martes, 14 de marzo de 2000

ALOCUCIÓN MAXIMA QUIDEM (9 DE JUNIO DE 1862)



ALOCUCIÓN

MAXIMA QUIDEM 

DE PAPA 

PIO IX

Pronunciada en el Consistorio del 9 de junio de 1862, en el que asistieron los Cardenales de la Santa Iglesia Romana, los Patriarcas, Primados, Arzobispos y Obispos reunidos en Roma en el acto de la canonización de los mártires del Japón y de Miguel de los Santos

Venerables hermanos:

Grande fue nuestra alegría, Venerables Hermanos, cuando, con el auxilio de Dios, pudimos en el día de ayer conceder los honores y el culto de Santos a los veintisiete invictos héroes de nuestra  divina religión, teniendo a nuestro lado a vosotros, que dotados de insigne piedad y virtud, y llamados a tomar parte en nuestro celo, nos servís de gran alivio y consuelo, luchando decididamente en defensa de la casa de Israel, en una época tan calamitosa como la presente. ¡Ojalá que mientras experimentamos esta alegría, no nos afligiese por otra parte causa alguna de tristeza y llanto! Pues no podemos menos que dolernos y angustiarnos vivamente, al ver los tristísimos y nunca por demás deplorados males y daños que con gran perjuicio de las almas, oprimen y vejan lastimosamente, ahora no solo a la Iglesia Católica, más bien a la sociedad civil
. Bien sabéis, Venerables Hermanos, que han suscitado una terrible guerra contra todo cuánto se refiere al catolicismo ciertos hombres que, siendo enemigos de la Cruz de Cristo, no defendiendo buenas doctrinas, y Unidos a una perversa sociedad, todo lo desconocen y blasfeman, y trabajan , valiéndose de toda clase de medios para socavar, y aún, si fuese posible, para destruir completamente los cimientos de nuestra Santísima Religión, y de la sociedad humana, y para imbuir los más perniciosos errores en los ánimos y entendimientos de todos, procurando corromperlos y retraerlos de la Religión Católica.


A la verdad, esos astutos inventores de fraudes y forjadores de mentiras no cesan de resucitar de la oscuridad del olvido las monstruosidades de antiguos errores, rebatidos y censurados mil veces en elocuentes escritos, y condenados por el respetable fallo de la Iglesia, y los exageran presentándolos bajo nuevas formas y palabras y de mil modos los propalan por todas partes. Con este funestísimo y diabólico arte, malean y corrompen la ciencia, inoculan un germen mortal en perjuicio de las almas, fomentan el licencioso desenfreno de la conducta y todas las malas inclinaciones, desconciertan el orden religioso y social, y procuran extinguir toda idea de justicia, verdad, ley, honestidad y religión, y hacen burla de los santísimos dogmas de Cristo. El alma se estremece y retrae, y teme tocar siquiera a los principales y venenosos errores, que esos hombres introducen en todo lo divino y lo humano en estos, nuestros miserables tiempos.

Ninguno de vosotros, Venerables Hermanos, ignora que esos hombres tratan de destruir la necesaria cohesión, que por voluntad de Dios media entre ambos órdenes, así en el natural como en el sobrenatural; y que tratan de  variar completamente, remover y destruir la propia, verdadera y natural índole de la revelación divina, la autoridad y la constitución de la Iglesia. Y llevan sus opiniones, a un punto tan avanzado, que no vacilan en negar osadamente toda la verdad, toda ley, poder y derecho de origen divino. Ni siquiera tienen reparo afirmar que la  filosofía y la moral, y hasta las leyes civiles pueden y deben emanciparse de la revelación divina, y de la autoridad de la Iglesia, y que la Iglesia no es una  verdadera y perfecta sociedad, completamente libre, que no goza de derechos peculiares y constantes concedidos por su divino Fundador, sino que el poder civil debe señalar cuáles son los derechos y límites de las atribuciones de la Iglesia con sujeción a los que puede ejercer su jurisdicción. 


De aquí malamente deducen, que el poder civil puede entrometerse en lo que compete a la religión, a las costumbres y al régimen espiritual, y hasta impedir que se comuniquen libre y mutuamente los prelados y los fieles con el Romano Pontífice, Supremo Pastor de toda la Iglesia, establecido por Dios, y lo impiden, a fin de que se desvanezca la necesaria y fuerte unión, que debe haber por divina institución de Nuestro Señor Jesucristo entre los miembros del cuerpo místico de Cristo y su respetable cabeza. Y no temen vulgarizar la falsa y engañosa idea, de que los sagrados ministros de la Iglesia y el Romano Pontífice han de ser completamente excluidos de todo derecho y dominio de las cosas temporales.

