de Dios, y por ello verdaderamente digno de aquel ulterior encomio de Pascual: "Gracias a Dios que en vosotros prevalece siempre la autoridad del Obispo, y que, aunque puestos en medio de bárbaros, no os disuade de anunciar la verdad ni la violencia de los tiranos", ni el favor de los poderosos, ni la llama del fuego ni la fuerza de las armas; y de nuevo: "Nos alegramos porque, por la gracia de Dios, no os perturban las amenazas ni os conmueven las promesas" (En el lib. iii. Epist. S. Anselmi, ep. 44 et 74).

10. En vista de todo esto, es justo, Venerables Hermanos, que Nosotros, después de un lapso de ocho siglos, nos regocijemos como Nuestro Predecesor Pascual, y, haciéndonos eco de sus palabras, demos gracias a Dios. Pero, al mismo tiempo, es un placer para Nosotros poder exhortaros a fijar vuestros ojos en esta luminaria de la doctrina y de la santidad, que, surgiendo aquí en Italia, brilló durante más de treinta años sobre Francia, durante más de quince años sobre Inglaterra, y finalmente sobre toda la Iglesia, como una torre de fuerza y de belleza.

11. Y si Anselmo fue grande "en las obras y en las palabras", si en su conocimiento y en su vida, en la contemplación y en la actividad, en la paz y en la lucha, consiguió espléndidos triunfos para la Iglesia y grandes beneficios para la sociedad, todo ello debe atribuirse a su estrecha unión con Cristo y con la Iglesia durante todo el curso de su vida y de su ministerio.

12. Recordando todas estas cosas, Venerables Hermanos, con especial interés durante la solemne conmemoración del gran Doctor, encontraremos en ellas espléndidos ejemplos para nuestra admiración e imitación; más aún, la reflexión sobre ellas nos proporcionará también fuerza y consuelo en medio de las apremiantes preocupaciones del gobierno de la Iglesia y de la salvación de las almas, ayudándonos a no faltar nunca a nuestro deber de cooperar con todas nuestras fuerzas para que todas las cosas sean restauradas en Cristo, para que "Cristo sea formado" en todas las almas (Galat. 4: 19), y especialmente en las que son la esperanza del sacerdocio, de mantener inquebrantablemente la doctrina de la Iglesia, de defender denodadamente la libertad de la Esposa de Cristo, la inviolabilidad de sus derechos divinos y la plenitud de las garantías que exige la protección del Sagrado Pontificado.

13. Porque sabéis, Venerables Hermanos, y lo habéis lamentado a menudo con Nosotros, cuán malos son los días en que hemos caído, y cuán inicuas las condiciones que se nos han impuesto. Incluso en el indecible dolor que sentimos en los recientes desastres públicos, Nuestras heridas se abrieron de nuevo por las vergonzosas acusaciones inventadas contra el clero de estar atrasado en la prestación de asistencia después de la calamidad, por los obstáculos levantados para ocultar la acción benéfica de la Iglesia en favor de los afligidos, por el desprecio mostrado incluso por su cuidado y previsión maternal. No decimos nada de muchas otras cosas perjudiciales para la Iglesia, ideadas con astucia traicionera o perpetradas flagrantemente en violación de todo derecho público y en desprecio de toda equidad y justicia naturales. Lo más penoso, además, es pensar que esto se ha hecho en países en los que la corriente de la civilización ha sido alimentada más abundantemente por la Iglesia. Pues ¿qué espectáculo más antinatural puede presenciarse que el de algunos de esos hijos que la Iglesia ha alimentado y cuidado como sus primogénitos, su flor y su fuerza, que en su furia vuelven sus armas contra el mismo seno de la Madre que tanto los ha amado? Y hay otros países que no nos dan mucho consuelo, en los que la misma guerra, bajo otra forma, ha estallado ya o se está preparando con oscuras maquinaciones. Porque en las naciones que más se han beneficiado de la civilización cristiana hay un movimiento para privar a la Iglesia de sus derechos, para tratarla como si no fuera por naturaleza y por derecho la sociedad perfecta que es, instituida por el mismo Cristo, el Redentor de nuestra naturaleza, y para destruir su reino, que, aunque afecta principal y directamente a las almas, no es menos útil para su salvación eterna que para el bienestar de la sociedad humana; se hacen esfuerzos de todo tipo para suplantar el reino de Dios por un reino de licencia bajo el nombre mentiroso de libertad. Y para hacer triunfar, mediante el gobierno de los vicios y de la lujuria, la peor de todas las esclavitudes y llevar a los pueblos de cabeza a su ruina - "porque el pecado hace a los pueblos miserables" (Prov. 14: 34)- se levanta siempre el grito: "No queremos que este hombre reine sobre nosotros" (Luc. 19: 14). Así las Órdenes religiosas, siempre el fuerte escudo y el ornamento de la Iglesia, y los promotores de las obras más saludables de la ciencia y de la civilización entre los pueblos incivilizados y civilizados, han sido expulsados de los países católicos; así las obras de la beneficencia cristiana han sido debilitadas y circunscritas en la medida de lo posible, así los ministros de la religión han sido despreciados y burlados, y, donde era posible, reducidos a la impotencia y a la inercia. Los caminos del saber y de la enseñanza se les han cerrado o dificultado en extremo, sobre todo apartándolos gradualmente de la instrucción y de la educación de la juventud; las empresas católicas de utilidad pública se han visto frustradas; los laicos distinguidos que profesan abiertamente su fe católica han sido ridiculizados, perseguidos, mantenidos en un segundo plano como si pertenecieran a una clase inferior y marginada, hasta que llegue el día, que se está acelerando con leyes cada vez más inicuas, en que se les excluya por completo de los asuntos públicos. Y los autores de esta guerra, tan astuta y despiadada como es, se jactan de que la libran por amor a la libertad, a la civilización y al progreso, y, si se les creyera, por espíritu de patriotismo -en esta mentira también se asemejan a su padre, que "fue un asesino desde el principio, y cuando habla una mentira, habla por sí mismo, porque es un mentiroso" (Juan. 8: 44), y se enfurecen con un odio insaciable contra Dios y la raza humana. Hombres de rostro descarado, que buscan crear confusión con sus palabras, y tender trampas a los oídos de los simples. No, no es el patriotismo, ni el celo por el pueblo, ni ningún otro objetivo noble, ni el deseo de promover el bien de ningún tipo, lo que les incita a esta amarga guerra, sino el odio ciego que alimenta su loco plan de debilitar a la Iglesia y excluirla de la vida social, lo que les hace proclamarla como muerta, mientras no cesan de atacarla; es más, después de haberla despojado de toda libertad, no dudan en su descarada locura en mofarse de su impotencia para hacer algo en beneficio de la humanidad o del gobierno humano. Del mismo odio surgen las astutas tergiversaciones o el silencio absoluto sobre los servicios más manifiestos de la Iglesia y de la Sede Apostólica, cuando no hacen de nuestros servicios un motivo de sospecha que con astuto arte insinúan en los oídos y en las mentes de las masas, espiando y falseando todo lo que se dice o se hace por la Iglesia como si ocultara algún peligro inminente para la sociedad, mientras que la pura verdad es que es principalmente de Cristo, a través de la Iglesia, de donde se ha derivado el progreso de la verdadera libertad y la más pura civilización.

