domingo, 15 de diciembre de 2024

CATECISMO DE TRENTO (1566) - DE LA SEXTA PETICION


CUARTA PARTE

DEL CATECISMO ROMANO

CAPITULO XV

DE LA SEXTA PETICION

Y no nos dejes caer en la tentación

No hay duda alguna de que los hijos de Dios, después de conseguido el perdón de sus pecados, cuando encendidos en deseos grandes de dar a Dios veneración y culto, suspiran por el Reino celestial, y tributando a la Majestad Divina todos los oficios de piedad, en todo están pendientes de su voluntad y paternal providencia, entonces señaladamente es cuando el enemigo del linaje humano inventa nuevos ardides, y arma contra ellos toda la batería para hacerles tan cruda guerra, que es muy de temer que retratando y dejando los buenos propósitos, tornen de nuevo a caer en los vicios, y salgan mucho peores de lo que fueron antes; pudiendo con razón decirse de ellos aquello del Príncipe de los Apóstoles: Mejor les fuera no conocer el camino de la justicia, que después de conocerle, volverse atrás de aquel santo mandamiento que les fue dado.

Por eso ordenó Cristo Señor nuestro esta petición: para que cada día nos encomendemos a su Majestad, e imploremos su paternal cuidado y defensa, estando muy ciertos de que si somos desamparados de su protección divina, luego caeremos en los lazos del astutísimo enemigo. Y no fue solo en esta regla de orar donde mandó pedir a Dios que no nos deje caer en tentación; sino también en aquellas palabras que cercano a su muerte dijo a los Apóstoles, cuando después de haberles dicho que estaban limpios, les recordó esta obligación avisándoles de este modo: Orad, porque no caigáis en tentación. Esta amonestación hecha por segunda vez por Cristo Señor nuestro, obliga a los Párrocos a poner gran diligencia sobre despertar a los fieles al frecuente uso de esta petición: para que entre tantos lazos como a todas horas arma a los hombres su enemigo el demonio, pidan de continuo a Dios, quien solo puede librarlos: No nos dejes caer en tentación

Lo muy necesitado que está el pueblo fiel de esta ayuda divina, luego lo entenderá si hiciere memoria de su flaqueza e ignorancia, si se acordare de aquella sentencia de Cristo Señor nuestro: El espíritu está pronto, más la carne es débil; y se le viniere al pensamiento cuan desastradas y cuan funestas son las caídas de los hombres a impulsos del demonio, si no son sostenidos con el auxilio de la divina mano. ¿Qué ejemplo más patente puede haber de la miseria humana, que el sagrado Coro de los Apóstoles? Que estando poco antes con tan grande ánimo, al primer encuentro, desamparado el Salvador, echaron a huir. Pero aún todavía el del Príncipe de los Apóstoles, quien entre tantas protestas de singular fortaleza y amor para con Cristo Señor nuestro, y habiendo dicho poco antes muy satisfecho de sí: Aunque sea menester morir contigo, no te negaré; poco después aterrado a la voz de una mozuela, afirmó con juramentos que ni siquiera conocía al Señor. Y es que no correspondían sus fuerzas a la valentía de espíritu que mostraba. Pues si cayeron desgraciadamente varones santísimos por la fragilidad de la naturaleza humana, en la que confiaban, ¿qué no tendrán por que temer los que están muy lejos de esa santidad?

Por esto proponga el Párroco al pueblo fiel las batallas y peligros en que continuamente andamos mientras vivimos en este cuerpo mortal, donde por todas partes nos asaltan la carne, el mundo y el demonio. El poderío grande que en nosotros tiene la ira y la codicia, ¿quién hay que muy a costa suya no se vea obligado a padecerlo? ¿Quién no se ve acosado de estas punzadas? ¿Quién no siente estos aguijones? ¿Quién no se ve abrasado de las ardientes llamas de sus apetitos? Y a la verdad tantos son los golpes, y tan diversas las acometidas, que es muy dificultoso no recibir alguna herida de muerte. Y además de estos enemigos que habitan y viven dentro de nosotros, hay aquellos atrocísimos, de quienes está escrito: No es nuestra lucha contra la carne y la sangre, sino contra los príncipes y potestades, contra los gobernantes del mundo de estas tinieblas, contra las espirituales malicias en las cosas celestiales