Fuera de esto, en su insigne imprudencia no reparan en asegurar, que la revelación divina no solo de nada aprovecha, sino que es perjudicial al perfeccionamiento del hombre, y que hasta la revelación divina es imperfecta y, por lo tanto, está sujeta al progreso continuo e indefinido, que equivale al progreso de la razón humana. Y por esto no tienen reparo alguno en decir que las profecías y milagros expuestos y narrados en las Sagradas Escrituras son fábulas de poetas, y los misterios sacrosantos de nuestra fe divina son un compendio de especulaciones filosóficas, y que los libros divinos de ambos Testamentos, contienen invenciones míticas, y de hecho, que hasta nuestro Señor Jesucristo mismo (¡horrible decirlo!), es también una invención mítica o fabulosa. Por esta razón, estos revolucionarios adoradores de perversos dogmas propalan que las leyes relativas a las costumbres no necesitan la sanción divina, y que no es necesario, que las leyes humanas guarden conformidad con el derecho natural o que reciban de Dios su fuerza obligatoria, por esto afirman, que no existe ninguna ley divina. También se atreven a negar cualquier acción de Dios en los hombres y en el mundo, y afirman con temerario empeño, que la razón humana, sin respeto alguno a Dios, es el único y verdadero juez de lo verdadero y lo falso, de lo bueno y de lo malo, y que la propia razón humana se sirve de ley a sí misma, y ​​se basta a si misma con sus naturales fuerzas para procurar el bien de hombres y de los pueblos. Y cómo se atreven a emitir la perversa idea, de que todas las verdades de la Religión dependen de la fuerza natural de la razón humana, atribuyen a cada hombre cierto derecho primario, digámoslo así, para pensar libremente, lo que quiera en materia de religión, y en punto a tributar a Dios el honor y el culto que mejor parezca a su libre albedrío.

A tal punto llevan su impiedad e imprudencia, que hasta procuran atacar al cielo y negar la Divinidad
. Y llevados de su singular maldad y necedad, no reparan en asegurar, que no hay Ser Supremo alguno, muy sabio y muy providente, distinto de la universalidad de las cosas, y que Dios es la naturaleza de las cosas, y por lo tanto, está sujeto a cambios, y que por lo tanto, Dios está en el hombre y en el mundo, y que todas las cosas son Dios y tienen la misma sustancia de Dios, y que Dios y el mundo son una misma cosa, y en consecuencia, el espíritu y la materia, la necesidad y la libertad, lo verdadero y lo falso, lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto. Lo cual, ciertamente, es la mayor locura y la mayor impiedad, que darse pueda, y lo más repugnante hasta a la razón, que pueda pensarse o imaginarse. 

Y con tan temerario empeño pretenden emanciparse de la
autoridad y del derecho, que dicen sin rubor, que la autoridad no es otra cosa, sino la síntesis o el resumen de las fuerzas numéricas y materiales, y que el derecho consiste en el hecho material, y que todos los cargos de los hombres son una cosa vana, y que todos los hechos humanos tienen la fuerza de derecho.


Y así, acumulando ficciones a ficciones, delirios a delirios, menospreciando toda autoridad legítima, y todos los derechos legítimos, y las obligaciones y los cargos, no vacilan en sustituir al verdadero y legítimo derecho los falsos y mentidos derechos de la fuerza, y en subordinar el orden moral al material. Ni conocen otras fuerzas, sino las que radican en la materia, y toda ley moral y la honradez la fundan en aumentar y acumular riquezas de cualquier modo, y en satisfacer toda clase de malas inclinaciones. Y con estos abominables y perversos principios defienden, fomentan y enaltecen el réprobo sentido de la carne rebelde al espíritu, y le conceden dotes y derechos naturales, que suponen ser menospreciados por la doctrina católica, despreciando los consejos del Apóstol, que dice: "Si viviéreis según la carne, moriréis; más si por el espíritu hiciéreis morir los hechos de la carne, viviréis" (Rom. 8:13). 

Por eso tratan de invadir y quitar todos los derechos de cualquier propiedad legítima y vanamente imaginan y proclaman un cierto derecho no circunscrito a límite alguno, de que creen que goza toda nación y que juzga ser el origen y la fuente de todos los derechos.

Pero mientras sucintamente y con profundo disgusto os exponemos estos principales errores de nuestra tristísima época, omitimos, Venerables Hermanos, hablaros de tantas, y casi innumerables falsedades y argucias con que procuran los enemigos de Dios y de los hombres perturbar y desconcertar las cosas sagradas y las públicas.