14. En cuanto a esta guerra exterior, llevada a cabo por el enemigo de fuera, "por la que la Iglesia se ve asaltada por todas partes, ahora en batalla cerrada y abierta, ahora con astucia y con tramas astutas", hemos advertido con frecuencia vuestra vigilancia, Venerables Hermanos, y especialmente en la Alocución que pronunciamos en el Consistorio del 16 de diciembre de 1907.

15. Pero con no menos severidad y dolor nos hemos visto obligados a denunciar y sofocar otra especie de guerra, intestina y doméstica, y tanto más desastrosa cuanto más oculta es. Llevada a cabo por jóvenes antinaturales, que anidan en el seno mismo de la Iglesia para desgarrarla en el silencio, esta guerra apunta más directamente a la raíz misma y al alma de la Iglesia. Tratan de corromper los resortes de la vida y de la enseñanza cristiana, de dispersar el sagrado depósito de la fe, de derribar los fundamentos de la constitución divina por su desprecio de toda autoridad, tanto pontificia como episcopal, de poner una nueva forma en la Iglesia, nuevas leyes, nuevos principios, según los postulados de sistemas monstruosos, en fin, de desfigurar toda la belleza de la Esposa de Cristo por el vacío glamour de una nueva cultura, falsamente llamada ciencia, contra la cual el Apóstol nos pone frecuentemente en guardia: "Guardaos de que nadie os engañe con filosofías y vanos engaños, según las tradiciones de los hombres, según los elementos del mundo, y no según Cristo" (Colos. 2: 8).

16. Por este artificio de la falsa filosofía y esta erudición superficial y falaz, unida a un sistema de crítica muy audaz, algunos han sido seducidos y "se han envanecido en sus pensamientos" (Rom. i. 1), "habiendo rechazado la buena conciencia han naufragado en cuanto a la fe" (I Tim. i. 19), se ven sacudidos miserablemente por las olas de la duda, sin saber ellos mismos a qué puerto han de llegar; otros, perdiendo tanto el tiempo como el estudio, se pierden en la investigación de abstrusas bagatelas, y se alejan así del estudio de las cosas divinas y de las verdaderas fuentes de la doctrina. Este semillero de error y perdición (que ha llegado a ser conocido comúnmente como modernismo por su afán de novedad malsana) aunque denunciado varias veces y desenmascarado por los propios excesos de sus adeptos, sigue siendo un mal gravísimo y profundo. Acecha como un veneno en las entrañas de la sociedad moderna, alejada como está de Dios y de su Iglesia, y se abre paso especialmente como un cáncer entre las generaciones jóvenes, que son naturalmente las más inexpertas y desatentas. No es el resultado de un estudio sólido y de un conocimiento verdadero, pues no puede haber un conflicto real entre la razón y la fe (Concil. Vatic., Constit. Dei filius, cap. 4). Pero es el resultado del orgullo intelectual y de la atmósfera pestilente que prevalece de la ignorancia o del conocimiento confuso de las cosas de la religión, unido a la estúpida presunción de hablar y discutir sobre ellas. Y esta mortífera infección es fomentada además por un espíritu de incredulidad y de rebelión contra Dios, de modo que los que se dejan llevar por el ciego frenesí de la novedad consideran que se bastan a sí mismos, y que están en libertad de desprenderse abiertamente o por subterfugio de todo el yugo de la autoridad divina, modelando para sí mismos según su propio capricho una religiosidad individual vaga y naturalista, tomando el nombre y alguna apariencia del cristianismo, pero sin nada de su vida y verdad.

17. Ahora bien, en todo esto no es difícil reconocer una de las muchas formas de la eterna guerra que se libra contra la verdad divina, y que es tanto más peligrosa por el hecho de que sus armas se ocultan astutamente con una cubierta de piedad ficticia, candor ingenuo y seriedad, en manos de hombres facciosos que las utilizan para conciliar cosas que son absolutamente irreconciliables, las extravagancias de una ciencia humana voluble con la fe divina, y el espíritu de un mundo frívolo con la dignidad y la constancia de la Iglesia.

18. Pero si veis todo esto, Venerables Hermanos, y lo deploráis amargamente con Nosotros, no estáis por ello abatidos o sin toda esperanza. Sabéis de los grandes conflictos que otros tiempos han traído al pueblo cristiano, muy diferentes, sin embargo, de nuestros días. No tenemos más que volver a la época en que vivió Anselmo, tan llena de dificultades como aparece en los anales de la Iglesia. En efecto, entonces era necesario luchar por el altar y el hogar, por la santidad del derecho público, por la libertad, la civilización, la sana doctrina, de todo lo cual la Iglesia era la única maestra y defensora entre las naciones, para frenar la violencia de los príncipes que se arrogaban el derecho de pisotear las libertades más sagradas, para erradicar los vicios, la ignorancia y la incultura de los pueblos, no despojados aún del todo de su antigua barbarie y a menudo bastante refractarios a la influencia educadora de la Iglesia, para despertar a una parte del clero que se había vuelto laxa o anárquica en su conducta, ya que no pocas veces eran elegidos arbitrariamente y según un perverso sistema de elección por los príncipes, y controlados por éstos y obligados a ello en todo.

19. Tal era el estado de cosas especialmente en aquellos países en los que Anselmo trabajó especialmente, ya sea por su enseñanza como maestro, por su ejemplo como religioso, o por su asidua vigilancia y su actividad polifacética como arzobispo y primado. Porque sus grandes servicios fueron realizados especialmente por las provincias de la Galia que pocos siglos antes habían caído en manos de los normandos, y por las islas de Gran Bretaña que pocos siglos antes habían pasado a manos de la Iglesia. En ambos países las convulsiones causadas por las revoluciones interiores y las guerras exteriores dieron lugar a la relajación de la disciplina tanto entre los gobernantes como entre sus súbditos, entre el clero y el pueblo.

20. Abusos como éstos fueron amargamente lamentados por los grandes hombres de la época, como Lanfranco, maestro de Anselmo y más tarde su predecesor en la sede de Canterbury, y aún más por los pontífices romanos, entre los cuales bastará mencionar aquí al valiente Gregorio VII, intrépido campeón de la justicia, inquebrantable defensor de los derechos de la Iglesia, vigilante guardián y defensor de la santidad del clero.

