CARTA ENCÍCLICA
DILECTISSIMA NOBIS
PAPA PÍO XI
A LOS OBISPOS, AL CLERO
Y A TODO EL PUEBLO DE ESPAÑA
SOBRE LA INJUSTA SITUACIÓN CREADA A LA IGLESIA CATÓLICA EN ESPAÑA
A NUESTROS AMADOS HIJOS
CARDENAL FRANCISCO VIDAL Y BARRAQUER
ARZOBISPO DE TARRAGONA
CARDENAL EUSTAQUIO ILUNDÁIN Y ESTEBAN
ARZOBISPO DE SEVILLA
Y A LOS OTROS VENERABLES HERMANOS
ARZOBISPOS Y OBISPOS
Y A TODO EL CLERO Y PUEBLO DE ESPAÑA
VENERABLES HERMANOS Y AMADOS HIJOS
SALUD Y APOSTÓLICA BENDICIÓN
Siempre Nos fue sumamente cara la noble Nación Española por sus insignes méritos para con la fe católica y la civilización cristiana, por la tradicional y ardentísima devoción a esta Santa Sede Apostólica y por sus grandes instituciones y obras de apostolado, pues ha sido madre fecunda de Santos, de Misioneros y de Fundadores de ínclitas Ordenes Religiosas, gloria y sostén de la Iglesia de Dios.
Y precisamente porque la gloria de España está tan íntimamente unida con la religión católica, Nos sentirnos doblemente apenados al presenciar las deplorables tentativas, que, de un tiempo a esta parte, se están reiterando para arrancar a esta Nación a Nos tan querida, con la fe Tradicional, los más bellos títulos de nacional grandeza. No hemos dejado de hacer presente con frecuencia a los actuales gobernantes de España —según Nos dictaba Nuestro paternal corazón— cuán falso era el camino que seguían, y de recordarles que no es hiriendo el alma del pueblo en sus más profundos y caros sentimientos, como se consigue aquella concordia de los espíritus, que es indispensable para la prosperidad de una Nación. Lo hemos hecho por medio de Nuestro Representante, cada vez que amenazaba el peligro de alguna nueva ley o medida lesiva de los sacrosantos derechos de Dios y de las almas. Ni hemos dejado de hacer llegar, aun públicamente, nuestra palabra paternal a los queridos hijos del clero y pueblo de España, para que supiesen que Nuestro Corazón estaba más cerca de ellos, en los momentos del dolor. Mas ahora no podemos menos de levantar de nuevo nuestra voz contra la ley, recientemente aprobada, referente a las Confesiones y Congregaciones Religiosas, ya que ésta constituye una nueva y más grave ofensa, no sólo a la Religión y a la Iglesia, sino también a los decantados principios de libertad civil, sobre los cuales declara basarse el nuevo régimen español.
Ni se crea que Nuestra palabra esté inspirada en sentimientos de aversión contra la nueva forma de gobierno o contra otras innovaciones, puramente políticas, que recientemente han tenido lugar en España. Pues todos saben que la Iglesia Católica, no estando bajo ningún respecto ligada a una forma de gobierno más que a otra, con tal que queden a salvo los derechos de Dios y de la conciencia cristiana, no encuentra dificultad en avenirse con las diversas instituciones civiles sean monárquicas, o republicanas, aristocráticas o democráticas.
Prueba manifiesta de ello son, para no citar sino hechos recientes, los numerosos Concordatos y Acuerdos, estipulados en estos últimos años, y las relaciones diplomáticas, que la Santa Sede ha entablado con diversos Estados, en los cuales, después de la última gran guerra, a gobiernos monárquicos han sustituido gobiernos republicanos.
Ni estas nuevas Repúblicas han tenido jamás que sufrir en sus instituciones, ni en sus justas aspiraciones a la grandeza y bienestar nacional, por efecto de sus amistosas relaciones con la Santa Sede, o por hallarse dispuestas a concluir con espíritu de mutua confianza, en las materias que interesan a la Iglesia y al Estado, convenios adaptados a las nuevas condiciones de los tiempos.
