Por Monseñor de Segur
Tradicional es en España la devoción al sagrado Corazón de Jesús, como lo atestiguan, además de innumerables hechos que registran las crónicas de esta nación, nombres tan preclarísimos en santidad y ciencia como los de Vicente Ferrer, Pedro de Alcántara, Rosa de Lima, Teresa de Jesús, María de Agreda, Juan de la Cruz, Luis de Granada, Juan de Jesús María, Bernardino de Villegas, Alfonso de Orozco, Tomás de Villanueva, Francisco Suarez, Juan Bautista Agnesio, Miguel de los Santos, y otros, y otros que por diversos medios tanta gloria han dado al sagrado Corazón y tanto han contribuido a extender su amoroso culto. Refiriéndonos tan sólo a los escritos ascéticos del P. Baltasar Álvarez de Paz, ¿quién ignora que fueron fuente de amor al Corazón de Jesús, en la que bebieron San Francisco de Sales, el P. Eudes, el P. de la Colombiere y demás grandes atletas de esta devoción en el siglo XVII?
La por mil títulos ilustre y esclarecida Compañía de Jesús, a quien por revelación expresa del sagrado Corazón hecha a la venerable Alacoque en 2 de Julio de 1689 estaban particular y eminentemente confiadas la propagación y defensa de su culto, en el solo intervalo de 1733 a 1742 llevaba fundadas en España casi doscientas congregaciones; varias de las célebres reducciones del Paraguay florecían bajo el nombre y divisa del sagrado Corazón, y los evangélicos obreros de España y Portugal, abarcando bajo Portugal, las alas de su apostólico celo más de la tercera parte del orbe, cumplían con extraordinario éxito su misión, inflamados de aquel Corazón que dijo: “Fuego (de mi amor) vine a meter en la tierra, y ¿qué más quiero sino que se abrase?”. Y debiendo allegarse a esto, como coronamiento y clave de la inmensa cúpula labrada por la devoción de los pueblos, la solidez inquebrantable de aquella Piedra de la que dijo el Salvador que “las puertas del infierno no prevalecerán jamás contra ella”, este sostén o fallo dado por la Sede Apostólica vino también solicitado en 1738 y 1745 por dos Concilios provinciales tarraconenses; por el rey D. Fernando VI en 1747, y desde 1753 a 1764 por un gran número de Prelados y Cabildos de España y sus vastas colonias ultramarinas.
Y bien se comprende que no podía ser la última ni la menos diligente en adoptar y propagar tan providencial devoción la nación católica por excelencia, honrada y favorecida en algunos de sus hijos, ya en tiempos anteriores a la venerable Alacoque, por manifestaciones especialísimas del divino Corazón.
Una de estas almas privilegiadas fue Doña Sancha Carrillo, “doncella más celestial que humana, fama y asombro de su siglo, flor de la nobleza y hermosura de Andalucía, lustre y honra de la nobilísima casa de Córdoba y Guadalcázar, y espejo clarísimo de toda virtud y santidad”. Jesucristo, a quien escogió por único esposo de su alma, la favoreció con los más preciados dones de oración, de profecía, y con otras mercedes singularísimas; mas nunca estos favores rayaron tan alto como en su lecho de muerte. En el misterio de la Cruz le fue mostrado el Corazón de su Redentor, ardiendo en llamas de amor a los hombres, tan fuertes, tan excesivas, que aún quien allí entra y las mira, no puede alcanzar cuán grandes son. Y aun para decir aquello que alcanza es muda la lengua, porque excede a todo lo que se puede pensar. Veía que no hay ojos que puedan mirar la hermosura de aquel Sol abrasado de la caridad de Jesucristo, ni entendimiento para imaginar cómo es aquel fuego tan poderoso en el alma, que salía fuera de ella y abrasaba su sacratísimo cuerpo destrozado y llagado por todas partes de puro amor, tan igual y extendido para con todos, que del centro de su regalado pecho salían vivos rayos de amor, que iban a parar a cada uno de los hombres, pasados, presentes, y por venir, ofreciendo su vida por el rescate de ellos. Se le mostró aquel amorosísimo Corazón atravesado con el cuchillo de dos filos, de ver a Dios ofendido y a los hombres perdidos por el pecado; lo que entrañablemente le lastimaba por el inestimable amor que a Dios tenía y a los hombres por Él, deseando la satisfacción de la honra divina y la redención del linaje humano, aunque fuese tan a su costa.
Ante esta visión, la santa doncella prorrumpió en amorosas imprecaciones, conjurando a todos los hombres a que acudiesen por remedio de todas sus necesidades al sacratísimo Corazón de Jesús; y con estas ansias del bien de sus hermanos y de la gloria divina, aquella alma bienaventurada, con milagrosa paz y sosiego de corazón, con gran dulzura y suavidad de espíritu, fue a unirse con su divino Esposo el 13 de Agosto de 1537, a la edad de veinticuatro años y medio, “tan bien empleados como logrados en Dios”.