21. Fuerte en su ejemplo y rivalizando con ellos en su celo, Anselmo también se lamentó de los mismos males, escribiendo así a un príncipe de su pueblo, y que se regocijaba en describirse como su pariente por sangre y afecto: "Ves, mi queridísimo Señor, cómo la Iglesia de Dios, nuestra Madre, a la que Dios llama su Hermosa y su Amada Esposa, es pisoteada por malos príncipes, cómo es puesta en tribulación para su eterna condenación por aquellos a los que fue recomendada por Dios como a protectores que la defenderían, con qué presunción han usurpado para sus propios usos las cosas que le pertenecen, la crueldad con que desprecian y violan la religión y su ley. Despreciando la obediencia a los decretos de la Sede Apostólica, hechos para la defensa de la religión, seguramente se condenan a sí mismos por la desobediencia al Apóstol Pedro, cuyo lugar ocupa, es más, a Cristo que recomendó su Iglesia a Pedro... Porque los que se niegan a someterse a la ley de Dios son ciertamente reputados como enemigos de Dios" (Epist. lib. iii. epist. 65). Así escribió Anselmo, y ojalá sus palabras hubieran sido atesoradas por el sucesor y los descendientes de aquel potentísimo príncipe, y por los demás soberanos y pueblos que fueron tan amados y aconsejados y servidos por él.

22. Pero la persecución, el destierro, el expolio, las pruebas y las fatigas de la dura lucha, lejos de conmover, no hicieron sino arraigar más profundamente el amor de Anselmo a la Iglesia y a la Sede Apostólica. "No temo el exilio, ni la pobreza, ni los tormentos, ni la muerte, porque, mientras Dios me fortalece, para todas estas cosas mi corazón está preparado por la obediencia debida a la Sede Apostólica y la libertad de la Iglesia de Cristo, mi Madre" (Ib. lib. iii. ep. 73), escribió a Nuestro Predecesor Pascual en medio de sus mayores dificultades. Y si recurre a la Cátedra de Pedro en busca de protección y ayuda, la única razón es: "Para que por mí y a causa de mí la constancia de la devoción eclesiástica y la autoridad apostólica no se debiliten nunca en lo más mínimo". Y luego da su razón, que para Nosotros es la insignia de la dignidad y la fuerza pastoral: "Prefiero morir, y mientras vivo prefiero sufrir penurias en el exilio, antes que ver el honor de la Iglesia de Dios atenuado en el más mínimo grado por mi causa o por mi ejemplo" (Ib. Lib. iv. ep. 47).

23. Ese mismo honor, libertad y pureza de la Iglesia está siempre en su mente; lo anhela con suspiros, oraciones y sacrificios; trabaja por él con todas sus fuerzas tanto en la resistencia vigorosa como en la paciencia varonil; y lo defiende con sus actos, sus escritos y sus palabras. La recomienda con un lenguaje fuerte y dulce a sus hermanos en la religión; a los obispos, al clero y a todos los fieles; pero con mayor severidad a aquellos príncipes que la ultrajan con gran perjuicio para ellos y sus súbditos.

24. Estos nobles llamamientos a la libertad sagrada tienen un eco oportuno en nuestros días en los labios de aquellos "a quienes el Espíritu Santo ha puesto para gobernar la Iglesia de Dios" (Act. xx 28), oportuno aunque no encontraran eco por la decadencia de la fe o la perversidad de los hombres o la ceguera de los prejuicios. A nosotros, como bien sabéis, Venerables Hermanos, se dirigen especialmente las palabras del Señor: "Grita sin descanso, alza tu voz como una trompeta" (Isa. 58: 1), y más aún que "el Altísimo ha hecho oír su voz" (Salmo 17: 14), en el temblor de la naturaleza y en las tremendas calamidades: "la voz del Señor sacudiendo la tierra", haciendo resonar en nuestros oídos una terrible advertencia y haciéndonos comprender la dura lección de que todo lo que no es eterno es vanidad, que "no tenemos aquí una ciudad duradera, sino que buscamos una que ha de venir" (Hebr. 13: 14), pero, además, una voz no sólo de justicia, sino de misericordia y de saludable recordatorio para las naciones descarriadas. En medio de estas calamidades públicas nos corresponde gritar y dar a conocer las grandes verdades de la fe no sólo al pueblo, a los humildes, a los afligidos, sino a los poderosos y a los ricos, a los que deciden y gobiernan la política de las naciones, dar a conocer a todos las grandes verdades que la historia confirma con sus grandes y desastrosas lecciones como que "el pecado hace miserables a las naciones" (Prov. 14: 34), con la admonición del Salmo 2: "Y ahora, reyes, comprended; recibid instrucción, vosotros que juzgáis la tierra. Servid al Señor con temor... abrazad la disciplina, no sea que en algún momento el Señor se enoje y perezcáis en el camino justo". Más amargas serán las consecuencias de estas amenazas cuando los vicios de la sociedad se multiplican, cuando el pecado de los gobernantes y del pueblo consiste especialmente en la exclusión de Dios y en la rebelión contra la Iglesia de Cristo: esa doble apostasía social que es la fuente deplorable de la anarquía, la corrupción y la miseria sin fin para el individuo y para la sociedad.

25. Y ya que el silencio o la indolencia por nuestra parte, como desgraciadamente no es infrecuente entre los buenos, nos incriminaría también, que cada uno de los sagrados Pastores tome como dicho para sí mismo para la defensa de su rebaño, y lleve a otros a su debido tiempo, las palabras de Anselmo al poderoso Príncipe de Flandes: "Como eres mi Señor y verdaderamente amado por mí en Dios, te ruego, conjuro, amonesto y aconsejo, como guardián de tu alma, que no creas que tu elevada dignidad se ve disminuida si amas y defiendes la libertad de la Esposa de Dios y tu Madre, la Iglesia, que no pienses que te rebajas cuando la exaltas, que no creas que te debilitas cuando la fortaleces. Mira a tu alrededor y observa; los ejemplos están ante ti; considera los príncipes que la atacan y maltratan, ¿qué ganan con ello, qué consiguen? Es tan claro que no hace falta decirlo" (Epist., lib. iv. ep. 32). Y todo esto lo explica con su habitual fuerza y dulzura al poderoso Balduino, rey de Jerusalén: "Como tu fiel amigo, te ruego, amonesto y conjuro, y pido a Dios que vivas bajo la ley de Dios y que en todo sometas tu voluntad a la voluntad de Dios. Porque sólo cuando reinas según la voluntad de Dios, reinas para tu propio bienestar. No te permitas creer, como tantos malos reyes, que la Iglesia de Dios te ha sido entregada para que la utilices como sierva, sino recuerda que te ha sido recomendada como abogada y defensora". En este mundo Dios no ama nada más que la libertad de su Iglesia. "Los que buscan no tanto servirla como gobernarla, están actuando claramente en oposición a Dios. Dios quiere que su Esposa sea libre y no esclava. Aquellos que la tratan y la honran como hijos, ciertamente demuestran que son sus hijos y los hijos de Dios, mientras que aquellos que se enseñorean de ella, como de un súbdito, no se hacen hijos sino extraños a ella, y por lo tanto son excluidos de la herencia prometida a ella" (Ibid. ep. 8). Así desveló su corazón tan lleno de amor por la Iglesia; así mostró su celo en defensa de su libertad, tan necesaria en el gobierno de la familia cristiana y tan querida por Dios, como el mismo gran Doctor afirmó concisamente en las enérgicas palabras "En este mundo Dios no ama nada más que la libertad de su Iglesia". Ni podemos, Venerables Hermanos, daros a conocer Nuestros sentimientos mejor que repitiendo esa hermosa expresión.

