CUARTA PARTE
DEL CATECISMO ROMANO
CAPITULO XI
DE LA SEGUNDA PETICION
Venga a nosotros tu Reino
Y en primer lugar para explicar este punto docta y delicadamente, les abre camino la consideración, de que aunque esta petición esté junta con todas las demás, sin embargo mandó también el Señor, que se hiciese separada de ellas; para que con sumo cuidado busquemos lo que en ella pedimos, porque dice: Buscad ante todo el Reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas. Y a la verdad, es tanta la abundancia y riqueza de los celestiales dones encerrados en esta petición, que abraza en sí todas las cosas que son necesarias para la vida corporal y espiritual. Porque, ¿cómo llamaremos digno del nombre de Rey, a quien no cuida de las cosas de que depende la salud del Reino? Pues si hay hombres solícitos de la conservación de su Reino, ¿con cuánto cuidado y providencia se habrá de creer que guarda el Rey de Reyes la vida y la salud de los hombres? Están pues comprendidas en esta petición del Reino de Dios todas las cosas que necesitamos en esta peregrinación, o más bien, destierro, y que promete el Señor que las dará benignamente, porque añadió al instante: Y todas estas cosas os serán dadas. En lo cual manifiesta del todo, que él es el Rey que provee al linaje humano de toda la largueza de cuanto necesita. Y así, arrebatado David con la consideración de esta infinita benignidad, cantó: El Señor me gobierna, nada me faltará.
Pero no basta pedir con vehemencia el Reino de Dios, si no añadimos a nuestra petición todos aquellos medios con que se busca y se encuentra. Porque las cinco vírgenes locas pidieron, y con mucho ahínco de este modo: Señor, Señor, ábrenos; con todo eso fueron excluidas, por no ir fortalecida su petición con los arrimos de las buenas obras. Y con mucha razón; porque es sentencia pronunciada por la boca de Dios: No todo aquel que me dice: Señor, Señor, entrará en el Reino de los Cielos.
Por esta razón los Sacerdotes Curas de almas sacarán de las caudalosas fuentes de las Escrituras divinas aquellas cosas que aviven en los fieles el deseo y amor por el Reino de los Cielos; aquellas que les pongan delante de los ojos la miserable condición de nuestro estado; y aquellas que causen en ellos tales efectos, que volviendo sobre sí, y encerrándose dentro de sí mismos, les recuerden la bienaventuranza cumplida, y los bienes inexplicables que rebosa la casa de su Padre Dios. Desterrados estamos, y somos moradores de un lugar donde habitan los demonios, cuya ojeriza contra nosotros en manera ninguna se puede amansar; porque son enemigos molestísimos e implacables del linaje humano. ¿Qué diremos de las guerras domésticas e interiores con que continuamente pelean entre sí el cuerpo y el alma, la carne y el espíritu? y que siempre en ellas hemos de estar temiendo la caída. ¿Más que digo temer? Al punto caeríamos, si la virtud de Dios no nos tuviese de su mano; que sintiendo el Apóstol este turbión de miserias, exclamaba: ¡Desventurado de mí! ¿Quién me librará del cuerpo de esta muerte?
Y aunque por sí se conoce esta infelicidad de nuestro linaje, todavía puede entenderse mejor, cotejando nuestra naturaleza con las demás criaturas. En estas, ya sean irracionales, ya insensibles, rara vez advertimos que se desvíe alguna en tal manera de las acciones propias, y de aquellos sentimientos o movimientos que les son naturales, que pierdan el fin que le fue establecido y destinado. Esto se ve tan manifiesto en las bestias del campo, y en los peces y aves, que no necesita de otra declaración. Y si levantares los ojos al cielo, ¿no entenderás al punto cuán cierto es lo que dijo David: Para siempre, Señor, permanece en el cielo tu palabra? Porque estando en un movimiento continuo, y en una perpetua revolución, jamás discrepa un tilde de la ley que Dios le señaló. Si bajas pues los ojos a la tierra y al resto del universo, luego echarás de ver que en nada, o en muy poco se destempla. Pero el infelicisísimo linaje de los hombres a cada paso cae. Por maravilla pone en ejecución los buenos pensamientos. Muchas veces desecha y menosprecia las acciones buenas que comenzó. El consejo bellísimo que ahora le agradaba, luego le desagrada, y retrasado éste, se desliza en los torpes y perniciosos.