Antes bien, podemos afirmar con toda certeza, que los mismos Estados han reportado notables ventajas de estos confiados acuerdos con la Iglesia; pues todos saben, que no se opone dique más poderoso al desbordamiento del desorden social, que la Iglesia, la cual siendo educadora excelsa de los pueblos, ha sabido siempre unir en fecundo acuerdo el principio de la legítima libertad con el de la autoridad, las exigencias de la justicia con el bien de la paz.
Nada de esto ignoraba el Gobierno de la nueva República Española, pues estaba bien enterado de las buenas disposiciones tanto Nuestras como del Episcopado Español para secundar el mantenimiento del orden y de la tranquilidad social.
Nosotros y el Episcopado estábamos de acuerdo con la inmensa multitud, no sólo del clero secular y regular, sino también del laicado católico, es decir, de la gran mayoría del pueblo español, que, a pesar de sus opiniones personales, a pesar de las provocaciones y acosos de los adversarios de la Iglesia, se mantenía al margen de la violencia y de las represalias, en tranquila sumisión al poder establecido, sin dar lugar a desórdenes y mucho menos a guerras civiles. Ciertamente, no hay otra causa que esta disciplina y sujeción, inspirada en la enseñanza y el espíritu católicos, a la que se pueda atribuir con más razón el mantenimiento de esa paz y tranquilidad pública que la turbulencia de los partidos y las pasiones de los revolucionarios trabajaron para subvertir, empujando a la nación hacia el abismo de la anarquía.
Por eso nos ha causado gran extrañeza y tristeza saber que algunas personas, como para justificar los inicuos procedimientos contra la Iglesia, han afirmado públicamente la necesidad de defender la nueva República. Por lo dicho, es tan evidente que la razón aducida carece de fundamento, que podemos concluir que la lucha contra la Iglesia en España, más que a una incomprensión de la fe católica y de sus benéficas instituciones, debe atribuirse al odio que "contra el Señor y su Cristo" alimenta a las sectas subversivas de todo orden religioso y social, como desgraciadamente vemos que ocurre en México y en Rusia.
Pero, volviendo a la deplorable “ley referente a las Confesiones y Congregaciones religiosas”, hemos visto con amargura de corazón, que en ella, ya desde el principio, se declara abiertamente que el Estado no tiene religión oficial, reafirmando así aquella separación del Estado y de la Iglesia, que desgraciadamente había sido sancionada en la nueva Constitución Española.
No dudamos en repetir aquí el grave error que supone afirmar que la separación es lícita y buena en sí misma, sobre todo en una nación casi totalmente católica. La separación, los que la conocen bien, no es más que una consecuencia fatal (como hemos declarado tantas veces, especialmente en la Encíclica Quas primas) del laicismo, es decir, de la apostasía de la sociedad actual que pretende alejarse de Dios y, por lo tanto, de la Iglesia. Pero si para cualquier pueblo, además de impío, es absurdo querer excluir de la vida pública a Dios Creador y Regidor Providente de la misma sociedad, es particularmente repugnante excluir a Dios y a la Iglesia de la vida de la Nación española, en la que la Iglesia ha desempeñado siempre la parte más importante y más beneficiosa en las leyes, en las escuelas y en todas las demás instituciones privadas y públicas.
Pues si tal atentado redunda en daño irreparable de la conciencia cristiana del país, especialmente de la juventud a la que se quiere educar sin religión, y de la familia, profanada en sus más sagrados principios; no menor es el daño que recae sobre la misma autoridad civil, la cual, perdido el apoyo que la recomienda y la sostiene en la conciencia de los pueblos, es decir, faltando la persuasión de ser divinos su origen, su dependencia y su sanción, llega a perder junto con su más grande fuerza de obligación, el más alto título de acatamiento y respeto.
Que esos daños se sigan inevitablemente del régimen de separación lo atestiguan no pocas de aquellas mismas naciones, que, después de haberlo introducido en su legislación, comprendieron bien pronto la necesidad de remediar el error, o bien modificando, al menos en su interpretación y aplicación, las leyes persecutorias de la Iglesia, o bien procurando venir, a pesar de la separación, a una pacífica coexistencia y cooperación con la Iglesia.
