martes, 31 de diciembre de 2024

EL SAGRADO CORAZON DE JESUS (7)

Que la revelación del Sagrado Corazón hecha en el siglo XVII no era cosa inaudita en la Iglesia.

Por Monseñor de Segur


Los jansenistas acusaban de “novedad”, de “cosa nunca oída”, el culto del sagrado Corazón. Craso error.

Como ya hemos dicho, cuatro siglos antes de las revelaciones de Jesucristo a la venerable Alacoque, Santa Gertrudis había recibido de Nuestro Señor, acerca del sagrado Corazón, revelaciones no menos espléndidas que las de Paray-leMonial. Jesús mismo le ordenó que las pusiese por escrito. “No saldrás de este mundo -le dijo un día en que su humildad la hacía vacilar- no saldrás de este mundo hasta que no hayas acabado de escribir. Quiero que tus escritos sean para los últimos tiempos una prenda de mi divina bondad. Por medio de ellos haré gran bien en muchas almas. Mientras escribieres, tendré tu corazón junto al mío, y verteré en él gota a gota lo que debas decir”. Y el admirable libro de Santa Gertrudis la ha constituido en muy íntima evangelista del sagrado Corazón de Jesús.

Tenía la Santa particularísima devoción al apóstol San Juan, y asistiendo a Maitines un día de su fiesta, se le apareció el Discípulo amado de Jesús, rodeado de una gloria incomparable. “Amorosísimo Señor mío -dijo Santa Gertrudis a Jesucristo- ¿de dónde a mí, criatura indigna, que me presentéis vuestro más amado Discípulo?” 

“Quiero - respondió Jesús- establecer entre él y ti una íntima amistad; en adelante será en el cielo tu protector fiel”. San Juan entonces, dirigiéndose a Gertrudis, le dijo: “Ven, esposa de mi Maestro; reclinemos juntos nuestra cabeza sobre el dulcísimo pecho del Señor, donde están encerrados todos los tesoros de la bienaventuranza”. Y habiendo Santa Gertrudis reclinado su cabeza sobre el costado derecho del Salvador, mientras San Juan apoyaba la suya sobre el izquierdo, prosiguió el Discípulo amado: “Aquí está el Santo de los Santos, al cual son atraídos como a su centro todos los bienes del cielo y de la tierra”.

Los latidos del Corazón de Jesús arrebataban el alma de Gertrudis. “Muy amado del Señor -preguntó a San Juan- estos latidos armoniosos que regocijan mi alma, ¿regocijaron también la vuestra cuando reposasteis en la última Cena sobre el pecho del Salvador?” “Sí - respondió el Apóstol- sí; los sentí, y su suavidad penetró hasta el fondo de mi alma”. “¿Cómo, pues, apenas dejasteis entrever en vuestro Evangelio los amorosos arcanos del Corazón de Jesucristo?” “Mi ministerio en los primeros tiempos de la Iglesia debía limitarse a decir sobre el Verbo increado, Hijo eterno del Padre, algunas palabras fecundas que la inteligencia de los hombres pudiese meditar siempre, sin que sus riquezas se agotasen jamás; pero estaba reservado a los últimos tiempos la gracia de escuchar la voz elocuente de los latidos del Corazón de Jesús. A esta voz el mundo envejecido se rejuvenecerá, saldrá de su entorpecimiento, y le inflamará una vez más el fuego del amor divino”.

En otro pasaje de su libro, Santa Gertrudis nos hace oír como un eco de estos celestes latidos del Corazón de Jesucristo. La Santa veía cómo sus Hermanas se apresuraban a ir a la iglesia para asistir al sermón, mientras la enfermedad la retenía a ella en la celda. “¡Ah, mi amadísimo Señor! dijo suspirando, ¡cuán gustosa iría al sermón, si la enfermedad no me lo impidiese!” “¿Quieres, amada mía, que te predique yo mismo?” le contestó al momento Nuestro Señor. “Con toda mi alma”, respondió sencillamente Gertrudis. Entonces Jesús inclinó hacia su sagrado Corazón el alma de Gertrudis, que distinguió en él dos latidos muy dulces al oído: “Uno de estos latidos -le dijo Jesús- obra la salvación de los pecadores; el otro la santificación de los justos. El primero habla sin cesar a mi Padre, para apaciguar su justicia y atraer su misericordia. Por este mismo latido hablo a todos los Santos, excusando ante ellos a los pecadores con la indulgencia y el celo de un buen hermano, e instándoles a interceder por ellos. Este mismo latido es el incesante llamamiento que dirijo misericordiosamente a los mismos pecadores con un indecible deseo de verles volver a mí, que no me canso de esperarles”.

