miércoles, 18 de diciembre de 2024

CARDENAL BILLOT, SJ: SOBRE LA LEGITIMIDAD DEL ROMANO PONTÍFICE

Compartimos el Tractatus De Ecclesia Christi 5.ª edición, págs. 623-636 (Roma: Universidad Pontificia Gregoriana, 1927) escrito por el Cardenal Louis Billot, SJ


TESIS XXIX

Puesto que la titularidad de la sucesión de Pedro en el primado de toda la Iglesia es la legítima elección como obispo de Roma, hay que tener presente ante todo que, hablando al menos según la regla, las condiciones de esta elección dependen únicamente del derecho pontificio. Además, en una persona debidamente elegida y elevada de una vez para siempre al pontificado, el poder puede de hecho llegar a su fin por abdicación voluntaria, pero de ninguna manera por deposición (1), y más aún, de ninguna manera, si, según la opinión bien fundada de Belarmino y otros teólogos, se supone imposible el caso de un Pontífice que dejara de pertenecer a la Iglesia a causa de herejía notoria. Pero sea lo que fuere lo que se piense todavía sobre la posibilidad de esta hipótesis, al menos hay que admitir necesariamente que la adhesión pacífica de la Iglesia universal será siempre un signo infalible de la legitimidad de la persona del Pontífice, y lo que es más, incluso de la existencia de todas las condiciones que se requieren para la legitimidad misma.

(1) Deposición eclesiástica: En el antiguo Código de Derecho Canónico, castigo medio entre la suspensión y la degradación, consistente en una privación de oficio y beneficio para siempre, con retención del canon y fuero.

§1.

Que la elección legítima de un Pontífice depende ahora de facto sólo de la ley pontificia, se prueba con un argumento fácil y rápido, porque los soberanos pontífices han decretado la ley que rige la elección. Por lo tanto, mientras no sea abrogada por el mismo Pontífice, permanece en vigor, y no hay ningún poder en la Iglesia, ni siquiera durante la vacancia de la Santa Sede, por el que pueda ser cambiada. “Porque el Papa estableció las medidas que conciernen a la elección, y cambia y limita de tal modo el acto de la elección que el acto es nulo si se hace de manera contraria. Además, que esta autoridad no existe en la Iglesia o en un Concilio si el Papa ha sido excluido, queda claro por el hecho de que toda la Iglesia no puede cambiar autoritariamente la ley hecha por el Papa: por ejemplo, que la elección no sea competencia de verdaderos e indudables cardenales, que sea papa alguien elegido con menos de dos tercios de mayoría de los cardenales. Pero, por otra parte, el Papa bien podría dictar estas normas... porque en las cuestiones relacionadas con el derecho positivo, el mismo legislador que tuvo autoridad para crear una norma puede anularla” [1]. Y, por lo tanto, si, por ejemplo, durante el Concilio Vaticano [I] la sede hubiera quedado vacante, la elección legítima no habría sido competencia de los Padres conciliares, sino de los electores habituales, como también había previsto expresamente Pío IX en una bula especial.

En consecuencia, sólo cabe la cuestión de un posible [caso], a saber, si la asignación de las condiciones de la elección podría pertenecer a alguna autoridad distinta de la del Papa. Ciertamente, esto no plantea ninguna duda acerca de la autoridad de un concilio ecuménico, que de ningún modo se contradice con la potestad pontificia, puesto que el principio subyacente de los decretos ecuménicos es que tienen confirmación del Pontífice. Por lo tanto, sólo cabe dudar de alguna otra autoridad inferior. Pero la conclusión debe ser negativa, porque, puesto que sólo a Pedro se le ha dado la primacía para sí y para sus sucesores, sólo a él, es decir, al Sumo Pontífice, corresponde la determinación del modo de transmisión de la potestad hereditaria y, lo que es más, el modo de la elección por la que se realiza esta misma potestad. Además, toda ley relativa al orden de la Iglesia universal sobrepasa, por la naturaleza misma de la cosa, los límites fijados a un poder que no es soberano [supremae]. Pero, sin duda, la elección del obispo de mayor rango pertenece al orden de la Iglesia universal. Por lo tanto, desde la naturaleza misma de la cosa, la elección está reservada a la determinación del individuo a quien Cristo ha confiado el cuidado de toda la comunidad.