Al contrario los nuevos legisladores españoles, no cuidándose de estas lecciones de la historia, han adoptado una forma de separación hostil a la fe que profesa la inmensa mayoría de los ciudadanos, separación tanto más penosa e injusta, cuanto que se decreta en nombre de la libertad, y se la hace llegar hasta la negación del derecho común y de aquella misma libertad, que se promete y se asegura a todos indistintamente. De ese modo se ha querido sujetar a la Iglesia y a sus ministros a medidas de excepción que tienden a ponerla a merced del poder civil.
De hecho, en virtud de la Constitución y de las leyes posteriormente emanadas, mientras todas las opiniones, aun las más erróneas, tienen amplio campo para manifestarse, solo la religión católica, religión de la casi totalidad de los ciudadanos, ve que se la vigila odiosamente en la enseñanza, y que se ponen trabas a las escuelas y otras instituciones suyas, tan beneméritas de la ciencia y de la cultura española. El mismo ejercicio del culto católico, aun en sus más esenciales y tradicionales manifestaciones, no está exento de limitaciones, como la asistencia religiosa en los institutos dependientes del Estado; las procesiones religiosas, las cuales necesitarán autorización especial gubernativa en cada caso; la misma administración de los Sacramentos a los moribundos, y los funerales a los difuntos.
Más manifiesta es aún la contradicción en lo que mira a la propiedad. La Constitución reconoce a todos los ciudadanos la legítima facultad de poseer, y, como es propio de todas las legislaciones en países civilizados, garantiza y tutela el ejercicio de tan importante derecho emanado de la misma naturaleza. Pues aun en este punto se ha querido crear una excepción en daño de la Iglesia Católica, despojándola con patente injusticia de todos sus bienes. No se ha tomado en consideración la voluntad de los donantes, no se ha tenido en cuenta el fin espiritual y santo al que estaban destinados esos bienes, ni se han querido respetar en modo alguno, derechos antiquísimos y fundados sobre indiscutibles títulos jurídicos. No solo dejan ya de ser reconocidos como libre propiedad de la Iglesia Católica todos los edificios, palacios episcopales, casas rectorales, seminarios, monasterios, sino que son declarados, —con palabras que encubren mal la naturaleza del despojo— “propiedad pública nacional”. Más aún, mientras los edificios que fueron siempre legítima propiedad de las diversas entidades eclesiásticas, los deja la ley en uso a la Iglesia Católica y a sus ministros, a fin de que se empleen, conforme a su destino, para el culto; se llega a establecer que los tales edificios estarán sometidos a las tributaciones inherentes al uso de los mismos, obligando así a la Iglesia Católica a pagar tributos por los bienes que le han sido quitados violentamente. De este modo el poder civil se ha preparado un arma para hacer imposible a la Iglesia Católica aun el uso precario de sus bienes; porque, una vez despojada de todo, privada de todo subsidio, coartada en todas sus actividades, ¿cómo podrá pagar los tributos que se le impongan?
Ni se diga que la ley deja para el futuro a la Iglesia Católica una cierta facultad de poseer, al menos a titulo de propiedad privada, porque aun ese reconocimiento tan reducido, queda después casi anulado por el principio inmediatamente enunciado que, tales bienes “sólo podrá conservarlos en la cuantía necesaria para el servicio religioso”; con lo cual se obliga a la Iglesia a someter al examen del poder civil sus necesidades para el cumplimiento de su divina misión, y se erige el Estado laico en juez absoluto de cuanto se necesita para las funciones meramente espirituales; y así bien puede temerse que tal juicio estará en consonancia con el laicismo que intentan la ley y sus autores.
Y la usurpación del Estado no se ha detenido en los inmuebles. También los bienes muebles —catalogados con enumeración detalladísima, porque no escapase nada— o sea aun los ornamentos, imágenes, cuadros, vasos, joyas, telas y demás objetos de esta clase destinados expresa y permanentemente al culto católico, a su esplendor, o a las necesidades relacionadas directamente con él, han sido declarados “propiedad pública nacional”.
