CUARTA PARTE
DEL CATECISMO ROMANO
CAPITULO IX
DEL PROEMIO DE LA ORACION DEL PADRE NUESTRO
Padre nuestro que estás en los Cielos
Como esta regla de oración cristiana dada por Jesucristo, está dispuesta de forma que antes que lleguemos a las peticiones, hemos de usar de ciertas palabras en lugar de proemio, para que acercándonos con ellas piadosamente a Dios, le podamos pedir con más confianza; es obligación del Párroco explicarlas clara y distintamente; para que el pueblo fiel acuda con más gusto a la oración, y entienda que ha de tratar con Dios su Padre. Este principio pues, mirando a las palabras, es muy breve; pero atendiendo a lo que encierra en sí, es muy grave y muy lleno de misterios. La primer palabra que por mandamiento y ordenación de Dios pronunciamos en esta oración, es Padre. Bien pudo nuestro Salvador empezar esta oración divina con otra palabra que pareciese más majestuosa, como la de Criador, o Señor. Pero omitió estas que al mismo tiempo nos podrían causar algún temor, y puso aquella que infunde amor y confianza a los que oran y piden algo a Dios. Porque, ¿qué cosa de mayor regalo que el nombre de Padre, que está rebosando ternura y caridad?
Para enseñar pues al pueblo fiel por qué razones conviene a Dios el nombre de Padre, podrá servirse el Párroco de las obras de la creación, gobernación y Redención. Porque habiendo Dios criado al hombre a su imagen, lo que no hizo con los demás animales; por este don singular con que le adornó, justamente se llama en las Escrituras Divinas Padre de todos los hombres; y no solo de los fieles, sino también de los infieles.
Por lo que toca a la gobernación, podrá el Párroco formar su discurso, de que mirando y acudiendo Dios a la utilidad de los hombres, nos descubre los senos de su paternal amor por un modo especial de su cuidado y providencia. Y para que en la explicación de este punto se conozca mejor el cuidado paternal que Dios tiene de los hombres, parece conveniente decir alguna cosa acerca de la guarda de los Ángeles, bajo cuya tutela están los hombres.
Por providencia de Dios está dado a los Ángeles el cargo de guardar al linaje humano, y de estar prontos a socorrer a cada uno de los hombres, para que no reciban algún daño grave. Porque así como los padres cuando tienen que ir los hijos por algún camino arriesgado y peligroso, les ponen guardas para que los defiendan y ayuden en los peligros; así el Padre celestial en este camino que llevamos para la Patria del Cielo, destinó a cada uno de nosotros Ángeles, con cuya protección y diligencia nos libertásemos de las emboscadas y lazos de los enemigos, rechazásemos las embestidas horribles que hacen contra nosotros, y siguiésemos con tan buenas guías el camino derecho; sin que trampa ninguna, armada por la falacia del enemigo, pudiese extraviarnos del camino que guía al Cielo.
Pues lo muy grande que es la utilidad de este cuidado y providencia singular de Dios para con los hombres, cuyo cargo y administración se encomendó a los Ángeles, que son los que por su naturaleza median entre Dios y los hombres; consta de los ejemplos que nos ofrecen en abundancia las Divinas Letras. Estas nos aseguran, que acaeció muchas veces por la bondad de Dios, que hicieran los Ángeles grandes maravillas a vista de los hombres, por las cuales entendiésemos otras innumerables e invisibles semejantes a estas, que para nuestro bien y salvación obran los Ángeles de nuestra guarda. El Ángel San Rafael, señalado por Dios a Tobías por compañero y guía de su jornada, le llevó, y le volvió sano y bueno. Le favoreció para que no le tragase aquel pez desmesurado, y le descubrió la gran virtud que tenía el hígado, hiel, y corazón de este pez. Él ahuyentó al demonio, y reprimido y atado su poder, hizo que no le dañase. Enseñóle también la ley verdadera, y legítimo uso a que está ceñido el matrimonio; y, en fin, restituyó la vista a Tobías su padre, que estaba ciego.
Aquel Ángel también sacó de la cárcel al Príncipe de los Apóstoles, dará materia abundante para instruir a los feligreses acerca del fruto maravilloso del cuidado y guarda de los Ángeles; cuando mostraren los Párrocos a un Ángel que ilustra las tinieblas de la cárcel, que tocando a San Pedro por un lado, le despierta del sueño, le desata las cadenas, le rompe los grillos, le avisa que se levante, y que vistiéndose y calzándose le siga; y cuando enseñaren también, que sacándole libre de la cárcel por medio de los guardias, y abriendo, en fin, las puertas de la Ciudad, le puso a salvo.
