Por Abad Hervé Gresland
¿Qué es la misericordia?
Según la etimología, la misericordia es el sentimiento de un corazón (cor, cordis, en latín) conmovido por la miseria. “El hombre misericordioso considera la miseria de los demás como propia, y se aflige por ella como si fuera suya”, escribió Santo Tomás de Aquino.
La misericordia no es sólo un movimiento de los sentidos: como virtud, es un movimiento de la voluntad regulado por la razón. Esta virtud busca un término medio entre la insensibilidad o la dureza, y una pasión que no tendría medida en temperamentos demasiado débiles.
Cuando la misericordia brota de la caridad, es una virtud sobrenatural, que tiene en vista el bien natural del prójimo, y más aún el bien sobrenatural.
Las etapas de la misericordia
Describamos las etapas de la virtud sobrenatural de la misericordia, que es efecto de la caridad.
♦ La misericordia comienza por ver el mal del prójimo.No ver la miseria es negarnos a nosotros mismos la misericordia. La ceguera ante el mal ajeno puede estar causada por el egoísmo y el individualismo, que nos hacen indiferentes. No prestamos atención a los demás y a lo que les afecta: ésa es la razón principal de esta insensibilidad.
Para ser verdaderamente misericordiosos, los cristianos debemos mirar a las personas con los ojos de la fe. La fe nos permite captar en profundidad el mal de las almas; por la fe, la misericordia se centrará en un pecado o en un desorden moral. Por el contrario, una misericordia distorsionada por el relativismo pretende ver el pecado y el error sólo como debilidades, como un bien menor...
♦ La visión de la miseria ajena produce en el alma un movimiento de tristeza; nos hace compadecernos de esa miseria.Pero la emoción de la verdadera misericordia no es la de la filantropía. La misericordia cristiana nace de la caridad; es teologal, por Dios. En particular, está marcada por la compasión hacia los pecadores. Y compadecerse del pecado de los demás no significa ciertamente alentarlos en sus faltas. Es contemplar la santidad de Dios ofendida por el pecado, y pensar en el castigo eterno que espera al pecador empedernido.
♦ La compasión no basta por sí misma. La auténtica compasión pasa a la acción, intenta aliviar esta miseria, hace lo que puede para ayudar eficazmente.También en este caso, los ojos de la fe nos permiten discernir la verdadera miseria del prójimo. Algunas personas generosas querrían aliviar toda la miseria del mundo, pero se limitan a la miseria material. Sin embargo, el mayor mal es el alejamiento de Dios.
La obra de misericordia por excelencia es, pues, el testimonio de la fe, la misericordia de la verdad. Sólo la enseñanza de la verdadera religión sacará a los hombres de la gran desgracia en la que están atrapados por su ignorancia involuntaria o culpable. El liberalismo y el relativismo, que callan y mantienen a los hombres en sus ilusiones, no sólo son errores, sino una indiferencia atroz.
La nueva “misericordia”
Un nuevo concepto de misericordia ya estaba presente en los predecesores de Francisco. En su discurso de apertura del Concilio Vaticano II, Juan XXIII anunció la nueva doctrina al proclamar: “Hoy, la Esposa de Cristo prefiere el remedio de la misericordia a las armas de la severidad”.
El gran pensador católico Romano Amerio observó con razón: “Esta proclamación del principio de la misericordia frente al de la severidad pasa por alto el hecho de que, en el espíritu de la Iglesia, la condena del error es en sí misma una obra de misericordia, ya que, al abatir el error, se corrige al que yerra y se preserva a los demás del error” [1].
En realidad, la nueva actitud contiene muchos abandonos. Desacredita aquella misericordia que es la más importante porque toca el mal más profundo: decir la verdad a los hombres. La verdadera misericordia consistiría en compadecerse de las almas que yacen “en la sombra de la muerte”, y predicarles a Jesucristo y la fe indispensable para la salvación.
De hecho, la “nueva misericordia” se va a centrar más en las miserias de este mundo que en las más graves, las espirituales. El partido dominante en la Iglesia pretende servir al hombre en su vida terrena, más que perseguir la misión que Nuestro Señor dio a la Iglesia, dirigir las almas hacia el Cielo y salvarlas.
La primacía de la conciencia
En el pensamiento moderno, la conciencia del individuo tiene primacía sobre todo lo demás. Lo que es bueno y legítimo buscar ya no es lo que se ajusta al orden establecido por la sabiduría del Creador, tal como se expresa en la ley divina; es lo que así le parece al individuo, en el fondo de su conciencia. La ley divina se deja de lado, y en su lugar se instala la conciencia individual, transformada en absoluto.
Este modo de pensar ha impregnado la Iglesia desde el concilio Vaticano II: para no molestar a las conciencias, se evitan las referencias a la verdad. En consecuencia, el cristianismo se reduce cada vez más a un vago humanitarismo, que se contenta con predicar consuelos que podemos encontrar en otra parte, sin tener que recurrir a la Iglesia. Este humanitarismo sentimental se manifiesta en la forma de presentar a Jesucristo: Aquel que fue exigente con los pecadores, se transforma en un simpático maestro liberal, amigo de todos, que no parece tener pretensiones de transformar nuestras vidas y desarraigar el pecado. Es un Jesús que no juzga y que garantiza el paraíso para todos.
Misericordia sin arrepentimiento
En la predicación actual de la Iglesia, la idea de misericordia está desligada de la de conversión y arrepentimiento. Francisco no menciona el juicio divino y no pierde ocasión de desvalorizar la ley divina, como si fuera una preocupación de fariseos. Esto se puede ver en muchas de sus declaraciones y discursos.
