viernes, 3 de noviembre de 2000

NOBILISSIMA GALLORUM GENS (8 DE FEBRERO DE 1884)


ENCÍCLICA DEL PAPA LEO XIII

 NOBILISSIMA  GALLORUM GENS

SOBRE LA CUESTIÓN RELIGIOSA EN FRANCIA

A Nuestros Venerables Hermanos los Arzobispos y Obispos en Francia.

Venerables hermanos, salud y bendición apostólica.

La nobilísima nación de los franceses, además de muchas y espléndidas realizaciones en la paz y en la guerra, ha merecido de la Iglesia Católica elogios por servicios especiales, cuya gratitud nunca morirá y cuya gloria nunca envejecerá. Habiendo abrazado el cristianismo por iniciativa de su rey Clodoveo, fue recompensada con este honroso testimonio de su fe y piedad, el título de hija mayor de la Iglesia. Desde entonces, Venerables Hermanos, a menudo vuestros antepasados han sido los ayudantes de la propia Providencia en la realización de grandes y saludables obras, y especialmente se ha ilustrado su valor en la defensa del catolicismo en todo el mundo, en la propagación de la fe cristiana entre las naciones bárbaras, en la entrega y protección de los lugares más sagrados de Palestina, por lo que no es sin causa que la antigua frase, Gesta Dei per Francos, se ha convertido en proverbial. Y así ha sido su feliz suerte, a través de la fiel devoción a la causa católica, llegar a ser, por así decirlo, asociados con las glorias de la Iglesia, y fundar muchas instituciones públicas y privadas marcadas por una singular fuerza de fe religiosa, caridad y grandeza de alma. Y estas virtudes de vuestros padres, los Romanos Pontífices, nuestros predecesores, han tenido la costumbre de elogiarlas mucho, y, con el favor debido al desierto, han hecho más de una vez elogios a la nación francesa. Grandes son, en efecto, los elogios que Inocencio III y Gregorio IX, esas grandes luces de la Iglesia, concedieron a vuestros antepasados; el primero, en su carta al arzobispo de Reims, decía: "Amamos al Reino de Francia con una especie de amor especial y preeminente, ya que siempre ha sido obediente y devoto a Nosotros y a la Sede Apostólica, antes que a todos los demás reinos del mundo"; y el segundo, en una carta a San Luis IX, declarando que en el Reino de Francia, "que nunca ha podido ser arrancado de su devoción a Dios y a la Iglesia, la libertad eclesiástica no ha perecido nunca, y la fe cristiana no ha perdido en ningún momento su debido vigor; y que por la conservación de estas bendiciones los Reyes y súbditos de dicho reino no han dudado ni un momento en derramar su sangre y exponerse a muchos peligros". Y Dios, que es el Padre de la naturaleza, de quien los Estados reciben en la tierra la recompensa de sus virtudes y buenas acciones, ha conferido a Francia mucha prosperidad, fama en la guerra, artes de la paz, gloria nacional y poder imperial. Y si Francia, olvidada, por así decirlo, de sí misma, y descuidando el oficio que Dios le ha conferido, ha optado a veces por asumir una actitud hostil hacia la Iglesia, sin embargo, por una misericordia especial de Dios, no ha permanecido por mucho tiempo, ni como nación entera, en estas malas disposiciones. Y ¡ojalá hubiera escapado completamente ilesa de esos desastres para la religión y el Estado que han provocado épocas no muy lejanas a la nuestra! Pero cuando la mente humana, llena del veneno de las nuevas opiniones, ha comenzado, en el orgullo de una libertad destemplada, a rechazar la autoridad de la Iglesia, su curso descendente ha sido rápido y precipitado. Porque cuando el veneno mortal de las falsas doctrinas había penetrado en los propios usos y costumbres, la sociedad, en gran medida, llegó a alejarse del cristianismo. Y en Francia la propagación de esta plaga fue promovida no poco por ciertos filósofos del siglo pasado, profesores de una sabiduría insensata, que se propusieron desarraigar los fundamentos de la verdad cristiana, e iniciaron un sistema de filosofía calculado con mayor vehemencia para inflamar los deseos de licencia ilimitada que ya se habían encendido. Tampoco faltó el auxilio de aquellos a quienes el odio impotente a la Religión une en lazos inconfesables, y hace cada día más ávidos en la persecución de los católicos; y si la emulación en esta mala obra fue mayor en Francia que en cualquier otra parte, nadie, Venerables Hermanos, puede juzgar mejor que vosotros mismos.