26. Igualmente oportunas son otras amonestaciones dirigidas por el Santo a los poderosos. Así, por ejemplo, escribió a la reina Matilde de Inglaterra: "Si quieres en verdad devolver las gracias con razón y bien y eficazmente a Dios, toma en consideración a esa Reina que Él se complació en elegir para su Esposa en este mundo... Tómala, digo, en consideración, exáltala, para que con ella y en ella puedas agradar a Dios y reinar con ella en la eterna bienaventuranza" (Epist., lib. iii. ep. 57). Y, sobre todo, cuando por casualidad te encuentres con algún hijo que, hinchado de grandeza terrenal, viva sin tener en cuenta a su madre, u hostil o rebelde con ella, recuerda que: "os corresponde sugerirle con frecuencia, a tiempo y a destiempo, estas y otras amonestaciones, y sugerirle que se muestre no como el amo, sino como el abogado, no como el hijastro, sino como el verdadero hijo de la Iglesia" (Ibid. ep. 59). Nos corresponde también, a Nosotros especialmente, inculcar ese otro dicho tan noble y tan paternal de Anselmo: "Siempre que oigo algo de vosotros desagradable a Dios e impropio de vosotros mismos, y no os amonesto, no temo a Dios ni os amo como debo" (Ibid. Lib. iv. ep. 52). Y especialmente cuando llega a Nuestros oídos que tratáis a las iglesias en vuestro poder de una manera indigna de ellas y de vuestra propia alma, entonces, debemos imitar a Anselmo renovando Nuestras oraciones, consejos, amonestaciones "que penséis en estas cosas cuidadosamente y si vuestra conciencia os advierte que hay algo que corregir en ellas que os apresuréis a hacer la corrección" (Epist., lib. iv. epist. 32). "Porque no hay que descuidar nada que pueda corregirse, ya que Dios pide cuenta a todos no sólo del mal que hacen, sino también de la corrección del mal que pueden corregir. Y cuanto más poder tienen los hombres para hacer la corrección necesaria, tanto más enérgicamente les exige Él, según el poder que misericordiosamente les ha comunicado, que piensen y actúen rectamente... Y si no pueden hacerlo todo a la vez, no por ello deben cesar sus esfuerzos para avanzar de mejor en mejor, porque Dios, en su bondad, suele llevar a la perfección las buenas intenciones y el buen esfuerzo, y recompensarlos con bendita plenitud" (Ibid. Lib. iii. epist. 142).

27. Estas y otras advertencias similares, sapientísimas y santas, dadas por Anselmo incluso a los señores y reyes del mundo, bien pueden ser repetidas por los pastores y príncipes de la Iglesia, como defensores naturales de la verdad, la justicia y la religión en el mundo. En nuestros tiempos, en efecto, los obstáculos en el camino para hacer esto se han incrementado enormemente, de modo que, en verdad, apenas hay espacio para permanecer sin dificultad y peligro. Porque mientras reina la licencia desenfrenada, la Iglesia está obstinadamente encadenada, el nombre mismo de la libertad es objeto de burla, y constantemente se inventan nuevos artificios para frustrar la obra de vosotros y de vuestro clero, de modo que no es de extrañar que "no seáis capaces de hacerlo todo a la vez" para la corrección de los descarriados, la supresión de los abusos, la promoción de las ideas rectas y de la vida recta, y la mitigación de los males que pesan sobre la Iglesia.

28. Pero hay un consuelo para nosotros: el Señor vive y "hará que todas las cosas redunden en bien de los que aman a Dios" (Rom. 8: 28). Incluso de estos males sacará el bien, y por encima de todos los obstáculos ideados por la perversidad humana hará más espléndido el triunfo de su obra y de su Iglesia. Tal es el maravilloso designio de la divina Sabiduría y tales "sus inescrutables caminos" (Ib. 11: 33) en el presente orden de la Providencia - "porque mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni mis caminos vuestros caminos, dijo el Señor" (Isai. Iv. 8)- que la Iglesia de Cristo está destinada a renovar siempre en sí misma la vida de su divino Fundador, que tanto sufrió, y en cierto modo a "llenar lo que falta de los sufrimientos de Cristo" (Colos. 1: 24). De ahí que su condición de militante en la tierra la obligue divinamente a vivir en medio de las contiendas, los problemas y las dificultades, para que así "a través de muchas tribulaciones pueda entrar en el reino de Dios" (Hechos 14: 21), y al final se una a la Iglesia triunfante en el cielo.

29. El comentario de Anselmo sobre el pasaje de San Mateo: "Jesús obligó a sus discípulos a entrar en la barca", va directamente al grano: "Las palabras en su sentido místico resumen el estado de la Iglesia desde la venida de Jesucristo hasta el fin del mundo. La barca, pues, era zarandeada por las olas en medio del mar, mientras Jesús permanecía en la cima del monte; porque desde que el Salvador ascendió al cielo la santa Iglesia ha sido agitada por grandes tribulaciones en el mundo, zarandeada por diversas tormentas de persecución, acosada por las diversas perversidades de los impíos y asaltada de muchas maneras por el vicio. Porque el viento era contrario, porque la influencia de los espíritus malignos se opone constantemente a ella para impedirle llegar al puerto de la salvación, esforzándose por sumergirla bajo las olas opuestas del mundo, suscitando contra ella todas las dificultades posibles" (Hom. iii. 22).

30. Erran mucho, por lo tanto, quienes pierden la fe durante la tempestad, deseando para sí mismos y para la Iglesia un estado permanente de perfecta tranquilidad, de prosperidad universal y de reconocimiento práctico, unánime e incontestable de su sagrada autoridad. Pero el error es más grave cuando los hombres se engañan a sí mismos con la idea de obtener una paz efímera encubriendo los derechos e intereses de la Iglesia, sacrificándolos a los intereses privados, minimizándolos injustamente, tratando con el mundo, "todo el cual está asentado en la maldad" (I Juan 5: 19) con el pretexto de reconciliar a los seguidores de las novedades y hacerlos volver a la Iglesia, como si fuera posible cualquier composición entre la luz y las tinieblas, entre Cristo y Belial. Esta alucinación es tan antigua como el mundo, pero siempre es moderna y siempre está presente en el mundo mientras haya soldados tímidos o traidores, y a la primera de cambio dispuestos a arrojar las armas o abrir negociaciones con el enemigo, que es el enemigo irreconciliable de Dios y del hombre.

31. A vosotros, pues, Venerables Hermanos, a quienes la Divina Providencia ha constituido para ser pastores y dirigentes del pueblo cristiano, os corresponde resistir con todas vuestras fuerzas a esta fatalísima tendencia de la sociedad moderna a adormecerse en una vergonzosa indolencia mientras se libra la guerra contra la religión, buscando una cobarde neutralidad hecha de débiles esquemas y compromisos en perjuicio de los derechos divinos y humanos, hasta el olvido de la clara sentencia de Cristo: "El que no está conmigo está contra mí" (Mt. 12: 30). No es que a veces no sea bueno renunciar a nuestros derechos en la medida en que sea lícito y lo exija el bien de las almas. Y ciertamente este defecto no se os puede imputar a vosotros, que estáis animados por la caridad de Cristo. Pero esto no es más que una condescendencia razonable, que puede hacerse sin el menor detrimento del deber, y que no afecta en absoluto a los principios eternos de la verdad y de la justicia.

