domingo, 15 de diciembre de 2024

CARISMÁTICOS, DEMONIOS Y MODERNISTAS

Compartimos una interesante descripción y comparación de los movimientos carismáticos francés y americano

Por Atila Sinke Guimarães


El movimiento pentecostal francés a principios de los años 90

Sólo una vez tuve la oportunidad de verlo superficialmente. Fue en el invierno de 1991-1992, durante un descanso de dos meses en París, después de haber terminado de escribir mi colección sobre el Concilio. Aproveché ese tiempo para visitar el centro carismático de allí, que estaba situado en el centro de París, en la iglesia de San Gervais, a una manzana del Hotel de Ville [Centro Cívico]. Su centro se centraba en la liturgia, intentando presentar la “nueva misa” y las reformas del Vaticano II desde una perspectiva “conservadora”. Contaban con el firme apoyo del cardenal Lustiger, arzobispo de París, que en aquella época desempeñaba el papel de seductor de la derecha católica francesa hacia su rincón. Como nunca me he tragado el “conservadurismo” de Lustiger, era inmune a su contagio.

El grupo de St. Gervais se llamaba “La Comunidad de Jerusalén”. Era el bloque principal de innumerables unidades pentecostales repartidas por toda Francia, a las que se les decía que se presentaran fragmentadas y no como un conjunto. Visité Saint-Gervais, hablé con un monje y con la señora que regentaba la librería, y compré una docena de libros, folletos y varias cintas para estudiarlas más tarde. He escuchado las cintas, pero nunca he tenido tiempo de leer los libros. En París, este grupo tenía un monasterio (hombres y mujeres vivían bajo el mismo techo), y también tenía una granja en otro lugar de Francia.

Después de enterarme de que el servicio principal de “La Comunidad de Jerusalén” era el jueves por la tarde a las 17:30, decidí asistir. El interior de la iglesia de St. Gervais es gótico, cubierto de sombras, elevado y vasto. El altar de mármol blanco -de estilo barroco francés-, las enormes lámparas de araña doradas y los exquisitos herrajes de las rejas de la sacristía conservaban el tono rico y prestigioso de la época anterior al Vaticano II. El coro del presbiterio, sin embargo, estaba vacío de bancos y sin barandilla que lo separara de los fieles. En la nave central no había bancos ni sillas, sólo una moqueta maciza y muy gastada de color ocre que cubría el suelo desde el altar hasta la puerta de entrada, y desde la nave izquierda hasta la derecha. Entre las 200 personas que había allí el jueves por la tarde, yo estaba presente, sentado incómodamente en esa alfombra.


A las 17:30 horas, 30 monjes y 30 monjas se dirigieron en procesión desde la sacristía hasta el presbiterio, todos caminando lentamente sin velas ni luz en el ambiente sombrío de la iglesia en aquella lluviosa tarde de invierno. Tanto los hombres como las mujeres vestían mantos blancos que llegaban hasta el suelo. Bajo los mantos, los hombres llevaban hábitos negros, y las mujeres, azules desteñidos. La cabeza de cada mujer estaba cubierta por un paño suelto al estilo budista de Teresa de Calcuta, que sustituía al tradicional velo religioso. Todas llevaban sandalias. Se colocaron en filas a ambos lados del coro del presbiterio y, frente a frente, se sentaron sobre sus talones. Hasta las 6 permanecieron allí inmóviles y en silencio.

Entonces, unas luces rompieron la oscuridad y una insegura voz masculina comenzó a entonar una salmodia gregoriana. Los coros masculino y femenino se alternaban, y la mayoría de los solos los cantaban las mujeres en un tono mucho más afirmativo que el de los frágiles monjes. A veces, una monja -cada vez una distinta- abandonaba el coro para acercarse al altar y encender una vela o leer algún texto cerca del lugar del altar, como si fuera la celebrante.

Dos monjes se aventuraron a incensar tanto el altar como a los fieles, subiendo y bajando por el pasillo central con un incensario barato que esparcía espesas y pesadas nubes de humo que me provocaron dolor de cabeza. Los cánticos no cesaban. Un monje se acercó al altar, leyó el Evangelio y volvió a su sitio, dejando el altar vacío, como siempre. Finalmente, otro monje se acercó al altar, asumió el lugar del celebrante y comenzó el ofertorio. Sólo entonces quedó claro que era un sacerdote y que ya habíamos avanzado mucho en la celebración de la “misa”. Hasta entonces la había “celebrado” el conjunto de monjes, monjas y fieles.

