martes, 10 de diciembre de 2024

CATECISMO DE TRENTO (1566) - DE LA QUINTA PETICION


CUARTA PARTE

DEL CATECISMO ROMANO

CAPITULO XIV

DE LA QUINTA PETICION

Perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores

Siendo tantas las cosas que nos manifiestan el poder infinito de Dios junto con igual sabiduría y bondad, que a cualquier parte que volvamos los ojos y la consideración encontramos señales certísimas de su omnipotencia y liberalidad, con todo eso nada hay que declare más lo sumo de su amor y lo admirable de su caridad con nosotros, que el misterio inefable de la Pasión de Jesucristo, de donde brotó aquella perennal fuente, para lavar las manchas de los pecados, y en la cual deseamos ser lavados y purificados, cuando haciéndonos la guía, el que nos hace la gracia, nos enseña a pedir: Perdónanos nuestras deudas.

Contiene pues esta petición una suma de todos los bienes con que el linaje humano fue enriquecido por Jesucristo. Esto es lo que enseñó Isaías cuando dijo: Perdonarse ha la maldad a la casa de Jacob; Y este será todo el fruto; quitarse de en medio su pecado. Lo mismo mostró David, predicando por bienaventurados, a los que pudieron percibir tan saludable fruto por estas palabras: ¡Dichosos aquellos cuyas maldades fueron perdonadas! Y por esto deben los Párrocos advertir con cuidado y explicar con diligencia a los fieles el sentido de esta petición, que tan provechosa entendemos que es, para conseguir la bienaventuranza. 

Más entramos con un nuevo modo de pedir. Porque hasta ahora habemos suplicado al Señor, no solo por los bienes espirituales y eternos, sino también por los temporales y pertenecientes a esta vida. Pero ahora rogamos por el remedio de los males así del alma como del cuerpo, tanto de esta vida como de la eterna. 

Pero como para alcanzar lo que deseamos se requiere pedir según se debe, se ha de tratar de la disposición con que deben llegar los que quieren pedir esto al Señor. Amonestarán pues los Párrocos al pueblo fiel, que ante todas las cosas es necesario que el que desea hacer esta petición, conozca él mismo su pecado; luego que le sienta y se duela de él, y en fin, que del todo se persuada, a que Dios tiene voluntad de perdonar a los que pecaron, si se hallan con los afectos y preparaciones que habíamos dicho. No sea acaso que a la amarga memoria y reconocimiento de los delitos, se siga aquella desesperación del perdón, que en otro tiempo se apoderó del ánimo de Caín y de Judas, los que miraron a Dios, solo como Vengador y Juez; no como manso y misericordioso. Y así debemos hacer esta petición con tales afectos, que reconociendo con dolor nuestros pecados recurramos a Dios no como a Juez sino como a Padre, y le pidamos nos trate no según su justicia sino según su misericordia. 

Fácilmente podremos reducirnos a conocer nuestros pecados, si oyéremos sobre esto al mismo Dios, quien sobre esta razón nos avisa en las Divinas Letras; porque en David nos dice: Todos prevaricaron, y se hicieron inútiles a una, no hay quien obre bien, no hay siquiera uno. Conforme a lo mismo dice Salomón: No hay hombre justo en la tierra, que haga bien y no peque. A esto alude también aquel dicho: ¿Quién podrá decir: limpio está mi corazón, libre estoy de pecado? Lo mismo escribió San Juan para abatir el orgullo de los hombres: Si dijéremos que no tenemos pecados, nos engañamos, y no hay verdad en nosotros. Y Jeremías escribe también: Dijiste, sin pecado e inocente soy yo, y por tanto, apártese tu furor de mí. He aquí yo entraré contigo en juicio, por cuanto dijiste, no he pecado yo. El mismo Cristo Señor nuestro que por boca de sus Profetas había pronunciado antes todas estas sentencias, las confirma cuando ordena esta petición, en la cual nos manda confesar nuestros pecados. Y entender de otro modo estas palabras, está prohibido por la autoridad del Concilio Milevitano en estos términos: Cualquiera que dijere que los santos pronuncian por humildad, pero no con verdad aquellas palabras de la oración del Señor donde decimos: perdónanos nuestras deudas, sea anatema. Porque, ¿quién sufriría al que orase, y que al mismo tiempo mintiese y no a los hombres sino al mismo Dios? pues diciendo con la boca que pedía se le perdonase, su corazón sintiera, que no tenía deudas de qué pedir perdón. 