De hecho, estas conclusiones, sin duda, son válidas, fuera de toda controversia, para el estado ordinario y regular de las cosas. Pero la cuestión es cuál es la ley, si por casualidad se presentara un caso extraordinario en el que fuera necesario proceder a la elección de un Pontífice sin la posibilidad de preservar ya las condiciones que la ley pontificia precedente había establecido, como de hecho muchos piensan que ocurrió en el tiempo del Gran Cisma en la elección de Martín V.

Además, habiendo supuesto la ocurrencia de tales circunstancias en cualquier momento, uno debe admitir sin dificultad que el poder de elección correspondería a un concilio general. Pues es conforme a la ley natural misma que en casos de este tipo, la atribución de un poder superior se extienda, por vía de devolución, al poder más próximo a él en la sucesión, en la medida en que sea absolutamente necesario, para que una sociedad pueda ser preservada y escapar a la angustia de la necesidad más apremiante. “Pero en caso de ambigüedad (por desconocerse si alguien es verdadero cardenal..., por estar muerto el Papa o por ser incierto, como parece haber ocurrido en tiempos del Gran Cisma iniciado bajo Urbano V), después de hacer un examen debidamente diligente del asunto, debe afirmarse que, en la Iglesia de Dios, la potestad del papado es aplicativa a la persona. Y entonces, por vía de devolución, este poder parece alcanzar a la Iglesia universal, como si no existieran electores designados por el Papa” [2]. Esto, digo, es fácilmente comprensible, admitiendo la contingencia del caso. Pero otra cuestión completamente distinta es que se haya producido un supuesto de facto. Y además, entre los eruditos se sostiene ahora casi con certeza que la elección de Martín V no fue efectuada por la propia autoridad del Concilio de Constanza, sino por facultades expresamente concedidas por el Papa legítimo, Gregorio XII, antes de que renunciara al papado [3], de tal manera que el Cardenal Franzelin dice justa y correctamente, es decir, por supuesto, “por qué, en humilde alabanza a Cristo Rey, Esposo y Cabeza de la Iglesia, nos maravillamos de la providencia porque puso orden en aquella vasta confusión ocasionada y sostenida por la codicia y la ignorancia, salvando todas las leyes, demostrando muy claramente que la indefectibilidad de la roca sobre la que edificó su Iglesia para que las puertas del infierno no prevalezcan contra ella no depende del esfuerzo humano, sino de la fidelidad divina a sus promesas y de su omnipotencia para gobernar” [4]

Esto es suficiente sobre la elección de la persona del Papa. Pero ahora la cuestión es si es posible que una persona debidamente elegida y elevada de una vez por todas al pontificado pueda en un momento u otro dejar de ser activo en el pontificado, y en la medida en que la respuesta sea afirmativa, cuál es el principio subyacente por el que puede ocurrir.

§2.

Es concebible una triple vía. Primero, la abdicación del Pontífice por su propia voluntad. Segundo, su deposición por los cardenales o por un Concilio general. Tercero, su defección de la Iglesia, con la consiguiente pérdida del papado por la propia naturaleza de la cosa, ya que es intrínsecamente incompatible que quien ha dejado de ser miembro de la Iglesia pueda seguir existiendo como cabeza de la Iglesia.