Júntanse a las guerras interiores los exteriores ímpetus e impresiones de los demonios, que ya nos embisten al descubierto, ya minan de secreto nuestras almas, de modo que apenas nos podemos defender de ellos. Y los llama el Apóstol Príncipes por la excelencia de su naturaleza; porque en ella aventajan a los hombres, y a todas las demás cosas sensibles. Dícelos Potestades, porque no solamente sobrepujan en la perfección de la naturaleza, sino también en el poder. Y los nombra Gobernadores del mundo de estas tinieblas, porque no gobiernan al mundo ilustrado y lucido, esto es, a los buenos y justos; sino al oscuro y tenebroso, que es a los ciegos en las inmundicias y tinieblas de una vida perdida y desalmada, tienen sus delicias con el diablo, que es el Príncipe de las tinieblas. Llama también el Apóstol a los demonios malicias espirituales: porque hay dos malicias, la de la carne y la del espíritu. La malicia que se dice carnal, enciende el apetito a liviandades y deleites que se perciben por los sentidos. Las malicias espirituales son los malos deseos y los apetitos depravados que pertenecen a la parte superior del alma, los cuales son tanto peores que los otros, cuando el entendimiento y la razón es más alta y más noble que la carne. Y como esta malicia de Satanás tira derechamente a privarnos de la herencia celestial, por eso dijo el Apóstol: En las cosas celestiales. De donde deja entender, que las fuerzas de los enemigos son grandes, su ánimo invencible, su ojeriza contra nosotros desmesurada e infinita, y que nos hacen una guerra tan continuada, que no es posible tener con ellos paz, ni dan treguas ningunas. 

Cuan atrevidos sean los demonios consta de aquella voz de Satanás en el Profeta: Al Cielo subiré. Acometió a los primeros padres en el paraíso. Embistió a los Profetas. Anduvo muy solícito por acribar a los Apóstoles como trigo, según dice el Señor por el Evangelista. Y sobre todo no respetó ni aún al rostro del mismo Jesucristo. Y así expresó San Pedro su insaciable sed y diligencia inmensa por perdernos, cuando dijo: Vuestro enemigo el diablo, como león que brama, anda en derredor buscando a quien tragarse. Y no tienta a los hombres un demonio solo. A tropas acometen a veces a cada uno. Así lo confesó aquel diablo, que preguntado por Cristo Señor nuestro cuál era su nombre, respondió: Mi nombre es legión. Esto es, multitud de demonios, que habían atormentado a aquel miserable. Y de otro está escrito: Toma consigo otros siete espíritus peores que él, y entrando, moran allí

Muchos hay que por no sentir en sí en manera ninguna los impulsos e ímpetus de los demonios, piensan que todo esto es falso. Pero no es de extrañar que no les haga guerra el diablo, cuando ellos mismos de su voluntad se entregaron a él. No hay en los tales piedad, no hay caridad, ni virtud digna de un cristiano. De aquí es, que como están enteramente en poder del diablo, no necesita de tentaciones para derribarlos: pues está aposentado en sus almas con mucho gusto de ellos mismos. Pero los que del todo se dedican a Dios, haciendo en la tierra vida celestial, estas señaladamente son el blanco de todos los tiros de Satanás, contra estos son sus rabias, y a estos arma acechanzas a cada momento. Llena está la historia de las Letras Divinas de ejemplares de varones santos a quienes pervirtió, o a fuerza o a traición, aún estando ellos muy alerta. Adán, David, Salomón, y otros que sería largo de contar, experimentaron los furiosos ímpetus de los demonios y su astucia sagaz, a la cual no se puede resistir por consejo ni fuerzas humanas. ¿Quién pues fiado en sí tendrá por seguro? Y así debemos pedir a Dios piadosa y castamente que no permita seamos tentados sobre lo que podemos, sino que junto con la tentación nos dé fuerzas para que podamos sufrirla. 

Pero aquí deben ser confortados los fieles por si acaso algunos, o por falta de fuerzas, o por ignorancia del caso, se espantan del poder de los demonios, para que al verse combatidos de las olas de las tentaciones, se acojan al puerto de esta petición. Porque Satanás con todo su poder y  pertinacia, y odio capital contra nuestro linaje, ni nos puede tentar, ni molestar cuanto, ni por el tiempo que quiere; sino que todo su poder es gobernado por la voluntad y permiso de Dios. Muy sabido es el ejemplo de Job. Ni habría Satanás tocado en sus bienes, si no le hubiera dicho el Señor: He ahí todas cuantas cosas tiene, están en tu mano. Y al contrario, si Dios no hubiera añadido: Empero no extiendas tu mano contra él; al primer golpe del diablo, habría caído con todos sus hijos y haciendas. De tal manera está atada la fuerza de los demonios, que a no permitirlo Dios, ni hubieran podido tampoco entrar en aquellos cerdos, de quienes hacen memoria los Evangelistas. 

