CUARTA PARTE
DEL CATECISMO ROMANO
CAPITULO XVI
DE LA SEPTIMA PETICION
Más líbranos del mal
Todas las peticiones antecedentes encerró el Hijo de Dios en esta última, con la cual acabó esta oración divina; y declarando su valor y peso, se valió de esta forma de orar, cuando al despedirse de esta vida rogó a su eterno Padre por la salud de los hombres de este modo: Ruégoos, que los libres del mal. Y así en esta fórmula de orar que nos dio por su precepto, y confirmó con su ejemplo, comprehendió sumariamente como en un epílogo la virtud y espíritu de las demás peticiones. Porque habiendo alcanzado lo que pedimos aquí, nada nos resta que desear, como dice San Cipriano: pues pedimos de una vez la protección de Dios contra el mal, y conseguida esta, quedamos defendidos y seguros contra todos los tiros del demonio y del mundo. Siendo pues esta petición tan importante como dijimos, debe poner el Párroco diligencia suma en explicarla a los fieles. Diferénciase de la antecedente, en que en esa pedimos ser librados de la culpa, en esta de la pena.
No es menester ponderar mucho a los fieles lo muy abrumados que se ven los trabajos y calamidades, y lo muy necesitados que están del socorro de Dios. Porque además de haber tratado con toda difusión muchos Escritores sagrados y profanos, a cuáles y a cuántas miserias esté sujeta la vida de los hombres, apenas habrá uno que lo ignore por experiencia propia, o por ajena. Y todos están muy persuadidos a lo que dijo aquel espejo de paciencia Job: El hombre nacido de mujer, vive poco tiempo, está lleno de muchas miserias, sale como flor, y luego se marchita, y huye como sombra, y nunca permanece en un mismo estado. No se pasa día que no venga señalado con alguna molestia o incomodidad; como lo testifica aquella sentencia del Salvador: Bástale al día su malicia. Bien que cual sea la condición de la vida humana, lo declara el aviso del mismo Salvador, por el que nos enseña que es menester tomar cada día la cruz y seguir a su Majestad. Así pues como siente cada uno cuán trabajoso y cuán peligroso es este modo de vivir; Así será fácil persuadir que debe pedirse a Dios nos libre del mal, mayormente cuando cosa ninguna obliga más a los hombres a pedir, que el deseo y la esperanza de verse libres de los trabajos que los oprimen, o que los amenazan. Porque está muy impreso en las almas de los hombres acudir prontamente en los males al auxilio de Dios. Por esto dijo David: Llénales, Señor, la cara de ignominia, y buscarán tu nombre.
Pero aunque es en los hombres como natural invocar a Dios en los peligros y calamidades, con todo eso aquellos a cuya fidelidad y prudencia están encomendados, tienen particular obligación de enseñarles el modo con que deben hacerlo. Porque hay hombres que contra lo mandado por Cristo Señor nuestro trastornan el orden de la oración. El mismo Señor que nos mandó acogernos a Él en el día de la tribulación, nos señaló el modo con que debíamos hacerlo. Quiso pues que antes que le pidiésemos que nos librase del mal, le suplicásemos que sea santificado el nombre de Dios, que venga a nos su Reino, y las demás peticiones, por las cuales, como por ciertas gradas, se sube a esta última. Pero algunos si les duele la cabeza, si el costado, si el pie, si pierden la hacienda, si se ven acosados de enemigos, o amenazan peligros de hambre, guerra, peste, o cosas tales, sin hacer caso de los primeros grados de la oración, solo piden ser librados de aquellos males. Este modo de pedir es contra aquel mandamiento de su Majestad: Buscad primeramente el Reino de Dios. Por eso los que piden derechamente, cuando piden ser libres de calamidades, trabajos y males, todo lo ordenan a gloria de Dios. Y así David cuando suplicaba: Señor, no me arguyas en tu favor, luego dio la razón, en que se mostró muy ansioso de la gloria de Dios, pues dice: Porque no hay de los muertos quien se acuerde de ti, y en el infierno ¿quién te alabará? Y él mismo pidiendo a Dios usase con él de misericordia, añadió: Enseñaré a los malos tus caminos, y los impíos se convertirán a ti. A este modo saludable de orar, y a imitar al Profeta han de ser incitados los fieles oyentes, y al mismo tiempo se les ha de enseñar la diferencia que hay entre las oraciones de los infieles y las de los cristianos.