Y mientras se niega a la Iglesia el derecho de disponer libremente de lo que es suyo, como legítimamente adquirido, o donado a ella por los piadosos fieles, se atribuye al Estado y solo al Estado, el poder de disponer de ellos para otros fines, sin limitación alguna de objetos sagrados, aun de aquellos que por haber sido consagrados con rito especial están substraídos a todo uso profano, y llegando hasta excluir toda obligación del Estado a dar, en tan lamentable caso, compensación ninguna a la Iglesia.
PÍO XI
Que esos daños se sigan inevitablemente del régimen de separación lo atestiguan no pocas de aquellas mismas naciones, que, después de haberlo introducido en su legislación, comprendieron bien pronto la necesidad de remediar el error, o bien modificando, al menos en su interpretación y aplicación, las leyes persecutorias de la Iglesia, o bien procurando venir, a pesar de la separación, a una pacífica coexistencia y cooperación con la Iglesia.
Al contrario los nuevos legisladores españoles, no cuidándose de estas lecciones de la historia, han adoptado una forma de separación hostil a la fe que profesa la inmensa mayoría de los ciudadanos, separación tanto más penosa e injusta, cuanto que se decreta en nombre de la libertad, y se la hace llegar hasta la negación del derecho común y de aquella misma libertad, que se promete y se asegura a todos indistintamente. De ese modo se ha querido sujetar a la Iglesia y a sus ministros a medidas de excepción que tienden a ponerla a merced del poder civil.
De hecho, en virtud de la Constitución y de las leyes posteriormente emanadas, mientras todas las opiniones, aun las más erróneas, tienen amplio campo para manifestarse, solo la religión católica, religión de la casi totalidad de los ciudadanos, ve que se la vigila odiosamente en la enseñanza, y que se ponen trabas a las escuelas y otras instituciones suyas, tan beneméritas de la ciencia y de la cultura española. El mismo ejercicio del culto católico, aun en sus más esenciales y tradicionales manifestaciones, no está exento de limitaciones, como la asistencia religiosa en los institutos dependientes del Estado; las procesiones religiosas, las cuales necesitarán autorización especial gubernativa en cada caso; la misma administración de los Sacramentos a los moribundos, y los funerales a los difuntos.
Más manifiesta es aún la contradicción en lo que mira a la propiedad. La Constitución reconoce a todos los ciudadanos la legítima facultad de poseer, y, como es propio de todas las legislaciones en países civilizados, garantiza y tutela el ejercicio de tan importante derecho emanado de la misma naturaleza. Pues aun en este punto se ha querido crear una excepción en daño de la Iglesia Católica, despojándola con patente injusticia de todos sus bienes. No se ha tomado en consideración la voluntad de los donantes, no se ha tenido en cuenta el fin espiritual y santo al que estaban destinados esos bienes, ni se han querido respetar en modo alguno, derechos antiquísimos y fundados sobre indiscutibles títulos jurídicos. No solo dejan ya de ser reconocidos como libre propiedad de la Iglesia Católica todos los edificios, palacios episcopales, casas rectorales, seminarios, monasterios, sino que son declarados, —con palabras que encubren mal la naturaleza del despojo— “propiedad pública nacional”. Más aún, mientras los edificios que fueron siempre legítima propiedad de las diversas entidades eclesiásticas, los deja la ley en uso a la Iglesia Católica y a sus ministros, a fin de que se empleen, conforme a su destino, para el culto; se llega a establecer que los tales edificios estarán sometidos a las tributaciones inherentes al uso de los mismos, obligando así a la Iglesia Católica a pagar tributos por los bienes que le han sido quitados violentamente. De este modo el poder civil se ha preparado un arma para hacer imposible a la Iglesia Católica aun el uso precario de sus bienes; porque, una vez despojada de todo, privada de todo subsidio, coartada en todas sus actividades, ¿cómo podrá pagar los tributos que se le impongan?