Un pan del tamaño de una tarta, delgado y redondo, era llevado al altar en una bandeja junto con el vino en 10 o 12 copas de piedra -obra tallada al estilo hippy- portadas por monjes, monjas y laicos. Desde donde yo estaba, parecía que las copas estaban colocadas en forma de V sobre el altar. Tras el Pater Noster llegó el momento del “signo de la paz”. Para saludar a los fieles, los 60 monjes y monjas “invadieron” la nave central bajando en tropel desde el presbiterio. Se respiraba un ambiente de fiesta, todos hablaban y besaban a todos, se daban la mano y se decían “la paz de Cristo”. A mi lado, un joven monje estrechó lentamente las manos de una mujer de 50 años, que luego se arrodilló con la frente en el suelo, como un musulmán sobre una alfombra de oración; sólo pude suponer que le había transmitido algún “don del espíritu”...


De vuelta al presbiterio, los monjes formaron una fila detrás del altar mientras las monjas lo rodeaban en semicírculo. El celebrante pronunció las palabras rituales de la Consagración y distribuyó el pan y el vino a los monjes y monjas, que comulgaron al mismo tiempo con el celebrante. Después, parejas de monjes y monjas recogían bandejas y copas para llevar la comunión bajo dos especies a los fieles. No había fila para recibir; recorrían la iglesia sirviendo a todos. Todos -o casi todos, excepto yo- recibieron la comunión. Durante la acción de gracias, muchos se arrodillaban y apoyaban la frente en el suelo, en esa misma posición piramidal musulmana.

Cuando terminó la “misa”, los monjes y monjas formaron otra procesión para volver a la sacristía, esta vez dando un largo rodeo que atravesaba toda la nave central. Un monje y una monja con los brazos levantados llevaban dos iconos bizantinos. Más cantos, más incienso barato y, finalmente, el cortejo desapareció entre las sombras de la nave izquierda en dirección a la sacristía. El ambiente general de aquella ceremonia era de una tolerancia extrema que generaba una “suavidad” contagiosa. Tuve la idea de que esa suavidad provenía de la aceptación de muchas contradicciones clamorosas que debían ser rechazadas:

● En primer lugar, la situación promiscua de mujeres y hombres viviendo juntos en la misma casa religiosa es en sí misma una negación del pecado original en su negativa a reconocer que esta situación caracteriza una ocasión de pecado.

● Segundo, una cierta feminización de los hombres y masculinización de las mujeres contribuyó a ese sentimiento andrógino de “suavidad”.

● Tercero, la primacía de las mujeres sobre los hombres contribuyó a crear ese ambiente de “suave amor”, falsamente presentado como expresión de la caridad católica.

● En cuarto lugar, se mezclaban diversas formas de culto: la liturgia “católica”, la comunión bajo dos especies con su sabor protestante, los iconos de estilo cismático que se llevaban al final de la ceremonia, las posturas de oración budista y musulmana, y un imponderable aire judío en la forma de cantar. Esta extraña mezcla parecía exudar una nota de realización del sueño utópico de una pan-religión, otro ingrediente de esa “suavidad”.

● En quinto lugar, la práctica abolición de casi toda distinción entre el sacerdote y los religiosos y religiosas, así como la mezcla de estos últimos con los laicos, contribuían a la “endulzante” experiencia de igualdad.

Hasta donde pude analizar, estos fueron los componentes de la “suavidad” que sentí en el ambiente general de aquella ceremonia.

¿Hubo algún fenómeno místico? Cuando llegué, observé que una joven de unos 20 años, sentada en el suelo, se agitaba con movimientos lascivos diciendo cosas que no podían entenderse a cinco metros de ella, donde yo estaba. Durante la ceremonia también observé a un hombre sentado en el suelo cerca de mí, que, tras alternar sonrisas “amplias” y temblorosos ataques de recogimiento, finalmente cayó al suelo en una especie de ataque de epilepsia que no duró mucho.

Cuando el conjunto de los presentes levantó los brazos pidiendo que viniera “el espíritu”, se percibía un aire general de mística expectación ante la posibilidad de que efectivamente se produjera. No fue así.

Este era el movimiento pentecostal que experimenté en aquella ocasión. Era considerado “conservador” y muy elogiado por el cardenal Lustiger. Atraía a muchos jóvenes de clase media y aumentaba el número de ingresados en seminarios, monasterios y conventos.

El movimiento carismático estadounidense

Para una persona como yo, relativamente poco informada sobre el pentecostalismo católico, el libro de John Vennari Close-ups of the Charismatic Movement (Primeros planos del movimiento carismático) fue de un valor incalculable.


La obra proporcionaba información útil para cualquier lector:

● El movimiento se formó en el seno de la Iglesia católica asumiendo los principios y métodos del pentecostalismo protestante;

● Fue inspirado y alentado primero por el cardenal Suenens, poco después por Pablo VI, y luego casi unánimemente por la jerarquía católica;

● Es esencialmente “ecuménico”: los predicadores protestantes y católicos se ofrecen al público católico indistintamente y sin reservas;

● Es esencialmente anárquico: Puesto que cada uno imagina que recibe “el espíritu”, no hay necesidad de autoridad, jerarquía, reglas y gobierno, la definición misma de anarquía - anarchia, del griego: an (sin); archia (gobierno).