Yendo más lejos, no cabe la menor duda de que la potestad pontificia en la línea de Pedro puede llegar a su fin de la primera manera. Pues la unión del pontificado con una persona determinada no es de derecho divino, salvo el presupuesto de la legitimidad de la persona, que se produce por sí misma en la elección humana
. Sin embargo, el efecto de la elección humana depende siempre del libre consentimiento o aceptación de la persona elegida, y no depende menos del segundo, tercero y cuarto instante [del ser o no ser de algo] que del primero [5]. Por lo tanto, así como esta persona comenzó a ser legítima cuando aceptó su elección como Sumo Pontífice, así también deja de serlo tan pronto como, por medio de la renuncia, destruye el efecto de la elección en sí misma. Además, hay que tener en cuenta que un Pontífice sucesor de Pedro no se considera de la misma condición que el propio Pedro o que cualquier otro obispo, pues Cristo había establecido a Pedro en el poder sin que se presupusiera la elección de los hombres, por lo que parece que no había podido abdicar del pontificado. Pero los demás obispos son elegidos por el poder del Romano Pontífice, como se declara en el Concilio de Trento, sesión 23, canon 8, y por eso pueden dimitir, pero de tal manera que la dimisión no surta efecto a menos que sea aceptada después por aquel que los llamó a una parte de responsabilidad [6]. Sólo el Papa es sucesor de Pedro en esa condición especial, de tal manera que puede incluso dimitir, y la dimisión es válida por sí misma, pues no tuvo superiores o los tiene de parte del pueblo que lo eligió, y los electores no pudieron imponerle la elección por vía de obligación, como sucede en los capítulos generales de las Ordenes Religiosas según las constituciones propias de la OrdenPor consiguiente, así como no necesitaba el consentimiento de ellos para que el efecto canónico de la elección se impidiera desde el principio por la no aceptación, tampoco necesita el mismo [consentimiento] para que sea deshecho por la renuncia. Y puesto que, con la supresión del efecto canónico, desaparece la condición necesaria para la investidura de derecho divino por la que el designado como sucesor de Pedro había recibido las llaves principales y el poder pastoral sobre todo el rebaño de Cristo, del hecho mismo de la abdicación se deduce claramente que queda libre del pontificado. Por lo tanto, Bonifacio VIII, en el Libro Sexto [a saber, “Las Decretales de Bonifacio VIII”], 1. 1, Título 7, “sobre la renuncia”, dice: “con vistas al hecho de que algunos... menos prudentemente parecían replegarse en una inquietante duda sobre si el Romano Pontífice puede renunciar al papado y a su carga y honor: Nuestro quinto predecesor, el Papa Celestino, mientras presidía el gobierno de la Iglesia (universal), deseoso de restringir la ocasión de cualquier duda sobre este tema, por su autoridad apostólica ordenó y decretó que el Romano Pontífice puede renunciar libremente. Por lo tanto, entre otras constituciones, como recuerdo eterno del asunto, Nosotros, por consejo de nuestros hermanos, juzgamos que la decisión debía ser redactada [para su inclusión en estos decretos], no sea que suceda que una determinación de este tipo sea olvidada con el paso del tiempo, o que la misma duda lleve a una renovada controversia”.

Pero en la medida en que es cierto, hay que sostener en la misma medida como un hecho indudable que una persona que ha sido elevada de una vez por todas al pontificado puede ser libre del pontificado mismo por abdicación libre, tanto como en relación con un Pontífice indudable, [una remoción] no puede de ninguna manera producirse por una deposición por la cual el Pontífice sería privado de su autoridad por la Iglesia o por cualquier grupo existente en la Iglesia. La razón general es que un superior no es depuesto por un inferior. Pero el Papa está más allá de todos y cada uno de los hombres de la Iglesia, tomados tanto distributiva como colectivamente, y no sólo a modo de regla general, sino también en vista de cualquier caso o acontecimiento en absoluto, como es ahora evidente a partir de los preceptos de la monarquía eclesiástica y abiertamente declarado más adelante, donde [discuto] el poder y el principio rector de la primacía. Por lo tanto, la opinión de los galicanos sobre este punto debe ser considerada en el mismo sentido que su opinión sobre la superioridad de un Concilio sobre el Papa, que ahora, después de las definiciones del Concilio Vaticano, ha demostrado ser herética.

Tampoco se puede decir que la deposición es todavía concebible, no, por ejemplo, por la eliminación directa del poder pontificio (ya que éste es inmediatamente de Dios y tiene todo otro poder en la Iglesia bajo él), pero la legitimidad que la elección produjo naturalmente sin calificación sería removida de la persona del Pontífice por un simple cambio de sujeto. De hecho, esto se reconoce como contradictorio en varios puntos. En efecto, en primer lugar, porque el Pontífice quedaría siempre sometido jurídicamente al juicio de los inferiores, lo que implica una abierta contradicción. Segundo, porque el mencionado cambio de persona no se opone correlativamente a la elección, sino que existe en otro orden, indudablemente en el orden de un acto jurisdiccional y jurídicamente capaz, y por lo tanto, no se sigue [que] si la persona del Pontífice puede ser nombrada por los hombres, pueda por ello ser privada de legitimidad por los hombres. En tercer lugar, porque la Iglesia o la comunidad de la Iglesia no conserva ningún acto respecto a la persona del Pontífice, excepto el acto de la elección. Por lo tanto, concluida la elección canónica, no queda nada que hacer hasta que haya ocasión para una nueva elección, y no hay ocasión para una nueva elección sino posteriormente a la vacante de la sede. Por lo tanto, la imposibilidad de deposición es cierta en todos los sentidos. Sin embargo, a continuación hablaremos de lo que hay que pensar respecto a la cuarta y quinta sesiones del Concilio de Constanza.