Llena de estos ejemplos está, como dijimos, la Historia de las Santas Escrituras. Por ellos entendemos cuán grandes son los beneficios que hace Dios a los hombres por medio de los Ángeles. Y no son enviados determinadamente para algún negocio, o caso particular; sino que desde nuestro nacimiento están señalados para nuestro cuidado, y diputados para el amparo de la salud de cada uno de los hombres. De esta doctrina, explicada con cuidado, se seguirá la utilidad, de que las almas de los oyentes se levanten y se despierten a reconocer y venerar el paternal cuidado y providencia que Dios tiene de ellos.
Sobre todo lo dicho encarecerá en este lugar el Párroco, y ante todo propondrá las riquezas de la benignidad de Dios hacia los hombres. Porque habiéndole ofendido nosotros con innumerables maldades y culpas desde el primer padre de nuestro linaje, y pecado hasta el día presente, sin embargo de eso, nos mira con la mayor caridad, y no levanta la mano de aquel cuidado especial que tiene de nosotros. Y si piensa alguno que Dios se olvida de los hombres, es loco, y echa en cara a su Majestad una indignísima injuria. Aírase el Señor contra Israel por la blasfemia de aquella gente, que se juzgaba abandonada del socorro del Cielo; porque se escribe en el Éxodo: Tentaren al Señor diciendo: ¿Por ventura está el Señor con nosotros, o no? Y en Ezequiel se indigna el Señor contra el mismo pueblo, porque había dicho: No nos ve el Señor, desamparado ha su tierra. Pues con estas autoridades han de ser derribados los fieles de una opinión tan abominable, como que puede caber en Dios olvido de los hombres. Acerca de esto se puede oír al pueblo de Israel, que por Isaías se quejaba de Dios, y al contrario a Dios que rebatía su necia querella con una tierna comparación: escríbese pues así: Dijo Sion, el Señor me ha desamparado, y se ha olvidado de mí. A esto responde Dios: ¿Puede por ventura olvidarse una madre de su hijo chiquito, y no compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ella lo olvide, yo nunca me olvidaré de ti. He aquí en mis manos te tengo escrito.
Más aunque esta verdad queda confirmada manifiestamente con los pasajes referidos, todavía para que el pueblo fiel quede del todo persuadido de que es imposible tiempo en que deje Dios de acordarse de los hombres, y de mostrar con ellos los oficios de su paternal amor; comprobarán los Párrocos este punto con el ejemplo de los primeros Padres. Cuando oyes que estos, después de haber despreciado el mandamiento de Dios, son acusados con la mayor aspereza, y condenados con aquella sentencia horrible: Maldita será la tierra en tu trabajo, en sudores comerás de ella todos los días de tu vida, espinos y abrojos te producirá, y comerás las hierbas del campo; cuando los ves arrojados del Paraíso, y lees que para cortarles toda esperanza de volver a él, fue colocado a la puerta un Querubín blandiendo una espada de fuego; cuando miras que son afligidos por Dios, vengador de su injuria, con molestias de cuerpo y de alma, ¿por ventura no pensarás que ya absolutamente se acabó con el hombre? ¿No creerías, que no solo quedaba despojado del socorro divino, sino también expuesto a toda injuria? Pues en medio de tantas muestras de ira y de venganza divina, no dejó de descubrirse alguna luz de la Caridad de Dios para con él: porque dice la Escritura, que hizo el Señor a Adán y a su mujer unas túnicas de pieles, y los vistió. Señal muy grande de que jamás había de desamparar Dios al hombre.
Cuan verdadera sea esta sentencia, a saber: Que el amor de Dios no es agotable por pecados ningunos de los hombres, lo expresó David por estas palabras: ¿Encerrará acaso Dios en su ira sus misericordias? Esto mismo manifestó Habacuc hablando con Dios, cuando dijo: Cuando estuvieres airado, te acordarás de la misericordia. Y Miqueas lo explicó de este modo: ¿Qué Dios semejante a ti? Que quitas la maldad, y perdonas el pecado del resto de tu pueblo. Ya no descargará más su furor; porque ama la misericordia. Así es ciertamente. Porque cuando nos juzgamos más perdidos y más desamparados del socorro de Dios, entonces señaladamente es cuando nos busca y cuida de nosotros por su bondad inmensa. Porque entre sus iras suspende el golpe de la espada de la justicia, y no cesa de derramar los tesoros inagotables de su misericordia.