¿Y cuál es la causa de esta inconstancia y miseria? El menosprecio ciertamente de las inspiraciones divinas. Porque tapamos los oídos a las voces de Dios, no queremos abrir los ojos para ver las luces que nos pone delante, ni oímos lo que el Padre celestial nos manda para nuestro bien. Por esto deben insistir aquí los Párrocos, proponiendo a los fieles las miserias, manifestando sus causas, y mostrando la virtud de los remedios: que todo lo podrán componer fácilmente, recurriendo a los Santísimos varones Juan Crisóstomo y Augustino, Y señaladamente a lo que dijimos en la explicación del Credo. Porque bien entendidas estas cosas, ¿quién habrá tan perdido entre los hombres, que con el socorro de la gracia de Dios que le previene, no procure levantarse, y animándose con el ejemplo del hijo pródigo, venir a la presencia de su Rey y Padre celestial?
Explicadas estas cosas, declararán los Pastores cual sea la petición fructuosa de los fieles, o que es lo que por estas palabras pedimos a Dios: mayormente cuando el nombre del Reino de los Cielos significa muchas cosas, cuya declaración por una parte, es útil para la inteligencia de otros lugares de la divina Escritura, y por otra, necesaria para el conocimiento del presente.
Lo primero pues que significa el Reino de Dios, como se ve a cada paso en las divinas Letras, es no solamente la soberanía que tiene Dios sobre todos los hombres, y sobre la universidad de todas las demás criaturas; sino también la providencia, con que a todas las rige y las gobierna. En tu mano, Señor, dice David, están todos los fines de la tierra; por los cuales fines se entienden también todas las cosas que hay retiradas y ocultas en las entrañas de la tierra, y en todas partes. Conforme a esto decía Mardoqueo: Señor, Señor, Rey todopoderoso, en tu dominio están todas las cosas, y no hay quien pueda resistir a tu voluntad, Señor eres de todo, ni hay quien resista a tu Majestad.
También se significa por el Reino de Dios aquel especial y singular concierto de la providencia con que Dios ampara y cuida de todos los Justos y Santos. De este particular y diligentísimo cuidado dijo David: El Señor me gobierna, nada me faltará. Y también Isaías: El Señor es nuestro Rey, el mismo nos salvará. Y aunque los Justos y Santos se hallan en esta vida por un modo especial bajo la regia potestad de Dios, como dijimos, con todo eso, el mismo Cristo Señor nuestro hizo saber a Pilatos, que su Reino no era de este mundo, esto es, que en manera ninguna tenía su origen de este mundo, que fue criado y ha de perecer; porque de ese modo reinan los Emperadores, los Reyes, las Repúblicas, los Duques, y todos aquellos que habiendo sido buscados y escogidos por los hombres, presiden las Ciudades y Provincias; o que se apoderaron del Señorío por injusticia y violencia. Pero Cristo Señor nuestro fue constituido Rey por Dios, como el profeta dice: Y su Reino en sentencia del Apóstol es justicia; pues dice: El Reino de Dios es justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo.
Reina pues en nosotros Cristo Señor nuestro por las virtudes interiores, Fe, Esperanza y Caridad, por las cuales nos hacemos en cierto modo partes de ese Reino, y estando sujetos a Dios de una manera especial, somos consagrados a su servicio y veneración; de suerte que, así como dijo el Apóstol: Vivo yo, ya no yo, más vive en mi Cristo, así podamos nosotros decir: Reino yo, ya no yo: que reina en mi Cristo. Y llámase este Reino justicia: porque está afianzado sobre la justicia de Cristo Señor nuestro; del cual Reino dice así su Majestad por San Lucas: El Reino de Dios está dentro de vosotros. Porque aunque Jesucristo reina por la fe en todos los que están dentro del gremio y seno de la Santa Madre Iglesia, gobierna, sin embargo, por modo particular a los que adornados de excelente Fe, Esperanza y Caridad, se entregaron a Dios, como puros y vivos miembros suyos; y en estos se dice que está el Reino de la gracia de Dios.
