lunes, 4 de septiembre de 2000

DISCURSO DE JUAN PABLO II A PERUGIA Y ASIS (27 DE OCTUBRE DE 1986)


VISITA PASTORAL A PERUGIA Y ASIS

DISCURSO DE JUAN PABLO II

A LOS REPRESENTANTES DE LAS CONFESIONES

Y LAS COMUNIDADES CRISTIANAS CONVENTADAS 

EN ASIS


Catedral de San Rufino

Domingo 27 de octubre de 1986


Queridos hermanos y hermanas en Cristo:

Jesucristo "es nuestra paz, el que ha hecho de los dos un solo pueblo, derribando el muro de separación que había entre ellos, es decir, la enemistad" (Ef 2,14).

Deseo dar las gracias a los dirigentes y representantes de las demás Iglesias cristianas y Comunidades eclesiales, que han contribuido a la preparación de esta Jornada y que están presentes aquí personalmente o a través de sus delegados. Es significativo que, al acercarnos al tercer milenio cristiano, los cristianos nos hayamos reunido aquí en nombre de Jesucristo para invocar al Espíritu Santo y pedirle que llene nuestro universo de amor y de paz.

Nuestra fe nos enseña que la paz es un don de Dios en Jesucristo, un don que debe expresarse en una oración a Él, que tiene en sus manos los destinos de todos los pueblos. Por eso la oración es una parte esencial del esfuerzo por la paz. Lo que estamos haciendo hoy es un eslabón más de la cadena de oraciones por la paz anudada por los cristianos a título individual, así como por las Iglesias cristianas y las comunidades eclesiales, un movimiento que se ha ido fortaleciendo en muchas partes del mundo en los últimos años. Nuestra oración común expresa y manifiesta la paz que reina en nuestros corazones, ya que como discípulos de Cristo hemos sido enviados al mundo para anunciar y llevar la paz, ese don que "viene de Dios, que nos ha reconciliado consigo mismo por medio de Cristo y nos ha confiado el ministerio de la reconciliación" (2 Cor 5,18). Como discípulos de Cristo tenemos la obligación especial de trabajar para llevar su paz al mundo.

Como cristianos, podemos reunirnos en esta ocasión con la fuerza del Espíritu Santo, que introduce a los seguidores de Jesucristo cada vez más en esa participación en la vida del Padre y del Hijo, que es la comunión de la Iglesia. La Iglesia misma está llamada a ser signo e instrumento eficaz de reconciliación y de paz para la familia humana. A pesar de los graves problemas que aún nos dividen, nuestro actual grado de unidad en Cristo es, sin embargo, una señal para el mundo de que Jesucristo es realmente el Príncipe de la Paz. A través de las iniciativas ecuménicas, Dios está abriendo nuevas posibilidades de entendimiento y reconciliación, para que podamos ser mejores instrumentos de su paz. Lo que hacemos hoy aquí no estaría completo si nos fuéramos sin una resolución más profunda de comprometernos a continuar la búsqueda de la plena unidad, y a superar las graves divisiones que aún persisten. Esta resolución nos implica como individuos y como comunidad.

Nuestra oración aquí en Asís debe incluir el arrepentimiento por nuestros fracasos como cristianos para llevar a cabo la misión de paz y reconciliación que hemos recibido de Cristo, y que aún no hemos cumplido plenamente. Oremos por la conversión de nuestros corazones y la renovación de nuestros espíritus, para que seamos verdaderos promotores de la paz, ofreciendo un testimonio común en favor de Aquel cuyo reino es "un reino de verdad y de vida, de santidad y de gracia, de justicia, de amor y de paz".

Sí, Jesucristo es nuestra paz, y debe permanecer siempre ante nuestros ojos. Es el crucificado y resucitado, el que saludó a sus discípulos con lo que se ha convertido en nuestro saludo cristiano habitual: "La paz esté con vosotros". Y "dicho esto, les mostró sus manos y su costado" (Jn 20,19-20). No debemos olvidar este significativo gesto de Cristo resucitado. Nos ayuda a comprender el modo en que podemos ser constructores de paz. Porque el Señor resucitado se apareció a sus discípulos en su estado glorioso, pero llevando todavía las marcas de su crucifixión.

En el mundo actual, trágicamente marcado por las heridas de la guerra y la división, y por lo tanto en cierto sentido crucificado, esta acción de Cristo nos da fuerza y esperanza. No podemos escapar de las duras realidades que caracterizan nuestra existencia marcada por el pecado. Pero la presencia entre nosotros de Cristo resucitado, con las marcas de la crucifixión en su cuerpo glorificado, nos asegura que, por él y en él, este mundo desgarrado por la guerra puede ser transformado. Debemos seguir al Espíritu de Cristo, que nos sostiene y guía para curar las heridas del mundo con el amor de Cristo que habita en nuestros corazones.

Es este mismo Espíritu de Cristo, el Espíritu de la Verdad, al que imploramos hoy para que nos permita discernir los caminos de la comprensión mutua y del perdón. Porque la oración por la paz debe ir seguida de una acción adecuada por la paz. Debe hacer que nuestro espíritu sea más profundamente consciente, por ejemplo, de aquellas exigencias de justicia que son inseparables de la consecución de la paz y que nos llaman a un compromiso activo. Debe disponernos a pensar y actuar con la humildad y el amor que favorecen la paz. Debe hacernos crecer en el respeto mutuo como seres humanos, como Iglesias y comunidades eclesiales, capaces de vivir en este mundo junto a personas de otras religiones, junto a todas las personas de buena voluntad.

El camino hacia la paz pasa, en última instancia, por el amor. Imploramos al Espíritu Santo, que es el amor del Padre y del Hijo, que tome posesión de nosotros con todo su poder, que ilumine nuestras mentes y llene nuestros corazones con su amor.


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