Por David G Bonagura, Jr.
Rebuscando en mi escritorio el mes pasado, encontré una hoja de papel blanco. Había una docena de nombres escritos con tinta negra. Inmediatamente recordé para qué servía esa hoja.
Todos los años, en noviembre, mis almae matres del instituto y de la universidad invitan a sus antiguos alumnos a enviar los nombres de sus seres queridos fallecidos para que sean recordados en las misas de sus capillas. Esta hoja perdida fue mi intento hace algunos años de enumerar mi nube de fallecidos que, por razones que no recuerdo, no llegaron a la capilla. Pero el catolicismo es la religión de las segundas oportunidades. Descubierta aquella hoja, el Espíritu Santo me inspiró una nueva idea.
Programé un tiempo para visitar al Santísimo Sacramento, con un bolígrafo negro y tres hojas blancas de papel. Hice una genuflexión, me arrodillé y recé una oración al Espíritu Santo y a mi ángel de la guarda para que me ayudaran a recordar a los que me habían precedido y necesitaban mis oraciones. Comencé a anotar nombres.
Procedí por categorías. Primero la familia: los abuelos, los tres bisabuelos que conocí, los tíos abuelos, mi primo Andrew. Luego los amigos, los míos y los de mis padres. Luego los sacerdotes de mis parroquias y colegios. Conocidos del pueblo de mi juventud. Conocidos de mi actual ciudad. Estudiantes. Colegas. Vecinos. Profesores. Mentores. Ciento diez personas en total.
Con cada persona surgía un recuerdo, una imagen del fallecido en acción en mi vida. Ninguno de ellos era demasiado profundo. Mi yo de cinco años escondiéndose de mi abuelo debajo de la mesa de la cocina. Acciones cotidianas de colegas y vecinos. Sonrisas de alumnos en clase. Comidas con amigos.
Estos recuerdos me unen a ellos, y ellos a mí, a través del abismo del tiempo. En este mes dedicado a los fieles difuntos, cumplo con mi deber hacia cada uno, que es el acto final de nuestra relación a este lado de la eternidad: Pido a Dios que se apiade de ellos y los lleve consigo.
Al final del Credo de los Apóstoles, profesamos sucesivamente la comunión de los santos y el perdón de los pecados. Este último, obrado por la sangre de Cristo, hace posible el primero. Por el Bautismo entramos en la Comunión de los Santos, pues Dios nos adopta como hijos suyos. Puede que no nos sintamos muy santos, pero marchamos en ese número no por lo que hagamos, sino porque Dios nos ha elegido. El Bautismo, pues, no es un fin. Es el comienzo de un viaje que termina en la unión sin mediaciones con Dios, en la que sólo podemos entrar después de haber sido purificados de toda mancha de pecado.
No es una tarea que podamos completar solos. “El Dios que te creó sin ti”, nos enseñó San Agustín, “no te salvará sin ti”. A esta tesis, sin ánimo de faltar al respeto al Doctor de la Gracia, podemos añadir: “Y sin tus hermanos”.
Nuestra cooperación con la gracia de Dios siempre se queda corta. Necesitamos que nuestros compañeros cristianos, hermanos y hermanas por el Bautismo, contribuyan también a nuestra salvación. Lo hacen en esta vida a través de las innumerables formas en que interactúan con nosotros, para bien y para poner a prueba nuestra paciencia. Y lo hacen después de nuestra muerte a través de sus oraciones.
Memento mori, seamos conscientes de la muerte, y de hecho deberíamos serlo este mes, ya que al final del año se entona el estribillo de que nuestro fin también llegará, por lo que deberíamos actuar en consecuencia. Pero, al mismo tiempo, una segunda orden nos llama: Memento mortuorum, recuerda a los muertos, a los que nos precedieron. Nuestras oraciones son saludables para ellos. También son saludables para nosotros.
Con cada oración viene un recuerdo, y con cada recuerdo sentimos nuestra pertenencia a la Comunión de los Santos que trasciende el tiempo. “La sociedad -escribió Edmund Burke en sus Reflections on the Revolution in France (Reflexiones sobre la Revolución en Francia)- es una asociación entre los que viven, los que han muerto y los que han de nacer”. Nacido de Dios y no de la voluntad de los hombres, el Bautismo en la Comunión de los Santos confiere una relación más profunda, pues en Cristo todos -vivos y muertos- son una familia que peregrina unida. Algunos ya han llegado a la meta. Otros apenas han comenzado. Y otros están en camino, buscando ayuda para llegar.
Cada persona de la Comunión de los Santos es un miembro del Cuerpo de Cristo. “Si un miembro sufre, todos sufren juntos; si un miembro es honrado, todos se alegran juntos” (1 Cor 12,26). El sufrimiento y el regocijo rodean el misterio de la muerte. Las 110 almas por las que rezo este mes sufrieron la muerte, y yo sufrí su pérdida. Pero nuestro Señor hizo una promesa: “Ahora tenéis tristeza, pero volveré a veros y se alegrará vuestro corazón, y nadie os quitará vuestra alegría” (Juan 16:22).
Años después, mis recuerdos generan una sutil alegría, parecida a la que se siente al observar a los niños pequeños jugando. Porque en cada recuerdo brilla un destello de una vida, y cada vida es un regalo de Dios que no tenía por qué serlo. Nuestras vidas permanecen entrelazadas en la Comunión de los Santos. La oración es nuestro alimento común. Los recuerdos son el vino que compartimos. El Cielo es nuestro hogar compartido.
Ahora, con cada oración por ellos viene una esperanza: que, cuando complete mi peregrinación, nos volveremos a ver en la luz del Señor, y entonces nuestros corazones se alegrarán sin fin.
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