● Es esencialmente anti-sacro: Puesto que la manifestación de la propia espontaneidad es la única regla establecida y aceptada, no hay lugar para el conjunto de ceremonias debidas a Dios ni para el ambiente sacro apropiado del culto.

El libro de Vennari tiene otra ventaja más allá de la información erudita que presenta. Proporciona al lector una descripción muy viva de las reuniones carismáticas de las que el autor fue testigo. Es tan vivaz que uno se siente como si estuviera casi allí participando en ellas.

El “espíritu” carismático es el Diablo

Hay un punto al que presté mucha atención a lo largo de mi lectura del libro. Es la presencia del “espíritu”. Lo que vi en París no fue casi nada comparado con lo que presenció John Vennari en muchísimas ocasiones en Estados Unidos. Quizás este sea el punto más importante de su libro. Uno puede leer acerca de todo tipo de presencia en tal “espíritu”: gente temblando, sacudiéndose, rodando por el suelo, gritando, chillando, hablando “en lenguas”, ladrando como perros, gruñendo como cerdos, riendo histéricamente, etc., etc.


El autor nos advierte de que tal “espíritu” puede, de hecho, no ser real, aunque hay una alusión a la presencia del Diablo cuando toca indirectamente el tema (pp. 25-8). La mayoría de las veces, sin embargo, se trata de algo falso que es o una mentira descarada o una charlatanería desvergonzada. Hay mucha gente que finge “recibir el espíritu” para seguir la moda carismática: son unos mentirosos.

Vennari cita una interesante prueba hecha por Jerry Matatics durante una sesión de “hablar en lenguas”. En tales sesiones cada uno que “recibe el espíritu” comienza a pronunciar sonidos incomprensibles que son interpretados por un monitor que dirige la reunión, supuestamente experto en la forma de manifestarse “el espíritu”. Matatics simuló haber recibido dicho “espíritu” y dio la impresión de que empezó a hablar en lenguas. En realidad, se limitaba a repetir una o dos frases de un salmo en hebreo; entendía perfectamente el significado de las palabras. El intérprete, que no sabía ni una palabra de hebreo, dio un significado completamente diferente a las frases. Una prueba irrefutable de una charlatanería descarada.

Pero aunque estas mentiras y farsas sean evidentes, y aunque constituyan la mayoría de los casos, permítanme aquí dejarlas de lado y enfrentarme a la realidad de la presencia real de algún “espíritu” en estas sesiones.

En muchas sectas protestantes los contorsionistas, los convulsionadores y los tembladores afirman “recibir el espíritu”, y una manifestación de tal “privilegio” es comenzar a temblar y estremecerse como epilépticos. Estas personas también “profetizan” mientras están en estos trances. Se dice que de estas experiencias provienen algunas de las orientaciones que siguen las sectas.

Que yo sepa, la Iglesia Católica siempre, hasta el Vaticano II, consideró que este “espíritu” era el Diablo. Ella sabía de lo que hablaba. Tenía razón, como siempre, ya que los síntomas de la presencia del “espíritu” en tales sectas son casi los mismos que se producen en las sectas vudú, que adoran al Diablo. Las personas que están poseídas del Diablo en las sesiones de vudú también se agitan, tiemblan, ruedan por el suelo, imitan los sonidos de los animales, salivan, profetizan y hablan “en lenguas”. Por lo tanto, la similitud de resultados induce fuertemente a pensar que la misma causa está en la raíz de los mismos resultados. La diferencia entre las sectas protestantes y las sectas vudú es sólo el radicalismo de estas últimas, que utilizan la sangre de animales, la magia negra y blanca, y varios otros métodos primitivos para adorar al Diablo. Esencialmente, es la misma “presencia”. En consecuencia, concluyo que el “espíritu” que se manifiesta en las mencionadas sesiones protestantes no es otro que el Diablo.


No sé por qué sortilegio el movimiento carismático católico considera que la presencia del Diablo que existe en esas sectas protestantes, y particularmente en el pentecostalismo protestante, se transformaría en la presencia del Espíritu Santo cuando este “espíritu” se manifiesta en sus reuniones. Los mismos predicadores protestantes están hablando en una y en otra reunión; los mismos principios protestantes son admitidos en una y en otra reunión; los mismos métodos protestantes son aplicados en una y en otra reunión. Entonces, ¿por qué el “espíritu” que aparece en una no es el mismo que aparece en la otra? Efectivamente es el mismo “espíritu”. No conozco ningún argumento serio que niegue este hecho. Y mientras no conozca tal negación, estoy convencido de que el mismo Diablo que se manifiesta en las sesiones protestantes se manifiesta también en las sesiones carismáticas “católicas”.