Es cierto que con gran ahínco piden los infieles a Dios que los libre de las enfermedades y dolores que padecen, y que les conceda escapar de los males que les molestan o les amenazan. Pero con todo eso ponen la principal esperanza de su salud en los remedios preparados por la naturaleza, o por la industria de los hombres. Y aún la medicina que les da cualquiera, aunque sea compuesta por encanto, hechizo, o arte del demonio, sin el menor reparo se la toman, si le dan esperanza de sanar. De muy diverso modo proceden los cristianos. Porque estos en sus enfermedades y en todas las demás cosas adversas, tienen a Dios por sumo refugio y amparo de su salud. A solo su Majestad reconocen y veneran por Autor de todo bien, y por su libertador. Tienen muy por cierto que la virtud que hay en las medicinas, es dada por Él, y tanto creen que aprovecharán a los enfermos, cuando el mismo señor fuere servido. Porque Dios es quien dio a los hombres la medicina para curar las enfermedades. De aquí es aquella voz del Eclesiástico: El Altísimo crió de la tierra los medicamentos, y el hombre prudente no los despreciará. Y así los que están alistados en la milicia de Jesucristo, no ponen la primera esperanza de recobrar su salud en esos remedios, sino en el mismo Dios, que es el Autor de la medicina, y en quien confían señaladamente.
Por esta razón son reprehendidos en las Sagradas Letras aquellos, que fiados en las medicinas, no solicitan el auxilio de Dios. Pero al contrario, aquellos que viven ajustados a las leyes de Dios, aborrecen todos los remedios que consta no ser ordenados por Dios para curar. Y aunque tuvieran por cierto que tomando tales medicamentos habían de conseguir la salud, sin embargo, los mirarían con horror, como a cosa de encanto y artificio diabólico. Han de ser pues exhortados los fieles a confiar en Dios. Porque por esa razón el Padre benignísimo mandó que le pidiésemos nos librase del mal, para que por lo mismo que lo mandó, tuviésemos esperanza de conseguirlo. Muchos ejemplos de esto hay en las Sagradas Letras, para que por esa muchedumbre de ejemplos se vean precisados a confiar, los que se mueven menos por razones a esperar como deben. Abraham, Jacob, Lot, Joseph, David, están a la vista, como testigos muy calificados de la divina benignidad. Los Libros Sagrados del Testamento Nuevo nos ofrecen tantos que fueron librados de peligros muy grandes en virtud de la oración devota, que no es necesario referir ejemplos. Baste aquella sentencia del Profeta que puede esforzar al más desconfiado: Clamaron los justos, y el Señor los oyó, y los sacó de todas sus tribulaciones.
Síguese declarar la virtud y sentido de esta petición, para que entiendan los fieles, que no pedimos aquí al Señor que nos libre enteramente de todos los males. Porque hay algunos que comúnmente se juzgan males, y con todo eso son provechosos para los que los padecen; como aquel estímulo que fue dado al Apóstol, para que ayudándole la gracia de Dios, se acrisolase la virtud en la enfermedad. Estos males, una vez conocida su virtud, son para los buenos de sumo regalo, y están muy ajenos de pedir al Señor los libre de ellos. Y por lo tanto, sólo pedimos a su Majestad nos libre de aquellos males, que no pueden hacer ningún provecho al alma. De los otros, en manera ninguna, si se saca de allí algún saludable fruto.
Este es pues, en suma, el sentido de esta petición, que una vez libertados del pecado, lo seamos también del peligro de la tentación, y de todos los males interiores y exteriores, que estemos seguros del agua, del fuego y del rayo; que no destruya la piedra los frutos, que no padezcamos carestía de alimentos, ni alborotos, ni guerra. Pedimos a Dios que aparte de nosotros enfermedades, pestes y desolaciones; que nos libre de prisiones, cárceles, destierros, alevosías, traiciones, asechanzas, y todos los demás desastres, con que la vida humana se suele acongojar y oprimir mucho; y en fin, que nos libre de todas las causas de pecados y maldades. Y no solo pedimos que nos libre de las cosas que a juicio de todos son malas, sino también de aquellas que casi todos las tienen por buenas, como son las riquezas, las honras, la salud, la robustez, y aún la misma vida; pedimos, digo, que no abusemos de ellas, ni se conviertan en daño y perdición de nuestras almas. Pedimos también a Dios, que no seamos sorprendidos por muerte repentina; que no irritemos su divina ira contra nosotros; que no padezcamos las penas reservadas para los malos, ni seamos atormentados con el fuego del purgatorio, del cual piadosa y santamente rogamos sean librados los demás. Así explica la Iglesia esta petición en la Misa y Letanías, conviene a saber, que seamos libres de los males pasados, presentes y venideros.