2. Por estas razones, pues, el amor paternal que profesamos a todas las naciones del mundo, y que nos impulsó a recordar a los pueblos de Irlanda, España e Italia su deber, cuando surgió la necesidad, mediante nuestras cartas a sus obispos, nos ha inducido a dirigir nuestra atención y pensamiento a Francia. Los designios de los que acabamos de hablar son perjudiciales, no sólo para la religión, sino también dañinos y fatales para el Estado; pues es imposible que la prosperidad siga a un Estado en el que se extingue la influencia de la Religión. En el momento en que el hombre deja de temer a Dios, se ve privado de la base más necesaria de la justicia, sin la cual -incluso en opinión de los filósofos paganos- la sociedad no puede existir; la autoridad de los gobernantes perderá su peso, y las leyes de la tierra su fuerza. El interés propio pesará más en cada hombre que los altos principios, y la integridad de los derechos se verá amenazada, ya que el miedo al castigo no es más que una mala garantía para el cumplimiento del deber; los que gobiernan serán fácilmente llevados a exceder los límites propios de su autoridad, y los que obedecen seducidos a la sedición y la revuelta. Además, como no hay nada bueno en la naturaleza que no deba remitirse a la bondad divina, toda sociedad humana que hace lo posible por excluir a Dios de sus leyes y de su constitución, rechaza el auxilio de esta beneficencia divina, y merece, además, que se le niegue. Rica, pues, y poderosa como parece, esa sociedad lleva en sí misma las semillas de la muerte, y no puede esperar una existencia prolongada. Sucede, en efecto, con los pueblos cristianos como con los individuos; es seguridad seguir los consejos de Dios, es peligro alejarse de ellos; y sucede a menudo que cuando las naciones conservan celosamente su fidelidad a Dios y a la Iglesia, llegan, casi naturalmente, al más alto grado de prosperidad natural; pero que cuando se alejan de ella perecen. Estos hechos se encuentran en la historia; y podríamos citaros ejemplos más recientes, incluso en vuestro propio país, si tuviéramos el tiempo de recordar los acontecimientos vistos por una generación anterior, cuando la impiedad de la multitud sacudió a Francia hasta sus mismos cimientos, y la Iglesia y el Estado perecieron en la misma destrucción. Pero, por otra parte, estas causas ciertas de la ruina del Estado se eliminan fácilmente, si, en la constitución y gobierno de la familia y de la sociedad, se observan los preceptos de la religión católica, pues éstos son los más eminentemente adecuados para preservar el orden y el bienestar del Estado.

3. Y en primer lugar, por lo que se refiere a la vida familiar, es de la mayor importancia que los hijos de los matrimonios cristianos sean instruidos a fondo en los preceptos de la Religión; y que los diversos estudios por los que la juventud se prepara para el mundo se unan a los de la Religión. Divorciar esto es desear que la juventud sea neutral en cuanto a sus deberes para con Dios; un sistema de educación en sí mismo falaz, y particularmente fatal en los años tiernos, pues abre la puerta al ateísmo, y la cierra a la Religión. Los padres cristianos deben, por lo tanto, tener cuidado de que sus hijos reciban instrucción religiosa tan pronto como sean capaces de entenderla; y que nada pueda, en las escuelas a las que asisten, manchar su fe o su moral. Tanto la ley divina como la natural les imponen este deber, sin que los padres puedan, por ningún motivo, liberarse de esta obligación. 