Y así, con estas dos preocupaciones existentes ahora colocadas a salvo, por así decirlo, fuera de toda duda, queda por último la célebre cuestión sobre el caso en que un Pontífice pueda desertar de la Iglesia por apostasía, cisma o herejía. Por apostasía, por ejemplo, si el Papa se convirtiera en turco [musulmán]. Por cisma, si ya no estuviera dispuesto a estar en comunión con la Iglesia Católica. Por herejía, si él personalmente profesara que no cree en ningún dogma hasta ahora suficientemente propuesto y sostenido con una fe firme por todos los fieles cristianos, digamos, la divinidad de Cristo, Su Presencia Real en el Sacramento, la Inmaculada Concepción de la Madre de Dios, o cualquier otro dogma de este tipo. Pero de las tres hipótesis mencionadas, las dos primeras son tan inverosímiles que apenas se toman en consideración entre los teólogos. Y, por lo tanto, toda la cuestión suele reducirse al caso de un Papa que pudiera convertirse en hereje por profesión personal.

Por lo tanto, una vez hecha esta suposición, todos conceden que el vínculo de comunión y subordinación tendrá que ser removido debido a las autoridades divinas [Escriturales] que expresamente ordenan la separación de los herejes, Tito 3:10, 2 Juan 10, etc. Pero algunos, junto con Cayetano, quieren que un papa que se convirtió en hereje esté sujeto al poder ministerial de la Iglesia siguiendo la secuencia correcta para producir la deposición, y dicen que ésta es la única excepción en la enseñanza general afirmada y declarada justo arriba. Otros, sin embargo, consideran que tal persona caería ipso facto del pontificado, de modo que no habría ocasión para la deposición por parte de la Iglesia, sino sólo para una sentencia declarativa sobre la vacante de la sede. “Sobre el modo en que un Papa es depuesto como consecuencia del delito de herejía, hay diversidad de opiniones. Ciertos teólogos dicen que esto sucede debido al defecto del sujeto. Pues dicen que el sujeto del papado es un hombre de fe, y de acuerdo con esta regla, así como el sujeto del papado cesa cuando la vida corporal está ausente debido a la muerte, así el sujeto del papado cesa debido a la herejía cuando la fe está ausente en un hombre que es papa. Esta opinión se funda en el hecho de que la fe establece al peregrino en el estado de ser miembro de la Iglesia de Cristo. Por cierto, añaden, después de anexar otra proposición a esta opinión, a saber, que la negación de un término general produce la negación de un término específico en las cosas esencialmente dispuestas en el orden de una causa formal (lo cual es inductivamente claro: pues si no es animal no es hombre, y si no es color, no es blanco, y así con otras cosas): Pero ser miembro y ser cabeza están tan esencialmente ordenados que ser miembro es anterior a ser cabeza, como es evidente porque la cabeza debe ser miembro, pero no a la inversa. Por lo tanto, lo que no es miembro no es cabeza. Y así, un hombre falto de fe, como es el caso de un hereje, no es miembro de la Iglesia, por lo tanto no es cabeza de la misma, y por ello, puesto que un papa no es otra cosa que la cabeza de la Iglesia, por el mismo hecho de que se convierte en falto de fe, se convierte en no papa. Y esta es la razón por la que, bajo diferentes teorías, otros [teólogos] dicen que cuando el papa se convierte en hereje, es privado del papado ipso facto por la ley divina en la que se hace una distinción entre los fieles y los infieles. Y cuando, por esta razón, es depuesto por medio de la instrumentalidad de la Iglesia, el Papa no es juzgado y no es depuesto, sino que es uno que ya es juzgado y uno que ya es depuesto; puesto que, habiéndose convertido en infiel por su propia voluntad, ha sido transferido fuera del cuerpo de la Iglesia, es declarado juzgado y depuesto” [7].

