Por Mons. Charles Chaput
En su mensaje de Navidad de 1944 -difundido cuando la Segunda Guerra Mundial entraba en sus terribles meses finales en Europa- el Papa Pío XII pronunció estas palabras:
La Iglesia tiene la misión de anunciar al mundo... el mensaje más elevado y más necesario que pueda existir: la dignidad del hombre, la llamada a ser hijos de Dios. Es el grito poderoso que, desde el pesebre de Belén hasta los confines más lejanos de la tierra, resuena en los oídos de los hombres en un momento en que esa dignidad está trágicamente rebajada.Hoy, exactamente 80 años después, el mundo es infinitamente diferente e implacablemente igual. Diferente en sus maravillas de medicina, tecnología y ciencia. Diferente en la liberación de muchos millones de personas de la enfermedad, el analfabetismo y la pobreza. Pero igual en los millones más de personas sin hogar, o perseguidas, o refugiadas, o encerradas en la pobreza, o asesinadas casualmente a escala industrial por el aborto y la guerra. Los tiempos y las circunstancias cambian. La naturaleza humana no. El mundo sigue necesitando -necesitando urgentemente- “el nacimiento del Salvador” y “la cura de sus heridas en la paz de Cristo”.
La santa historia de la Navidad proclama esta dignidad inviolable del hombre con un vigor y una autoridad indiscutibles, que trascienden infinitamente todas las posibles declaraciones de los derechos del hombre.
La Navidad, la gran fiesta del Hijo de Dios aparecido en carne humana, la fiesta en la que el cielo se abaja a la tierra con gracia y benevolencia inefables, es también el día en que el cristianismo y los hombres, ante el pesebre, contemplando “la bondad y la benignidad de Dios nuestro Salvador”, toman conciencia más profunda de la íntima unidad que Dios ha establecido entre ellos.
El nacimiento del Salvador del mundo, del Restaurador de la dignidad humana en toda su plenitud, es el momento caracterizado por la alianza de todos los hombres de buena voluntad. Allí, al pobre mundo, desgarrado por la discordia, dividido por el egoísmo, envenenado por el odio, se le devolverá el amor y se le permitirá marchar en cordial armonía, hacia la meta común, para encontrar al fin la cura de sus heridas en la paz de Cristo.
Los cristianos, es decir, los seguidores de Jesucristo, celebramos el 25 de diciembre no como una fiesta profana más, sino como el cumpleaños del Salvador de la humanidad; el Restaurador del que habló Pío XII. Es el cumpleaños, en palabras de San León Magno, de la vida misma.
Vivimos un tiempo especial, un tiempo santo, en la época navideña, y tiene muy poco que ver con las ventas navideñas. Compartir los regalos con los amigos y la familia es una tradición maravillosa que brota con ilusión de nuestros corazones. Pero el ruido y la distracción de las meras cosas nunca deben ahogar la voz tranquila del amor de Dios hecho carne en el nacimiento de Jesús. Belén, para cada uno de nosotros individualmente y para el mundo en su conjunto, es el comienzo de algo totalmente nuevo y absolutamente hermoso, si pedimos a Dios la pureza de alma para poseerlo.
Para María, no había nada dulce ni fácil en estar embarazada cuando nunca había tenido relaciones íntimas con José. Tampoco la historia de María habría sido fácil para su prometido. Por grande que fuera su fe, por bueno que fuera su corazón, José probablemente seguía luchando con tentaciones muy humanas de dudar. De hecho, el cristianismo oriental capta poderosamente la confusión de José en muchos de sus iconos de la Natividad. Los iconos suelen mostrar a José apartado de la escena del pesebre, de espaldas a la madre y al niño, sumido en sus pensamientos.
Sin embargo, la realidad es ésta: Dios nos amó lo suficiente como para enviarnos -a través de la fe de María y José- a su Hijo único. Nos amó lo suficiente como para asumir nuestra pobreza, nuestras indignidades y temores, nuestras esperanzas, alegrías, sufrimientos y fracasos, y para hablarnos como uno de nosotros. Se hizo hombre para mostrar a los hombres cuánto los ama Dios. Para eso nació. Para eso vivió. Para eso murió y resucitó.
Jesús es Emmanuel, que significa “Dios está con nosotros”. Jesús es Yeshua, que significa “Dios salva”. Cuando Jesús proclama más tarde en su ministerio público que “Yo soy el camino, la verdad y la vida”, no hace más que reafirmar el milagro que comienza en Belén. Nuestro redentor nace en un establo; nace para liberarnos del pecado y devolvernos la vida eterna. Este fue el significado del nacimiento en aquella primera Navidad.
Nunca es demasiado tarde para invitar a Jesús a nuestras vidas. Este mundo cansado y complicado nunca lo ha necesitado tanto. Que Dios nos conceda a todos el don de acoger al Niño Jesús en nuestros corazones. Que nos bendiga abundantemente esta Navidad. Y que nos guíe con su amor a lo largo del próximo año.
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