Ni se diga que la ley deja para el futuro a la Iglesia Católica una cierta facultad de poseer, al menos a titulo de propiedad privada, porque aun ese reconocimiento tan reducido, queda después casi anulado por el principio inmediatamente enunciado que, tales bienes “sólo podrá conservarlos en la cuantía necesaria para el servicio religioso”; con lo cual se obliga a la Iglesia a someter al examen del poder civil sus necesidades para el cumplimiento de su divina misión, y se erige el Estado laico en juez absoluto de cuanto se necesita para las funciones meramente espirituales; y así bien puede temerse que tal juicio estará en consonancia con el laicismo que intentan la ley y sus autores.
Y la usurpación del Estado no se ha detenido en los inmuebles. También los bienes muebles —catalogados con enumeración detalladísima, porque no escapase nada— o sea aun los ornamentos, imágenes, cuadros, vasos, joyas, telas y demás objetos de esta clase destinados expresa y permanentemente al culto católico, a su esplendor, o a las necesidades relacionadas directamente con él, han sido declarados “propiedad pública nacional”.
Y mientras se niega a la Iglesia el derecho de disponer libremente de lo que es suyo, como legítimamente adquirido, o donado a ella por los piadosos fieles, se atribuye al Estado y solo al Estado, el poder de disponer de ellos para otros fines, sin limitación alguna de objetos sagrados, aun de aquellos que por haber sido consagrados con rito especial están substraídos a todo uso profano, y llegando hasta excluir toda obligación del Estado a dar, en tan lamentable caso, compensación ninguna a la Iglesia.
Todo esto tampoco ha sido suficiente para satisfacer los objetivos antirreligiosos de los actuales legisladores. Ni siquiera los templos se han salvado; los templos, el esplendor del arte, los exaltados monumentos de una historia gloriosa, el decoro y el orgullo de la nación española; los templos, la casa de Dios y de la oración, sobre los que la Iglesia católica había gozado siempre del pleno derecho de propiedad, que -un magnífico título de especial mérito- los había conservado, embellecido y adornado siempre con amoroso cuidado. Incluso los templos -no pocos de los cuales fueron destruidos (y de nuevo lo deploramos) por la impía manía de incendiarlos- fueron declarados propiedad de la nación y sometidos al control de las autoridades civiles, que hoy guían el destino público sin ningún respeto por el sentimiento religioso del pueblo español.
Es por tanto muy triste, Venerables Hermanos y amados Hijos, la condición creada para la Iglesia Católica entre vosotros. El Clero ya ha sido privado, por un gesto totalmente contrario a la naturaleza generosa del caballeroso pueblo español, de sus dietas, violando un compromiso contraído en un pacto concordatario y violando la más estricta justicia, porque el Estado, que había fijado las dietas, no lo había hecho como una concesión gratuita sino como una indemnización por los bienes ya arrebatados a la Iglesia.
Incluso las congregaciones religiosas se ven ahora inhumanamente afectadas por la inauspiciosa ley. Se ha lanzado sobre ellos la injusta sospecha de que pueden estar dedicados a una actividad política peligrosa para la seguridad del Estado, estimulando así las pasiones hostiles con toda clase de denuncias y persecuciones: un camino abierto y fácil hacia medidas más graves.
Están sometidos a tantos informes, registros e inspecciones, que constituyen molestas formas de opresión fiscal. Por último, después de haberles privado del derecho a enseñar y a ejercer cualquier otra actividad de la que puedan obtener un medio de vida honrado, se les ha sometido a las leyes fiscales, sabiendo que, privados de todo, no podrán hacer frente al pago de impuestos: otra forma encubierta de hacer imposible su existencia.
Pero en verdad, estas disposiciones no afectan sólo a los religiosos, sino al pueblo español, imposibilitando esas grandes obras de caridad y beneficencia en favor de los pobres, que siempre han formado una magnífica gloria de las Congregaciones Religiosas y de la España católica.
Sin embargo, en la penosa situación a la que se ve reducido el clero secular y regular en España, nos reconforta pensar que el generoso pueblo español, aún en la actual crisis económica, sabrá compensar dignamente esta penosa situación, haciendo menos incómoda para los sacerdotes la pobreza real que les afecta, de modo que puedan atender el culto divino y el ministerio pastoral con renovadas energías.