32. Así leemos cómo se verificó en la causa de Anselmo, o más bien en la causa de Dios y de la Iglesia, por la que Anselmo tuvo que pasar por tan largos y amargos conflictos. Y cuando hubo resuelto por fin la larga contienda, nuestro predecesor Pascual II le escribió "Creemos que ha sido gracias a vuestra caridad y a vuestras insistentes oraciones que la misericordia divina se ha volcado con el pueblo confiado a vuestro cuidado". Y refiriéndose a la paternal indulgencia mostrada por el Sumo Pontífice hacia los culpables, añade "En cuanto a la gran indulgencia que hemos mostrado, sabed que es fruto de Nuestro gran afecto y compasión para poder levantar a los que estaban abatidos. Pues si el que está erguido se limita a tender la mano a un hombre caído, nunca lo levantará a menos que él también se incline un poco. Además, aunque este acto de agacharse pueda parecer el acto de caer, nunca llega a perder el equilibrio de la rectitud" (En lib. iii. Epist. S. Anselmi, ep. 140).

33. Al hacer nuestras estas palabras de Nuestro piadosísimo Predecesor, escritas para consuelo de Anselmo, no queremos ocultar nuestro agudísimo sentido del peligro que corren los mejores de entre los pastores de la Iglesia de sobrepasar el justo límite de la indulgencia o de la resistencia. Cómo se han dado cuenta de este peligro se puede ver fácilmente en las ansiedades, temblores y lágrimas de la mayoría de los hombres santos que han tenido que cargar con la terrible responsabilidad del gobierno de las almas y la grandeza del peligro al que están expuestos, como se puede ver de manera más llamativa en la vida de Anselmo. Cuando fue arrancado de la soledad de la vida estudiosa del claustro, para ser elevado a una elevada dignidad en tiempos muy difíciles, se encontró presa de la más atormentadora solicitud y ansiedad, y sobre todo del temor de no hacer lo suficiente por la salvación de su propia alma y de las almas de su pueblo, por el honor de Dios y de su Iglesia. Pero en medio de todas estas angustias y en el dolor que sentía al verse abandonado culpablemente por muchos, incluso por sus hermanos en el episcopado, su único gran consuelo era su confianza en Dios y en la Sede Apostólica. Amenazado de naufragio, y mientras la tormenta arreciaba a su alrededor, se refugió en el seno de la Iglesia, su Madre, invocando del Romano Pontífice una ayuda y un consuelo piadosos y rápidos (Epistol. lib. iii. ep. 37). Dios, tal vez, permitió que este gran hombre, lleno de sabiduría y santidad como era, sufriera tan pesada tribulación, para que nos sirviera de consuelo y ejemplo en las mayores dificultades y pruebas del ministerio pastoral, y para que se realizara en cada uno de nosotros la sentencia de Pablo: "De buena gana me gloriaré en mis debilidades para que el poder de Cristo habite en mí. Por eso me complazco en mis debilidades... porque cuando soy débil, entonces soy poderoso" (2 Cor.12: 9, 10). Tales son los sentimientos que Anselmo expresó a Urbano II: "Santo Padre, me apena no ser lo que era, me apena ser obispo, porque a causa de mis pecados no ejerzo el oficio de obispo. Mientras estaba en una posición humilde, parecía que hacía algo; puesto en un lugar elevado, agobiado por un peso inmenso, no obtengo ningún fruto para mí y no soy útil para nadie. Cedo bajo la carga porque soy increíblemente pobre en la fuerza, la virtud, el celo y el conocimiento necesarios para un oficio tan grande. Quisiera huir de la insoportable ansiedad y dejar atrás la carga, pero, por otra parte, temo ofender a Dios. El temor de Dios me obligó a aceptarla, el mismo temor de Dios me constriñe a conservar la misma carga. Ahora, como la voluntad de Dios se me oculta, y no sé qué hacer, ando suspirando, y no sé cómo poner fin a todo esto" (Epist. Lib. iii. ep. 37).

34. De este modo, Dios hace ver incluso a los hombres santos su debilidad natural, para manifestar mejor en ellos el poder de la fuerza que viene de lo alto y, mediante un sentido humilde y real de su insuficiencia individual, preservar con mayor fuerza su obediencia a la autoridad de la Iglesia. Lo vemos en el caso de Anselmo y de otros contemporáneos suyos que lucharon por la libertad y la doctrina de la Iglesia bajo la dirección de la Sede Apostólica. El fruto de su obediencia fue la victoria en la contienda, y su ejemplo confirmó la sentencia divina de que "el hombre obediente cantará victoria" (Prov. 21: 28). La esperanza de la misma recompensa resplandece para todos los que obedecen a Cristo en su Vicario en todo lo que concierne a la dirección de las almas, o al gobierno de la Iglesia, o que se relaciona de algún modo con estos objetos: ya que "de la autoridad de la Santa Sede dependen las direcciones y los consejos de los hijos de la Iglesia" (Epist. Lib. iv. ep. 1).

35. Cómo sobresalió Anselmo en esta virtud, con qué calor y fidelidad mantuvo siempre una perfecta unión con la Sede Apostólica, puede verse en las palabras que escribió al Papa Pascual: "Cuán fervientemente se aferra mi mente, según la medida de su poder, en reverencia y obediencia a la Sede Apostólica, lo prueban las muchas y más dolorosas tribulaciones de mi corazón, que sólo Dios y yo conocemos... De esta unión espero en Dios que no haya nada que pueda separarme. Por eso deseo, en la medida de lo posible, poner todos mis actos a disposición de esta misma autoridad para que los dirija y cuando sea necesario los corrija" (Ibid. ep. 5).

36. La misma firme constancia se muestra en todos sus actos y escritos, y especialmente en sus cartas que Nuestro Predecesor Pascual describe como "escritas con la pluma de la caridad" (En el lib. iii. Epist. S. Anselmi, ep. 74). Pero en sus cartas al Pontífice no se contenta con implorar una ayuda y un consuelo lastimeros, sino que también promete oraciones asiduas, con palabras muy tiernas de afecto filial y de fe inquebrantable, como cuando, siendo aún abad de Bec, escribe a Urbano II: "Por vuestra tribulación y la de la Iglesia romana, que es la nuestra y la de todos los verdaderos fieles, no cesamos de rogar a Dios asiduamente que mitigue vuestros malos días, hasta que se cave la fosa para el pecador. Y aunque parece que se demora, estamos seguros de que el Señor no dejará el cetro de los pecadores sobre la herencia de los justos, que nunca abandonará su herencia y que las puertas del infierno no prevalecerán contra ella" (In libro ii. Epist. S. Anselmi, ep. 33).