Y no de solo un modo nos libra de los males la benignidad de Dios. Porque detiene las calamidades que amenazan, como leemos que fue libertado aquel gran Jacob de los enemigos, que había suscitado entra él la matanza de los Siquimitas; porque dice la Escritura: El terror de Dios se apoderó de todas las Ciudades del contorno, y no se atrevieron a perseguir a los que se retiraban. Y efectivamente todos los bienaventurados que reinan con Cristo Señor nuestro en los Cielos, están ya libres por el favor de Dios de todo mal. Pero de ningún modo quiere su Majestad, que los que todavía andamos en esta peregrinación, estemos libres de todos los males; más nos libra de algunos, y viene a ser como libertar de todos aquellas consolaciones, que da a veces a los que están oprimidos por adversidades. Con estas se recreaba el Profeta, cuando decía: Según la muchedumbre de los dolores de mi corazón, tus consolaciones alegraron mi alma. Además de esto libra Dios de los males a los hombres, cuando reducidos a las últimas angustias, los saca sanos y salvos, como leemos que sucedió con los niños arrojados en el horno encendido; y con Daniel, a quien nada dañaron los leones, como ni la llama tocó a los niños.
También, según el sentir de los santos Basilio el Grande, Crisóstomo y Augustino, es llamado aquí principalmente el malo el demonio; por ser el autor de la culpa de los hombres, esto es, de la maldad y pecado; del cual también se vale Dios, como de verdugo, para exigir las penas de los impíos y malos. Porque Dios es quien da a los hombres todo el mal que padecen en pena de su pecado. Y conforme a esto dicen las Sagradas Letras: ¿Si habrá mal mayor en la ciudad, que no le haya hecho el Señor? Más: Yo soy el Señor, y no hay otro, que formo la luz, y crío las tinieblas, hago la paz y crío el mal.
También se dice el malo al demonio; porque sin hacerle nosotros mal ninguno, con todo eso nos hace perpetua guerra, y nos persigue con odio mortal. Y aunque estando nosotros armados con la fe, y guarnecidos con la inocencia, no nos puede dañar; eso no obstante, nunca cesa de tentarnos con males externos, ni de molestarnos por cuantos caminos puede. Y por esto pedimos a Dios nos libre de este mal.
Decimos de mal, y no de males; porque los males que nos vienen de los prójimos, se los atribuimos al diablo, como autor y atizador. Por esto no debemos airarnos contra el prójimo, sino volver toda nuestra hazaña y enojo contra el mismo Satanás, que impele a los hombres a hacer las injurias. Y así si el prójimo te hace alguna ofensa, cuando hagas oración a Dios Padre, pídele no solo que te libre del mal, esto es, de los agravios que el prójimo te hizo; sino también que libre a tu prójimo de la mano del diablo, por cuyo impulso son inducidos los hombres al engaño.
Últimamente se ha de saber, que si en las oraciones y súplicas no somos liberados de los males, debemos llevar con paciencia los que nos afligen; teniendo por cierto, que es del agrado de Dios que los padezcamos con resignación. Por esto en manera ninguna nos debemos impacientar, ni darnos por sentidos de que Dios no oiga nuestras oraciones; sino que es menester remitirlo todo a su disposición y voluntad; creyendo que aquello es útil, y aquello es saludable, que agrada a Dios que sea así; y no lo que al contrario nos parece a nosotros.
En fin, se ha de enseñar a los piadosos oyentes, que mientras van siguiendo la carrera de esta vida, deben estar apercibidos para llevar todo género de trabajos y penalidades con ánimo no solo igual, sino también alegre. Porque todos los que quieren, dice, vivir piadosamente en Jesucristo, padecerán persecución. Item: Por muchas tribulaciones es menester que entremos en el Reino de Dios. Más: ¿Por ventura no fue menester que Cristo padeciese de ese modo, y que entrase así en su gloria? No es justo que sea el siervo de mejor condición que su señor; como es cosa fea, según San Bernardo, ver miembros delicados debajo de una cabeza coronada de espinas. Muy esclarecido es el ejemplo de Urías, que se nos propone para que le imitemos; que aconsejándole David se detuviese en su casa, respondió: El arca de Dios, e Israel y Judá habitan en tiendas de campaña; ¿y yo había de entrar en mi casa? Si venimos a hacer oración armados con estas razones y consideraciones, supuesto que por todas partes nos vemos apretados y cercados de males, lograremos, ya que no sea salir sin lesión, como los tres niños sin tocarles el fuego; por lo menos llevaremos las adversidades con constancia y valor como los Macabeos. En las ofrendas y tormentos imitaremos a los sagrados Apóstoles, que siendo azotados, se alegraban sobremanera por haber sido tenidos por dignos de padecer deshonras por Jesucristo. Estando pues nosotros con los mismos afectos, cantaremos con gran regocijo del alma: Los Príncipes me han perseguido sin causa; más de tus palabras tuvo miedo mi corazón; colgarme he sobre tus mandamientos, como aquel que encontró muchos despojos.
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