Pero si esta grave injusticia nos apena, nosotros, y con nosotros vosotros, Venerables Hermanos y amados Hijos, sentimos aún más vivamente la ofensa hecha a la Divina Majestad. ¿No fue expresión de un espíritu profundamente hostil a Dios y a la Religión Católica el haber disuelto las Órdenes Religiosas que juran obedecer a una autoridad distinta de la legítima del Estado?
De este modo querían eliminar la Compañía de Jesús, que bien puede presumir de ser uno de los más firmes apoyos de la Cátedra de Pedro, con la esperanza quizá de poder, con menos dificultad, destruir en un futuro próximo la fe y la moral católica en el seno de la nación española, que dio a la Iglesia la gran y gloriosa figura de Ignacio de Loyola. Pero al hacerlo, como ya hemos declarado públicamente en otras ocasiones, la propia Autoridad Suprema de la Iglesia Católica fue derribada. Es cierto que no se atrevió a nombrar explícitamente a la persona del Romano Pontífice, pero se definió la autoridad del Vicario de Jesucristo como ajena a la nación española, como si la autoridad del Pontífice, conferida por el Divino Redentor, pudiera decirse ajena a cualquier parte del mundo; como si el reconocimiento de la autoridad divina de Jesucristo pudiera impedir o menoscabar el reconocimiento de las legítimas autoridades humanas, o si el poder espiritual y sobrenatural estuviera en contraposición con el del Estado. No puede haber conflicto si no es por la malicia de quienes lo desean y anhelan, porque saben que sin el Pastor las ovejas se extraviarían y serían más fácilmente presa de los falsos pastores.
Si la ofensa infligida a la autoridad del Romano Pontífice hirió profundamente Nuestro corazón paternal, no dudamos ni por un momento que pueda, aunque sea mínimamente, sacudir la tradicional devoción del pueblo español a la Cátedra de Pedro. En efecto, como nos han enseñado siempre la experiencia y la historia hasta los últimos años, cuanto más pretenden los enemigos de la Iglesia alejar al pueblo del Vicario de Cristo, más afectuosamente se aferra a él -por providencial disposición de Dios, que sabe sacar el bien del mal- proclamando que sólo de él irradia esa luz que ilumina el camino oscurecido por tantas perturbaciones, sólo de él, como de Cristo, resuenan las "palabras de vida eterna" [1].
Tampoco se contentaron con haber enfurecido tanto a la gran y benemérita Compañía de Jesús, sino que quisieron, mediante una reciente ley, dar otro gravísimo golpe a todas las Órdenes y Congregaciones Religiosas, prohibiéndoles la enseñanza. Se trata de una obra de deplorable ingratitud y de evidente injusticia. ¿Por qué, en efecto, se quita la libertad -que se concede a todos- de poder ejercer la enseñanza a una clase de ciudadanos que sólo son culpables de haber abrazado una vida de renuncia y perfección? ¿Se puede decir que ser religioso, es decir, haber dejado todo y sacrificado todo para dedicarse a la enseñanza y a la educación de la juventud como a una misión de apostolado, constituye un título de incapacidad o de inferioridad para la enseñanza misma? Sin embargo, la experiencia demuestra el cuidado y la competencia con que los religiosos han cumplido siempre con su deber, y los magníficos resultados para la instrucción del intelecto y la educación del corazón que ha dado su paciente trabajo. Prueba de ello es el número de personas que han salido de los colegios de Religiosos verdaderamente distinguidos en todos los campos del quehacer humano y al mismo tiempo católicos ejemplares, así como el gran incremento que estos colegios han alcanzado afortunadamente en España, y el consolador número de alumnos. Lo confirma también la confianza de la que gozaban los padres, quienes, habiendo recibido de Dios el derecho y el deber de educar a sus hijos, tienen también la sagrada libertad de elegir a quienes deben ayudarles eficazmente en su labor educativa.
Pero ni siquiera las Órdenes y Congregaciones Religiosas se han conformado con este gravísimo acto. También se han vulnerado derechos de propiedad incuestionables, se ha violado abiertamente la libre voluntad de los fundadores y benefactores para tomar posesión de los edificios y crear escuelas laicas, es decir, impías, en el mismo lugar donde los generosos benefactores habían dispuesto que se impartiera una educación puramente católica.