37. En esta y otras cartas similares de Anselmo encontramos un maravilloso consuelo no sólo por la renovación de la memoria de un Santo tan devoto de la Sede Apostólica, sino porque sirven para recordar vuestras propias cartas y vuestras otras innumerables pruebas de devoción, Venerables Hermanos, en conflictos y penas semejantes.

38. Ciertamente es una cosa maravillosa que la unión de los Obispos y de los fieles con el Romano Pontífice se haya estrechado cada vez más en medio de las tempestades que se han desatado sobre la Cristiandad a través de los tiempos, y en nuestros tiempos se ha hecho tan unánime y tan cálida que su carácter divino es más evidente que nunca. Es, en efecto, Nuestro mayor consuelo, pues es la gloria y el baluarte invencible de la Iglesia. Pero su misma fuerza la hace aún más objeto de envidia para el demonio y de odio para el mundo, que no conoce nada semejante a ella en las sociedades terrenales, y no encuentra explicación alguna en los razonamientos políticos y humanos, viendo que es el cumplimiento de la sublime oración de Cristo en la Última Cena.

39. Pero, Venerables Hermanos, nos corresponde esforzarnos por todos los medios en conservar esta unión divina y hacerla cada vez más íntima y cordial, fijando nuestra mirada no en las consideraciones humanas, sino en las divinas, para que seamos todos una sola cosa en Cristo. Desarrollando este noble esfuerzo, cumpliremos cada vez mejor nuestra sublime misión, que es la de continuar y propagar la obra de Cristo y de su Reino en la tierra. Por eso, en efecto, la Iglesia, a lo largo de los siglos, sigue repitiendo la amorosa oración, que es también la más cálida aspiración de Nuestro corazón: "Padre santo, guarda en tu nombre a los que me has dado, para que sean uno, como nosotros" (Juan 17: 11).

40. Este esfuerzo es necesario no sólo para oponerse a los asaltos desde el exterior de los que luchan abiertamente contra la libertad y los derechos de la Iglesia, sino también para hacer frente a los peligros desde el interior, que surgen de esa segunda clase de guerra que deploramos más arriba cuando mencionamos a esas personas extraviadas que intentan con sus astutos sistemas derribar desde los cimientos la misma constitución y esencia de la Iglesia, manchar la pureza de su doctrina y destruir toda su disciplina. Pues aún sigue circulando ese veneno que se ha inoculado en muchos incluso entre el clero, y especialmente en el clero joven, que, como hemos dicho, se ha contagiado de la atmósfera pestilente, en su desenfrenado afán de novedad que los está llevando al abismo y ahogándolos.

41. Además, por una aberración deplorable, el mismo progreso, bueno en sí mismo, de la ciencia positiva y de la prosperidad material, da ocasión y pretexto para una muestra de intolerable arrogancia hacia la verdad divinamente revelada por parte de muchas mentes débiles y destempladas. Pero éstas deberían recordar más bien los numerosos errores y las frecuentes contradicciones cometidas por los seguidores de las novedades precipitadas en aquellas cuestiones de orden especulativo y práctico más vitales para el hombre; y darse cuenta de que el orgullo humano es castigado por no poder ser nunca coherente consigo mismo y por sufrir el naufragio sin avistar nunca el puerto de la verdad. No son capaces de aprovechar su propia experiencia para humillarse y "destruir los consejos y toda altivez que se levanta contra el conocimiento de Dios, y llevar cautivo todo entendimiento hasta la obediencia de Cristo" (2 Cor. 10: 4, 5).

42. Más aún, su misma arrogancia los ha llevado al otro extremo, y su filosofía que arroja dudas sobre todo los ha envuelto en las tinieblas: de ahí la actual profesión de agnosticismo con otras doctrinas absurdas que surgen de una serie infinita de sistemas en discordia entre sí y con la recta razón; de modo que "se han envanecido en sus pensamientos, pues profesando ser sabios se hicieron necios" (Rom. 1: 21, 22).

43. Pero, por desgracia, sus frases grandilocuentes y sus promesas de una nueva sabiduría, caída como del cielo, y de nuevos métodos de pensamiento, han encontrado el favor de muchos jóvenes, como las de los maniqueos encontraron el favor de Agustín, y los han desviado, más o menos inconscientemente, del camino recto. Pero acerca de tales maestros perniciosos de un conocimiento insano, de sus objetivos, de sus ilusiones, de sus sistemas erróneos y desastrosos, hemos hablado ampliamente en Nuestra Carta Encíclica del 8 de septiembre de 1907, "Pascendi dominici gregis".

44. Aquí es bueno notar que si los peligros que hemos mencionado son más graves y más inminentes en nuestros días, no son del todo diferentes de los que amenazaban la doctrina de la Iglesia en el tiempo de San Anselmo, y que podemos encontrar en sus trabajos como Doctor casi la misma ayuda y el mismo consuelo para la salvaguardia de la verdad que encontramos en su firmeza apostólica para la defensa de la libertad y los derechos de la Iglesia.

45. Sin entrar aquí en detalles sobre el estado intelectual del clero y del pueblo en aquella lejana época, existía un notable peligro en un doble exceso al que eran propensos los intelectos de la época.

46. Hubo entonces una clase de hombres ligeros y vanos, alimentados por una erudición superficial, que se hincharon increíblemente con su cultura no digerida, y se dejaron llevar por un simulacro de filosofía y dialéctica. En su falacia inane, que llamaron con el nombre de ciencia, "despreciaron la autoridad sagrada, se atrevieron con impía temeridad a disputar uno u otro de los dogmas profesados por la fe católica... y en su necio orgullo consideraron imposible todo lo que no podían entender, en lugar de confesar con humilde sabiduría que podía haber muchas cosas más allá del alcance de su comprensión... Porque hay algunos que inmediatamente han comenzado a crecer los cuernos de un conocimiento desmesurado -sin saber que cuando una persona piensa que sabe algo, todavía no sabe de qué manera debe saberlo- antes de que les hayan crecido las alas espirituales por la firmeza en la fe, suelen elevarse presuntuosamente a las más altas cuestiones de la fe. Así sucede que, mientras que contra toda regla correcta se esfuerzan por elevarse prematuramente por su inteligencia, su falta de inteligencia les hace caer en múltiples errores" (S. Anselmo, De Fide Trinitatis, cap. 2). ¡Y de tales tenemos muchos ejemplos dolorosos ante nuestros ojos!

47. Otros, además, eran de una naturaleza más tímida, que en su terror por los muchos casos de quienes habían naufragado en la fe, y temiendo el peligro de la ciencia que se hincha, llegaron a excluir por completo el uso de la filosofía, si no de toda discusión racional de las doctrinas sagradas.

