lunes, 11 de noviembre de 2024

MONS. LEFEBVRE Y EL PURGATORIO

Mons. Lefebvre explica la realidad del purgatorio, la expiación de los pecados cometidos, las indulgencias concertadas por la Iglesia y la prohibición de la incineración.


Sermón de Mons. Marcel Lefebvre predicado el Día de Todos los Santos del año 1978.


Me gustaría dedicar unos momentos a llamar tu atención y hacerte reflexionar sobre la realidad del Purgatorio y la devoción que debemos tener por estas almas que sufren en este lugar de purificación.

En primer lugar, ¿existe el purgatorio?

Estaríamos tentados -si creyéramos todo lo que se escribe hoy en día, incluso por miembros de la Iglesia católica- de creer que el Purgatorio es una fábula de la Edad Media.

No, el purgatorio es un dogma, un dogma de nuestra fe. Cualquiera que no crea en el purgatorio es un hereje.

Ya en el siglo XIII, el Concilio de Lyon afirmó solemnemente la existencia del purgatorio.

Luego, en el siglo XV, el Concilio de Letrán también afirmó la realidad del purgatorio.

Y finalmente, el Concilio de Trento, contra la negación de los protestantes, afirmó solemnemente, para conservar la fe, creer en la existencia del Purgatorio.

Es, pues, muy cierto que se trata de un dogma de nuestra fe. Un dogma de nuestra fe que está sobre todo afirmado y apoyado por la Tradición, más que por la Escritura. Sin embargo, la Escritura ofrece pasajes que aluden lo más claramente posible a la existencia del purgatorio.

En un Evangelio, que la Iglesia utiliza para las Misas que se dicen por las almas del Purgatorio, tenemos la historia de los Macabeos. Judas Macabeo envió una suma de 12.000 talentos a Jerusalén para pedir a los sacerdotes que ofrecieran un sacrificio por los soldados muertos en la batalla, a fin de que fueran liberados de sus sufrimientos y pudieran volver al Cielo. Y la Sagrada Escritura añade: Es un pensamiento saludable rezar por nuestros difuntos.

Y es también San Pablo quien alude a las almas del Purgatorio, diciendo que algunas almas llegarán al Cielo inmediatamente, otras quasi -per ignem- que también llegarán al Cielo, pero como por fuego, aludiendo ciertamente a una purificación necesaria para las almas que no están perfectamente preparadas para entrar en el Cielo.

Y es sobre la base de estas alusiones, y particularmente a través de la Tradición que nos han transmitido los Apóstoles y los Padres de la Iglesia, que la Iglesia ha fundado su fe en la existencia y la realidad del Purgatorio.

¿Por qué el Purgatorio? 

Porque debemos entrar en el Cielo en la más perfecta pureza. Es inconcebible que las almas puedan entrar en la visión de Dios, entrar en unión con Dios -una unión que supera todo lo que nuestra imaginación pueda pensar, todo lo que podamos concebir; entrar en la divinidad misma; participar de la Luz de Dios- y tener en nosotros, disposiciones contrarias a esa Luz, contrarias a esa gloria de Dios, a esa pureza de Dios, a esa santidad de Dios. Es inconcebible.

Y por eso, para aquellos que han muerto en estado de gracia, pero que no han purificado perfectamente el castigo debido al pecado, después de que el pecado ha sido perdonado y que también morirían con pecados veniales, deben pasar por este lugar de purificación que les hará más dignos de estar presentes ante Dios en su Santísima Trinidad. Por lo tanto, esto es muy normal.

Porque no debemos olvidar que, aunque se nos perdone el pecado, queda en nosotros, por el pecado, un desorden que se ha establecido. Sin duda, la falta moral ya no existe, porque ha sido perdonada por el sacramento de la penitencia, pero, no obstante, nuestra alma ha sido herida, nuestra alma ha sufrido un desorden que debe ser reparado.

Del mismo modo -y esto puede compararse a la persona que ha pecado robando a su prójimo-, no sólo debe reconocer la falta en el sacramento de la penitencia, ante Nuestro Señor, y recibir la absolución por ello, sino que debe devolver la suma que ha robado. Y este robo puede compararse a todos los pecados que hemos cometido. Hemos creado desorden; hemos creado injusticia. Tenemos que reparar esa injusticia, incluso después de que el pecado haya sido perdonado.

Y por eso las almas del purgatorio permanecen en el purgatorio hasta el momento en que esta pena de pecado que ha sido perdonada, estas almas serán perfectamente purificadas.