Más para que se entienda el alma de esta petición, se ha de explicar qué significa aquí el nombre de tentación, y qué es caer en ella. Tentar no es otra cosa que probar a aquel a quien se tienta para averiguar la verdad, sacando él aquello que deseamos. Este modo de tentar no se puede hallar en Dios; porque ¿qué cosa ignora Su Majestad? Todas las cosas, dice, están desnudas y descubiertas ante sus ojos. Hay otro modo de tentar, y es, cuando prosiguiendo más adelante, se suele preguntar alguna cosa, o por bien o por mal. Por bien, como cuando se prueba la virtud de uno, para que siendo descubierta y conocida, él sea premiado y engrandecido, y su virtud propuesta por modelo para que la imiten los demás; y en fin, para que por esto se exciten todos a alabar a Dios. Solo este modo de tentar es el que puede hallarse en Dios. Y de esta tentación tenemos ejemplo en el Deuteronomio, donde se dice: Tiéntaos vuestro Dios y Señor, para que se descubra si le amáis o no. De esta suerte se dice también que tienta el Señor a sus siervos, cuando los apremia con pobreza, enfermedades y otros géneros de aflicciones; lo que hace, así para acrisolar su paciencia, como para que sean para otros documentos y norma de vida Cristiana. Así leemos que tentó a Abraham, para que le sacrificase su hijo, por cuya acción fue hecho ejemplar de obediencia y paciencia rara, para eterna memoria entre los hombres. Y del mismo modo se dijo de Tobías: Por lo mismo que eras agradable a Dios, fue necesario que la tentación te probase

Por mal son tentados los hombres cuando son inducidos al pecado o perdición. Este es oficio propio del diablo. Porque tienda a los hombres a fin de pervertirlos y precipitarlos. Por eso en las Sagradas Escrituras es llamado el tentador. En estas tentaciones unas veces nos pone estímulos interiores, valiéndose como de ministros de los mismos afectos y apetitos del alma. Otras acosándonos por defuera nos pone los tropiezos o de las cosas prósperas para engreírnos, o de las adversas para desmayarnos. Tiene también sus espías y correos, que son los hombres perdidos, y sobre todos los herejes, que sentados en la cátedra de pestilencia, esparcen las semillas mortales de doctrinas perversas para derribar a aquellos que no hacen elección o diferencia entre virtud y vicio, y que siendo hombres por sí inclinados al mal, andan vacilando y amenazando ruina. 

Dícese que caemos en la tentación, cuando nos damos por vencidos de ella. Pero esto puede ser de dos modos. Uno, cuando removidos de nuestro estado caemos en aquel mal, a que alguno nos empujó tentándonos. En este sentido ninguno es inducido a la tentación por Dios, porque el Señor no puede ser causa del pecado, antes aborrece a todos los que obran mal. Y Santiago dice: Ninguno, cuando es tentado, diga que es tentado por Dios: porque Dios no es tentador de males. Además de esto se dice que nos deja caer en tentación aquel, que aunque no nos tiente, ni haga cosa alguna para que seamos tentados, sin embargo se dice que tienta, porque pudiendo prohibir, o que nos venga o que nos venza la tentación, no lo impide. De este modo es cierto que permite Dios sean tentados los buenos y justos; más no los desampara, sino que los sostiene con su gracia. Aunque también es cierto que algunas veces, por justos y ocultos juicios de Dios, y pidiéndolo así nuestros pecados, caemos dejados a nuestras propias fuerzas. 

Dícese también, que Dios nos deja caer en tentación, cuando abusamos para nuestra ruina de los beneficios que nos concedió para nuestra salud, y como el hijo Pródigo, desperdiciamos la hacienda del Padre viviendo perdidamente y satisfaciendo a nuestros antojos. Por lo que podemos decir lo que el Apóstol dijo de la ley: Se halló que el mandamiento que fue dado para la vida, fuese para la muerte. Ejemplo muy del caso para el punto nos da Ezequiel en la Ciudad de Jerusalén, a la que Dios había enriquecido con toda suerte de atavíos y adornos, tanto que dijo por boca de este Profeta: Perfecta eras en mi hermosura, la que puse sobre ti. Con todo eso esta ciudad colmada de tantas riquezas divinas tan lejos estuvo de dar gracias a Dios, que tanto bien la había hecho y hacía, y de aprovecharse de los beneficios para conseguir la bienaventuranza, por cuya causa los había recibido; que ingratísisima a su Padre Dios, desechada la esperanza y consideración de los frutos del Cielo, toda se cebaba viciosa y estragadamente en la abundancia de la tierra; como muy por extenso lo declaró el Profeta en el mismo capítulo. Y en la misma nota de ingratos a Dios, caen aquellos que permitiéndolo él, hacen materia de vicios la abundancia de bienes que su Majestad les concedió para ejercicio de virtudes. 