Muchísimo pues pueden servir las obras de la creación y gobernación para declarar la especial providencia de Dios en amar y cuidar de los hombres. Pero con todo eso sobresale tanto entre los dos antecedentes la de redimir al hombre, que nuestro liberalísimo Dios y Padre hizo resplandecer sobre nosotros la suma y el colmo de su benignidad con este tercer beneficio. Por esto enseñará el Párroco a los hijos espirituales, y de continuo les encarecerá esta singularísima Caridad de Dios con los hombres, haciéndoles entender, que por haber sido redimidos, vinieron a ser hechos hijos de Dios por un inefable modo. Porque como dice San Juan: Les dio potestad de ser hechos hijos de Dios; y de Dios son nacidos. Y así el Bautismo, que es la primera prenda y memoria que tenemos de la Redención, se llama Sacramento de regeneración. Porque de allí nacemos hijos de Dios; Pues el mismo Señor dice: Lo que es nacido de espíritu, espíritu es. Y: Es necesario nacer de nuevo. Y el Apóstol San Pedro dijo: Renacidos, no de simiente corruptible, sino incorruptible por la palabra de Dios vivo.
Pues en virtud de esta Redención recibimos el Espíritu Santo, y fuimos enriquecidos con la gracia de Dios, y mediante este don somos adoptados por hijos suyos; como lo escribe el Apóstol a los Romanos diciendo: No recibisteis el espíritu de servidumbre otra vez en temor, si no recibisteis el espíritu de adopción de hijos, con el cual clamamos Padre, Padre. Y San Juan declara la virtud y eficacia de esta adopción de este modo: ¡Mirad cual caridad nos dio el Padre, que seamos llamados hijos de Dios, y que lo seamos!
Expuestas estas cosas se ha de amonestar al pueblo fiel, cuan obligado está en justa correspondencia a su amantísimo Padre Dios, para que entienda con cuanto amor y piedad, con cuanta obediencia y veneración debe servir a su Criador, a su Gobernador y a su Redentor, y con cuanta esperanza y confianza le deberá invocar. Más para instruir la ignorancia, y corregir la perversa sentencia de aquellos que juzgan que solo las cosas favorables, y la carrera próspera de la vida son prueba de que Dios nos mira con amor, y que al contrario, cuando nos ejercita con trabajos y calamidades, es señal de un ánimo enemigo, y de una voluntad del todo enajenada de nosotros; se ha de manifestar que cuando nos toca la mano del Señor, en manera ninguna lo hace como enemigo; sino que hiriendo, sana, y que son medicinas las llagas que nos vienen de su Majestad. Porque castiga a los que pecan para que se mejoren con la corrección, y con las penas temporales liberarlos de las eternas. Es así, que visita con la vara nuestras maldades, y con azotes nuestros pecados; más no por eso aparta de nosotros su misericordia.
Por eso se ha de advertir a los fieles, que en tales castigos reconozcan el amor paternal de Dios, y que tengan muy presente en la memoria y en la boca aquello del pacientísimo Job: Él mismo hace la llaga, y la cura; hiere, y con sus manos sanará. Que se valgan de aquellas palabras que escribió Jeremías en persona del pueblo de Israel: Castigásteme, Señor, y fui enseñado como novillo por domar. Conviérteme, Señor, y convertirme he: porque tú eres mi Dios y Señor. Que se propongan el ejemplo de Tobías, quien habiendo percibido que en aquella llaga de su ceguedad andaba de por medio la mano paternal de Dios que le hería, exclamó: Bendígote, Señor, dios de Israel, porque tú me castigaste, y tú me libraste.
Pero en lo que deben los fieles estar con gran cuidado cuando les sobreviene algún desastre, o se ven afligidos con cualquier calamidad, es en que no imaginen que Dios ignora eso. Porque dice él mismo: Un cabello de vuestra cabeza no perecerá; antes bien que se consuelen con aquella divina sentencia que se dijo en el Apocalipsis: Yo a los que amo, reprendo y castigo. Y que del todo se aquieten con aquella exhortación del Apóstol a los Hebreos: Hijo mío, no deseches la disciplina del Señor, ni desmayes cuando eres castigado por él. Porque el señor castiga a quien ama, y azota a todo aquel que recibe por hijo. Y si estáis fuera de la disciplina, espurios sois, no hijos. También tuvimos por castigadores a nuestros Padres carnales, y los reverenciábamos. ¿Por qué no obedecemos mucho mejor al Padre de los Espíritus, y viviremos?
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