Pero en este preciso reconocimiento de los pecados no basta acordarse a la ligera de ellos; sino que es menester que esa memoria sea tan amarga, que punce al corazón, aguijonee al alma y le imprima dolor. Y así tratarán los Párrocos con diligencia este lugar; para que los fieles oyentes no solo hagan memoria de sus pecados y maldades, sino que la hagan con pesar y dolor; para que sintiéndose interiormente acongojados recurran a su Padre Dios, pidiéndole con todo rendimiento les saque las espinas de los pecados que tienen atravesadas en su alma. Y no solamente harán por poner delante de los ojos de los fieles la fealdad de los pecados, sino también la bajeza y villanía de los hombres; que no siendo otra cosa que carne podrida y suma vileza, tenemos osadía para ofender de un modo increíble a aquella incomprensible Majestad y Soberanía inexplicable de Dios, mayormente siendo nuestro Criador, nuestro Redentor y nuestro Bienhechor, que nos ha colmado de innumerables y muy grandes beneficios. 

¿Y esto para qué? Para que enajenándonos de nuestro Padre Dios que es el sumo bien, nos sujetásemos a la indignísima servidumbre del demonio por el vilísimo interés del pecado; siendo así que no puede decirse con cuánta crueldad reina en las almas que sacudido el yugo suave de Dios, y rompido el lazo amabilísimo de la Caridad, que es el que estrecha nuestro espíritu con nuestro Padre Dios, se pasaron al bando de su capital enemigo, el cual por esto es llamado en las Letras Divinas príncipe y rector del mundo, príncipe de las tinieblas y rey sobre todos los hijos de la soberbia. Y así a los que son oprimidos por la tiranía del demonio, viene ajustada aquella voz de Isaías: Señor Dios nuestro, otros Señores fuera de ti se han apoderado de nosotros. 

Y ya que no nos mueva haber rompido estos lazos de la caridad, muévanos siquiera las miserias y desventuras en que incurrimos por el pecado. Porque por él se pierde la santidad del alma, que sabemos estaba desposada con Cristo. Se profana el mismo Templo del Señor, contra cuyos profanadores dice el apóstol: Si alguno profanare el templo de Dios, Dios le destruirá. Son innumerables los males que acarrea el pecado al hombre; cuya peste casi infinita explicó David con estas palabras: No hay sanidad en mi carne a vista de tu ira, no hay paz para mis huesos a vista de mis pecados. Bien había conocido la fuerza de esta plaga cuando confesaba que no tenía en sí parte libre del pecado pestífero. Porque había penetrado hasta los huesos la ponzoña del pecado; esto es, había inficionado el entendimiento y la voluntad, que son las partes más sólidas del alma. Y lo muy cundido de esta peste se declara en las Divinas Letras, cuando llaman a los pecadores cojos, sordos, mudos, ciegos y baldados de todos sus miembros. Pero además del dolor que sentía David por la gravedad de sus pecados, lo acongojaba todavía más la ira de Dios, que entendía irritada contra sí por ellos; pues hay guerra viva entre Dios y los pecadores, por cuyas maldades se da por ofendido increíblemente. Así dice el apóstol: Ira, indignación, tribulación y angustia para toda ánima del hombre que obra mal. Porque aunque se pasase la acción del pecado, sin embargo persevera éste todavía en la mancha y en cuanto a la obligación a la pena, y le va sin cesar amenazando la ira de Dios, siguiéndole, como la sombra al cuerpo. 