Además, de las dos maneras de hablar aquí, la segunda parece seguir la única forma en la que se preservan los principios absolutamente ciertos de la constitución eclesiástica, hasta ahora intactos. Y será fácilmente evidente para alguien que lea las reflexiones reunidas por Cayetano que él argumenta a favor de la primera opinión, esforzándose inútilmente en mostrar cómo estas tres [afirmaciones] pueden permanecer juntas, a saber..: [1] Que un papa que se convierte en hereje es depuesto ipso facto por ley divina o humana. [2] Que un papa que sigue siendo papa no tiene un superior en la tierra. Y [3] que un papa, si se desvía de la fe, es no obstante, depuesto por la Iglesia. Pero es todo lo contrario, porque si, en caso de herejía, un papa que sigue siendo papa puede ser depuesto por la Iglesia, necesariamente resulta una de dos cosas: que una deposición no afirma la superioridad [eclesiástica] del deponente respecto al depuesto, o que un papa que sigue siendo papa en realidad tiene, al menos en referencia a algún acontecimiento, un superior en la tierra. Además, una vez que se abre una vía a la deposición, ya sea por la naturaleza misma de la cosa o por el derecho positivo, ya no hay razón alguna para que la posibilidad de deposición se restrinja sólo a un caso de herejía, pues desde entonces, se socavan todos los principios a los que generalmente se une su incompatibilidad, y no queda nada más que una regla voluntaria a la que se añade una excepción arbitraria.

Pero las razones con las que Cayetano rechaza el modo de hablar de sus adversarios apenas tienen peso. “[El siguiente argumento]”, dice, “demuestra que un papa hereje no está privado ipso facto (del pontificado) ni por ley divina ni humana: Otros obispos, si son herejes, no son privados ipso facto por ley divina o humana; y por lo tanto, tampoco lo es el papa. Se deduce claramente que un papa no está en una posición inferior a otros obispos. Lo que se suponía se demuestra así. Un obispo que por un solo acto interior descrea contra la fe es verdadera, propia y perfectamente un hereje y no es privado ipso facto. En esta cuestión hay dos proposiciones. La primera es que sea designado perfectamente hereje por un solo acto interior, y esta [opinión] es manifiesta per se... Sin embargo, la prueba de la segunda es... que tal hereje no es excomulgado; pues la Iglesia no puede excomulgar porque no puede juzgar. Por lo tanto, está mucho menos privado del poder de jurisdicción, que es respecto a la comisión de un hombre, etc.” [8]. Aquí es donde se ve que el fundamento de Cayetano descansa en un grado singular en el hecho de que un acto interior es suficiente para la herejía y que la jurisdicción nunca se pierde por razón de la herejía interior. Pues el argumento va así: un obispo no cae de su poder por herejía interior y oculta per se: por lo tanto un obispo que se ha convertido en hereje nunca está ipso facto privado de jurisdicción episcopal; y por lo tanto tampoco lo está un papa, que no se encuentra en una posición inferior. Pero en verdad hay que considerar que, en el presente, no se trata positivamente de herejía en cuanto pecado contra la virtud de la fe en el fuero interno de Dios y de la conciencia, sino pura y simplemente de herejía que tiene el poder de separar a un hombre del cuerpo visible de la Iglesia, y se opone directamente a la profesión externa de la religión católica. Pero la herejía de esta clase no es herejía interior u oculta, sino sólo exterior y notoria, como se explica copiosamente en la cuestión 7, tesis 11, § 2. Porque no es el incrédulo secreto, sino el que profesa abiertamente la incredulidad en las cosas que se proponen a los fieles cristianos sostener con fe católica, el que rompe el vínculo por el que pertenecía a la estructura visible de la sociedad eclesiástica y, en consecuencia, pierde inmediatamente la condición de miembro con todos los títulos que esencialmente la presuponen. Por lo tanto, bajo el supuesto de la hipótesis de un papa que notoriamente se convirtiera en hereje, hay que conceder sin demora que perdería ipso facto la potestad pontificia, siempre que, habiéndose convertido en hereje por su propia voluntad, fuera trasladado fuera del cuerpo de la Iglesia, como dicen los autores a quienes Cayetano erróneamente, según parece, condena por error.