Los carismáticos: una nueva versión de los modernistas

Otra cosa interesante que resulta de la lectura del libro es ver las similitudes entre los carismáticos de hoy y los modernistas de ayer.

Todo el pentecostalismo católico se basa en una supuesta revelación personal que el Espíritu Santo haría a tal o cual hombre o grupo. Esta revelación tiene algunas características curiosas. Permítanme nombrar algunas:

● Es una experiencia mística que no es extraordinaria, sino que ocurre casi automáticamente cuando se dan determinadas condiciones emocionales. Es decir, no coincide con los fenómenos místicos extraordinarios que ocurren en la vida de muchos santos, sino que se presenta implícitamente como un sustituto de la vida normal de piedad.

● Es una acción realizada por Dios directamente sobre el alma de un individuo, sea católico o protestante. Es decir, ignora la unicidad de la Santa Iglesia como Verdadera Iglesia elegida por Dios.

● Es una revelación subjetiva que en la práctica deja de lado la Revelación divina objetiva, que se cerró oficialmente con el último libro de las Escrituras, el Apocalipsis.

● Es un fenómeno en el que domina la sensibilidad. Es decir, no se subordina al juicio de la razón, sino que relega a un segundo plano los datos de la inteligencia y las decisiones de la voluntad. En consecuencia, subvierte el orden normal que debe existir en el alma. Es decir, no coincide con la acción espiritual normal de la gracia que hace al alma más perfecta.

No quiero analizar aquí todos estos aspectos. Esto podría hacerse en otro momento. Me limitaré a mostrar cómo el sentimiento religioso que está en la base del movimiento carismático es precisamente el mismo que fue el fundamento del Modernismo.

Según la doctrina modernista expuesta en la Encíclica Pascendi de San Pío X, Dios estaría presente en el alma del hombre y sólo sería conocido por medio de un sentimiento religioso, y ya no por un análisis razonable. Describió este sentimiento religioso:

“En el sentimiento religioso se descubre una cierta intuición del corazón; merced a la cual, y sin necesidad de medio alguno, alcanza el hombre la realidad de Dios, y tal persuasión de la existencia de Dios y de su acción, dentro y fuera del ser humano, que supera con mucho a toda persuasión científica” (1).

San Pío X explicó la fuente y el papel de tal sentimiento:

“El sentimiento religioso, que brota por vital inmanencia de los senos de la subconsciencia, es el germen de toda religión y la razón asimismo de todo cuanto en cada una haya habido o habrá” (2).

El Pontífice describió cómo este sentimiento religioso sería, según los modernistas, la fuente misma de la Revelación:

“En ese sentimiento los modernistas no sólo encuentran la fe, sino que con la fe y en la misma fe, según ellos la entienden, afirman que se verifica la revelación. Y, en efecto, ¿qué más puede pedirse para la revelación? ¿No es ya una revelación, o al menos un principio de ella, ese sentimiento que aparece en la conciencia, y Dios mismo, que en ese preciso sentimiento religioso se manifiesta al alma aunque todavía de un modo confuso? Pero, añaden aún: desde el momento en que Dios es a un tiempo causa y objeto de la fe, tenemos ya que aquella revelación versa sobre Dios y procede de Dios; luego tiene a Dios como revelador y como revelado” (3).

Este papel de la experiencia mística como base de la religión resume la doctrina modernista -calificada por San Pío X como “un conjunto de todas las herejías” (4). ¿Cómo se aplica al movimiento carismático?

Leyendo este libro, uno se da cuenta de que el papel de la experiencia mística resume todo el movimiento carismático. Si ambos tienen la misma base, ambos tienen el mismo error esencial. Carismáticos y modernistas son hermanos en su acción común para destruir la verdadera piedad católica.

¿Hay diferencias? Ciertamente las hay. La mayor diferencia es que el modernismo se presentaba como un movimiento serio, y en el pentecostalismo católico la seriedad es una nota mucho menos perceptible.

También hay diferencias entre las distintas ramas de los carismáticos. Antes he descrito el movimiento francés como más “conservador”, mientras que el estadounidense descrito por John Vennari está más orientado hacia una especie de euforia carnavalesca. Pero, dejando a un lado las diferencias accidentales, todos los carismáticos son iguales, y en el fondo todos repiten el mismo error del modernismo.


Notas:

1. San Pío X, Encíclica Pascendi Dominici gregis, Traducción oficial al español, Sitio Internet del Vaticano, n. 13.

2. Ibidem, n. 8.

3. Ibidem, n. 6.

4. Ibidem, n. 38.



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