Viéndose pues David llagado de estos aguijones, se movía a pedir el perdón por sus pecados. Y por lo tanto, propondrán los Párrocos a los fieles oyentes así el ejemplar del dolor de David, como la razón de su doctrina, valiéndose del Salmo cincuenta: para que a imitación de este Profeta queden bien instruidos ya acerca del sentimiento del dolor, esto es, de la verdadera Penitencia, y ya acerca de la esperanza del perdón. Cuantas utilidades acarree este modo de enseñar, a saber, que por los pecados mismos aprendamos a dolernos de ellos, lo declaran aquellas palabras de Dios por Jeremías, quien exhortando a penitencia al pueblo de Israel, le amonestaba, que mirase bien los males que se siguen al pecado: Mira, dice, cuan malo y cuan amargo es, haber tú desamparado a tu Dios y Señor, y no hallarse temor de mí en ti, dice el Señor Dios de los Ejércitos. Y de los que carecen de este necesario reconocimiento y sentimiento de dolor, se dice en los profetas Isaías, Ezequiel y Zacarías que tienen corazón duro, de piedra y de diamante; porque son como una piedra, que con ningún golpe se ablandan ni dan señal de sentimiento alguno de vida, esto es de reconocimiento saludable. 

Y para que el pueblo fiel aterrado acaso con la gravedad de sus pecados no desespere en poder alcanzar perdón, deberán los Párrocos atraerle a la esperanza con estas razones: Que Cristo Señor nuestro dio a la Iglesia potestad de perdonar pecados, como se declara en el artículo del sacrosanto Símbolo; y que por esta petición enseñó, cuanta sea la bondad y largueza de Dios para con los hombres; porque si no estuviera pronto y apercibido para perdonar los pecados a los penitentes, nunca habría ordenado esta regla de pedir: Perdónanos nuestras deudas. Y así debemos tener por muy cierto que nos concederá su paternal misericordia, quien nos la mandó pedir en estas oraciones. 

Lo que esta petición viene a decirnos sin razón de dudar, Es que de tal manera está Dios inclinado hacia nosotros, que perdona con muchísimo gusto a los que de veras se arrepienten. Dios es verdaderamente aquel contra quien pecamos, y a quien ofendemos con palabras y obras, negándole la obediencia y trastornando el concierto de su sabiduría, en cuanto es de nuestra parte. Sin embargo este mismo Señor es benignísimo Padre, que como puede perdonarlo todo; no solo declaró que quería, sino que también impelió a los hombres a pedir el perdón, y les enseñó las palabras con que le habían de pedir. Y por lo tanto nadie puede dudar, de que con su favor y ayuda está en nuestra mano recobrar su gracia. Y porque esta testificación de lo muy inclinada que está la voluntad de Dios a perdonarnos, acrecienta la Fe, alienta la Esperanza y enciende la Caridad, será conveniente esclarecer este lugar con algunos testimonios divinos y con ejemplos de hombres, a quienes arrepentidos concedió el Señor el perdón de las mayores maldades. Más porque ya tratamos de esta materia, según lo permitía el asunto en el proemio de esta petición, y en aquel artículo del Credo que habla del perdón de los pecados, tomarán de allí los Párrocos lo que parezca convenir, para ilustrar este punto, y por lo demás acudirán a las fuentes de las Letras Divinas. 

Después seguirán el mismo orden que nos pareció se debía guardar en las demás peticiones, para que entiendan los fieles qué es lo que significan aquí las Deudas, no sea que engañados con lo dudoso de la voz pidan cosa diversa de la que se debe. Pues en primer lugar es de saber que en manera ninguna pedimos que se nos dispense la estrechísima obligación que tenemos de amar a Dios con todo corazón, con todo el alma y con todas nuestras fuerzas. Porque el pagar esta deuda es necesario para la salvación. Y aunque en el nombre de deudas se encierran también la obediencia, el culto, la veneración y otras obligaciones semejantes; con todo eso no pedimos a Dios que nos descargue de ellas. Lo que pedimos es, que nos libre Dios de los pecados. Porque así lo explicó San Lucas, quien en lugar de deudas puso pecados; por cuanto cometiéndolos nos hacemos reos de Dios, y quedamos sujetos a las penas debidas; las que pagamos, o satisfaciendo, o penando. De esta calidad fue la deuda de que habló Cristo Señor nuestro por boca del Profeta: Lo que yo no quité, pagaba entonces. Por esta sentencia de la palabra de Dios se deja entender que nosotros no solo somos deudores, sino que no tenemos con qué pagar. Porque el pecador en manera ninguna puede satisfacer por sí. 