Y pasamos en silencio las múltiples y gravísimas injurias, calumnias y conjuraciones, con que no dejan de molestar y perseguir a los sagrados ministros de la Iglesia y a esta Sede Apostólica. Nada decimos de la inicua hipocresía con que, especialmente en Italia, los líderes y seguidores de la terrible revolución propalan, que aquellos quieren, que la Iglesia disfrute de su libertad, mientras con sacrílega osadía pisotean cada día más las leyes y los derechos de la Iglesia, secuestran los bienes y hostigan de todas formas a los pastores sagrados y al pueblo eclesiástico que cumple gloriosamente los deberes a su cargo, los confinan en las cárceles y expulsan violentamente a los alumnos de las órdenes religiosas y las vírgenes consagradas a Dios fuera de sus claustros, robándoles sus bienes particulares, y no perdonan esfuerzo alguno para oprimir a la Iglesia y reducirla a una servidumbre tristísima.

Y mientras recibimos un singular placer al teneros, como deseábamos muchísimo, en nuestra presencia, ya veis vosotros mismos la libertad, de que gozan los Venerables Hermanos, los prelados de Italia, que, constante y varonilmente peleando las batallas del Señor, de ningún modo han podido, con gran disgusto de nuestro ánimo, y por culpa, de los que les contrarían, acudir a nuestro llamamiento, y permanecer entre vosotros, y asistir a esta reunión, como lo hubieran deseado, como lo han manifestado Arzobispos y O
bispos de la infeliz Italia con sus cartas amorosas y atentas hacia Nos y esta Santa Sede.

Tampoco veis entre vosotros ninguno de los Prelados de Portugal, y no lo sentimos menos, atendida la índole de las dificultades, que han impedido, que emprendiesen su viaje a Roma.


Y omitimos hablaros de tantas otras cosas tristes y horrendas que se permiten esos que profesan doctrinas perversas, con indecible sentimiento nuestro, de vosotros y de todos los hombres buenos. Nada os decimos tampoco de la impía conjuración, y de las perversas maquinaciones y falsedades de toda clase, con que  quieren destruir del todo el principado civil de esta Sede Apostólica. Más bien, es útil recordar el maravilloso consentimiento con el que ustedes, junto con los otros Venerables Hermanos a cargo de las cosas sagradas de todo el mundo católico, nunca cesaron, tanto con las epístolas que nos enviaron como con las cartas pastorales dirigidas a los fieles, para desenmascarar y refutar semejantes falsedades , y enseñar al propio tiempo, que este principado civil de la Santa Sede fue dado al Pontífice Romano por un singular designio de la Divina Providencia, y que le es necesario, para que el Romano Pontífice, nunca sujeto a príncipe alguno ni a poder civil, pueda ejercer  con plenísima libertad por todo el mundo, el supremo poder y autoridad, recibido por virtud divina de Nuestro Señor Jesucristo, de regir y apacentar toda la grey del Señor, y pueda atender al mayor bien y utilidad, y a las necesidades de la Iglesia y de los fieles.

Las cosas de que hasta ahora nos hemos lamentado , Venerables Hermanos, ofrecen un tristísimo espectáculo.  Pues, ¿quien no ve, que con la iniquidad de tantos dogmas perversos, 
y con tantas y tan detestables maquinaciones y delirios, se corrompe cada día más, y de un modo triste al pueblo cristiano y se le impele a la maldad, y se ataca a la Iglesia Católica y su saludable doctrina, y sus venerables leyes y derechos, a los ministros sagrados, y que por esto prevalecen y se propagan todos los vicios y maldades, y hasta se perturba y altera la sociedad civil.


Así pues, Nos, que tenemos muy presentes los deberes de nuestro ministerio apostólico, y somos muy celosos del bien y de la salud espiritual de todos los pueblos, que Dios nos ha confiado, y como, por otra parte, valiéndonos de las palabras de nuestro santísimo Predecesor León, no podemos regir a los que nos están confiados, si no perseguimos con el celo de la fe de Nuestro Señor, a los que se pierden, y a los que pierden a los demás, y con toda la severidad posible separamos los entendimientos sanos, para que el mal no se propague más, levantando nuestra apostólica voz en esta, vuestra ilustrada reunión, reprobamos, proscribimos y condenamos en particular todos los mencionados errores, contrarios no solo a la fe y a la doctrina católica, y a las leyes divinas y eclesiásticas, sino también a la ley, a la justicia natural y eterna, y completamente ofensivos a la recta razón.

A vosotros, empero, Venerables Hermanos, que sois la sal de la tierra y los Guardias y Pastores de la grey del Señor, los exhortamos y les suplicamos que continuéis con vuestra singular religiosidad y celo episcopal, como lo habéis hecho con gran gloria de vuestra clase, apartando de los envenenados pastos, con todo cuidado, constancia y celo, a los fieles, que tenéis confiados, y que, ya a viva voz, ya con oportunos escritos, refutéis y combatáis los monstruos de tantas doctrinas perversas.