48. A mitad de camino entre estos dos excesos se encuentra la práctica católica, que, si bien aborrece la presunción de la primera clase, que "se hinchó como una vejiga con el viento de la vanidad" (según la frase de Gregorio XIV en la época siguiente), "sobrepasó los verdaderos límites en sus esfuerzos por establecer la fe por medio de la razón natural, adulterando la palabra de Dios con las invenciones del filósofo" (Gregor. IX, Epist. Tacti dolore cordis ad theologos Parisien, 7 Jul. 1228), así también condena la negligencia de la segunda clase en su excesivo descuido de la verdadera investigación, y la ausencia de todo deseo en ellos de "sacar provecho de la fe para su inteligencia" (En lib. ii. Epist. S. Anselmi, ep. 41.), especialmente cuando su oficio les exige defender la fe católica contra los errores que surgen por todas partes.

49. Para esta defensa, bien puede decirse que Anselmo fue suscitado por Dios para señalar con su ejemplo, sus palabras y sus escritos, el camino seguro, para desvelar para el bien común el manantial de la sabiduría cristiana y para ser guía y regla de aquellos maestros católicos que después de él enseñaron "las sagradas letras por el método de la escuela" (Breviar. Rom., die 21 Aprilis), y que así llegó a ser justamente estimado y celebrado como su precursor.

50. No es que el Doctor de Aosta alcanzara de una vez las alturas de la especulación teológica y filosófica, ni la reputación de los dos maestros supremos Tomás y Buenaventura. Los frutos posteriores de la sabiduría de estos últimos no maduraron sino con el tiempo y la colaboración de muchos doctores. El mismo Anselmo, con esa gran modestia tan característica de los verdaderos sabios, y con toda su erudición y perspicacia, nunca publicó ningún escrito, excepto los que fueron convocados por las circunstancias, o cuando fue obligado a ello por alguna autoridad, y en los que publicó protesta que "si hay algo que requiere corrección, no rechaza la corrección" ("Cur Deus homo", lib. ii. cap. 23), y que, cuando se trata de un escrito de un autor que no es un doctor, no lo es. 23), es más, cuando la cuestión es debatida y no está relacionada con la fe, le dice a su discípulo: "no debes aferrarte tanto a lo que hemos dicho como para mantenerte obstinadamente, cuando otros con argumentos de más peso logran derribar los nuestros y establecer opiniones en contra; si eso sucede, no negarás al menos que lo que hemos dicho ha sido de provecho para ejercitarse en la controversia" ("De Grammatico", cap. 21 sub finem).

51. Sin embargo, Anselmo logró mucho más de lo que él esperaba o de lo que otros esperaban de él. Consiguió una posición en la que sus méritos no se vieron empañados por la gloria de los que vinieron después de él, ni siquiera del gran Tomás, incluso cuando éste se negó a aceptar todas sus conclusiones y trató con mayor claridad y precisión cuestiones ya tratadas por él. A Anselmo le corresponde la distinción de haber abierto el camino a la especulación, de haber eliminado las dudas de los tímidos, los peligros de los incautos y los perjuicios causados por los pendencieros y sofistas, "los dialécticos heréticos" de su tiempo, como los llama con razón, en los que la razón era esclava de la imaginación y de la vanidad ("De fide Trinitatis" cap. 2).

   Contra estos últimos observa que "mientras que todos deben ser advertidos de entrar con la mayor circunspección en las cuestiones que afectan a las Sagradas Escrituras, estos dialécticos de nuestro tiempo deben ser completamente excluidos de la discusión de las cuestiones espirituales". Y la razón que asigna para esto es especialmente aplicable ahora a aquellos que los imitan bajo nuestros ojos, repitiendo sus viejos errores: "Porque en sus almas, la razón, que debería ser el rey y el guía de todo lo que hay en el hombre, está tan mezclada con las imaginaciones corporales que es imposible desentrañarla de éstas, ni es capaz de distinguir de ellas las cosas que ella sola y pura debe contemplar" (Ibid. cap. 2). También son apropiadas para nuestros tiempos aquellas palabras suyas en las que ridiculiza a esos falsos filósofos, "que por no ser capaces de entender lo que creen disputan la verdad de la fe misma, confirmada por los Santos Padres, como si los murciélagos y las lechuzas que sólo ven el cielo de noche disputaran sobre los rayos del sol al mediodía, contra las águilas que miran el sol sin pestañear" (Ibid.).

53. De ahí que también condene, aquí o en otro lugar, la perversa opinión de quienes concedían demasiado a la filosofía atribuyéndole el derecho de invadir el dominio de la teología. Al refutar esta insensata teoría, define bien los límites propios de cada una, e insinúa con suficiente claridad las funciones de la razón en las cosas de la doctrina divinamente revelada: "Nuestra fe", dice, "debe ser defendida por la razón contra los impíos" (En el lib. ii. Epist. S. Anselmi, ep. 41). Pero, ¿cómo y hasta dónde? La pregunta se responde en las palabras que siguen: "Hay que mostrarles razonablemente lo irrazonable de su desprecio hacia nosotros" (Ibid.). El principal oficio, pues, de la filosofía es mostrarnos la razonabilidad de nuestra fe y la consiguiente obligación de creer a la autoridad divina que nos propone los más profundos misterios, que con todos los signos de credibilidad que los atestiguan, son supremamente dignos de ser creídos. Muy distinta es la función propia de la teología cristiana, que se basa en el hecho de la revelación divina y hace más sólidos en la fe a los que ya profesan gozar del honor del nombre de cristianos. "Por lo tanto, es del todo claro que ningún cristiano debe disputar cómo no es aquello que la Iglesia católica cree con el corazón y confiesa con la boca, sino que, aun teniendo más allá de toda duda la misma fe, amando y viviendo según ella, debe buscar, en la medida en que la razón sea capaz, cómo es. Si es capaz de entender, que devuelva las gracias, que no prepare sus cuernos para el ataque, sino que incline la cabeza en reverencia" ("De fide Trinitatis", cap. 2).

54. Por lo tanto, cuando los teólogos buscan y los fieles piden razones sobre nuestra fe, no es para fundar en ellas su fe, que tiene por fundamento la autoridad de Dios reveladora; pero, como dice Anselmo, "así como el recto orden exige que creamos las profundidades de la fe antes de presumir de discutirlas con nuestra razón, así me parece una negligencia si después de haber sido confirmados en la fe no nos esforzamos por comprender lo que creemos" ("Cur Deus homo", lib. i. c. 2). Y aquí Anselmo se refiere a esa inteligencia de la que habla el Concilio Vaticano (Constit. "Dei filius", cap. 4). Porque, como muestra en otro lugar, "aunque desde el tiempo de los Apóstoles muchos de nuestros Santos Padres y Doctores dicen tantas y tan grandes cosas de la razón de nuestra fe... sin embargo, no pudieron decir todo lo que podrían haber dicho si hubieran vivido más tiempo; y la razón de la verdad es tan amplia y tan profunda que nunca puede ser agotada por los mortales; y el Señor no cesa de impartir los dones de la gracia en su Iglesia, con la que promete estar hasta la consumación del mundo. Y por no hablar de los otros textos en los que la Sagrada Escritura nos invita a investigar la razón, en el que dice que si no crees no entenderás, nos exhorta claramente a extender la intención al entendimiento, cuando nos enseña cómo hemos de avanzar hacia él". Tampoco hay que descuidar la última razón que alega: "Entre la fe y la visión está el conocimiento intelectual que está a nuestro alcance en esta vida, y cuanto más se pueda avanzar en esto más se acerca a la visión, que todos anhelamos" ("De fide Trinitatis", Praefatio).

