viernes, 10 de enero de 2025

LOS JESUITAS (38)

Los Jesuitas son en la Iglesia, lo que en un ejército son las tropas selectas. 

Por Monseñor De Segur (1862)


Bien lo saben los protestantes y los impíos, y por eso los detestan con todo su corazón y con toda su alma, calumniándolos con todas sus fuerzas.

Calvino veía a los Padres de la Compañía de Jesús como a sus más temibles adversarios, por lo cual decía que era necesario deshacerse de ellos. “Es necesario matarlos, escribía el heresiarca desvergonzadamente; y si esto no se puede hacer cómodamente, entonces es preciso lanzarlos, o por lo menos oprimirlos bajo el peso de nuestras mentiras y calumnias”. Jesuitae vero qui se maxime nobis opponunt, aut necandi, aut si hoc commode fieri non potest, ejiciendi, aut certe mendaciis et calumniis opprimendi sunt.

Los hijos de Calvino y más tarde los de Voltaire, han recogido con edificante fidelidad esa doctrina, y la han puesto tan bien en práctica, han mentido tanto y han calumniado tan impudentemente a los Jesuitas, que han llegado a hacer creer a muchas gentes, que estos santos sacerdotes, no son más que impostores, hipócritas, pícaros, conspiradores, traidores, oscurantistas, asesinos y hombres perversos y peligrosos.

¿Hay necesidad de decir que los Jesuitas no son nada de eso? Ellos son unos religiosos graves y admirables, que arden en celo por la gloria de Dios y el bien de las almas, infatigables en el servicio de la Iglesia, siempre prontos para ocuparse en todas las buenas obras. Los Jesuitas son en la Iglesia, lo que en un ejército son las tropas selectas. Bien lo saben los protestantes y los impíos, pues por eso cabalmente los detestan con todo su corazón y con toda su alma, calumniándolos con todas sus fuerzas, desde hace tres siglos a esta parte. Yo pudiera citar en favor de la Compañía de Jesús una multitud de testimonios, dados por protestantes no sospechosos; pero me contentaré con uno solo, por ser tan gracioso como concluyente. Es la respuesta que Enrique IV, Rey de Francia, dio al Parlamento y a la Universidad de Paris, que en noviembre de 1603, había acusado ante su majestad a los padres Jesuitas, de todos los crímenes que siempre les han atribuido imperturbablemente sus enemigos:

“Os agradezco -dijo el Rey- con su buen sentido y satírico talento, os agradezco el cuidado que tenéis por nuestra persona y Estado. Decís que la Sorbona ha condenado a los Jesuitas, pero eso fue antes de conocerlos; y si la antigua Sorbona no los quería por envidia, la nueva estudia con ellos y se felicita por ello.

Decís que en vuestro Parlamento los más doctos no han aprendido con estos Padres. Si los más doctos son los más viejos, el hecho es cierto, porque hicieron sus estudios antes que los Jesuitas fuesen conocidos en Francia. Pero si entre vosotros se aprende mejor que en otra parte ¿por qué sucede que por la ausencia de los Jesuitas, vuestra Universidad ha quedado desierta; y que a esos padres se les va a buscar, no obstante todos vuestros decretos, ya en Douai, ya en Port-a-Mouson, ya fuera del Reino?

Añadís que los Jesuitas se atraen a los niños de talento, escogiendo para su Compañía los mejores; pero eso es cabalmente lo que me hace estimarlos. Pues que ¿no se escogen los mejores soldados para la guerra?

Decís que ellos se introducen como pueden. También otros lo hacen, y yo mismo he entrado como he podido en mi reino; pero es necesario confesar que su paciencia es grande y yo la admiro, porque con paciencia y buena vida ellos llevan al cabo todas las cosas.

Decís que son muy observantes de su instituto; pues eso los mantendrá. Por eso no he querido yo cambiar ninguna de sus reglas, sino más bien conservarlas.

En cuanto a los eclesiásticos que no los quieren, siempre ha sucedido que la ignorancia ve de reojo a la ciencia; y yo he conocido, cuando se ha tratado de restablecer a los Jesuitas, que dos clases de personas se oponían a ello particularmente: los de la pretendida religión reformada, protestantes, y los eclesiásticos de mala vida. Y eso hace que yo estime más a los Jesuitas”. Hasta aquí Enrique IV.

Los Jesuitas han sido calumniados y perseguidos y lo serán hasta el fin, porque su santo fundador ha pedido para ellos al morir, aquella corona que el Señor prometió como la octava Bienaventuranza, en el sermón del monte: “Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados seréis cuando los hombres os odien y persigan, diciendo con mentira toda clase de mal contra vosotros y rechazando vuestro nombre como malo, por mi causa y la del Evangelio. Alegraos y glorificaos en ese día, porque vuestra recompensa es grande en el cielo”.

He aquí la historia de los Jesuitas, escrita anticipadamente. El odio especial que les tienen los impíos y los herejes, es su más magnífico elogio.

Continúa...

Tomado del libro “Conversaciones sobre el protestantismo actual”, impreso en 1862.




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