He dicho bajo el supuesto de la hipótesis. Pero el hecho de que la hipótesis misma sea una mera hipótesis, nunca reducible a un acto, parece mucho más probable, según Lucas 22:32: Pero yo he rogado por ti, que tu fe no falte; y tú, una vez convertido, confirma a tus hermanos. Pues la voz de toda la Tradición dice que debemos entender que este versículo se refiere a Pedro y a sus sucesores a perpetuidad, y así se declarará a continuación, donde [analizo] la autoridad docente infalible del Romano Pontífice. Pero por el momento, se asume como absolutamente cierto. Ahora, sin embargo, incluso si las palabras del Evangelio se refieren principalmente a la persona pública del individuo que enseña ex cathedra, debe decirse, en lo que concierne al mantenimiento de la herejía, que se extienden también, por una especie de necesidad, a la persona privada del pontífice. Ciertamente, el deber ordinario de confirmar a los demás en la fe está confiado al pontífice, y para este mismo fin el individuo obtiene de Cristo, a quien se escucha en todas las cosas por reverencia hacia Él, el don de la fe indefectible. Pero, pregunto, ¿para quién se obtiene? ¿Es para una persona abstracta y metafísica, o para una persona real y viva de la que debe venir la confirmación de los demás? O, por casualidad, ¿se dirá que la fe indefectible existe en alguien que, admitiendo que no puede equivocarse al determinar lo que otros deben creer, sin embargo puede sufrir personalmente un naufragio con respecto a la fe? Además, nótese que aunque un Pontífice que cayera en notoria herejía caería ipso facto del pontificado, de todos modos naufragaría igualmente en la herejía antes de perder el poder, y por lo tanto, la defectibilidad en la fe estaría siempre unida al deber de confirmar de sus hermanos, cosa que la promesa de Cristo parece excluir por completo. Además, si, teniendo en cuenta la Providencia de Dios, es imposible que un Pontífice caiga en herejía oculta o meramente interna, mucho menos puede caer en una herejía exterior y notoria que llevaría consigo desarrollos impropios muchísimo mayores. Pero el orden divinamente establecido exige absolutamente que el Sumo Pontífice como persona particular no pueda ser hereje, ni siquiera perdiendo la fe internamente. “Pues el Pontífice no sólo no debe ni puede predicar la herejía, sino que debe enseñar siempre la verdad, y lo hará sin duda alguna, puesto que el Señor le ordenó confirmar a sus hermanos. Pero ¿cómo, pregunto, un Pontífice herético confirmará a sus hermanos en la fe y predicará siempre la verdadera fe? En todo caso, Dios puede arrancar de su corazón herético una confesión de la verdadera fe, como una vez puso palabras en la boca del asno de Balaam. En resumen, aunque esté justificada la hipótesis de un Pontífice que pudiera llegar a ser notoriamente herético, Dios nunca permitiría ni siquiera a-priori que la Iglesia se viera envuelta en tantas confusiones de este tipo.

Las autoridades que objetan en el lado opuesto de la cuestión no prueban nada. En primer lugar citan la afirmación de Inocencio III, en su Sermón 2 sobre la consagración del Sumo Pontífice, donde, hablando de sí mismo, dice: “La fe me es necesaria en tal grado que, aunque sólo tengo a Dios por juez de [mis] demás pecados, sólo podría ser juzgado por la Iglesia a causa de un pecado cometido en la fe”. Pero ciertamente Inocencio no afirma el caso como simplemente posible, sino que, alabando la necesidad de la fe, dice que es tan grande que si, esté o no en el ámbito de lo posible, un Pontífice fuera hallado desviado de la fe, ya estaría sujeto al juicio de la Iglesia por la razón que se ha expuesto anteriormente. Y, en efecto, es un modo de hablar semejante al que emplea el Apóstol cuando quiere mostrar la verdad inalterable del Evangelio: Pero si nosotros, o un ángel del cielo, os anunciare otro evangelio distinto del que os hemos anunciado, sea anatema. Porque Inocencio había dicho antes: “Si yo no estuviera firme en la fe, ¿cómo podría fortalecer a otros en la fe? Eso es lo que se reconoce como propio especialmente de mi oficio, como el Señor atestigua: He rogado por ti, Pedro, para que tu fe no desfallezca; y tú, una vez convertido, confirma a tus hermanos. Él oró y Él lo llevó a cabo, ya que fue escuchado en todas las cosas por reverencia a Él. Y por lo tanto, la fe de la sede apostólica nunca ha fallado en ninguna perturbación, sino que siempre ha permanecido íntegra e intacta para que el privilegio de Pedro persistiera inconmovible”. Por consiguiente, esta declaración se opone más bien a los adversarios, a menos que digan que con ella Inocencio quiere decir en realidad que a veces puede faltar lo que el Señor procuró a Pedro como necesario para el cargo para el que lo nombró.