Amantísima del sagrado Corazón fue también Doña Ana Ponce de León, condesa de Féria. Nació en Marchena el viernes 3 de Mayo de 1527 y falleció en el convento de Santa Clara de Montilla en 26 de Abril de 1601. Quince años, no más, contaba cuando dio su mano al conde de Féria, gran privado del emperador Carlos V. En su nuevo estado recibió muchas gracias del divino Corazón, en especial una muy singular; y fue que estando ella en muy devota oración se le apareció su Divina Majestad, y le mostró el Corazón herido, y con semblante amoroso y alegre le dijo: Que de su amor era aquella herida, y en retorno la quería toda para sí. Merced y beneficio tan soberano, que en aquel punto le pareció que se había renovado toda interiormente, y trocado como en otra mujer con tan inefable suavidad en el alma, tan humilde alegría en el corazón y un fuego tan vivo del amor divino, con un olvido tan grande de todo lo de la tierra, que ni acertaba ni se hallaba a pensar en otra cosa que en Dios, y tras Él sólo se le iba el alma y la vida.
¿Qué mucho, pues, que joven, viuda y dueña enteramente de sus acciones diese al mundo un espectáculo que no tardó en seguir la santa fundadora de las monjas de la Visitación, Juana Francisca Fremiot de Chantal? Su firme resolución de tomar el hábito y profesar en el monasterio de Santa Clara de Montilla; causó en el mundo asombro tan general, como el ejemplo de abnegación, casi coetáneo, dado por San Francisco de Borja. Este gran Santo, cada vez que pisaba el umbral de aquel monasterio, solía decir que sentía en sí un respeto y veneración más que humana por la Condesa que vivía en él.
A la Condesa de Féria y a Doña Sancha Carrillo, tan amantes y favorecidas del sagrado Corazón, no fue inferior la venerable virgen Doña Marina Escobar, natural de Valladolid. Fundadora de las Recoletas de Santa Brígida, nació esta gran Sierva de Dios en 8 de Febrero de 1554, y falleció a la edad de setenta y tres años. Suyo es el relato de la revelación siguiente: “Y estando diciendo estas y otras cosas fervorosas, vi que Cristo nuestro Señor abrió su sagrado pecho y me mostró su santísimo Corazón, encendido y hecho un fuego de amor a sus criaturas, con una luz muy clara para que viese allí el amor con que nos amó y nos ama. Como si dijera: ¡Mira! este amor y este Corazón tengo para con vosotros! Y luego me comunicó una centellica de aquel amor suyo, con la cual encendió mi alma, mucho más de lo que estaba, en su divino amor; y quedé con mayor luz y claridad de la persona de Cristo nuestro Señor. Y así le decía: Señor mío, quien no te conoce, no conoce cosa buena. Porque la experiencia me enseña que este Señor es gran maestro, muy sabio y poderoso, que sabe y puede de los males sacar bienes, de las tinieblas luz; y que es muy largo y magnífico en cumplir sus promesas, pues habiendo dicho que a medida de los desconsuelos serán los consuelos, veo yo ser mucho mayores los consuelos y bienes que me ha comunicado, que no la tribulación y pena en que me permitió que hubiese estado”.
Para dirigir almas tan adictas a su amorosísimos Corazón, como fueron la venerable Marina Escobar, la Condesa de Féria y Doña Sancha Carrillo, escogió el Señor a tres grandes maestros de espíritu, el P. Juan de Ávila, Fr. Luis de Granada y el P. Luis de la Puente, a quienes tan gran parte cupo en el fomento de la piedad española y aún europea, y en cuyas obras se encierran ricos tesoros de profunda sabiduría y divinal aliento sobre la naturaleza, utilidad y excelencia del culto que debemos al sagrado Corazón.
No terminaron aquí tan soberanas manifestaciones de su amor a esta tierra clásica del Catolicismo. Una vez más había de cumplirse, pero de un modo extraordinario, la revelación de Nuestro Señor a la beata Margarita María, de que había elegido especialmente a la Compañía de Jesús como propio instrumento para la propagación del culto y amor a su Corazón divino.
A mediados del siglo XVIII vivía en el colegio de San Ambrosio de Valladolid un joven de alma angelical, que por sus virtudes era considerado como un vivo retrato de San Luis Gonzaga. Su amor a Dios era verdaderamente seráfico; su oración elevadísima hasta la contemplación más sublime; su obediencia, ciega; su humildad, profunda; su paciencia, invicta; ardientes sus ansias de padecimientos y trabajos; en una palabra, su vida era uno de aquellos prodigios que la divina gracia produce de vez en cuando en el mundo para alumbrarle y encenderle.