La Iglesia, guardiana de la integridad de la Fe -que, en virtud de su autoridad, delegada por Dios su Fundador, ha de llamar a todas las naciones al conocimiento de la doctrina cristiana, y que, por consiguiente, está obligada a vigilar con ahínco la enseñanza y la educación de los niños puestos bajo su autoridad por el bautismo- ha condenado siempre expresamente las escuelas mixtas o neutrales; una y otra vez ha advertido a los padres que estén siempre en guardia en este punto tan esencial. Obedecer a la Iglesia en esto es obedecer a las exigencias de la utilidad social, y servir de la manera más excelente al bienestar común. Aquellos, en efecto, cuyos primeros días no fueron iluminados por la instrucción religiosa, crecen sin ningún conocimiento de las más grandes verdades, que son las únicas que pueden alimentar en el hombre el amor a la virtud, y reprimir en él sus malas pasiones; tales como, por ejemplo, las ideas de Dios Creador, de Dios Juez y Vengador, de las recompensas y castigos en otra vida, de la ayuda celestial que nos ofrece Jesucristo del cumplimiento concienzudo y santo de nuestros deberes. Donde esto se desconoce, toda la cultura intelectual resultará malsana; los jóvenes, no acostumbrados al temor de Dios, no soportarán la restricción de una vida recta, no se aventurarán ni siquiera a negar nada a sus pasiones, y serán fácilmente seducidos a molestar al Estado.

4. A continuación, en cuanto a los principios más benéficos y reales relativos a la sociedad civil y a los derechos y deberes recíprocos de los poderes sagrados y políticos. En efecto, como hay en la tierra dos sociedades principales, una civil, cuyo fin próximo es el bien temporal y mundano del género humano, y otra religiosa, cuyo oficio es conducir a los hombres a la verdadera, celestial y eterna felicidad para la que hemos sido creados, se trata de dos potencias gemelas, subordinadas ambas a la ley eterna de la naturaleza, y que obran cada una por sus propios fines en los asuntos relativos a su propio orden y dominio. Pero cuando hay que resolver algo que, por diferentes razones y de manera diferente, concierne a ambos poderes, la necesidad y la utilidad pública exigen que se efectúe un acuerdo entre ellos, sin el cual el resultado será una condición incierta e inestable de las cosas, totalmente incompatible con la paz de la Iglesia o del Estado. Cuando, por lo tanto, se ha hecho un pacto público solemne entre el poder sagrado y el civil, entonces es tanto el interés del Estado como la justicia que el pacto permanezca inviolado; porque, como cada poder tiene servicios que prestar al otro, una cierta y recíproca ventaja es disfrutada y conferida por cada uno.

5. En Francia, a principios de este siglo, después de que las anteriores conmociones y terrores públicos se habían calmado, los mismos gobernantes comprendieron que no podían aliviar más eficazmente al Estado, fatigado con tantas ruinas, que con la restauración de la Religión Católica. En previsión de futuras ventajas, nuestro predecesor, Pío VII, accedió espontáneamente al deseo del Primer Cónsul, y actuó con toda la indulgencia que le correspondía. Y cuando se llegó a un acuerdo en cuanto a los puntos principales, se sentaron las bases y se marcó un rumbo seguro para la restauración y el establecimiento gradual de la Religión. En efecto, en esa época y en las siguientes se dictaron muchas normas prudentes para la seguridad y el honor de la Iglesia. Y fueron grandes las ventajas que se derivaron de ellas, que debían valorarse aún más como consecuencia del estado de postración y opresión en el que la Religión había sido llevada a Francia. Con el restablecimiento de la dignidad pública de la Religión, las instituciones cristianas revivieron manifiestamente; y fue maravilloso el aumento de la prosperidad civil que se produjo. Pues cuando el Estado apenas había emergido de las tempestuosas olas y buscaba ansiosamente fundamentos firmes en los que basar la tranquilidad y el orden público, encontró lo que deseaba oportunamente ofrecido por la Iglesia Católica, de modo que era evidente que la idea de efectuar un acuerdo con ésta era el resultado de una mente prudente y de una verdadera consideración por el bienestar del pueblo. Por lo tanto, si no hubiera otras razones para ello, el mismo aviso que llevó a la obra de pacificación que se emprendió, debería operar ahora para su mantenimiento. Porque -ahora que el deseo de innovación se ha encendido en todas partes, y en la incertidumbre existente en cuanto al futuro- sembrar nuevas semillas de discordia entre los dos poderes, y por la interposición de obstáculos para frenar o retrasar la acción beneficiosa de la Iglesia, sería un curso vacío de sabiduría y lleno de peligro. Y, sin embargo, nos preocupa y apena ver que en la actualidad están surgiendo peligros de este tipo, ya que se han hecho y se están haciendo ciertas cosas opuestas al bienestar de la Iglesia, como consecuencia de la desconfianza y el odio despertados de las mentes hostiles contra las instituciones católicas, que han tenido la costumbre de representarlas como enemigos del Estado. También nos preocupan y angustian los designios de quienes, con el objeto de dividir los intereses de la Iglesia y del Estado, quisieran romper, más o menos rápidamente, el saludable pacto concluido con la Sede Apostólica.