También citan la declaración de Adriano II en el tercer discurso leído en el Concilio Ecuménico VIII, Acción 7: “Leemos que el Romano Pontífice ha juzgado a los obispos de todas las iglesias; pero no leemos de nadie que lo haya juzgado a él. Pues aunque después de su muerte las iglesias orientales anatematizaron a Honorio, sin embargo, hay que reconocer que había sido acusado de herejía, razón por la cual sólo los inferiores pueden resistir a las iniciativas de sus superiores o rechazar libremente los malos sentidos. Aunque incluso en ese caso no hubiera sido nunca tan lícito a ninguno de los patriarcas u otros obispos ejecutar la sentencia contra él si no hubiera precedido la aprobación de la concurrencia del Pontífice de la misma primera sede”. Pero, ¿qué importa esto, puesto que es bien sabido que Honorio en modo alguno cayó en la herejía, sino que sólo la favoreció negativamente al no utilizar la suprema autoridad para desarraigar el incipiente error, y en este sentido se dice que fue acusado en materia de herejía? En consecuencia, en el mismo Concilio Ecuménico VIII, Acción 1, se había adjuntado una fórmula enviada por el mismo Adriano, en la que, sin restricción alguna, se lee lo siguiente: “En vista de que la religión católica se ha conservado siempre en la sede apostólica y se ha proclamado la santa doctrina”. Si, por otra parte, el sentido de Adriano no es que Honorio cayó en herejía, los que utilizan esa declaración para argumentar que el Romano Pontífice puede convertirse en hereje no tienen ningún terreno en el que apoyarse.

Por último, plantean un punto de derecho canónico, Distinción 40, canon 6 Si papa: “Ningún mortal en la tierra presume de probar al (papa) culpable de faltas, ya que él, que ha de juzgar a todos los hombres, no debe ser juzgado por ningún hombre, a menos que se descubra que se desvía de la fe”. Pero, sobre todo, hay que tener en cuenta que esta cita está tomada del Decretum de Graciano, en el que no hay más autoridad que la intrínseca de los documentos que se encuentran recogidos en él. Además, no hay nadie en absoluto que niegue que esos documentos, unos realmente auténticos y otros apócrifos, tengan un valor desigual. Por último, es más que probable que el canon anteriormente citado bajo el nombre del mártir Bonifacio deba considerarse incluido entre los documentos apócrifos. Sin embargo, Belarmino en este caso también responde: “Esos cánones no quieren decir que el Pontífice como persona privada pueda errar (heréticamente), sino sólo que el Pontífice no puede ser juzgado. Sin embargo, puesto que no es del todo seguro si un Pontífice puede o no puede ser hereje, por esta razón añaden por abundancia de precaución [la siguiente] condición: a menos que se convierta en hereje” [10].

§3.

Pero sea lo que sea lo que finalmente se piense sobre la posibilidad o imposibilidad de la mencionada hipótesis, al menos un punto debe mantenerse como completamente inconmovible y firmemente situado más allá de toda duda: la sola adhesión de la Iglesia universal será siempre por sí misma un signo infalible de la legitimidad de la persona del Pontífice y, lo que es más, incluso de la existencia de todas las condiciones requeridas para la legitimidad misma. No es necesario buscar pruebas lejanas de esta afirmación. La razón es que se toma inmediatamente de la promesa infalible de Cristo y de la providencia. Las puertas del infierno no prevalecerán contra ella, y He aquí que yo estoy con vosotros todos los días. Ciertamente, que la Iglesia se adhiriera a un falso pontífice sería lo mismo que si se adhiriera a una falsa regla de fe, puesto que el Papa es la regla viva que la Iglesia debe seguir en la creencia y que siempre sigue de hecho, como se verá aún más claramente en lo que se dirá más adelante. Por todos los medios, Dios puede permitir que en un momento u otro la vacante de la sede se prolongue durante un tiempo considerable. También puede permitir que surjan dudas sobre la legitimidad de uno u otro elegido. Pero no puede permitir que toda la Iglesia reciba como pontífice a alguien que no sea un verdadero y legítimo [papa]. Por lo tanto, desde el momento en que ha sido aceptado y unido a la Iglesia como la cabeza al cuerpo, no podemos seguir considerando la cuestión de un posible error en la elección o de una [posible] deficiencia de cualquier condición necesaria para la legitimidad, porque la mencionada adhesión de la Iglesia sana radicalmente el error en la elección e indica infaliblemente la existencia de todas las condiciones requeridas. Y sirva esto de observación incidental contra los que quieren unirse para dar una apariencia respetable a los indudables esfuerzos cismáticos realizados en tiempos de Alejandro VI sobre la base de que fueron hechos por quien se obstinó en decir que las pruebas más seguras en materia del estado herético de Alejandro VI debían ser reveladas en un Concilio general. Sin embargo, para renunciar en este momento a otros argumentos por los que esta opinión suya podría ser fácilmente refutada, este solo [argumento] es suficiente: Ciertamente es bien sabido que en el tiempo en que Savanarola escribía sus cartas a los príncipes, toda la cristiandad se adhería y obedecía a Alejandro como verdadero pontífice. Por lo tanto, por ese hecho, Alejandro no era un falso pontífice. Por lo tanto, no era un hereje, al menos no se encontraba en el estado herético que, al eliminar el elemento esencial de la pertenencia a la Iglesia, como consecuencia de su propia naturaleza despoja [a un hombre] del poder pontificio o de cualquier otra jurisdicción ordinaria.