“Por el segundo latido, no ceso de manifestar a mi Padre cuánto me felicito por haber dado mi sangre para rescatar a tantos justos, en cuyos corazones gusto delicias sin cuento. Invito a la Corte celestial a admirar conmigo la vida de esas almas perfectas, y a dar gracias a Dios por todos los bienes que les ha dado, ya, o que les prepara. Finalmente, este latido de mi Corazón es el trato habitual y familiar que tengo con los justos, ya para testificarles deliciosamente mi amor, ya para reprenderles por sus faltas y hacerles progresar de día en día y de hora en hora”.

“Así como ninguna ocupación exterior, ni distracción alguna de la vista ni del oído interrumpen los latidos del corazón humano; así tampoco el gobierno providencial del universo podrá hasta el fin de los siglos detener, interrumpir o retardar un instante estos dos latidos de mi Corazón”.

Otro día, teniendo su Corazón en las manos, Jesús lo presentó a Santa Gertrudis, y le dijo: “¡Mira mi dulcísimo Corazón, armonioso instrumento cuyos acordes embelesan a la Santísima Trinidad! Yo te lo doy, y estará a tus órdenes como un servidor fiel y solicito para suplir tus ineptitudes. Haz según mi Corazón te dictare, y tus obras encantarán la mirada y el oído de Dios”.

De este modo Gertrudis vivió, hasta su último suspiro, una vida de amor, de ternura, de sacrificios en el sagrado Corazón de su Dios. En su agonía, el 17 de Noviembre de 1292, la Hermana a quien, la Santa Abadesa había dictado su libro, vio cómo Nuestro Señor se acercaba a la moribunda, con el rostro radiante de alegría, teniendo a su derecha la beatísima Virgen María, y a su izquierda el Discípulo amado, San Juan. En derredor de ellos se agrupaba una multitud de Ángeles, Vírgenes y Santos.

Junto al lecho de la Santa moribunda, leían el Evangelio de la Pasión; y al llegar a éstas palabras: “E inclinando la cabeza, entregó su espíritu”. Jesús se inclinó hacia Gertrudis, entreabrió con ambas manos su propio Corazón, y derramó sus llamas en aquella alma bienaventurada.

Momentos antes de expirar, Jesús le dijo con amor: “Al fin ha llegado el momento de dar a tu alma el ósculo que debe unirla conmigo; ¡al fin mi Corazón podrá presentarte a mi Padre celestial!”

Y al punto el alma bienaventurada de Gertrudis, rompiendo el lazo que la unía a su cuerpo, se elevó resplandeciente hacia Jesús y penetró en el santuario de su dulcísimo Corazón.

Este mismo misterio de amor, de misericordia y de santificación era el que Jesús debía revelar cuatrocientos años más tarde para ser en los últimos tiempos la prenda de su divina bondad. Adorémosle y bendigámosle con todo nuestro corazón; elevemos a Él nuestro espíritu, y digámosle con Santa Gertrudis: “Aquí me tenéis cerca de Vos, oh Dios mío, que sois un fuego consumidor; haced que por la fuerza, por la violencia, por la abundancia de vuestro ardor me abrase la llama de vuestro amor, y que, no siendo más que un grano de polvo, se sienta mi alma completamente devorada, consumida y perdida en Vos. Dadme, Señor mío Jesucristo, la gracia de amaros con todo mi corazón, de unirme a Vos con toda mi alma, de emplearme en vuestro amor y en vuestro servicio con todas mis fuerzas, de vivir según vuestro Corazón; y haced que en la hora de mi muerte, dándome Vos mismo las disposiciones necesarias, pueda entrar sin mancha en vuestro nupcial festín”.

“¡Oh amor de Jesús! absorbedme a la manera que la plenitud de una mar profunda absorbe una pequeña gota de agua. Otorgadme la gracia de abandonarme a Vos y de confundirme con Vos de tal manera, que jamás vuelva a encontrarme sino en Vos, ¡oh Jesús, mi dulce amor, bien de mi vida! Así sea”.

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