jueves, 23 de enero de 2025

CÓMO LA TRADICIÓN TRANSMITE EL DON DEL AMOR A TRAVÉS DE LAS GENERACIONES

En una época dominada por el individualismo, la Tradición centra nuestra atención en el exterior, arraigándonos en una historia compartida y una responsabilidad colectiva.

Por Daniel Esparza


La palabra “tradición” proviene del latín tradere, que significa “transmitir” o “entregar”. Evoca la imagen de transmitir algo valioso (conocimiento, cultura y fe) de una generación a la siguiente. La tradición es un conjunto de costumbres o rituales, pero también es un acto profundo de comunión que nos vincula con el pasado, nos arraiga en el presente y nos prepara para el futuro.

La tradición nos recuerda que el mundo en el que vivimos no se construyó de manera aislada, sino que fue creado por innumerables manos y mentes, muchas de las cuales nunca conoceremos. Las casas en las que vivimos, los caminos que recorremos y las oraciones que decimos son regalos que hemos recibido de otros: evidencia de sus vidas, esperanzas y sabiduría. Este patrimonio no es nuestro para que lo acaparemos o lo despreciemos; es una responsabilidad compartida.

Como enseña el Catecismo de la Iglesia Católica, “la Tradición se distingue de las diversas tradiciones teológicas, disciplinares, litúrgicas o devocionales, nacidas a lo largo del tiempo en las Iglesias locales. Éstas son las formas particulares, adaptadas a los diversos lugares y tiempos, en las que se expresa la gran Tradición” (CIC 83).

Esto subraya la naturaleza dinámica de la tradición: si bien sus verdades fundamentales permanecen inmutables, sus expresiones se adaptan para satisfacer las necesidades de cada época.

Fomentando una vida compartida

Más que la continuidad, la tradición fomenta la convivencia, una vida compartida que trasciende las fronteras entre los vivos y los muertos. Cuando nos relacionamos con la tradición, participamos en un diálogo con quienes nos precedieron y con quienes nos seguirán. Experimentamos esto vívidamente en la Eucaristía, donde los fieles de todo el tiempo y el espacio se unen en Cristo. De manera similar, las tradiciones culturales y familiares nos recuerdan que nuestras vidas no están aisladas, sino que son parte de una historia mucho más grande.

Esta perspectiva redefine nuestra manera de entender la comunidad. En una era dominada por el individualismo, la tradición nos lleva a mirar hacia afuera, asentándonos en una historia compartida y una responsabilidad colectiva. Nos invita a cuidar lo que nos ha sido dado, no como guardianes de museos que preservan reliquias, sino como administradores que nutren y mejoran estos dones para las generaciones futuras. GK Chesterton captó esto muy bien al describir la tradición como “la democracia de los muertos”, una forma de dar voz a nuestros antepasados ​​para dar forma al presente.

Preservar la tradición no significa resistirse al cambio, sino transformar lo que hemos heredado con cuidado e integridad, asegurando que sus valores perduren y al mismo tiempo abordando las realidades contemporáneas. En este sentido, la tradición es a la vez un don y una tarea. Exige humildad para reconocer que somos parte de algo más grande que nosotros mismos y coraje para discernir cuándo es necesaria una transformación.

La tradición es una cadena viva que nos conecta con quienes nos precedieron, entre nosotros, con quienes vendrán después de nosotros y, en última instancia, con Dios. Nos recuerda que pertenecemos a una comunidad mucho más grande que nosotros mismos, una que abarca generaciones y apunta hacia la eternidad. Al acoger, preservar y enriquecer lo que hemos recibido, afirmamos que el mundo no es solo nuestro; es un regalo destinado a ser compartido y transmitido.


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