Ya se ha dicho bastante sobre lo que concierne a la perpetuidad del primado de Pedro en los Romanos Pontífices. Ahora debemos tratar del poder y del principio subyacente de la primacía.


Notas:

1) 
Thomas Cajetan, Tratado 1, De Auctoritate Papae et Concilii, capítulo 13.

2) 
Thomas Cajetan, en el mismo lugar citado anteriormente.

3) La legitimidad de la elección de Urbano VI parece ahora haber sido investigada a fondo; de ese examen se sigue la legitimidad de los sucesores de Urbano, es decir, Bonifacio IX, Inocencio VII y Gregorio XII. Además, Gregorio XII, desde la plenitud del poder, designó el Sínodo de Constanza como un verdadero y legítimo Concilio para la erradicación de espantosos cismas y para desear y realizar justamente la unión. El legado de Gregorio, el cardenal Dominici, proclamó solemnemente la constitución del Papa en la sesión XIV: “En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén. Por la autoridad de nuestro señor el Papa, en cuanto concierne al mismo individuo... para que los cristianos disidentes bajo la profesión de diferentes pastores se reúnan en la unidad de la santa madre Iglesia y por el vínculo de la caridad, convoco este sagrado concilio general, y autorizo y confirmo todas las cosas que se han de hacer por él según el modo y la forma, como se contiene más detalladamente en la carta de nuestro señor el Papa”. A continuación, el sínodo, en virtud de la autoridad que le había sido conferida, decretó en la Sesión XVI que quedaba reservado al Concilio en esta ocasión resolver el modo y la forma de la futura elección del Romano Pontífice después de la vacante de la Santa Sede. Finalmente, en la misma Sesión XVI, se produjo la abdicación de Gregorio por su propia voluntad. Por lo tanto, por esta renuncia la Sede Apostólica quedó verdaderamente vacante, y en consecuencia el Concilio, en razón de las facultades que le fueron conferidas por la soberana [suprema] potestad del Papa, pudo proceder en el modo, forma, lugar, tiempo y materia fijados por el mismo Concilio a la elección canónica y cierta del único y futuro Sumo Pontífice, y finalmente después de dos años alcanzó felizmente ese fin en Martín V. - Así escribió Franzelin, De Ecclesia, Tesis XIII, en el Comentario. Véanse los documentos en la obra del mismo autor.

4) Franzelin, 1.c.

5) Esta discusión se refiere a la elección humana, que no es más que una elección. Mientras que se puede considerar una hipótesis en la que un cuerpo de electores tiene poder sobre cada individuo elegible. En ese caso, no se trata de una mera y simple elección, sino de una elección que implica conjuntamente el elemento esencial de un mandato. Pero no puede haber ninguna duda en el presente sobre tal elección, como todo el mundo sabe.

6) Nota del Traductor: “cuota de responsabilidad” a diferencia de “plenitud de poder”.

7) 
Thomas Cajetan, Tratado 1, De Auctoritate Papae et Concilii, capítulo 17.

8) Thomas Cajetan, en el lugar arriba citado, capítulo 19.

9) Belarmino, Libro 4, De Romano Pontifice, capítulo 6.

10) Belarmino, Libro 4, De Romano Pontifice, capítulo 7.


Traducido del latín original 
al inglés por Novus Ordo Watch
Traducido del inglés al español por Diario 7

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