Pero acerca de esto es menester observar con cuidado el hablar de la Escritura Divina, la que a veces explica la permisión de Dios con tales palabras, que si se toman rigurosamente, dan a entender como acción positiva en su Majestad: porque en el Éxodo se dice así: Endureceré el corazón de Faraón. Y en Isaías: Ciega el corazón de este pueblo. Y el Apóstol escribe a los Romanos: Entrególos Dios a las pasiones de ignominia y al sentido réprobo. Pero en estos y otros semejantes lugares debemos entender, no que Dios hizo esto en manera ninguna, sino que lo permitió. 

Supuestas estas cosas, es fácil entender qué es lo que pedimos en esta oración. No pedimos pues que de ningún modo seamos tentados. Porque la vida de los hombres es una tentación sobre la tierra. Esto es cosa útil y provechosa al linaje humano. Porque en las tentaciones nos conocemos a nosotros mismos, esto es, nuestras fuerzas. Así también nos humillamos bajo la mano poderosa de Dios, y peleando varonilmente esperamos la incorruptible corona de la gloria. Porque el que pelea en la lucha, no será coronado, si no peleare legítimamente. Y como dice Santiago: Bienaventurado aquel que sufre la tentación, porque cuando fuere probado, recibirá la corona de la vida, que Dios ha prometido a los que le aman. Y si alguna vez nos ponen en aprieto las tentaciones de los enemigos, será de gran consuelo contemplar, que tenemos por ayudador un Pontífice que puede compadecerse de nuestras flaquezas, como tentado también en todo. ¿Pues qué es lo que pedimos aquí? Que no seamos en las tentaciones desamparados del socorro de Dios, no sea que o engañados consintamos en ellas, o fatigados nos demos por vencidos; que nos acuda pronto con su divina gracia, y que nos recree y conforme en los males, cuando desfallecieren nuestras fuerzas. 

Por esto debemos implorar generalmente el socorro de Dios para todas las tentaciones, y asimismo acudir a la oración, cuando en particular nos vemos molestados de cada una de ellas. Así leemos lo que hacía David en casi todo género de tentaciones. Porque contra la mentira oraba así: No quites de mi boca en ningún tiempo la palabra de la verdad. Contra la avaricia pedía de este modo: Inclina mi corazón a tus divinas leyes, y no a la avaricia. Contra las vanidades de esta vida y halagos de los apetitos hacía esta oración: Aparta mis ojos, para que no vean la vanidad. Pedimos pues que no condescendamos con nuestros antojos, ni nos cansemos en sufrir las tentaciones, ni nos extraviemos del camino del Señor; de modo que nos mantengamos con ánimo igual y constante, así en las cosas prósperas, como en las adversas, y que no deje Dios parte en nosotros desamparada de su protección. Pedimos en fin, que postre a Satanás debajo de nuestros pies. 

Resta ahora que el Párroco exhorte al pueblo fiel sobre aquellas cosas que señaladamente debe considerar y meditar en esta petición. En ella el mejor medio es, que contemplando cuán grande es la flaqueza de los hombres, desconfiemos de nuestras propias fuerzas, y colocando toda la esperanza de nuestra salud en la benignidad de Dios, fiados en este auxilio, tengamos grande aliento aún en los mayores peligros; mayormente considerando a cuantos fortalecidos con esta esperanza y ánimo sacó el Señor de las mismas gargantas de Satanás. ¿No libertó a Joseph rodeado por todas partes de las ardientes llamas de aquella mujer furiosa, y del mayor peligro le ensalzó a la mayor gloria? ¿No guardó salva a Susana, sitiada de diabólicos ministros, cuando ya no había cosa más inmediata, que ser ajusticiada por aquellas malvadas sentencias? Pero no hay que admirar: porque su corazón, dice la Escritura, tenía confianza en el Señor. Insigne es la alabanza y la gloria de Job, quien triunfó de la carne, del mundo y del demonio. Muchísimos ejemplos hay como estos, con los cuales deberá el Párroco exhortar con cuidado al pueblo fiel a esta esperanza y confianza en el Señor. 