Un documento típico es la exhortación sobre la familia Amoris laetitia publicada en 2016. En ella, Francisco da a los cristianos la posibilidad de decidir cuestiones de moralidad en el matrimonio caso por caso, según su conciencia personal. No se menciona la orientación clara y necesaria que proporciona la ley de Dios.
El documento está impregnado de la idea de que existe un derecho humano a ser perdonado, sin necesidad de conversión, y un deber de Dios de perdonar. ¡Como si fuera posible imaginar tal derecho y tal deber! En lugar de un Dios auténticamente misericordioso que perdona a los que se arrepienten, ponemos a un Dios comprensivo que siempre excusa y justifica. Un Dios que no es el verdadero Dios. Porque, como dice el periodista italiano Aldo Maria Valli, “Dios, el Dios de la Biblia, es ciertamente paciente, pero no laxo; es ciertamente misericordioso, pero no permisivo; es ciertamente considerado, pero no complaciente. En una palabra, es un padre en el sentido más pleno y verdadero de la palabra” [2].
La Biblia podría resumirse como una llamada al arrepentimiento y una promesa de perdón, una de las cuales no puede separarse de la otra. Esto es siempre cierto en el Nuevo Testamento. Una de las principales misiones encomendadas por Jesús a la Iglesia es la de llamar a los pecadores al arrepentimiento: “Proclamad en su nombre a todas las naciones el arrepentimiento para perdón de los pecados” (Lucas 24:47).
Nuestro Señor dio a sus Apóstoles la autoridad de absolver los pecados, pero no de excusarlos. Un sacerdote no puede redefinir las leyes que Dios ha establecido; no puede cambiar el Decálogo. Y si puede dar la absolución por un pecado pasado, ciertamente no puede dar permiso para que el pecado continúe.
La verdadera misericordia se ejerce hacia el pecador animándole y ayudándole a superar su pecado. Por el contrario, la falsa misericordia tranquiliza y confirma al pecador en su situación de pecado. En lugar de tratar de llevarlos de vuelta a Dios, esta supuesta misericordia puede conducirlos a la condenación eterna. Es una grave falta de caridad hacia esas almas perdidas.
La misericordia existe porque existe el pecado. La verdadera misericordia presupone la justicia, y requiere una clara conciencia de la profundidad y gravedad del pecado. Al considerar la misericordia divina independientemente de la verdad y la justicia, al despojarla de la dimensión del juicio, al negar prácticamente la culpa, disminuimos el perdón divino, lo devaluamos. Dios ya no nos libra del pecado. Su omnipotencia y su amor infinito no aumentan con ello, sino todo lo contrario.
Proteger el bien común
En nombre de la misericordia, debemos autorizar todos los comportamientos, evitar todo signo de “discriminación”, ignorar las ofensas flagrantes al honor de Dios, silenciar los derechos de la verdad y de la Iglesia. Pero la discriminación no procede de una supuesta falta de caridad. La verdad es que condenar el pecado público es precisamente una misericordia, ya que amenaza con afectar a otras almas del rebaño. Es deber de la Iglesia denunciar el mal para proteger a otros fieles. Es necesario diferenciar entre el bien y el mal, para preservar el bien común de la virtud frente al mal ejemplo del vicio.
Una nueva moral para complacer al mundo
La ambigüedad y el relativismo no sólo han entrado en la Iglesia, sino que han tomado forma de magisterio. La moral católica ha quedado obsoleta y ha sido sustituida por sofismas que la socavan, llegando incluso a transformar las enseñanzas morales de la Iglesia en su contrario. Ya no se quiere decir que hay cosas que llevan a Nuestro Señor, y otras que nos alejan de Él y de su amor. Ya ni siquiera se llama pecado al pecado; la ley divina se pliega a la supuesta autonomía del hombre.
Ya no es el pecador el que debe arrepentirse y convertirse, sino que es la Iglesia la que debe convertirse al reconocimiento “misericordioso” de los que muestran que no quieren seguir sus enseñanzas, ni por tanto las de Dios. Ya no debe imponerse; debe limitarse a “escuchar”, “comprender” y “acompañar”, pasando de la tolerancia a la cobardía, para adaptarse a la propia pecaminosidad del mundo.
La verdadera misericordia es lo contrario de este relativismo, del que puede decirse que es una profanación de la misericordia. El verdaderamente misericordioso, por ejemplo, ve la vida conyugal fuera del matrimonio como una ofensa a Dios, la destrucción del matrimonio cristiano, la muerte de las almas, una revolución social. Y llora por ello. A partir de ahora, la ley moral debe adaptarse a las costumbres actuales, las de los divorciados “vueltos a casar” o las de quienes viven en uniones contra natura.
La Iglesia conciliar engaña a la gente cuando disfraza de misericordia su aquiescencia con el vicio y el pecado. La falsa misericordia se reviste de bellos sentimientos y “preocupación pastoral”, pero menosprecia el ideal y presenta un cristianismo sin exigencia de renovación moral. En el fondo, la Iglesia ha renunciado a cristianizar la moral. En lo sucesivo, se considera a los hombres incapaces de respetar incluso la ley natural, que fue abolida: no queda nada.
Los hombres de Iglesia han encontrado la manera de alinearse con los mandatos del mundo moderno, enemigo de Dios, y de ser aplaudidos por él, aparentando al mismo tiempo conservar una justificación cristiana para su nueva moral. Pero esto provoca un inmenso escándalo en las almas.
Notas:
1) Iota unum, p. 74
2) Entrevista en Radio Spada, 27 de febrero de 2021.
Fuente : La Couronne de Marie n° 134
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