¿Cuál es el estado de las almas del purgatorio? ¿Pueden las almas del purgatorio acortar este tiempo de purificación por los méritos que puedan adquirir por su propia voluntad? No. A partir de ahora, las almas del purgatorio ya no pueden hacer méritos por sí mismas.

¿Por qué? Porque ya no están en la tierra. Ya no están como nosotros, en el estado en que nos encontramos, en el que podemos hacer méritos. Porque tenemos que elegir. Y al elegir el bien sobre el mal, merecemos nuestra recompensa.

Las almas del purgatorio ya no pueden elegir. Están definitivamente fijadas en su gracia, en la gracia santificante. Tienen la certeza de que han sido elegidas, y esto les causa una alegría profunda e inalterable. Saben que a partir de ahora están destinadas al Cielo. Pero también sufren un sufrimiento indecible, porque ahora saben mucho mejor que nosotros lo que Dios es y lo que Dios nos ha prometido por la gracia: la gloria que nos espera en el Cielo. Les roe cruelmente la idea de que aún no pueden hacer suyo a Dios por toda la eternidad y vivir en Dios por toda la eternidad.

También les carcome el remordimiento, al pensar en la bondad de Dios, en la caridad de Dios, de la que son testigos. Comprenden mejor la caridad que Dios ha tenido con ellos y que han pecado y se han alejado de Dios, y que por eso sufren. Y saben que sufren precisamente por los pecados que han cometido y que deben purificarse para poder llegar a la gloria del Señor.

En consecuencia, las almas del purgatorio ya no pueden acortar sus sufrimientos. Entonces, ¿cómo pueden esperar acceder más rápidamente al Cielo? Cuentan con nosotros. Somos nosotros quienes, por la unidad del Cuerpo místico, contamos con esta realidad del Cuerpo místico, con esta unión que tenemos con las almas del Purgatorio en la Iglesia. La Iglesia sufriente y la Iglesia militante están unidas en Nuestro Señor Jesucristo.

Y puesto que podemos pedir a Nuestro Señor, en nuestras oraciones y en particular mediante el Santo Sacrificio de la Misa, que las almas del Purgatorio sean liberadas más rápidamente, es nuestro deber hacerlo. Es un deber para nosotros, para ayudar a esas almas que sufren y que esperan que las liberemos del Purgatorio.

Podemos también hacerlo con nuestras penitencias, penitencias que también debemos cumplir para reparar por nosotros mismos, el castigo que nos corresponde después del perdón del pecado, para reducir nuestro Purgatorio. Y si a Dios le place, si Dios quiere, no pasaremos por el Purgatorio e iremos directamente al Cielo para reunirnos directamente con Dios.

Por lo tanto, debemos hacer sacrificios por estas almas del Purgatorio y aprovechar también el tesoro que la Iglesia pone a nuestra disposición. El tesoro de los méritos de los Santos, de todos los que han pasado por este mundo. La Iglesia tiene un tesoro de méritos que puede poner a disposición de las almas que estén dispuestas a utilizar estos méritos en favor de las almas del Purgatorio.

La Iglesia nos pide que realicemos ciertos actos, en particular peregrinaciones y oraciones particulares, para adquirir estos méritos y aplicarlos a las almas del Purgatorio. Esto es lo que podemos hacer por ellas.

Y esto es un estímulo considerable para nosotros. Nos da aliento para santificarnos. Si comprendiéramos realmente lo que sufren estas almas del Purgatorio, haríamos todo, todo lo que pudiéramos por nuestra parte, para liberarlas y también para procurar evitar, en lo posible, el Purgatorio.

En cuanto a las indulgencias que la Iglesia concede, es bueno saber que se basan en una verdad perfectamente conocida por la Iglesia y en la que debemos creer: la realidad del Cuerpo Místico de Nuestro Señor Jesucristo.

Pero el mismo Concilio de Trento nos pide que evitemos entrar en las sutilezas del número de indulgencias, de cualquier cálculo que pueda hacerse, y en valoraciones más o menos exactas. Porque podemos preguntarnos, por ejemplo, si una Misa celebrada en un altar privilegiado -una Misa, por lo tanto, celebrada en un altar en el que se recibe una indulgencia plenaria que puede aplicarse a las almas del Purgatorio- tiene la certeza absoluta de que el alma a la que se aplica la indulgencia se librará inmediatamente de sus dolores e irá al Cielo.