Por esta razón debemos acogernos a la Misericordia de Dios. Más como a esta le corresponde igual justicia, de la cual es celosísimo su Majestad, nos debemos valer de los ruegos y de los merecimientos de la Pasión de Jesucristo Señor nuestro, sin la cual ninguno alcanzó jamás perdón de sus pecados, y de dónde salió como de una fuente toda la virtud y eficacia de satisfacer. Porque aquel precio que Cristo Señor nuestro pagó en la cruz, y que se nos comunica por los Sacramentos recibidos o en realidad o en el deseo, es de tanto valor, que nos alcanza y obra lo que pedimos en esta petición, que es que se nos perdonen nuestros pecados. 

Y no solo pedimos aquí perdón de los pecados leves y fáciles de perdonarse, sino también de los graves y mortales. Aunque por lo que toca a los mortales, no tendrá eficacia esta petición, si no la toma del Sacramento de la Penitencia recibido realmente o a lo menos, en el deseo, como ya dijimos.

Nuestras deudas decimos; pero en sentido muy diverso del que dijimos antes el pan nuestro. Porque aquel pan es nuestro, por haber sido dado a nosotros por la misericordia de Dios; más los pecados son nuestros por estar su culpa en nosotros; pues son cometidos por nuestra voluntad, y no fueran pecados si no fueran voluntarios. Nosotros pues llevando a cuestas la carga de esa culpa y confesándola, imploramos la misericordia de Dios como necesaria para limpiar los pecados. Y en esto no alegamos excusa ni echamos a otro la culpa, como lo hicieron los primeros padres Adán y Eva. Nosotros mismos nos delatamos, valiéndonos (si somos cuerdos) de aquella súplica del Profeta: No permitas se deslice mi corazón en palabras de malicia, para alegar excusas sobre excusas en los pecados

Y no decimos perdóname, si no perdónanos. Porque la estrechez y caridad de hermanos que media entre todos los hombres, pide de cada uno de nosotros que cuidando de la común salud de los prójimos roguemos por ellos también, cuando pedimos por nosotros. Esta costumbre de orar enseñada por Cristo Señor nuestro, recibida y guardada perpetuamente por la Iglesia de Dios, es la que practicaron los mismos Apóstoles con especialidad, y la que dispusieron que observaran todos. Y de esta caridad y afecto ardiente en rogar por la salud de los prójimos tenemos en uno y otro Testamento los ejemplos esclarecidos de los santos Moisés y Pablo: de los cuales el uno suplicaba al Señor de esta manera: O perdónales este pecado, o si no lo haces, bórrame de tu libro. Y el otro: Deseaba, dice, yo mismo ser anatema de Cristo por la salud de mis hermanos

Así como nosotros perdonamos a nuestros deudores. 

Esa palabra Así como, se puede entender de dos maneras. Porque tiene fuerza de semejanza; y esta consiste en pedir a Dios que del mismo modo que nosotros perdonamos las injurias y agravios que nos han hecho, así su Majestad nos perdone nuestros pecados. Es además de esto, señal de condición; y en este sentido la interpreta a Cristo Señor nuestro cuando dice: Porque si perdonares a los hombres sus pecados, también vuestro padre celestial os perdonará vuestros delitos. Más si no perdonáis a los hombres, ni vuestro padre os perdonará vuestros pecados. Uno y otro sentido encierra en sí la misma necesidad de perdonar. De suerte que si queremos, que nos perdone Dios nuestros delitos, es necesario perdonar nosotros a los que nos han injuriado. Porque de tal manera requiere Dios de nosotros el olvido de las injurias y la voluntad y amor de unos con otros, que desecha y menosprecia los dones y sacrificios de los que no están reconciliados entre sí. 