Hay también otro Reino, que es el de la gloria de Dios; sobre el cual oímos a Cristo, nuestro Señor, decir así por San Mateo: Venid, benditos de mi Padre, y poseed el Reino, que está para vosotros preparado desde el principio del mundo. Este mismo Reino es el que el ladrón, reconociendo maravillosamente sus pecados, como escribe San Lucas, pedía al Señor con gran ahínco diciendo: Señor, acuérdate de mí cuando estuvieras en tu Reino. También hace memoria de este Reino San Juan cuando dice: El que no renaciere del agua y del Espíritu Santo, no puede entrar en el Reino de Dios. Y así mismo la hace el Apóstol diciendo a los Efesios: Todo fornicario, o inmundo, o avariento (que es servidumbre de ídolos) no tiene parte en el Reino de Cristo y de Dios. Y a lo mismo pertenecen algunas parábolas de Cristo Señor nuestro en que habla del Reino de los Cielos.
Pero es indispensable poner primero el Reino de la gracia; porque es imposible que reine en el de la gloria de Dios, el que no hubiere reinado en el de su gracia. Es la gracia como dice el mismo Salvador, fuente de agua que salta hasta la vida eterna. ¿Y qué diremos que es la gloria, sino una gracia perfecta y consumada? Porque mientras estamos vestidos de este cuerpo frágil y mortal, cuando vagos y descaecidos en esta ciega peregrinación y destierro estamos ausentes del Señor, resbalamos a cada paso y caemos muchas veces, desechado el apoyo del Reino de la gracia, que es el que nos sostiene. Pero en amaneciéndonos la luz del Reino de la gloria, que es el perfecto, estaremos perpetuamente constantes y firmes. Porque entonces se acabará todo vicio y molestia, toda nuestra flaqueza será fortalecida y confirmada, Y últimamente reinará el mismo Dios en nuestra alma y cuerpo; como se declaró a la larga en el Credo, cuando se trató de la resurrección de la carne.
Explicadas pues estas cosas, las que declaran lo que se entiende en común por el Reino de Dios, se ha de decir que es, lo que propia y señaladamente se pide por esta petición. Lo que pedimos a Dios es, que se dilate el Reino de Cristo, que es la Iglesia; que los infieles y judíos se conviertan a la fe de Cristo Señor nuestro, y que reciban el conocimiento del verdadero Dios; que vuelvan los cismáticos y herejes a la sanidad, y que se reduzcan a la comunión de la Iglesia de Dios de donde desertaron; que se cumpla y se verifique lo que dijo el Señor por boca de Isaías: Ensancha el lugar de tu alojamiento, y extiende las pieles de tus pabellones; no te quedes corto, alarga tus cordeles, y clava bien tus estacas: porque a la diestra y a la siniestra penetrarás; pues reinará en ti, el que te hizo. Y en otra parte: Andarán las gentes con tu luz, y los Reyes con el resplandor de tu nacimiento. Alza tus ojos en derredor de ti y mira: todos estos se han juntado, y vinieron a ti. Tus hijos vendrán de lejos, y tus hijas se levantarán de tu lado.
Y por cuanto hay muchos en la Iglesia, que confesando a Dios con las palabras y negándole con las obras, muestran una fe desfigurada, en quienes mora por el pecado el demonio, y manda en ellos como en su propia casa; pedimos también, que venga a estos el Reino de Dios, para que ahuyentadas las tinieblas de la culpa, sean esclarecidos con los rayos de la divina luz, y restituidos a la antigua dignidad de hijos de Dios. Y asimismo pedimos, que el Padre celestial arrancando de raíz en su Reino las herejías y cismas y echando fuera todos los tropiezos y escándalos, limpie la era de su Iglesia, y que adorándole ésta con piadosos y santos cultos, goce de quieta y tranquila paz.
Pedimos finalmente, que sólo Dios viva y reine en nosotros; para que en adelante no tenga lugar la muerte, sino que quede sumergida en la victoria de Cristo Señor nuestro, y que su Majestad deshaga y destruya todo el principado, poder y fuerzas de los enemigos, y sujete a su imperio todas las cosas.