Tal era el V. P. Bernardo de Hoyos, de la Compañía de Jesús. En la tarde del 3 de Mayo de 1733 fue cuando empezó a conocer la devoción al Sagrado Corazón. Había tomado el libro De cultu Cordis Jesu, cuando a los pocos instantes de lectura “sentí en mi espíritu -escribe el mismo Bernardo- un movimiento extraordinario, fuerte, suave, y nada arrebatado ni impetuoso, con el cual me fui al instante delante del Santísimo Sacramento a ofrecerme al Corazón de Jesús para cooperar cuanto pudiese, a lo menos con la oración, a la extensión de su culto”. Al día siguiente, adorando la sagrada Hostia en el santo sacrificio de la misa, oyó una voz interior, clara y distinta, que le dijo: “Quiero extender por tu medio el culto de mi Corazón sacrosanto, para comunicar a muchos mis dones por medio de mi Corazón”. Al día inmediato le hizo Jesús en la oración un favor semejante al que comunicó a la bienaventurada Alacoque, mostrándole su Corazón abrasado en llamas de amor divino, y condoliéndose de lo poco que los hombres le amaban. Renovó el Señor la elección que había hecho de él para extender el culto de su Corazón, y le mandó que comunicase este designio con sus superiores, y que procediendo con prudencia santa y amante celo, lo remitiese todo a su Divina Providencia.
En el domingo inmediato a la fiesta de San Miguel, sintió presente, como solía, después de haber comulgado, a este celestial Príncipe, que le confirmó las promesas que le había hecho el Señor, y le ofreció su asistencia en las dificultades que se opondrían a la extensión del culto del Corazón de Jesús. “Después se me mostró -dice el Padre Bernardo en una de sus cartas- por una admirable visión imaginaria, el divino Corazón de Jesús arrojando llamas de amor, de suerte que parecía un incendio de fuego abrasador de otra especie que este material”. Para encender más el Señor a su Siervo en los deseos de propagar el culto del divino Corazón, introdujo y en cierto modo encerró el corazón de Bernardo en su deífico Corazón, mostrándole los tesoros y riquezas depositadas en aquel Sagrario de la Santísima Trinidad, y el ardiente deseo que tenia de comunicarse a los hombres luces, gozos y delicias. Se repitió la misma visión el día de la Ascensión gloriosa del Señor a los Cielos, viendo distintamente la herida de la lanza, la cruz en la parte superior, y la corona de espinas con que estaba rodeado el sagrado Corazón, convidando a su Siervo el amantísimo Jesús a que entrara dentro de Él. Lo hizo así con humildad profunda, y, anegado en celestiales gozos, pedía a la Santísima Trinidad la fiesta del Corazón de Jesús, especialmente para España. Oyó al instante una voz que le dijo: “Reinará en España, y con mayor veneración que en otras partes”.
“El día de Todos los Santos -escribe el P. Hoyos en otra carta- me sentía por un modo singular junto al Corazón de Jesús y como recostado a la puerta de la herida. Se encendió mi espíritu en un fuego manso, pero tan ardiente, que pereciera entre sus llamas si el Señor no me fortaleciera; y quedando toda el alma en aquel paso de sepultura interior, se explicaba con el Eterno Padre en un lenguaje de fuego, presentándole el Corazón soberano de su Unigénito, y pidiendo con las mayores veras concediese ya a su Iglesia este favor, que en ella se solemnizase públicamente el culto de este Corazón divino. A este tiempo se me mostró por visión intelectual cómo todos los Bienaventurados se admiraban, gozaban y complacían en las excelencias de este cielo animado, el Corazón de Jesús, de suerte, que después de la visión beatífica no había en la Gloria cosa que más arrebatase los afectos que este Corazón divino, ni les comunicase mayor gloria accidental que su presencia. Entendí también que toda la celestial Corte, postrada ante el Trono de la Santísima Trinidad, pedía lo mismo que yo suplicaba, diciendo que ya era tiempo se descubriesen a la Esposa las riquezas y finezas de su divino Esposo. Aquí, por un modo muy alto, conocí que el Padre Eterno expedía el decreto en que se condescendía con los deseos de toda aquella soberana Corte”.
Con tan extraordinarios favores se abrasaba el corazón del Padre Hoyos en el amor más ardiente al de Jesús, y deseaba abrasar todo el mundo en los mismos sagrados ardores. Para conseguirlo no perdonó piedra por mover: y cuando a los dos años y medio de haber recibido del cielo el encargo de propagar en España el culto del sagrado Corazón, falleció víctima del fuego del divino amor que le consumía, esta devoción había hecho tan rápidos progresos, que no quedaba provincia, reino, ni ciudad de esta nación que no la hubiese recibido con empeño. Pidamos a Jesús que reine siempre en España y haga de nuestra patria la hija predilecta de su Corazón; que destierre de su seno la impiedad, la blasfemia, el libertinaje y la indiferencia; que consolide y vivifique aquella fe ardiente, generosa y fecunda que le mereció el glorioso título de Católica. Y pues el Señor ha prometido derramar con abundancia sus bendiciones sobre aquellos que honrarían su Corazón adorable, tengamos firme esperanza en el feliz porvenir de nuestra patria, que tanto se esmera en practicar y propagar la devoción y el culto al sagrado Corazón de Jesús.
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