En principio, sí. Pero, ¿por qué? Porque la indulgencia plenaria está precisamente pensada por la Iglesia para borrar por completo las penas que se deben una vez perdonado el pecado. Pero como dice muy bien el Concilio de Trento, depende de Dios conceder esta indulgencia. Esta indulgencia depende de Dios. Y Dios ve las disposiciones de las almas y, en consecuencia, es Él quien, en última instancia, es el juez de todas las cosas y de todo lo que estas almas del purgatorio deben sufrir y de las penas que deben expiar.

Por consiguiente, no se puede, de una manera absolutamente matemática, llegar a la conclusión de que tan pronto como uno hace tal o cual acto, o realiza tal o cual oración, o asiste a tal o cual Misa, y recibe una indulgencia plenaria, necesariamente, absolutamente, el alma es liberada de los castigos del Purgatorio. Eso depende de la justicia divina.

Pero, sin embargo, debemos esperar y debemos pensar que el Buen Dios, haciendo justamente mención de todos estos méritos que han sido adquiridos por la Iglesia, aplica estas indulgencias y podemos esperar verdaderamente que estas almas sean liberadas.

Por eso debemos meditar a menudo sobre esta realidad del Purgatorio, y unirnos a las almas de nuestros hermanos y hermanas, de nuestros amigos y parientes difuntos, y de las innumerables otras almas que no tienen a nadie conocido que rece por ellas. Así pues, debemos rezar a menudo por las almas del Purgatorio, y para ello debemos inspirarnos en las magníficas oraciones de la liturgia de los difuntos. Si hay una liturgia que contiene tesoros de belleza, grandeza y sublimidad, ésa es la liturgia de los difuntos.

Y, desgraciadamente, tenemos que decir que hoy, la forma en que la reforma litúrgica ha afectado a estas oraciones y las ha modificado ha sido una gran desgracia para la Iglesia.

Por otra parte, creo que también merece la pena mencionar la reforma que se hizo en el Concilio, relativa a la cremación de los cadáveres.

Creo que podemos aludir a ello cuando hablamos de nuestros difuntos.

El Derecho Canónico establece que aquellos que, de un modo u otro, deseen y expresen el deseo de que sus cuerpos sean incinerados en el momento de su muerte, deben ser privados de sepultura eclesiástica. Esa es la ley [1].

Indudablemente, la Iglesia, en el Concilio, cambió esta Ley, y ésta es una de las cosas que parece más abominable. Porque desde el principio de su existencia, la Iglesia ha querido que se veneren los cuerpos que son templos del Espíritu Santo, que han sido santificados por el bautismo, santificados por los sacramentos, santificados por la presencia del Espíritu Santo, santificados por la recepción del sacramento de la Eucaristía.

Y está consagrado en el Derecho Canónico que incluso los miembros de un cristiano, de un católico, que son amputados en una clínica, deben ser enterrados; no deben ser quemados. Ved hasta qué punto la Iglesia respeta y venera los miembros que han sido santificados por la gracia de Nuestro Señor Jesucristo.

Entonces rechazaremos absolutamente esta abominable costumbre, que es, además, una costumbre masónica. El Derecho Canónico se refiere a aquellas asociaciones en las que se pide que los cuerpos sean incinerados. Y estas asociaciones son precisamente asociaciones masónicas.

Así que realmente nos preguntamos cómo alguien podría haber aceptado tal eventualidad sin haber sido influenciado por estas asociaciones masónicas.

Por eso debemos tener un gran respeto por los cuerpos de los muertos, por los que han sido santificados, y debemos enterrarlos como han hecho siempre los cristianos, y debemos tener el culto a nuestros muertos, el culto a nuestros cementerios. Las tumbas de nuestros muertos deben estar siempre perfectamente cuidadas, para que podamos mostrar la fe que tenemos en los cuerpos que un día resucitarán.

Estos, queridos hermanos, deben ser nuestros pensamientos en este Día de Difuntos.

Y vivamos en unión con las almas del Purgatorio, y pidamos a la Santísima Virgen María, que estuvo presente en la sepultura de su Hijo, que nos dé el amor que tuvo por el Cuerpo de su divino Hijo y el respeto que tuvo por el Cuerpo de su divino Hijo; pidámosle también que nos dé respeto por los cuerpos de los que han muerto, de nuestros fieles difuntos, de nuestros amigos, de nuestros parientes que han muerto.

En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Así sea.


Nota:

1) Canon 1240, §1, 5° [CIC de 1917]

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