Pero queda al cuidado de los Párrocos enseñar al pueblo fiel, según lo requiere esta petición, las consideraciones y meditaciones con que se debe armar y prevenir, para poder hacer devotamente esta oración a Dios. Y primeramente le exhortarán, a que considere el espíritu y el sentido de aquella parábola introducida por el Salvador: Semejante es el Reino de los Cielos a un tesoro escondido en el campo; que el hombre que le halla, le esconde, y del gozo que recibe, va y vende cuanto tiene; y compra aquella heredad. Porque el que llega a conocer las riquezas de Cristo Señor nuestro, despreciará por ellas todas las cosas, y tendrá por estiércol las haciendas, riquezas y poderíos; porque nada hay que se pueda comparar con aquel sumo precio, o por mejor decir, que pueda parecer a su vista. Y así los que tuvieran la dicha de conocer esto, exclamarán como el Apóstol: Todas las cosas tuve por perdidas, y las juzgo como estiércol, por ganar a Cristo. Esta es aquella preciosa margarita del Evangelio, que el que diere por ella cuanto dinero hiciere de la venta de todos sus bienes, gozará de eterna bienaventuranza.
¡O dichosos de nosotros, si nos iluminara Jesucristo con una luz tan grande, que pudiéramos ver aquella margarita de la divina gracia, por la cual reina en los suyos! Todas nuestras cosas, y aún a nosotros mismos nos venderíamos por comprarla y poseerla. Entonces por fin diríamos sin duda muy gustosos: ¿Quién nos apartará de la Caridad de Cristo? Y si deseamos saber, cuán grande sea la excelencia del Reino de la gloria, oigamos al Profeta y al Apóstol, que de ella pronuncian una misma voz y sentencia. Ni ojos vieron, ni oídos oyeron, ni corazón humano pudo alcanzar lo que Dios preparó, para los que le aman.
Más para alcanzar lo que pedimos aprovechará en gran manera considerar qué es lo que somos: esto es, hijos de Adán, justamente arrojados del paraíso y desterrados, cuyas indignidad y malicia no merece otra cosa que un sumo aborrecimiento de Dios y condenación eterna. Esta consideración no puede menos que abatirnos y humillarnos mucho. Con ella irá nuestra oración llena de humildad cristiana, y desconfiando del todo de nosotros mismos, nos acogeremos como el Publicano a la misericordia de Dios, y atribuyéndolo todo a su benignidad, le daremos inmortales gracias, por habernos dado su espíritu, en el cual, confiados, nos atrevemos a clamar: Padre, Padre.
Aplicaremos también todo nuestro cuidado y pensamientos sobre lo que debemos hacer, y lo que por el contrario, debemos evitar, para que podamos arribar al Reino de los Cielos. Porque no nos ha llamado Dios para estar ociosos y holgazanes; antes dice: El reino de los cielos padece fuerza, y los esforzados son los que le arrebatan. Y en otra parte: Si quieres entrar a la vida, guarda los mandamientos. No basta pues pedir el Reino de Dios, sino que es menester concurrir con nuestro desvelo y diligencia. Porque debemos ser coadjutores y Ministros de la gracia de Dios, siguiendo el camino por donde se llega al Cielo. Nunca nos desampara Dios, pues tiene prometido que perpetuamente ha de estar con nosotros. Y así todo nuestro cuidado debe ser, que no desamparemos nosotros ni a Dios ni a nosotros mismos. A la verdad de Dios son todas las cosas que hay en este Reino de la Iglesia, con las cuales mantiene la vida de los hombres, y obra su salud eterna, así las invisibles milicias Angélicas como el don visible de los Sacramentos, que está muy lleno de celestial virtud. En estas cosas nos ha proveído de unos auxilios tan poderosos, que no solo podemos estar seguros del poderío de nuestros cruelísimos enemigos, sino también postrar y acocear al mismo tirano y a sus malvados ministros.
Por todo esto pidamos encarecidamente al Espíritu Santo, que nos haga obrar en todo según su voluntad, que destruya el imperio del demonio, para que no tenga poder ninguno sobre nosotros en el último día: que venza y triunfe Jesucristo, que florezcan sus leyes por toda la tierra; que se guarden sus mandamientos, y que no haya traidor ni desertor ninguno; sino que todos se porten de manera que vengan con entera confianza a la presencia de su Rey Dios, y que logren la posesión del Reino de los Cielos prevenida para ellos, desde la eternidad, donde bienaventurados gocen con Cristo de gloria eterna.
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