Piensen también los fieles a quien tienen por Capitán en las tentaciones de los enemigos, que es Cristo Señor nuestro, quien de tal combate salió con tal victoria. Este Señor venció al demonio. Este es aquel más fuerte, que sobreviniendo, venció al fuerte armado, y le quitó las armas y despojos. De la victoria que consiguió del mundo, nos dice por San Juan: Confiad, que yo vencí al mundo. Y en el Apocalipsis se dice: León que vence, y que salió vencedor para vencer. Y por esta victoria dio a sus siervos virtud para que venzan. Llena está la Epístola del Apóstol a los Hebreos de victorias de Santos, que por la fe vencieron reinos, taparon bocas de leones y lo demás que allí se escribe. De estas hazañas que leemos obradas de este modo, pasemos luego a considerar los gloriosos triunfos que de las batallas interiores y exteriores con los demonios consiguen cada día los hombres sobresalientes en Fe, Esperanza y Caridad, los cuales son tantos y tan insignes, que si los viéramos, juzgaríamos que cosa ninguna podía acaecer ni más frecuente, ni más gloriosa. De la derrota de estos enemigos escribió San Juan estas palabras: Escriboos, jóvenes, porque sois fuertes, y la palabra de Dios permanece en vosotros, y vencisteis al maligno

Pero si el diablo se vence no con la ociosidad, el sueño ni el vino, no con la glotonería o liviandad, sino con la oración, trabajos y vigilias, y con abstinencia, continencia y castidad. Velad y orad, nos dice, como ya referimos, porque no entréis en tentación. Los que entran en esa lid con estas armas, hacen huir a los enemigos. Porque el diablo huye de los que le resisten. Pero en estas victorias que habemos referido de los santos,  ninguno se deje llevar de alguna vana complacencia, ni se engría insolente, de modo que presuma que podrá con sus fuerzas sostener las tentaciones enemigas, y los ímpetus de los demonios. No es esto obra de nuestra naturaleza, no puede contra ellos la flaqueza humana. 

Estas fuerzas con que postramos a los ministros de Satanás son dadas por Dios. Este Señor es el que pone nuestros brazos como arco de acero, con cuyo favor fue quebrado el arco de los fuertes, y los flacos ceñidos de fortaleza. Este el que nos da el escudo de la salud, y cuya diestra nos abraza, el que adiestra nuestras manos para la pelea, y nuestros dedos para la batalla. De manera que a solo Dios debemos dar gracias, y reconocernos obligados por la victoria, porque solo podemos conseguirla con su auxilio y defensa. Así lo hizo el Apóstol; pues dice: Demos gracias a Dios, quien nos dio victoria por nuestro Señor Jesucristo. A este mismo Señor predica por Autor de la victoria aquella voz del Apocalipsis que dice: Hecha es la salud, y la virtud, y el Reino de nuestro Dios, y el poder de su Cristo; porque ha sido precipitado el acusador de nuestros hermanos, y ellos le vencieron por la sangre del Cordero. Y el mismo libro testifica la victoria que Cristo Señor nuestro consiguió del mundo y de la carne, donde dice: Estos pelearán con el Cordero, y el Cordero los vencerá. Hasta aquí de la causa y del modo de vencer. 

Declaradas estas cosas, propondrán los Párrocos al pueblo fiel las coronas que Dios tiene guardadas, y la grandeza de los premios eternos señalados para los vencedores. Para esto tomarán los testimonios del mismo divino Apocalipsis. El que venciere, dice, no recibirá daño de la muerte segunda. Y en otro lugar: El que venciere, será así vestido con vestiduras blancas, y no borraré su nombre del libro de la vida, y confesaré su nombre delante de mi Padre, y delante de sus Ángeles. Y poco después el mismo Dios y Señor nuestro habla de este modo a San Juan: Al que venciere, haré corona en el Templo de Dios, y nunca más saldrá afuera. Además de esto dice: Al que venciere daré asiento conmigo, en mi trono, así como yo vencí y me senté con mi Padre en el trono suyo. Últimamente habiendo manifestado la gloria de los santos, y aquel colmo eterno de bienes de que gozarán en el Cielo, añadió: El que venciere poseerá estas cosas.

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