55. Con estos y otros principios semejantes, Anselmo sentó las bases de los verdaderos principios de los estudios filosóficos y teológicos, que otros hombres muy doctos, los príncipes de la escolástica, y principalmente el Doctor de Aquino, siguieron, desarrollaron, ilustraron y perfeccionaron para gran honor y protección de la Iglesia. Si hemos insistido tan gustosamente en esta distinción de Anselmo, es para tener una nueva y muy deseada ocasión, Venerables Hermanos, de inculcaros que procuréis devolver a la juventud, especialmente al clero, las fuentes más sanas de la sabiduría cristiana, abiertas primero por el Doctor de Aosta y enriquecidas abundantemente por el Aquinate. A este respecto, recordad siempre las instrucciones de Nuestro Predecesor León XIII, de feliz memoria (Encíclica "Aeterni Patris", diei 4 de agosto, an. 1879), y las que Nosotros mismos hemos dado más de una vez, y de nuevo en la citada Encíclica "Pascendi dominici gregis". La amarga experiencia demuestra cada día la pérdida y la ruina que se derivan del descuido de estos estudios, o de su realización sin un método claro y seguro; mientras que muchos, antes de estar capacitados o preparados, pretenden discutir las cuestiones más profundas de la fe ("De fide Trinitatis", cap. 2). Deplorando este mal con Anselmo, repetimos las enérgicas recomendaciones hechas por él: "Que nadie se sumerja precipitadamente en las intrincadas cuestiones de las cosas divinas hasta que no haya adquirido antes, con firmeza en la fe, la gravedad de la conducta y de la sabiduría, no sea que discutiendo con incauta ligereza en medio de los múltiples giros de la sofística caiga en las trampas de algún tenaz error" (Ibid.). Y esta misma ligereza incauta, cuando se calienta, como tantas veces sucede, al fuego de las pasiones, resulta la ruina total de los estudios serios y de la integridad de la doctrina. Porque, hinchados con ese necio orgullo, lamentado por Anselmo en los dialécticos heréticos de su tiempo, desprecian las sagradas autoridades de las Sagradas Escrituras, y de los Padres y Doctores, respecto a los cuales un genio más modesto se complacería en usar en su lugar las respetuosas palabras de Anselmo: "Ni en nuestro tiempo ni en el futuro esperamos ver jamás a sus semejantes en la contemplación de la verdad" ("De fide Trinitatis", Praefatio.)

56. Tampoco tienen en mayor consideración la autoridad de la Iglesia y del Sumo Pontífice siempre que se hacen esfuerzos por llevarlos a un mejor sentido, aunque a veces, en cuanto a las palabras, son pródigos en promesas de sumisión con tal de poder esperar esconderse detrás de ellas y ganar crédito y protección. Este desprecio casi impide toda esperanza fundada de conversión de los descarriados, mientras que rechazan la obediencia a aquel "a quien la Divina Providencia, como al Señor y Padre de toda la Iglesia en su peregrinación por la tierra... ha confiado la custodia de la vida y la fe cristianas y el gobierno de su Iglesia; por lo cual, cuando surge algo en la Iglesia contra la fe católica, a ninguna otra autoridad sino a la suya ha de remitirse para su corrección, y a ninguna otra con tanta certeza como a él se le ha mostrado la respuesta que ha de darse al error para que sea examinada por su prudencia" (Ibid. cap. 2). Y ojalá que estos pobres vagabundos en cuyos labios se escuchan tan a menudo bellas palabras como la sinceridad, la conciencia, la experiencia religiosa, la fe sentida y vivida, etc., aprendieran las lecciones de Anselmo, comprendieran sus santas enseñanzas, imitaran su glorioso ejemplo y, sobre todo, tomaran profundamente en el corazón aquellas palabras suyas: "Primero hay que purificar el corazón con la fe, y primero hay que iluminar los ojos con la observancia de los preceptos del Señor... y primero con la humilde obediencia a los testimonios de Dios hay que hacerse pequeño para aprender la sabiduría... y no sólo cuando se quita la fe y la obediencia a los mandamientos se impide que la mente ascienda a la inteligencia de las verdades más elevadas, sino que con bastante frecuencia se quita la inteligencia que se ha dado y se derriba la fe, cuando se descuida la recta conciencia" ("De Fide Trinitatis", cap. 2).

57. Pero si los descarriados continúan obstinadamente esparciendo las semillas de la disensión y el error, desperdiciando el patrimonio de la sagrada doctrina de la Iglesia, atacando la disciplina, amontonando el desprecio sobre las costumbres veneradas, "destruir lo que es una especie de herejía" en la frase de San Anselmo, y destruyendo la constitución de la Iglesia en sus mismos fundamentos, entonces debemos vigilar más estrictamente, Venerables Hermanos, y mantenerlos alejados de Nuestro rebaño, y especialmente de la juventud, que es la parte más tierna del mismo. Esta gracia la imploramos a Dios con incesantes oraciones, interponiendo el poderosísimo patrocinio de la augusta Madre de Dios y la intercesión de los bienaventurados ciudadanos de la Iglesia triunfante, San Anselmo especialmente, luz resplandeciente de la sabiduría cristiana, guardián incorrupto y valiente defensor de todos los sagrados derechos de la Iglesia, a quien queremos aquí, para concluir, dirigir las mismas palabras que Nuestro Santo Predecesor, Gregorio VII, le escribió en vida: "Puesto que el dulce olor de vuestras buenas obras ha llegado hasta Nosotros, devolvemos a Dios las debidas gracias por ellas, y os abrazamos de corazón en el amor de Cristo, teniendo por cierto que con vuestro ejemplo la Iglesia de Dios ha sido grandemente beneficiada, y que por vuestras oraciones y las de hombres como vosotros puede incluso ser liberada de los peligros que se ciernen sobre ella, con la misericordia de Cristo para socorrernos" (S. Anselmo, "De nuptiis consanguinerorum", cap. 1). "De ahí que roguemos a vuestra fraternidad que suplique a Dios asiduamente que alivie a la Iglesia y a Nosotros, que la gobernamos, aunque indignamente, de los acuciantes asaltos de los herejes, y que conduzca a éstos de sus errores al camino de la verdad" (In lib. ii. Epist. S. Anselmi, ep. 31).

58. Apoyados en esta gran protección, y confiando en vuestra cooperación, concedemos con todo afecto en el Señor, como prenda de la gracia celestial y en testimonio de Nuestra buena voluntad, la Bendición Apostólica a todos vosotros, Venerables Hermanos, y al clero y al pueblo confiado a cada uno de vosotros.

Dado en Roma, junto a San Pedro, en la fiesta de San Anselmo, el 21 de abril de 1909, en el octavo año de Nuestro Pontificado.

PÍO X



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