Aún por ley natural está determinado que nos mostremos tales a los otros, cuales deseamos sean con nosotros ellos. Y así ciertamente sería un descarado el que pidiese a Dios le perdonase la pena de su maldad, al mismo tiempo que mantenía en sí un corazón armado contra su prójimo. Y por lo tanto, los que han sido injuriados, deben estar prontos y apercibidos para perdonar; ya porque los obliga esta forma de orar; y ya porque en San Lucas manda así el Señor: Si pecare tu hermano contra ti, repréndele. Y si hiciere penitencia, perdónale. Y si siete veces al día pecare contra ti, y otras tantas volviere a ti, diciendo, pésame, perdónale. Y en el Evangelio de San Marcos se dice: Amad a vuestros enemigos. Y antes que él escribió Salomón: Si padeciere hambre tu enemigo, dale de comer, si sed, dale de beber. Y el Evangelista San Marcos dice: Cuando os pusieres a orar, perdonad, si tenéis que contra alguno; para que vuestro Padre que está en los Cielos os perdone vuestros pecados.

Más como por vicio de la naturaleza dañada nada llevan peor los hombres, que perdonar a quien los injurió, empleen los Párrocos todas las fuerzas de su ánimo e ingenio, en reducir y doblar los corazones a esta blandura y misericordia tan necesaria en el Cristiano. Recálquese en los lugares de las Escrituras divinas, donde oímos a Dios, que manda perdonar a los enemigos. Prediquen lo que es muy verdadero, que es prueba grande de ser hijos de Dios, perdonar fácilmente las injurias y amar de corazón a los enemigos. Porque en esta obra de perdonar a los enemigos resplandece ciertas semejanza con nuestro Padre Dios, quién reconcilió consigo al linaje humano enemiguísimo y muy encontrado con él, redimiéndole de la perdición eterna por medio de la muerte de su Hijo. Y sea el remate de esta exhortación y doctrina aquel mandamiento de Cristo Señor nuestro, que no podemos rehusar sin suma ignominia y desgracia nuestra: Haced oración por los que os persiguen y calumnian; para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los Cielos.

Pero aquí se requiere en los Pastores una prudencia no vulgar para que ninguno desconfíe de su salvación, al ver la dificultad y necesidad de este mandamiento. Porque hay hombres que entendiendo deben desvanecer las injurias con un voluntario olvido y amar a los que los agraviaron, lo desean, y hacen por cumplirlo cuanto es de su parte; más experimentan que no pueden apurar del todo la memoria de las injurias. Porque les quedan en el ánimo algunas reliquias de la enemistad; y por esto padecen grandes remordimientos de conciencia, temiendo que no cumplen el mandamiento de Dios, dejando las enemistades sencilla y cándidamente. Aquí pues explicarán los Pastores, que son contrarios los afectos de la carne y el espíritu. Porque el de la carne es inclinado a la venganza, y el del espíritu al perdón. De aquí nace a ver entre ellos perpetua altercación y guerra. Por esto demostrarán que en manera ninguna se ha de desconfiar de la salvación, aunque reclamen y contradigan a la razón los apetitos de la naturaleza corrompida, con tal que el espíritu se mantenga firme en el deseo y voluntad de perdonar las injurias y de amar al prójimo. 

Y por si acaso hubiere algunos que todavía no hallen como avenirse a olvidar las injurias y amar a los enemigos, y que por esto no usan de la oración del Señor, atemorizados de la condición que dijimos de esta petición; les propondrán los Pastores estas dos razones a fin de sacarlos de error tan pernicioso. La primera, que cada uno de los fieles hace esta oración en nombre de toda la Iglesia; y que en ella es preciso que haya algunos Justos, los que habrán perdonado a sus deudores las deudas mencionadas aquí. 

