domingo, 8 de diciembre de 2024

LA DEUDA DE LA IGLESIA CON EL INMACULADO CORAZÓN DE MARÍA

Aunque la Santísima Virgen María parece estar en un segundo plano en la narración del Nuevo Testamento, su influencia impregna silenciosamente los acontecimientos.

Por el padre Henry James Coleridge SJ (1887)


En el último Evangelio, escrito por el discípulo a quien Nuestro Señor amaba y a quien encomendó a su Madre desde la cruz, encontramos, no tanto nuevos detalles que nadie más que la Santísima Virgen podría haber comunicado, sino, en primer lugar, el aliento de un espíritu de cercanía con Nuestro Señor en todo momento, que es característico de Ella.

Y en segundo lugar, [encontramos] los dos grandes misterios, como deberían llamarse, que revelan especialmente su poder en el Reino de su Hijo, a saber, el comienzo de los “signos” en su oración en las bodas de Caná, y su presencia junto a la Cruz mientras nuestro Señor colgaba de ella hasta su muerte.

Sobre todo en el segundo se funda la gran posición de la Virgen como Madre de la Iglesia.

Cuando San Juan escribió su Evangelio, hacía tiempo que había desaparecido de la tierra, y él había visto entonces la visión apocalíptica de la mujer vestida del sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza.

María no es mencionada en este Evangelio más que en estas dos ocasiones, los dos misterios que, por decirlo así, unen la apertura de la historia con el final, mientras que las palabras y los hechos sublimes con los que se llena el intervalo son justamente los relacionados con las grandes verdades sacramentales en las que su corazón amaba detenerse.

La Pasión y el Corazón Inmaculado

Hay otro tema, que ocupa un espacio muy amplio en cada uno de los cuatro Evangelios, en el que es bastante seguro que la Santísima Virgen era la máxima autoridad, y en cuya prominencia en las narraciones podemos rastrear su mano guiadora.

Este tema es, por supuesto, la Pasión.

El único Apóstol, además de San Pedro, que presenció algo de lo que ocurrió en las casas de Anás y Caifás, debió de ser San Juan. Es dudoso que presenciara lo que pasó ante Pilato y Herodes, o la flagelación y la coronación de espinas, y todo lo que siguió.

Pero es cierto que la Santísima Virgen conocía los detalles de la Pasión mejor que nadie, que los presenció ella misma o los conoció por aquel don especial que le permitía hacer compañía al Sagrado Corazón de Nuestro Señor en todos sus sufrimientos, que desde entonces los hizo siempre objeto continuo de meditación y oración, honrando cada palabra, acto, herida e insulto hacia nuestro Señor con una devoción particular, porque en verdad, la Pasión fue su ocupación constante y absorbente, salvo que su recuerdo de ella no le impedía atender a las muchas llamadas que se hacían a su caridad y su prudencia.

Por lo tanto, podemos suponer que, aunque no seamos capaces de rastrear su influencia en puntos concretos, nuestra deuda con ella en la historia de la Pasión es enorme.

Y puede añadirse que es probable que debamos a su fiel memoria y a su hábito de tierna devoción las tradiciones relativas a los Santos Lugares, el Camino de la Cautividad, el Vía Crucis y otros, así como el comienzo de la veneración de las reliquias de la Pasión.

Nuestra deuda con Nuestra Señora

De estas y de otras mil maneras, los hijos de la Iglesia de Nuestro Señor pueden ver cuál es una parte de su deuda con Su Santísima Madre, durante los años en que quedó en la tierra exiliada del Cielo, por amor a esa Iglesia que Él tanto amó.

Ella fue la primera en practicar esa vida de retiro y oración por las necesidades del mundo, que es el gran apoyo terrenal del Reino de Dios, y que ahora se lleva a cabo en cientos de hogares de clausura, cuyas internas se deleitan sobre todas las cosas considerándose sus hijas.

Ella encendió en los peores días del mundo el faro glorioso de la vida virginal, cuyos rayos iluminan a toda la cristiandad, y que ha elevado el matrimonio a un nivel más alto del que podría haber alcanzado, si no hubiera tenido a su lado este testimonio de algo más alto y más celestial.

Sus oraciones y sus consejos fueron de incalculable ayuda para San Pedro y los otros Doce, y ayudaron a traer a su lado, como un trabajador más fructífero que ninguno, al gran Apóstol del mundo gentil, el gran trofeo de la oración de San Esteban, que también era su hijo amado.

Su corazón de madre acogió a todo el rebaño de los paganos convertidos, como había cantado en su Magnificat las promesas a Abraham de que en su descendencia serían benditas todas las naciones de la tierra.

Dondequiera que en el Viejo o en el Nuevo Mundo haya hijos de la Iglesia, allí están los frutos de las oraciones maternales de María para la aplicación de los méritos de su Hijo. Los siglos que estaban por venir, mientras ella permaneció en la tierra, estaban en su corazón, como las generaciones que aún no han nacido están ahora en su corazón.

Ella ha tenido una parte en asegurarnos a nosotros, que vivimos tanto tiempo después de su tiempo, y muchos de los cuales han nacido fuera de los límites de la Iglesia, las bendiciones de la enseñanza Apostólica, y de la Unidad Católica, en la cual nuestras almas han sido guardadas o hacia la cual han sido guiadas. Cuando contemplamos la Sagrada Pasión, cuando leemos las palabras y acciones de nuestro Divino Señor, ella ha estado ante nosotros en nuestra devoción y nuestro estudio, y las mismas palabras en que los incidentes han llegado hasta nosotros pueden provenir casi inmediatamente de ella.

Ella fue la primera devota adoradora del Crucifijo, la primera comulgante amorosa y reverente, la primera en asistir piadosamente a la ofrenda del Adorable Sacrificio, la primera Adoradora del Santísimo Sacramento.

Y en ese privilegio particular y especial que consiste en llevar la cruz del dolor en pos de nuestro Señor, le acompañó fielmente mientras duró su vida, y, como hemos visto, tuvo que llevar su propia y única cruz por el bien de sus hijos, que asumió con valentía y abnegación tan maravillosas durante los quince años en los que se ha centrado nuestro pensamiento.

¡Que ella nos conceda la gracia de conocer el don que Dios nos ha dado en Ella, y de usar este inestimable tesoro como Él quiere que lo usemos!



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