6. En este estado de cosas, no hemos descuidado nada de lo que los tiempos parecían exigir. Cada vez que nos ha parecido necesario, hemos ordenado a nuestro Nuncio que hiciera gestiones ante los gobernantes del Estado, que declararon haber recibido con ánimo de hacer justicia. Nosotros mismos, al aprobarse la ley de supresión de las Órdenes Religiosas, dimos a conocer Nuestros sentimientos en una carta dirigida a Nuestro querido Hijo, Cardenal de la Santa Iglesia Romana y Arzobispo de París. Asimismo, en una carta del pasado mes de junio, dirigida al Presidente de la República, nos quejamos de ciertos actos perjudiciales para la salvación de las almas y que atentan contra los derechos de la Iglesia. 

Hemos actuado así por la doble razón de que era el deber de Nuestro oficio apostólico, y de que deseamos ardientemente que Francia conserve, con piadosa e inviolable fidelidad, la Religión que recibió de sus padres y antepasados. De la misma manera, con la misma firmeza y la misma constancia, no cesaremos de defender los intereses católicos de Francia. 

En el cumplimiento de ese justo y estricto deber, todos Vosotros, Venerables Hermanos, habéis sido Nuestros esforzados partidarios. Obligados a deplorar la suerte de las Órdenes Religiosas, habéis hecho, sin embargo, todo lo que estaba en vuestro poder para impedir la caída de aquellos que merecían tanto del Estado como de la Iglesia. 

En la actualidad, en la medida en que las leyes lo permiten, estáis aplicando vuestro más ferviente cuidado y atención para procurar a la juventud numerosas facilidades para una buena educación, y tampoco estáis atrasados en demostrar cuán perniciosos para el propio Estado son los planes que algunos hombres tienen contra la Iglesia. 

Nadie, por lo tanto, tendrá derecho a acusaros de ceder a consideraciones humanas o de guerrear contra el orden establecido de las cosas; porque, cuando el honor de Dios, cuando la salvación de las almas están en peligro, el deber de vuestro oficio es tomar la protección y la defensa de todos esos asuntos. 

Seguid, pues, cumpliendo con prudencia y firmeza los deberes de vuestro ministerio episcopal; enseñando los preceptos de la doctrina celestial, e indicando a vuestro pueblo el camino a seguir en medio de la gran maldad de los tiempos. 

Debe haber una perfecta unión de mente y voluntad, y donde la causa es la misma, el modo de acción debe ser igualmente el mismo. Procurad que no falten nunca escuelas en las que los jóvenes se impregnen cuidadosamente de las ideas de las recompensas del cielo y de sus deberes para con Dios; y en las que obtengan un conocimiento exacto de la Iglesia y aprendan la sumisión a sus enseñanzas, para que comprendan y sientan que deben estar dispuestos a afrontar todos los riesgos por ella.

7. Francia es rica en ejemplos de hombres eminentes que no han temido afrontar, por la fe cristiana, todas las desgracias e incluso la pérdida de la vida. En la agitación social de la que acabamos de hablar, se encontraron muchos hombres de fe inconquistable que mantuvieron el honor de su país con su valor y su sangre. Vemos que la virtud se mantiene dignamente, con la ayuda de Dios, en medio de las asechanzas y los peligros. El clero está apegado a su deber, y lo cumple con la caridad siempre dispuesta y apta para ayudar al prójimo, que es propia del sacerdote. Un gran número de seglares profesan abierta y audazmente la fe católica; rivalizan entre sí en la multiplicación y variedad de los testimonios de su devoción a la Santa Sede; proveen, con gran costo y molestia, a la educación de la juventud; y acuden en ayuda de las necesidades públicas con admirable liberalidad y munificencia.

