Por Francis X. Maier
Las palabras importan. Expresan pero también dan forma a nuestros pensamientos, que a su vez enmarcan nuestra manera de vivir. He aquí un ejemplo: Las palabras del Credo de Nicea son cruciales para la fe cristiana. Han resumido y guiado la fe cristiana durante 1.700 años. Las recitamos rutinariamente cada domingo en misa, pero no hubo nada rutinario en su origen. Buena gente discutió, luchó y murió para formularlas, y su influencia a lo largo de los siglos ha sido enorme. En pocas palabras, las palabras importan por dos razones. Transmiten o distorsionan la realidad, y enriquecen o engañan tanto a las personas que las escuchan como a las que las utilizan.
En consecuencia, “si las palabras se corrompen -escribió el filósofo Josef Pieper en Abuse of Language, Abuse of Power (Abuso de lenguaje, abuso de poder)- la propia existencia humana no permanecerá inafectada e impoluta”. Describió el abuso intencionado del lenguaje -tan común en la política moderna- como “un instrumento de violación” porque viola el derecho humano a la verdad. Pero la dejadez, la inexactitud y el compromiso bienintencionado en el uso del lenguaje pueden ser tan perjudiciales como el engaño en sus efectos. Podemos perder gradualmente nuestras convicciones al restar fuerza a las palabras que utilizamos para expresarlas.
Por eso siempre me ha parecido tan convincente la Epístola de Santiago, especialmente durante el Adviento. Escrita por Santiago el Menor, anciano principal de la Iglesia primitiva de Jerusalén, el texto es una lectura vigorizante. Es claro. Es contundente, es práctico. Y es breve.
Aunque su espíritu es fraternal y su intención es animar a los fieles, Santiago tiene muy poco tiempo para la ambigüedad o las excusas. Hay una urgencia, un celo, en sus palabras que fluye directamente de su testimonio de un acontecimiento que cambia el mundo: la resurrección de Jesucristo. Su mensaje es sencillo: El “antes” y el “después” de la misión de Cristo son dos realidades radicalmente distintas. Y a menos que los autodenominados cristianos quieran mentirse a sí mismos y a todos los demás, deben actuar de acuerdo con lo que dicen creer.
El mensaje central de la carta se encuentra en los versículos 1:22 a 1:25:
Sed hacedores de la palabra y no solamente oidores, engañándoos a vosotros mismos. Porque si alguno es oidor de la palabra y no hacedor, es semejante a un hombre que observa su rostro natural en un espejo; pues se observa a sí mismo y se va, y al instante olvida cómo era. Pero el que mira la ley perfecta, la ley de la libertad, y persevera, no siendo oidor que olvida, sino hacedor que actúa, será bienaventurado en su obrar.
El tema se repite en los versículos 2:14 a 2:17:Para Santiago, “hasta los demonios creen... y tiemblan”. La fe de los demonios no tiene vida porque, en su orgullo y traición a Dios, rechazan las obligaciones de la fe. El punto de Santiago no es que las buenas obras puedan de alguna manera “ganar” la salvación, porque no pueden. La salvación es un don gratuito, inmerecido e inmerecible del amor de Dios. No es una transacción religiosa: “Si yo hago esto, Dios, entonces tú harás aquello”. Pero si afirmamos creer con nuestras palabras, entonces nuestras acciones lo mostrarán naturalmente en nuestro comportamiento. De lo contrario, estamos viviendo como fraudes.
¿De qué aprovecha, hermanos míos, que uno diga que tiene fe, si no tiene obras? ¿Podrá salvarle su fe? Si un hermano o una hermana están mal vestidos y les falta el alimento de cada día, y alguno de vosotros les dice: “Id en paz, calentaos y saciaos”, sin darles lo necesario para el cuerpo, ¿de qué les sirve? Así también la fe por sí misma, si no tiene obras, está muerta.
¿Y qué comportamiento implica y exige una fe verdadera? Sólo esto: apoyo a los huérfanos, las viudas, los enfermos y los pobres en todas sus diferentes condiciones; una humilde conciencia de nuestra mortalidad; un rechazo a ser engañados por la riqueza o el estatus; una firme confianza en Dios a pesar de los reveses y los obstáculos; una lengua disciplinada que no esté dispuesta a hablar veneno; y paciencia en el sufrimiento.
Quizá lo más incómodo para los que vivimos en el mundo “desarrollado” sea que Santiago advierte que “la amistad con el mundo es enemistad con Dios”, y “quien quiera ser amigo del mundo se hace enemigo de Dios”. Los católicos llevamos décadas asimilándonos y encajando en un modo de vida muy cómodo; una vida rica en ventajas materiales. Merece la pena considerar en qué nos hemos convertido en el proceso.
Las palabras que acabo de escribir, por supuesto, son un ejercicio de autoinculpación. Pero ése es el sentido del Adviento, ¿no? Estamos llamados a examinarnos con franqueza y a fondo, y así prepararnos para la venida de Jesús, tanto en Navidad como al final de los tiempos. Tomando prestadas algunas palabras de Alfred Delp, el sacerdote jesuita martirizado por el Tercer Reich, ya no somos “un pueblo de claridad que conoce a este único Señor [Jesucristo] y que se mantiene en la sencillez, sin usurpar los derechos del Señor, sin traicionar nuestro deber para con él, ni regatear. Nos hemos convertido en un pueblo de muchos señores, en cierto modo divididos, en cierto modo separados” tanto de Dios como entre nosotros como auténticos discípulos y creyentes. En lugar de eso, necesitamos abrazar “el Adviento como un tiempo de ser sacudidos profundamente, para que el hombre despierte a sí mismo” y a los propósitos para los que Dios le hizo.
Lo que era cierto para Delp en la Alemania de los años cuarenta no lo es menos para nosotros, los cristianos de hoy. El tiempo litúrgico que acabamos de comenzar nos llama no a aplaudir el Evangelio como una colección de buenas enseñanzas, sino a “arder en deseos” de conversión personal y de salvación del mundo.
La única pregunta que importa en este Adviento es si Jesucristo es realmente quien la Epístola de Santiago afirma que es: el centro de la historia, el Señor de la creación, el Dios de la vida que justifica la pasión de nuestros corazones. En el tiempo que se nos ha concedido, ¿vivimos en 2024 d.C. (después de Cristo) o Anno Domini (el año de Nuestro Señor); o sólo otros 12 meses en una “Era Común” moralmente vacía?
Cada uno de nosotros puede elegir y actuar en consecuencia.
The Catholic Thing
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