Bien sabéis por lo demás, que se trata de una cosa de sumo interés al tratarse de la causa de nuestra santísima Fe, y de la Iglesia Católica y de su doctrina, de la salvación de los pueblos, y del bien y la tranquilidad de la sociedad humana. Así pues, en cuanto de vosotros dependa, nunca dejéis de apartar a los fieles del contagio de tan terrible peste, esto es, que apartéis de sus ojos y de sus manos los libros y escritos perniciosos, e imbuyáis asiduamente a los fieles en los santísimos preceptos de nuestra augusta Religión, y los amonestéis y exhortéis, para que huyan como de la vista de una serpiente de estos maestros de la iniquidad. Procurad que vuestros cuidados y desvelos tiendan principalmente a que el clero se instruya en la santidad y en la ciencia, y se de a conocer en la práctica de toda clase de virtudes, a que la juventud de ambos sexos se forme asiduamente en la honestidad de costumbres, en la piedad y en la virtud, y a que sean saludables todas las enseñanzas. Y vigilad y procurad con especial vigilancia, que en la enseñanza y la disciplina, nunca se introduzca cosa alguna contraria a la fe, a la Religión y a las buenas costumbres. Obrad con ánimo varonil, Venerables Hermanos, y en medio de tanta perturbación e iniquidad nunca decaiga vuestro ánimo, sino que, fiando del todo en el auxilio de Dios, y tomando en todo el escudo inexpugnable de la equidad y de la fe, y empuñando la espada del espíritu, que es la palabra de Dios, no dejéis un momento de hacer frente a los esfuerzos de todos los enemigos de la Iglesia Católica, y de esta Sede Apostólica, y de rechazar sus tiros, y contener sus ataques.

Entre tanto, empero, vueltos los ojos hacia el cielo, Venerables Hermanos, día y noche roguemos y supliquemos sin tregua, con todo fervor y humildad de corazón al clementísimo Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo, que hace salir la luz de las tinieblas, y que es poderoso para suscitar de las piedras hijos de Abraham, para que por los méritos de su Hijo Unigénito, Nuestro Señor Jesucristo, se digne auxiliar con su poderosa diestra a la sociedad cristiana, y civil, y destruya todos los errores e impiedades, y que ilumine con la luz de su divina gracia todos los entendimientos de los que andan errados, y los convierta y vuelva hacia él, con lo cual su Santa Iglesia consiga la paz, y en todas partes tome cada día mayor incremento y prospere y florezca. Más, que podamos conseguir con mayor facilidad lo que pedimos y deseamos, no dejamos de invocar ante todo, a la intercesora con Dios, la Inmaculada y Santísima Virgen María, Madre de Dios, que siendo la madre misericordiosísima y amantísima de todos nosotros, destruye siempre todas las herejías, y cuyo patrocinio es el mas poderoso delante de Dios. Imploremos también la intercesión del Santo Esposo de la Virgen, José, y de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, como de todos los Celestiales, y de todos los habitantes de la corte celestial, y especialmente, de los que ahora veneramos como inscritos en el número de los Santos.


Pero antes de concluir no podemos menos de repetir y confirmar el gran consuelo, que gozamos al veros, Venerables Hermanos, reunidos en nuestra presencia a vosotros, que, adheridos firmemente por vuestra fe, y observancia a Nos y a esta Cátedra de Pedro, y cumpliendo vuestro ministerio, os gloriáis en procurar con todo celo la mayor gloria de Dios, el bien de las almas, y que completamente acordes y con admirable amor y desvelo, en unión con los demás Venerables Hermanos, los Obispos de todo el orbe católico, y los fieles confiados a vuestro cuidado  y al suyo, no cesáis de aliviar y consolar de todos modos nuestras gravísimas angustias y sufrimientos. Por lo cual, aprovechamos también  esta ocasión para manifestar pública y explícitamente nuestra gratitud y amor hacia vosotros, y todos lo demás Venerables Hermanos y a los fieles. Pero a vosotros os pedimos, que cuando volváis a vuestras diócesis, a los fieles confiados a vuestra vigilancia, les manifestéis en nuestro nombre estos nuestros sentimientos, y los convenzáis de nuestra paternal caridad hacia ellos, y que les manifestéis la satisfacción, con que les concedemos la Bendición Apostólica, que de todo corazón y deseándoos toda felicidad a vosotros, Venerables Hermanos, y a ellos juntamente os damos.


9 de junio de 1862

Papa Pio IX. 


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