Por Monseñor de Segur (1888)
La misericordia de Nuestro Señor me ha librado del pecado y del infierno. Pero esto no es más que el lado negativo de lo que su amor infinito se ha dignado hacer por mí: el lado positivo, el bien que me ha merecido, es mil veces más precioso todavía. Si me ha librado de todo mal, ha sido para darme todo bien. Sí, todo bien; porque con su cielo, con su bienaventuranza y su eternidad se me entrega a sí mismo, y como decía a Santa Ángela de Foligno, Él es el Todo-Bien.
¿Qué bien hay comparable a la posesión del Cielo, es decir, la posesión de la felicidad perfecta y eterna, del perfecto y eterno gozo, del perfecto y eterno amor? El Cielo es el seno de Dios en el cual la criatura deificada se encuentra abismada, con Jesucristo, por Jesucristo y en Jesucristo, en el océano de la luz divina y de la eterna bienaventuranza. El Cielo es el Amor convertido en nuestra vida, nuestro estado, nuestra atmósfera, nuestro todo. No más temores, no más lobregueces, no más privaciones, no más desfallecimientos, no más separaciones, no más lágrimas, no más sufrimientos; al contrario, sobreabundancia inconmensurable e inmutable de todos los bienes, sea del espíritu, del corazón, o de los sentidos. Vivir con Jesús y María, con los bienaventurados Serafines, Querubines, Arcángeles y Ángeles, con todos los Santos, con todos los elegidos; ver a Dios cara a cara, poseer a Dios por completo, gozar de Dios, estar lleno de la paz y alegría de Dios; y esto para siempre, sin inquietud, sin posibilidad de perder una sola gotita de aquel océano de felicidad, ¡Qué perspectiva, Dios mío!
¡Qué dicha ser eternamente compañero de los Ángeles, vivir la vida de los Ángeles, estar revestido de su gloria, gozar de su bienaventuranza; en una palabra, “ser semejante a los Ángeles”!
¡Qué dicha ocupar para siempre la categoría de hijos de Dios, ser eternamente miembros glorificados del Unigénito de Dios, coherederos y hermanos suyos!
¡Qué felicidad ser con Jesús rey de un reino eterno, poseer el mismo reino que el Eterno Padre ha dado a su Hijo, sentarse a su mesa con María y con todos los escogidos! ¡Qué gloria estar revestido del celeste manto de luz, del vestido real y glorioso del Rey de reyes!
En el cielo nos sentaremos en un mismo trono con el soberano Monarca de cielos y tierra; descansaremos con nuestro Salvador en el seno de su Padre; poseeremos todos los bienes de Dios; seremos, en fin, enteramente transformados en Dios, es decir, estaremos llenos y penetrados de todas las perfecciones de Dios, más íntimamente que el hierro metido en la fragua está revestido y penetrado de las cualidades del fuego. En Jesucristo no formaremos más que uno sólo con Dios, no por unidad, sino por unión; lo que Dios es por naturaleza y por esencia, lo seremos nosotros por gracia y por participación.
¡Oh Señor, qué felicidad tan grande e incomparable la del cielo! Y aún todo lo que conozco de él es nada en comparación de la realidad. Vos mismo me lo habéis dicho: “¡Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el entendimiento humano puede comprender lo que Dios tiene reservado a los que le aman!”
Y ¿a quién debo yo la inmensidad desconocida de este celestial e incomprensible tesoro? Al amor misericordioso e infinito del Corazón de mi Salvador. Al darse a mí, me ha dado todo lo que hay en la tierra: su Iglesia, su Vicario, su verdad, sus Sacramentos, su Eucaristía, su Cuerpo y su Sangre, su Madre, su santa cruz, todas sus gracias, todas sus riquezas espirituales; y en el cielo me espera para ser Él mismo mi bienaventuranza y mi recompensa sin medida.
¡Gracias, pues, gracias infinitas al Corazón de mi Dios por sus inefables dones! Sí, todo lo tengo en Jesucristo; y su sagrado Corazón, donde reposo si le soy fiel, es el abismo de todo bien, que me libra del abismo de todo mal.
¡Oh buen Jesús! ¡perdonad a todos los que no os aman! ¡Ah! ¡cuán grande es su número! ¿No es verdad que, aún en los países cristianos, multitud de hombres tratan a este adorable Salvador como si nada le debiesen? ¿No es verdad que le tratan casi como enemigo, olvidándole, blasfemándole, descuidando su servicio, burlándose de sus sacerdotes, de su Vicario, de su Santa Iglesia, riéndose de la Confesión, ridiculizando la Eucaristía, llegando algunas veces a ultrajar a su santísima Madre?
Sin embargo, ¿qué más hubiera podido hacer para atestiguarles su amor? “Si fuese posible -decía un día a Santa Brígida- si fuese posible que yo sufriese los tormentos de mi Pasión tantas veces cuantas almas hay en el infierno, gustoso los sufriría”. Y en recompensa, la mayor parte de aquellos a quienes ha rescatado y enriquecido con sus dones, vuelven a crucificarle. Sí, a crucificarle; pues quien peca mortalmente “crucifica de nuevo en sí mismo al Hijo de Dios, le pisotea, desprecia la Sangre de la alianza, en la que ha sido lavado y santificado”.
¡Dios mío! agradecemos profundamente cualquier demostración de afecto, el más insignificante servicio que se nos preste; ¿qué digo? profesamos cariño a un animal que nos divierte o nos es útil en algo; y ¿dejaremos de amar a Dios, que es nuestro Criador, nuestro misericordioso Redentor, nuestro fidelísimo amigo, nuestro bondadosísimo hermano, nuestro tesoro, nuestra gloria, nuestro soberano bien, nuestra vida, nuestro corazón; a este Dios, que es todo corazón y todo amor por nosotros?
“¡Oh hijos de Adán! Redentor tenéis; venid a Él, que bueno y misericordioso es para los que quieren ser redimidos. Fuente de agua viva es; río caudaloso, que procede del trono de Dios, que sin recibir de nadie, a todos da largamente sin que sus corrientes se mengüen: corred, sedientos, a apagar vuestra sed. Mina es sin término de los tesoros eternos; los que os desentrañáis por adquirir riquezas que apenas se dejan ver de los ojos, corred codiciosos, que nunca tantos tesoros llevará uno que no resten para repartir a los demás, infinitos. Venid, ciegos, a la luz; afligidos, atormentados, al gozo sin fin; venid, presos a la libertad; desterrados, a vuestra patria; muertos, a la vida. ¿Qué aguardáis? venid, que buen Dios tenéis. ¿Qué hacéis atados, como viles bestias, a los pesebres del mundo, royendo paja de vanos gustos sin jugo ni sustancia de bien? Romped vuestras ataduras; corred, que buena y rica mesa os espera, abastecida de verdaderos deleites y regalos sin tasa. ¡Oh hijos de Adán! despertad, que la luz se os entra por vuestras puertas; abrid, no os quedéis a oscuras y en tinieblas de muerte”.
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