De todo ello se desprende, desgraciadamente, cuál es el objetivo de estas disposiciones, es decir, educar a las nuevas generaciones en un espíritu de indiferencia religiosa, cuando no de anticlericalismo, para arrancar del alma de los jóvenes los tradicionales sentimientos católicos tan arraigados en el pueblo español. Se pretende así secularizar toda la enseñanza hasta ahora inspirada en la religión y la moral cristianas.
Ante una ley tan perjudicial para los derechos y libertades eclesiásticas, derechos que debemos defender y preservar intactos, creemos que es un deber preciso de Nuestro Ministerio Apostólico reprobarla y condenarla. Por lo tanto, protestamos solemnemente con todas nuestras fuerzas contra la propia ley, declarando que nunca puede ser invocada contra los derechos imprescriptibles de la Iglesia.
Y queremos aquí reafirmar Nuestra ferviente confianza en que Nuestros amados hijos de España, comprendiendo la injusticia y el daño de estas medidas, se valdrán de todos los medios legítimos que por derecho de la naturaleza y disposición de la ley quedan en su poder, para inducir a los mismos legisladores a reformar disposiciones tan contrarias a los derechos de todo ciudadano y tan hostiles a la Iglesia, sustituyéndolas por otras conciliables con la conciencia católica. Mientras tanto, sin embargo, con todo el corazón y el alma de un Padre y Pastor, exhortamos encarecidamente a los Obispos, a los sacerdotes y a todos aquellos que de alguna manera pretenden dedicarse a la educación de la juventud, a promover más intensamente con todas sus fuerzas y por todos los medios la enseñanza religiosa y la práctica de la vida cristiana. Esto es tanto más necesario cuanto que la nueva legislación española, con la deletérea introducción del divorcio, se atreve a profanar el santuario de la familia, poniendo así -con el intento de disolución de la sociedad doméstica- el germen de la más dolorosa ruina para la sociedad civil.
Ante la amenaza de tan enorme daño, volvemos a recomendar encarecidamente a todos los católicos de España que, dejando a un lado las quejas y recriminaciones, y subordinando cualquier otro ideal al bien común de la patria y de la religión, se unan todos en disciplina para la defensa de la fe y para conjurar los peligros que amenazan a la propia sociedad civil.
De manera especial invitamos a todos los fieles a unirse a la Acción Católica tantas veces recomendada por Nosotros; aunque no constituye un partido, es más, debe situarse fuera y por encima de todos los partidos políticos, servirá para formar la conciencia de los católicos, iluminándola y corroborándola en la defensa de la fe contra todos los peligros.
Y ahora, venerables hermanos y amados hijos, no sabemos cómo concluir mejor esta carta nuestra que repitiendo que, más que en la ayuda de los hombres, debemos confiar en la asistencia indefectiblemente prometida por Dios a su Iglesia y en la inmensa bondad del Señor para con los que le aman. Por lo tanto, considerando lo que ha ocurrido entre vosotros, y doliéndonos sobre todo por las graves ofensas que se han hecho a la Divina Majestad, por las numerosas violaciones de sus sagrados derechos y por tantas transgresiones de sus leyes, dirigimos fervientes oraciones al Cielo, pidiendo el perdón de Dios por las ofensas cometidas contra Él. Que él, que todo lo puede, ilumine las mentes, enderece las voluntades y convierta los corazones de los gobernantes en mejores consejos. Tenemos la serena confianza de que la voz suplicante de tantos buenos hijos unidos a Nosotros en la oración, especialmente en este Año Santo de la Redención, será acogida benévolamente por la clemencia de nuestro Padre celestial.
En esta confianza, y también para propiciar para vosotros, Venerables Hermanos y Amados Hijos, y para toda la Nación española, tan querida por nosotros, la abundancia de los favores celestiales, os impartimos con toda la efusión de nuestro corazón la Bendición Apostólica.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 3 de junio de 1933, día doscientos de Nuestro Pontificado.
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