8. Todo este bien, que ofrece las mejores esperanzas para el futuro de Francia, no sólo debe ser preservado, sino incrementado por medio de esfuerzos unidos y una vigilancia constante. Sobre todo, hay que procurar que las filas del clero se llenen cada vez más de hombres dignos y capaces. Que la autoridad de sus Obispos sea sagrada para el sacerdote; que éste se convenza de que su ministerio no será ni santo, ni provechoso, ni respetado, si no se ejerce bajo la dirección de sus Obispos. 

También los laicos prominentes, los devotos de Nuestra Madre común, la Iglesia, y que pueden prestar un servicio útil a la Religión Católica con su palabra y con su pluma, deben multiplicar sus esfuerzos en la defensa de la Iglesia. Para obtener estos resultados, es una necesidad absoluta que las voluntades estén en armonía, y la acción sea unánime. No hay ciertamente nada más deseado por Nuestros adversarios que las disensiones entre los católicos, que no deben evitar nada con mayor cuidado que cualquier desacuerdo, conscientes de las divinas palabras: "Todo reino dividido contra sí mismo será desolado".

9. Pero si alguno se ve obligado, para que se conserve la unión, a renunciar a su propia opinión privada, hágalo alegremente por el bien común. Los escritores católicos no deben escatimar esfuerzos para preservar esta armonía en todas las cosas; que prefieran lo que es de utilidad general a sus propios intereses privados. Que favorezcan la acción común; que se sometan de buen grado a aquellos "a quienes el Espíritu Santo ha puesto como obispos para gobernar la Iglesia de Dios"; que respeten su autoridad y que nunca emprendan nada contra la voluntad de aquellos a quienes deben considerar como sus jefes en la batalla por los intereses católicos.

10. Por último, siguiendo la invariable costumbre de la Iglesia en tiempos de dificultad, que todos los fieles, bajo su dirección, recen y supliquen incesantemente a Dios que mire a Francia para que su misericordia supere su ira. La licencia desenfrenada de la palabra y de la prensa, ha ultrajado muchas veces la Majestad de Dios; no faltan hombres que no sólo repudian ingratamente los beneficios de Jesucristo, el Salvador del mundo, sino que incluso llegan a la impiedad de gloriarse de no creer en la existencia de Dios. 

A los católicos les corresponderá el deber de reparar con un gran espíritu de fe y de piedad estas perversas aberraciones de mente y de obra, y de demostrar públicamente que no tienen nada más en el corazón que la gloria de Dios, nada más querido que la religión de sus antepasados. Especialmente aquellos cuya vida transcurre en más íntima unión con Dios en el claustro, deben excitarse a una caridad más y más generosa, y esforzarse por apaciguar al Señor con sus humildes oraciones, sus renuncias voluntarias y su ofrecimiento de sí mismos. Y así, con la ayuda de la Divina Misericordia, confiamos en que los descarriados se arrepentirán y el nombre de Francia recuperará su antigua grandeza.

11. En todo lo que hemos dicho hasta ahora, Venerables Hermanos, veréis el amor paternal y el profundo afecto que profesamos a toda Francia. No dudamos de que este testimonio de Nuestra vivísima preocupación tenderá a fortalecer y estrechar el necesario vínculo entre Francia y la Santa Sede, unión que siempre ha sido en todo momento fuente de mutuas, numerosas e importantes ventajas.

Encantados con este pensamiento, Venerables Hermanos, imploramos para Vosotros y vuestros fieles la mayor abundancia de gracias celestiales; y os concedemos muy amorosamente en el Señor, como prenda y testimonio de Nuestra especial buena voluntad, a Vos y a toda Francia, la Bendición Apostólica.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el 8 de febrero de 1884, en el sexto año de Nuestro Pontificado.


LEÓN XIII


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