Por el padre José Luis Aberasturi
Desde siempre, desde su Nacimiento y Fundación por Nuestro Señor Jesucristo, la Santa Iglesia ha sido el Refugio, Único y Seguro, por Verdadero, de la persona: de todo hombre, sin distinción alguna.
Una seguridad que también, y para decirlo todo, se ampliaba a las Instituciones civiles que, por ser de/en Países Católicos, funcionaban con criterios acordes a su condición primigenia: católicos.
La única “diferencia”, necesaria por obligada, era el hecho, diferencial en sí mismo -como tantísimos otros en diversos ámbitos-, del Bautismo. Tanto por lo civil, aunque menos, como por lo Eclesial. Lógico de toda lógica.
Los no-bautizados NO tenían acceso a los Santos Sacramentos, por poner un poner. O a ciertas profesiones, por lo civil.
La diferencia entre estar Bautizado, que nos hace hijos de Dios y “nos mete” en la Iglesia haciéndonos a la vez hijos suyos, era y es “el hecho” esencialmente diferencial. Pero es que, estar Bautizado, era también signo y señal de ciudadanía con plenos derechos.
Sin que supusiese discriminación o menosprecio para el que no estaba bautizado. Pues: “cada uno en su casa, y Dios en la de todos”, como afirma la sabiduría popular.
Tan sin desprecio o discriminación que una de sus señas de identidad, de vuelta en la Iglesia , era el “id por todo el mundo…”.
Los católicos tenían asumida la obligación de buscar la Conversión de los infieles: había que buscarles la Salvación. Era el Mandato recibido.
Pero la defensa de “la persona” no se limitaba, en la Iglesia, a la “persona católica”: en absoluto.
El ejemplo más neto y sin sombra alguna ha sido la consideración de los ‘indios’ de América como ciudadanos con plenos derechos, por “hijos de la Reina Católica”. Desde la máxima Autoridad Católica de España.
Porque la persona, “creada a imagen y semejanza de Dios Creador”, era un valor absoluto para la Iglesia: primero, por su origen que le otorga una dignidad sin parangón con el resto de la Creación.
Y en segundo lugar, porque sin defender la dignidad de la persona, de toda persona, la propia Iglesia se quedaba sin autoridad y sin argumentos para defender a los hijos de Dios en su Iglesia en medio del mundo.
Y, en consecuencia, frente a todas las sociedades católicas, o no, ante las que la Iglesia lidiaba para que así fuese, y así se legislase.
Este Sistema, nacido del mismo Dios y asumido por la Santa Iglesia, todo él en favor del hombre, saltó hecho cisco -dinamitado- por la Revolución Francesa, atea de raíz, y anticatólica como su “más sagrada misión”. No hay que perderlo nunca de vista.
La Revolución Francesa, masónica desde sus presupuestos más íntimos, entendió que había que separar los poderes públicos del ámbito de la Iglesia: NO podía repetirse nunca más aquello de: “París bien vale una Misa”, que pone y manifiesta el orden de las cosas.
Al ser y tener Ésta un Poder Espiritual -Sobrenatural por Esencia-, tenía la última Palabra -Palabra de Dios, en concreto-, frente al Poder Civil. Una Palabra tan determinante que no había poder en la tierra que pudiese levantarse frente a Ella, si se quería vivir y, con mayor motivo, bien morir en las manos y la Misericordia de Dios.
Desmontar este estado de cosas, fue el “laicismo” que se buscó generar e instalar: la “autonomía” del Poder Político de toda tutela por parte de la Iglesia Católica.
Curiosamente, en los países protestantes y asimilados, todas las “iglesias” estaban sometidas al Poder civil. Por definición del Poder. Y los clérigos, funcionarios. Vamos, como los de Correos.
Lo mismo pasaba, desde años atrás, en el mundillo anglicano. Para que conste, como memoria bien histórica.
A partir de ahí la Iglesia ya no ha gozado de verdadera Paz. En ningún sitio. Quizá la excepción sea EEUU, donde nunca ha habido ni persecuciones, ni amortizaciones, ni tampoco: “Expropiesé!!!”.
En Francia, con la tal Revolución Francesa, se desató de inmediato una persecución que degeneró, de primeras, en el Genocidio de La Vendée. Para abrir boca.
Más tarde, fue a por los obispos y curas “juramentados": o sea, obligarles a jurar la Constitución (atea), que no dejaba sitio a la Iglesia en el sistema social y político francés. Por supuesto: el que no se avino a jurar, “a la calle!”.
Lo más cerca, y más a mano: Inglaterra y España, a donde se exiliaron muchos, para no perder el cuello: lo de la guillotina estaba al orden del día; aunque había también otros muchos modos y maneras.
Después, se expropiaron todas las posesiones eclesiásticas: iglesias, catedrales, monasterios… Todo: no les dejaron ni para su sustento personal. Quedó algún hospitalillo, llevado por monjas, pues el Estado no tenía: nunca se había ocupado en esas tonterías…
Finalmente, el Poder por lo Civil ponía y quitaba obispos, párrocos, abades, etc.
Este modelo se repitió en todos los totalitarismos ateos, desde la Revolución rusa, materialista y atea; o sea: marxista: el primer “avatar” de la anterior, de la que se sabe deudora.
Pasando luego por la persecución, en México, contra los católicos y los cristeros.
Es de reseñar, pues es más que significativo, que prácticamente la mayoría de los obispos mexicanos estaban vendidos al Gobierno; hasta el punto de no cortarse ni en mentir al Vaticano. Que se lo tragó todo, por cierto.
Sin olvidar, a continuación, la sanguinaria Persecución marxista y masónica contra la Iglesia y los católicos españoles, con sus más de 2000 mártires elevados a los altares. Creo que me quedo corto, pero no tengo ahora a mano la cifra exacta.
Todo según el mismo patrón: no dejar ni rastro; no ya personas: ni siquiera piedras que puedan traer a la memoria a Dios, o a su Iglesia, y avivar la Fe de almas y conciencias. Nada.
Es la DESACRALIZACIÓN más radical y absoluta. Un intento trágicamente voluntarista que, hoy, ha inficionado a las almas en la misma Santa Iglesia, de arriba abajo: así se ha diseñado y puesto en práctica.
Seguiremos con otro post, pues esto se alarga; y queda mucha tela que cortar.
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