La segunda, que pidiendo esto a Dios, pedimos también al mismo tiempo todo lo que necesariamente se debe poner de nuestra parte para conseguirlo. Porque pedimos perdón por los pecados y el don de la verdadera Penitencia, pedimos la gracia de un íntimo dolor, y pedimos que podamos aborrecer los pecados y confesarlos verdadera y piadosamente al Sacerdote. Y así siendo necesario que nosotros perdonemos también, a los que nos han hecho algún mal o daño, cuando pedimos a Dios que nos perdone, rogamos juntamente que nos dé fuerzas para reconciliarnos con aquellos a quienes aborrecemos. Y por lo tanto, deben ser disuadidos de tal opinión, los que se detienen por el temor vano y perverso, de que con esta petición provocarán más contra sí la ira de Dios. Antes por el contrario, se les ha de exhortar a la frecuencia de esta oración divina; para que pidan a Dios padre les dé tal voluntad, que perdonen a los que les ofendieron, y que amen a sus enemigos. 

Y para que esta oración sea del todo fructuosa, lo primero que en ella se ha de atender y meditar es, que nosotros estamos humillados a Dios y pidiéndole perdón, y que éste no se concede sino al que está arrepentido; y que así es menester estar adornados con aquella caridad y piedad que corresponde a los penitentes verdaderos, y que a éstos lo que conviene señaladamente es lavar con lágrimas sus maldades y culpas, contemplándolas como si las tuvieran presentes. Con esta consideración se ha de juntar para en adelante guardarse de aquellas cosas en que hubo algún peligro de pecar, y que pueden sernos ocasión de ofender a nuestro Padre Dios. Con estos cuidados andaba David cuando decía: Mi pecado está siempre contra mí. Y en otro lugar: Lavaré cada una de las noches mi cama, y con mis lágrimas regaré mi estrado. Propóngase además de esto cada uno el fervor ardentísimo de la oración de aquellos que alcanzaron de Dios a fuerza de súplicas el perdón de sus culpas; como el de aquel Publicano, que retirado a lo lejos y clavados en tierra los ojos a causa del empacho y del dolor, solamente se hería el pecho, diciendo estas palabras: Señor, apiádate de mí, pecador. También el de aquella mujer pecadora, que puesta detrás de Cristo Señor nuestro y arrojada a sus pies, los regaba con sus lágrimas, los limpiaba con sus cabellos y los besaba. Y en fin, el del Príncipe de los Apóstoles San Pedro, quién habiéndose salido fuera, lloró amargamente. 

Después de esto se ha de considerar, que cuanto más frágiles son los hombres, y más inclinados a las enfermedades del alma, que son los pecados, tanto necesitan de más medicamentos y más repetidos. Estos son la Penitencia y la Eucaristía. Tome estas medicinas con mucha frecuencia el pueblo fiel. Además de esto la limosna, según lo enseñan las Divinas Letras, es una medicina muy provechosa para curar las llagas del alma. Y así los que desean valerse piadosamente de esta petición, hagan a los pobres todo el bien que pudieren. Porque es muy grande su virtud para borrar las manchas de los pecados, como lo dijo a Tobías el Ángel del Señor san Rafael por estas palabras: La limosna libra de la muerte, y ella es la que limpia los pecados, y hace hallar misericordia y la vida eterna. Lo mismo testifica Daniel, amonestando al rey Nabucodonosor de este modo: Redime  tus pecados con limosnas, y tus maldades con misericordias hechas a los pobres

Pero la mejor largueza, y la obra más perfecta de misericordia, es el olvido de las injurias y la buena voluntad hacia aquellos que hayan ultrajado tu hacienda, tu honra o tu persona, o la de los tuyos. Cualquiera pues que desee tener a Dios en gran manera misericordioso para con él, ponga sus enemistades en sus divinas manos, perdone toda ofensa, y haga oración de veras por sus enemigos, aprovechándose de toda ocasión para hacerles bien. Más como en este punto se explicó ya cuando tratamos del homicidio, remitimos allá a los Párrocos. Sin embargo, concluyan esta petición diciendo, que ni hay ni puede fingirse cosa más injusta que el que uno que es tan duro para los hombres que con ninguno se quiere ablandar, pida éste mismo a Dios que sea con él manso y benigno.

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